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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



EL CARTUCHO -


Narrativas de una Bogotá-otra: El Cartucho en la literatura (II)

Andrés Torres Guerrero

En El esquimal y la mariposa, Coyote se instala en El Cartucho, donde cambia de vida y de nombre. Allí él, “Sentía que llevaba 25 pisos encima y adonde fuera (nos dice) siempre me iba a pesar”. Este fragmento se vincula con un aspecto de la obra Satanás de Milton, que dice que donde quiera que él esté, allí está el infierno


SUEÑOS DE UN ÑERO

Una vez soñé que yo era un ñero rico, un ñero millonario.

Yo tenía una bodega de donde sacaba, todos los días comida, vestuario, leche, de todo...

Desde tempranito me iba a repartir cosas a los parches. Todos me esperaban felices, porque yo llegaba como si fuera el niño Dios, lleno de cosas y cosas. Mi bodega gigante quedaba en la calle del Cartucho, cerca de aquí...

Un día llegué a la calle del Cartucho, feliz, con la bolsa de los regalos, de la bodega no quedaba nada, nada, nada, nada.

Sólo cenizas. La habían quemado. Me volví loco y me fui a buscar a las liebres que habían hecho eso. A mi paso todos los ñeritos lloraban y me decían: Jimy tráenos comida, tráenos ropa, tráenos leche. Entre la gente distinguí a mi hijita.

Esos gritos de la gente me daban más valor y yo corría y corría. A lo último volaba porque me salieron alas para defender lo mío. Al fin los encontré. Eran unos hombres diablos vestidos de negro y de verde y se reían de nosotros[1].

 

Ese sueño lácteo no debería ser de un solo hombre, sino de una sociedad capaz de soñar y de hacer de sus sueños una práctica política y poética que le proporcione a los más desprotegidos y necesitados eso que le piden con angustia a Jimy: comida, ropa, leche. Ojalá, el sueño de un ñero también sea el de tantos políticos que se llevan la mano al corazón (mas no al bolsillo), y ese gesto está bien como imagen publicitaria, pero, las manos tienen que llegar hasta esos otros que lo han perdido todo, gracias a los hombres diablo vestidos de negro.

Si como lo afirma Dostoievsky en Los hermanos Karamazov, citado por Levinas: Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros[2]; entonces, Jimy no sólo es un ñero… Jimy somos todos.

La literatura de, sobre y desde El Cartucho es una política de la memoria ante un país arrobado con leyes que promulgan el olvido como sinónimo de impunidad; recordemos aquí un atento texto de Arturo Alape, quien realizó un ágil y puntual recorrido por el devenir histórico de esta zona:

El área de la parroquia de San Victorino no estaba totalmente poblada, era mi barrio de extra­muros casi despoblado, que se construyó en terrenos cedidos por los herederos del conquistador Francisco Hernán Sánchez. El padrón de 1801 dice que estaba compuesta por 32 manzanas, en su mayoría de casuchas apachurradas y la parte poblada se encerraba dentro de este perímetro:

Desde la intersección de la carrera 13 en la calle 16, todo el límite norte y oriental del barrio, y luego por la calle 7a, carrera 12, calle 9a, carrera 13, calle 10a, costado oriental y norte de la Huerta de Jaime (Plaza de los Mártires), carrera 15, calle 13 desde la carrera 16 hasta la 13 y está la calle 16, primer punto de partida. En total, el barrio de San Victorino estaba limitado a sesenta cuadras.

Es decir que San Victorino comprende actualmente: del río San Francisco (Avenida Jiménez de Quesada) hasta Santa Bárbara (San Bernardo). Comprendía también La Alameda (La Merced). Por el sur colindaba con la Huerta de Jaime (hoy plaza de Los Mártires, por los tantos fusilamientos que se hicieron ahí).

En ese entonces al seguir la corriente del río San Francisco, de­sembocaba en la amplísima Plaza de San Victorino, antes un sitio llamado Pueblo Viejo. En el barrio de San Victorino, escenario de múltiples batallas militares, epicentro de importantes acontecimientos sociales y políticos, aparece ubicada en el plano le­vantado por Codazzi en 1849, la Calle del Cartucho. Se ignora hasta la fecha cuál fue el origen de su curioso y hoy lacerante nombre[3].
 

El Cartucho, reitero, no desapareció al igual que muchos de sus habitantes que se llevaron consigo historias e imágenes de esta ciudad. En El esquimal y la mariposa, Coyote se instala en El Cartucho, donde cambia de vida y de nombre. Allí él, “Sentía que llevaba 25 pisos encima y adonde fuera (nos dice) siempre me iba a pesar[4]. Este fragmento se vincula con un aspecto de la obra Satanás de Milton, que dice que donde quiera que él esté, allí está el infierno. Luego dice I Myself am hell (Yo mismo soy el infierno). Es decir, concibe el infierno no como situado en un lugar, sino como un estado de ánimo, o como el estado de un alma[5]. Álvaro Rozo, un ex indigente, quien consumió durante 54 años droga y alcohol, y de los cuales 32 permaneció en El Cartucho, declara en una entrevista, a propósito de su libro Yo salí del infierno (en autoría con la doctora Cecilia Cadena), lo siguiente: vi matar unas 2.000 personas, vi lo peor[6].

Pareciera ser entonces que donde está el alcohol y la droga, siendo reduccionista, allí está Satán. Así lo revela un cuento de la tradición oriental que figura en El Talmud

Cuando Noé estaba plantando una viña, se apareció Satán

y pidió permiso para ayudarlo.

Satán trajo primero un cordero, lo mató y vertió su sangre sobre los surcos. Después empapó la tierra con sangre de león. A continuación atrapó un mono y usó su sangre del mismo modo. Y finalmente le tocó el turno a un cerdo. Entonces Satán le explicó a Noé sus intenciones:

-Cuando el hombre tome la primera copa de vino se volverá dulce y alegre como el cordero. Con la segunda copa, será valiente y peleador como el león, jactándose de su poder. Después de la tercera copa, se pondrá en ridículo como un mono. Pero si toma cuatro o más copas se convertirá en un cerdo repugnante, sucio y bestial, capaz de revolcarse en el barro[7].
 

Peter Haas tras su experiencia de trabajar dentro de El Cartucho tomando fotografías a varios de sus habitantes, escribe:

No voy a desmentir el mito: tomé fotografías de psicópatas, locos y enviciados de toda clase. Vi personajes con una luz de locura y de paranoia en el fondo de los ojos, tan cerca del límite de la bestialidad, que parecían a veces hombres lobos. Pero también observé mucha nobleza en estas caras rotas y reventadas por la vida, ya que la mayoría de las personas que tuve frente a mí eran verdaderas, dignas y lo suficientemente resistentes para sobrevivir en su infierno[8].
 

En el libro El silencio de los jaguares, memorias del seminario culturas, artes, neurologías, más allá de la ingeniosidad, publicado por el departamento de Humanidades y Filosofía de la Universidad de Nariño, Orlando Lennin Enríquez escribe un relato que le contó el taita José García al etnólogo William Torres, quien a su vez se lo hizo conocer a Orlando Lennin:

Es en este espacio geopolítico de exclusión contemporánea, donde se sitúa el sabio relato del abuelo José García, de la comunidad Hüitoto Müiname, en torno a su entrada y salida en la adicción al bazuco allá en los años 80. Cuenta este sabio que fue por curiosidad que un día quiso probar la pasta del bazuco, extrañado de que ciertos colonos y citadinos extraños la compraban regularmente a algunos miembros de la comunidad a un elevado precio. Al parecer, las primeras experiencias le resultaron agradables, hasta el punto que él decidió frecuentar tal consumo con bastante regularidad; a tal grado que subrepticiamente empezó a depender del mismo y a descuidar paulatinamente la realización del conjunto de sus variadas actividades de curaca. Sin percibirlo siquiera, él había entrado en la pesadilla de la adicción al bazuco. No obstante, lo anterior, pudo tomar consciencia del problema al darse cuenta que el poder y la eficacia curativas de sus prácticas chamánicas se anularon, al haberse apoderado esta adicción de la totalidad de su vida. Entonces, desesperado procedió a encontrar la solución a semejante desgracia, consultando a través de la toma abundante de ambil al dueño del tabaco, para que éste le aconsejara cómo salir adelante. Después de describirle la gravedad de la situación, la sentencia de ese enigmático personaje de la dimensión Náhuatl, fue que si el abuelo no se enfrentaba con el dueño del bazuco y lo vencía, quedaría para siempre prisionero en cuerpo y alma de su hechizo. Ante semejante vaticinio siniestro, se dedicó en su maloca todo un día y una noche a envolver en papel de cigarrillo cuanto bazuco tenía y pudo conseguir, ayudado por su esposa. Procediendo a fumar desesperadamente uno tras otro, el gran montón de barillos que había armado y apilado.

La narración del abuelo continúa con la descripción de cómo en su trance tóxico, después de que se manifestara sucesivamente la presencia, inicialmente, de varios hombres fuertemente armados que lo exhortaban amenazantes a desistir de su búsqueda, y después la de numerosos micos que en profuso tropel, le despedazaron el interior de la maloca, al fin se hizo presente el dueño o dueños del bazuco. Se trataba de dos inmensos perros negros, macho y hembra, los cuales expulsando fuego por boca, ano y vulva, se trabaron en un feroz combate mortal con el abuelo; lucha que casi pierde éste, de no ser por la intervención oportuna y aguerrida que tuvo que hacer su compañera, al patear la vulva de la perra, haciendo que el fuego expulsado por ésta se devolviera a sus entrañas y la quemara por dentro. De esta forma, el abuelo pudo superar el ser devorado por la adicción al bazuco, ya que como bien se lo manifestaron lapidariamente sus tenebrosos dueños: ellos devoraban la vida de todos los adictos que al consumir bazuco no sabían qué eran, poco a poco, consumidos y tragados por esas feroces bestias, convirtiéndose así en las únicas víctimas a sacrificar a la voracidad insaciable de estos dueños infernales del terrible phármako[9].
 

Este texto lo referí a Iván D´anello, para poderle hacer la pregunta de: ¿cuál es, entonces, el “espíritu” tan poderoso que tiene el basuco para convertir a una persona en indigente?

Iván: Uno no se da cuenta de la metamorfosis que se da en uno; el peor error que yo cometí fue ir allá, llegar y fumarme un cigarrillo, porque allá me quedé, primero que todo porque al estar allá metido no se tiene el prejuicio de la familia ni del vecino, ni qué pasó, ni nada, porque allá nadie lo conoce a uno y todo se tiene a la mano, que los cueros, que la marihuana, entonces, eso lo amaña a uno, y el mismo problema lo retiene. Para uno volverse indigente no necesita sino siete días, y les voy a contar por qué: resulta que un muchacho que llega con su sueldo a comprar su traba, se las tiene que ver con una persona que se llama campanero, que es el que canta las zonas, el hombre le dice "siéntese, que eso aquí no le va a pasar nada, trábese conmigo". El tipo que llegó bien "pinchao", que llegó con sus zapatillas y su buena chaqueta, empieza que tráigame tantas, pero cuando ve que se le está acabando la plata, su chaqueta está empeñada por $20.000, y con ese dinero se enrumba hasta las ocho, entonces el muchacho se va para la casa y saca otra cosa, algo para poder tapar el hueco de la chaqueta, la saca y sigue consumiendo, y cuando se le acaba el billete vuelve y la empeña, entonces, ya tiene dos problemas: la chaqueta y lo que se sacó de la casa, si se sacó la licuadora, o algo vistoso, no puede llegar sin la licuadora, y de pronto la chaqueta era del hermano, ese mismo problema es el que lo encierra a uno allá, porque tiene el cargo de conciencia de que tiene que llegar con eso, pero ya no está. Al otro día ese muchacho no tiene el mismo Levi’s, ni las zapatillas, tiene un pantalón más viejito y unos zapatos viejos, ahora anda en camisa aguantando frío, pero sigue enrumbado. Al cuarto o quinto día el hombre ya está cansado, porque ya ha estado en mucho consumo, ya tiene barba; entonces, le dio frío y necesita una cobija, prende una hoguera por la noche. Un muchacho todo trabado se pone a mirar la candela y a pensar por allá en su chaqueta o en su problema o en cómo llegar a la casa o en su familia, en sus hijos: los problemas son los que lo encierran a uno allá. El muchacho se despertó a los dos días, y ya está vuelto otra persona, todo barbado, vuelto nada, con qué cara se le aparece a los hijos, entonces se queda, ya no es el que manda sino el que va y trae, y entonces se adaptan al medio, se quedan, y esos son los que más rápido se mueren, porque no saben vivir, viven rápido, viven la experiencia muy rápido y se mueren.

Por otra parte, no sé si es que hay algo que le pega a uno, no sé qué será, pero es algo que lo mantiene a uno ahí. Yo voy a comentar una experiencia algo parecida a la de ese taita. Estaba yo con una muchacha en una habitación de una residencia, entonces ella empezó a meterse debajo de la cama; yo le pregunté qué hacía allá, pero no me contestaba nada. Resulta que la pieza era pequeña y había una lucecita, un trasluz, yo seguí acostado y ella se me subió encima y volteo a mirar y en la sombra de la muchacha vi una bestia, la sombra que veía de ella era una bestia, y no era el viaje, sino algo real; yo dije “Dios mío, ayúdame”, y empecé a orar, “Dios mío, quítamela”, y esa muchacha se quedó privada y después no se acordaba de nada... sin duda, hay demonios que habitan o animan la droga, y el basuco es el diablo en polvo... esa experiencia fue muy tremenda. Yo creo en eso que cuenta ese abuelo, porque nosotros ahora vamos a una iglesia cristiana, allá hacen liberaciones o están cantando y en el momento de la oración empiezan a convulsionar y los hermanos empiezan a orarle y ella empieza a cambiar de voz, parece mentira, pero ya uno viendo eso en directo, sí cree.

Martín, un habitante de esta zona, comenta: El Cartucho es un lugar, sí, pero también es una forma de vida[10].

Comanche afirma:
para nosotros la calle es nuestra cama, la calle es nuestra cobija, la calle es nuestro abrigo, la calle es la que nos da todo[11].

Para ellos la calle es más que una construcción de cemento: es su hogar, su universo, su parche, su baño sagrado, el único rincón donde no se sienten arrinconados. Muchos han tratado de salir, pero las drogas y la forma fácil en la que consiguen dinero los jala de nuevo. Es un tira y afloje. El cielo y el infierno en pugna[12].
 

Otra habitante conocida como “La Mama” afirmó: El Cartucho no se acaba porque uno se lo lleva al hombro[13]. Este paisaje de la memoria se va destruyendo para darle paso a una nueva arquitectura; lo preocupante de esto es que una suerte de Alzheimer histórico se impone, relegando al olvido este territorio que, más que un lugar geográfico, siguiendo la idea que subraya Borges de Milton, es un estado del alma. El Cartucho antiguamente era el barrio Liévano, de corte francés republicano, construido por Nicolás Liévano Daniels.

Durante la primera mitad de este siglo vivieron allí –en lo que se llamaba el Barrio Liévano- no sólo personajes reconocidos hoy como el ex presidente Turbay Ayala, sino algunas de las familias más prestigiosas de la época: la de Nicolás Liévano Danies, pionero del urbanismo de Bogotá, la del ex presidente de la asamblea de la ONU Indalecio Liévano Aguirre; la de Germán Arciniegas y las familias Anzola Gómez y Torrente[14].
 

El reportero gráfico León Darío Pélaez expuso una muestra fotográfica sobe El Cartucho y sus habitantes en El Callejón del Gaitán de Bogotá, en octubre de 2005, a su vez Ricardo Silva Romero, anotó al respecto:

Un hombre de bigote mira de frente mientras carga un costal cargado de basura. Y a un niño dormido le tiene sin cuidado que haya amanecido hace unas horas. Ninguno de los tres imagina el desenlace: diez años más tarde, en la Bogotá avergonzada por no ser una ciudad del primer mundo, el barrio, convertido en un gigantesco expendio de drogas a unos pasos del palacio de gobierno, un pequeño infierno con unos cincuenta años de existencia, será destruido por las autoridades de turno como si se tratara de borrar una línea de sobra en un párrafo, de exterminar una plaga que amenaza a la ciudad desde su centro. Ya no estarán los tres, ni el músico ni el hombre de bigote ni el niño dormido. Se habrán dormido en los sótanos de ese sitio al que sólo se atreven a entrar reporteros sin nervios y redentores sacrificados. Pero será evidente, por fin, que hacían parte de un pueblo enterrado vivo en el patio de atrás del país[15].
 

El Cartucho, era un lugar en el que se involucraban las diversas pieles de una nación en crisis. Si Cartucho, etimológicamente, es: tubo de metal o de cartón que contiene pólvora[16], esta zona, en concordancia con su nombre, es un envoltorio de historias que contienen precisamente un material tan explosivo como la pólvora. Los habitantes de El Cartucho se trasladaron al Matadero Municipal, bautizado ahora por ellos bajo el rótulo de El Indulto. Que sea pues esta nueva Zona la oportunidad de indultar e indultarnos de la indiferencia frente a ese toro de lidia que corre por toda la ciudad.

Si lo sacan a uno que está durmiendo en esta calle y lo llevan para otra calle sigue durmiendo en la calle. Esa no es la solución: correrlo de aquí para allá, da lo mismo. La solución sería que nos dieran, digamos, un albergue para que la gente no duerma en la calle, que tenga dónde dormir[17].


Muchos de ellos, cual Gregorio Samsa, se han metamorfoseado, y la macrolectura oficial que se hace de ellos es la de verlos como bichos que hay que esconder, porque dañan el decorado de la ciudad. Ellos no calan con los deseos de profilaxis arquitectónica, y, con el furor de resemantizar la ciudad a partir de slogan gomelos, entusiastas, y de un exaltado tono progresista; por supuesto, su presencia recuerda lo que tantas narrativas bien intencionadas quieren maquillar. 

(…) amén de los vecinos alérgicos a los efectivos miserables de El Cartucho  transplantados entre los escombros del antiguo matadero, a dos pasos del galpón claustrofóbico en que el gobierno atiende a las víctimas del desplazamiento forzado que acuden de todo el país, como para que se vayan haciendo al ejemplo de las víctimas de tantas alcaldías), si mal no recuerdo, cuando me pareció muy urgente retomar uno de los sentidos menos frecuentes de la forma verbal apostellein, la que habitualmente se traduce por “enviar”, “entregar”: para Tucídides apostellein remite también a las aguas en baja marea y significa entonces “retirarse”[18].
 

A estos TRAC, se los puede leer desde las concepciones estéticas planteadas por Francesco Careri, porque ellos hacen del andar una manera simbólica de transformar el paisaje[19]. Para estos viajeros, las calles no llevan a lugares, las calles son los lugares y en ellos afirman su existencia, creando otras arquitecturas culturales, que han sido investigadas por autores, que si bien no he citado, quiero referenciar, a propósito de este deambular que gesta literatura; así, José Navia con El lado oscuro de las ciudades (2000). La rigurosa investigación adelantada por María Cristina Alarcón, María Paula Navas-Alarcón y Nicolás Samper, Busco un hombre, busco una mujer (2002). La Cámara de Comercio de Bogotá adelantó un estudio titulado Habitantes de la Calle. Un estudio sobre la calle de El Cartucho en Santa Fe de Bogotá (1997).      
 

A manera de una (im)posible conclusión
 

En la nota de pie de página número ocho del libro La entrevista de bolsillo. Jacques Derrida responde a Freddy Téllez y Bruno Mazzoldi. Este último anota a propósito del título The Pocket Size Tlingit Coffin illustré de Cartouches par Jacques Derrida, lo siguiente:

(…) entre las direcciones semánticas entretejidas a lo largo del ensayo de Derrida cabe señalar no sólo las pertinentes al envoltorio explosivo, la bolsa, la carta, la orla, el cartel, la cartela, el cucurucho y el patronímico del bandido descuartizado el 27 de noviembre de 1721, Luis Domingo Cartouche apodado “Bourguignon”, sino también las que conciernen a la estructura del dispositivo de profilaxis onomástica o almanaquera cuyo determinativo los egiptólogos de habla hispana toman prestado del francés siguiendo el ejemplo de los anglosajones y resignándose a “cartucho” sin tener que evitar el fuego cruzado de los malentendidos que insidiarían a otros expertos (amén del equipo de urbanistas y sociólogos responsables del Proyecto de Renovación Urbana “Tercer Milenio” ansiosos por reubicar a los habitantes del sector otrora situado en las cercanías del Palacio Presidencial y conocido en Bogotá como “Calle del Cartucho”) cuyos escrúpulos de higiene semántica quizás coincidirían con el recelo de los estudiosos que prefieren el término “cuadrete” para referirse a los cartouches de los códices centroamericanos[20].

El Cartucho quedará como una carta o una tarjeta postal para los posibles lectores que vendrán. Esta raza de nómades seguirá inventando la ciudad desde sus múltiples desplazamientos y desde sus narrativas orales y/o escritas. El Cartucho no fue sólo un lugar sino que es un movimiento, un plano de inmanencia que ha interferido el espacio urbano y lo ha replegado en diversas lógicas del ser y el habitar. A los ñeritos los podrán seguir llevando pal´monte, pero ellos han conquistado un territorio de dignidad en la literatura, la filosofía, el arte, la fotografía, el teatro; por eso, El Cartucho seguirá con nosotros, y los buldózeres del desdén no podrán acabar con una memoria trágica y terrible como la de estos hombres que caminan en las noches, inventando otras ciudades que la lógica del poder pretende ignorar.  

 

Notas:

[1] SEGOVIA MORA, Guillermo. La violencia en Santafé de Bogotá. Bogotá, ECOE, 1994. pp. 158-19. 

[2] Diálogo con Levinas: Ética e infinito.

http://espacethique.free.fr/articles.php?lng=fr&pg=176

[3] ALAPE, Arturo. El Cartucho, calle de San Victorino. En: El Espectador. Bogotá, marzo 28 de 1999. p. 2D. 

[4] MONTT, Nahum. El Eskimal y la Mariposa. Bogotá, IDCT, 2004. p.231. 

[5] BORGES, Jorge Luis. FERRARI, Osvaldo. Dante, una lectura infinita. En: Diálogos. Barcelona, Seix Barral, 1992. pp. 131-132. 

[6] Un indigente que permaneció 32 años en el Cartucho relata su experiencia en conmovedor libro

En: http://www.eltiempo.com/bogota/2006-07-26/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR-3012734.html

[7] SHUA, Ana María. Noé, Satán y la viña. En: El libro de los pecados, los vicios y las virtudes. Buenos Aires, Alfaguara, 2002. p. 145.

[8] HAAS, Peter. Almas del infierno. En: Número. Nº 42. Bogotá, septiembre/noviembre de 2004. p. 22.

[9] ENRÍQUEZ, Orlando Lennin. Simulacro y decoración en la farmacodependencia Occidental. En: Seminario El silencio de los jaguares. Pasto, Universidad de Nariño. Departamento de Humanidades y Filosofía.1998. pp. 83-84.   

[10] NAVAS-ALARCÓN, María Paula. Viaje a la sima. En: El banquete de las moscas. Bogotá, Norma, 2006. p. 39.

[11] HERRERA G. José Dario. ZÁRATE, María Antonia (coinvestigadora). Comanche. Comandante del Cartucho. Bogotá, Fondo Editorial para la Paz. Fundación Progresar, 1995. p. 103.

[12] CORTÉS LUGO, Ramiro. La casa tomada. En: Cromos. Nº 4.520. Bogotá, octubre 4 de 2004. p. 24.

[13] ABDAHLLAH, Ricardo. El último refugio. En: Rolling Stone. Año 2. Número 26. Febrero de 2006. p. 70.

[14] El Cartucho, de la opulencia a la indigencia. El Tiempo, domingo 28 de marzo de 1999. p. 1E.

[15] SILVA ROMERO, Ricardo. “Calle abajo”. En: El Tiempo. Lecturas. Fin de Semana. Bogotá, sábado 8 de octubre de 2005. p. 3.

[16] GÓMEZ DE SILVA, Guido. Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española. México, El Colegio de México y F.C.E., 1988. p. 150. 

[17] HERRERA G. José Dario. Op. Cit. p. 109.

[18] MAZZOLDI, Bruno. Desde la supuesta platea (en medio de  “¡Ju, Ju!: ¡Já, Já!”). p. 60. www.javeriana.edu.co/pensar/derrida/textos/El%20carnet%20de%20Bruno3.doc –

[19] CARERI, Francesco. Walkscapes. Walking as an aesthetic practice. El andar como práctica estética. Traducción de Maurici Pla. Barcelona, Gustavo Gili, 2002.

[20] DERRIDA, Jacques. La entrevista de bolsillo. Jacques Derrida responde a Freddy Téllez y Bruno Mazzoldi. Bogotá, Siglo del Hombre Editores, Instituto Pensar, Universidad del Cauca, 2005. pp. 20-21.  

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