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ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - MÚSICA URUGUAYA - ESPONSOREO - GESTORES - INDUSTRIA CULTURAL -

Deformación de públicos

Adriana Santos Melgarejo

En Uruguay la modalidad imperante para acceder a los tan ansiados patrocinios, sobre todo estatales, se hace a través de la presentación de proyectos que se someten a juicio por parte de un grupo de entendidos. Esta forma ha casi invalidado cualquier otro tipo de relación funcional entre un músico independiente y el posible sponsor estatal. Esta iniciativa, que quizá haya surgido de muy buena fe, da la impresión que hoy día se ha transformado en una estructura burocrática.

Sobre la indigestión cultural

En las últimas décadas algunas pautas resuenan, se divulgan y cobran cada vez más fuerza en el ámbito musical uruguayo. Se acepta la idea de que el desarrollo de las actividades artísticas está sustancialmente vinculado a la capacidad de gestión. En el ámbito de la música es quizá donde más se ha afincado esa creencia, al punto que parecería que cualquier obra musical, si obtiene los servicios de la gestión cultural, se puede transformar en exitosa.

Se ha pretendido subsanar falencias y atender los reclamos de los artistas que desde diversas disciplinas demandaban, sobre todo, un cambio de la posición del Estado en cuanto a su cometido frente a las manifestaciones artísticas. Pero la concepción está estrechamente ligada a la música como objeto de intercambio comercial y, según a quién responda el gestor cultural, se sustenta en discursos que defienden apoyos gubernamentales ligados a prácticas relacionadas con una identidad nacional ilusoriamente estática o con una puesta en práctica de fórmulas que dieron resultados esperados en otros contextos geográficos.

Al mismo tiempo se entiende que a partir de la formación de públicos se solucionarán algunos problemas de apropiación de ciertos géneros musicales. A partir de estos criterios, que demandan ser cuestionados urgentemente, se dibujan lineamientos políticos y se intenta dominar parte de la creación musical de este pequeño espacio sudamericano.

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Luego de las numerosas críticas hacia el apoyo unilateral de algunas manifestaciones culturales decretadas como identitarias, se comenzó a cambiar la mira hacia otro tipo de expresiones musicales, como la música culta, es decir la música de tradición académica occidental. Desde algunas instituciones públicas comenzó a cobrar fuerza la idea de que para conquistar mejores resultados habría que tener como objetivo la formación de públicos. Esta pretensión apunta a que el público acepte un tipo de música que fue relacionada, en el pasado reciente, por una parte al ámbito oficialista y por otra a un tipo de manifestación muy lejana al espacio mediático popular y cercana a las élites.

Aunque petulante, la iniciativa de formar público sólo para este entorno acotado a determinadas manifestaciones musicales, como la música sinfónica, la de cámara, el ballet, y la ópera, y no para la infinidad de géneros musicales existentes, no ha tenido mayores detractores. Al contrario, desde muchos ámbitos, tanto de la órbita pública como desde los intereses de privados, se aprueban las acciones que pretenden ampliar el mercado y justificar el gasto de determinados elencos y espacios. Es así que se invita a todos los habitantes de una localidad del interior del país, o a un conjunto de escuelas rurales o carenciadas a ser espectadores, de forma gratuita, de un espectáculo creado dentro del canon europeo occidental.

De esta manera se intenta que los espectadores conozcan y entiendan de qué se trata el espectáculo por el simple hecho de ser conducidos con todos los gastos pagos, incluyendo meriendas donadas por empresas del medio y trasnacionales, y acceder a lo que se presenta como el grado máximo de la cultura. ¿Y después? ¿Se logra algo más que la satisfacción inmediata? ¿Se consigue incentivar a las personas para que lleven a cabo sus propias iniciativas? ¿Dónde están los estudios serios que justifiquen estas prácticas, pero a los que no se les pueda cuestionar el disfraz de las cifras? 

Fabril 

En Uruguay la modalidad imperante y casi absoluta para acceder a los tan ansiados patrocinios, sobre todo estatales, se hace a través de la presentación de proyectos que se someten a juicio por parte de un grupo de entendidos. Esta forma ha casi invalidado cualquier otro tipo de relación funcional entre un músico independiente y el posible sponsor estatal. Esta iniciativa, que quizá haya surgido de muy buena fe con el fin de dar más oportunidades igualitarias y que tal vez buscara la transparencia en la concesión, da la impresión que hoy día se ha transformado en una estructura burocrática. Los músicos se ven obligados a tener una relación con su posible auspiciante a través de la redacción forzosa de un proyecto. Muchas veces se debe contratar a personas que se dedican a dar forma a lo que saben que puede ser de interés a un Estado, a un grupo político o a las personas que forman parte de un tribunal. Asimismo se solicita a los músicos que propongan espectáculos donde se complemente, se adorne, se disfrace, se actúe, es decir, se ofrezca al público algo más que la música, como si ésta, por sí misma, no fuera más que sonidos ejecutados.  

La noción de Industria Cultural, introducida por los organismos internacionales, conlleva una concepción de trabajo fabril que se ha puesto al servicio de lo artístico. Además de plasmar esa concepción en el nombre de determinados espacios de trabajo — usinas culturales, producción cultural, etc.— la idea ha afectado el tipo de vínculo del Estado con el artista, el objeto que se legitima y que se subsidia.

Esta concepción ha justificado grandes inversiones de tiempo, de honorarios profesionales y de publicaciones en estudios de dudosos objetivos. Es el caso de las conclusiones a las que se llega en una serie de estudios sobre consumos culturales y gustos realizados en tres ediciones, 2004, 2009 y 2014.  

La encuesta de gustos en el Uruguay, en el caso específico de la música, llega a conclusiones poco convincentes. Los aparentes cuestionamientos que llevan a hacer el estudio son precarios y además no llegan a ser respondidos. Los resultados denotan una elaboración perezosa que pretende ser analítica, pero no lo logra porque parte del desconocimiento de todo el corpus científico que existe alrededor de la música como objeto de estudio. La existencia de géneros puros es una falacia, por lo que otorgarle a determinada música una categoría es una tarea con cierto grado de dificultad. La invención de los géneros como compartimentos cerrados responde a cuestiones prácticas que tienen que ver más que nada con la venta de la música y no con cuestionamientos y respuestas científicas. El estudio está hecho en base a etiquetas de mercado, es decir, se propone al encuestado la elección de la música que más le gusta y aparentemente la categorización de los géneros musicales la realiza el propio encuestado.  

Las etiquetas denotan una vinculación directa con la compartimentación que se puede encontrar en una disquería y no en un estudio científico que desde su concepción busque ofrecer lineamientos generales del tipo de música elegida por el sujeto para diversas ocasiones. No se incluyen los anexos metodológicos, por lo que no se puede saber si efectivamente existieron preguntas de control que ofrezcan la certeza de que las respuestas son veraces y no aquello que el encuestado piensa que se espera de su respuesta. Se infiere que el encuestado es quien realiza la categorización de los géneros musicales por lo que ya partimos de un problema en cuanto a lo que cada persona entiende por género musical. Las categorías usadas son muy confusas. ¿Qué significa decir categoría “carnaval” en música? Digamos que se podría entender como todos los tipos de música que se escuchan en carnaval. Que en el caso del carnaval en Uruguay sería el conjunto de diversas músicas: murga, candombe, todas las canciones empleadas por las murgas para realizar el contrafactum[1], más toda la música que se utiliza en la categoría revista, parodistas, humoristas, que van desde especies  musicales afrocaribeñas, rock and roll, infinidad de géneros de difusión internacional, especies folclóricas, música clásica, y todo lo que el reglamento municipal les permita.  

Por otro lado comparece la categoría MPU (música popular uruguaya). Otro problema, ya que no se define qué es la música popular, y tampoco qué es la música popular uruguaya. Es decir, ¿la música popular es el cúmulo de géneros mediatizados? La MPU ¿es la creada por ciudadanos uruguayos, la interpretada por éstos, o la que se enmarca dentro de géneros musicales especiales? Entonces, ¿en qué compartimento pondría a un grupo de uruguayos que ejecutan rock: en MPU o en ROCK?  ¿Habría que ver si tocan creaciones propias o si hacen versiones? ¿Y si hacen las dos? El mismo problema sucede con un grupo de uruguayos que hacen cumbia. ¿Dónde los pondría, en MPU o en CUMBIA? ¿Y si además tocan música propia en el espectáculo de una revista de carnaval?  

Además la pegunta sobre qué música le gusta admite multirrespuesta por lo que se da la libertad de responder hasta un máximo de tres categorías. Si la persona elige mencionar tres géneros para no dejar vacíos, puede ser que solamente escuche uno de ellos y los demás los mencione como los menos alejados de su gusto, lo que en la sumatoria de la información podría estar volcando los resultados para un primer puesto conformado por segundas y terceras opciones

Cabe preguntarse cuál es el objetivo final, a dónde se pretende llegar con la obtención de datos sobre el gusto imperante y sobre cómo se comportan los consumidores. Parecería una preocupación mucho más acertada para una agencia de ventas que para el Estado. Si la idea es recoger datos para reorientar los lineamientos políticos en materia de apoyos a las manifestaciones musicales, se debería tener en cuenta que las fundamentaciones van más allá de los datos, sean acertadas o no, y conllevan elecciones filosóficas que difícilmente se justifiquen con datos.

Confundidos

Es habitual el ejercicio de adaptar músicas de autores de géneros populares para ser ejecutadas por las orquestas sinfónicas. El gesto, que a la vez los legitima y los vapulea, indica que existe una alta valoración de esa obra a la que se le otorga el honor de ser adaptada para ser ejecutada por una gran orquesta. Con la intención de reivindicar su valor estético y presentado como algo novedoso se los embute en un escenario extraño a su contexto. Esta costumbre esconde una carga ideológica fuerte donde aún sin quererlo se cree en una jerarquización de la música, de manera que llevar la música popular al espacio de la música sinfónica pretende jerarquizar la primera midiéndola en los parámetros con los que se desarrolla la segunda. ¿Por qué se deben injertar los géneros musicales populares en espacios que no tienen que ver con sus fundamentos estéticos y contextuales?

Asimismo se reduce la esencia del género popular, se transforma el tipo de ejecución de raíz espontánea, se esconde el sonido “sucio”, se “mejora” el fraseo característico, se transforma la tímbrica. Entonces se obtiene un tango decente, un rock amable, un jazz edulcorado.

Algo diferente sucede con la habilidad de realizar obras musicales nuevas utilizando giros melódicos, células rítmicas y todo tipo de elementos sonoros que aludan a determinados géneros musicales. Esta destreza compositiva no es nueva. Fue una búsqueda importante de los músicos académicos románticos en Europa pero también lo fue entre los compositores posteriores en América Latina. En Uruguay no es novedoso que los compositores tomen elementos de las músicas populares y tradicionales para realizar nuevas composiciones dentro de un marco estético diverso al de su origen. Es el caso de compositores nacidos en el siglo XIX en Uruguay, como Alfonso Broqua, Eduardo Fabini, Carmen Barradas, Socorro Morales y en el siglo XX, Jaurès Lamarque Pons, Abel Carlevaro, Héctor Tosar, Diego Legrand, Beatriz Lockhart, sólo por nombrar a algunos entre otros tantos que no gozan de las ventajas mediáticas actuales.

Colonización I

Pero no sólo los lineamientos político-culturales estatales han sido pensados desde un modelo que tiende a subrayar la función del Estado como padre protector al que le compete la formación del público sino que, en ese afán, se han favorecido acciones en detrimento de las manifestaciones musicales espontáneas a través de regulaciones que conllevan intenciones pretenciosas. Las regulaciones en las fiestas populares de gran raigambre como el carnaval van más allá del cuidado del simple orden en la convivencia, es decir, se inmiscuyen en cuestiones de naturaleza de la fiesta al punto que terminan por aniquilar la esencia de una manifestación espontánea. Un ejemplo de esto es la acción de poner vallas en todo el recorrido del desfile de llamadas o la prohibición de que el público acompañe a la cola de la comparsa. Es decir, la fiesta consistió durante mucho tiempo en la participación de los vecinos, algunos como espectadores, sacando la silla playera a la vereda, saludando a sus conocidos componentes de la comparsa, y al paso de la comparsa acompañar bailando detrás de la cuerda de tambores. Esta forma de participación no ha sido compatible con las normas impuestas desde el Estado. La regulación entiende el desfile como un show donde la participación del público se limita sólo a ser espectador de lo que otros hacen.

En una reunión de “expertos” se dijo que el candombe necesitaba salas de concierto porque de esta manera ese “género musical identitario” estaría siendo atendido como es debido, estando presente en el espacio del espectáculo y haciendo que los músicos profesionales que lo desarrollen obtengan trabajos estables. ¿Por qué los géneros populares deben ser legitimados mediante modelos que no le son propios y que solamente horadan sus particularidades? ¿El Estado tiene que alentar iniciativas individuales de músicos que quieren vivir de un determinado género musical que se ha señalado como identitario o el Estado debe proteger las manifestaciones musicales espontáneas y dejar las prácticas comerciales en otras manos?

Colonización II

El centralismo montevideano no se manifiesta sólo en la falta de visión abarcadora de todo el país, sino en el sometimiento a reglas y directivas culturales que en general aplanan las iniciativas que puedan surgir desde lo local. Al momento de hablar de la historia de la música uruguaya comienzan los problemas. Parecería que la historia de la música uruguaya se restringiera casi exclusivamente a aquella música surgida en Montevideo o con algún antecedente montevideano. Los músicos del interior del país suelen tener como objetivo, para considerarse medianamente exitosos, hacer oír su música en el espacio montevideano. Al mismo tiempo se exporta desde la capital los géneros musicales decretados como nacionales, se imponen a través de talleres y clases en el sistema educativo y se adoptan como propios dejando de lado las manifestaciones musicales locales espontáneas. Es el caso de las instancias de talleres de candombe o de murga que exportan maneras de hacer estos géneros hacia el interior sin tomar en cuenta que este tipo de manifestaciones, de raíz popular y tradicional, puedan haber existido en mayor o menor medida y con variantes en cada pueblo del interior, dentro de los parámetros habituales de ese tipo de culturas. Por otra parte cabe preguntarse qué sucede con manifestaciones alejadas de los géneros decretados como identitarios y que sin embargo han sido tradicionales en un punto y otro del escenario cultural uruguayo. Un ejemplo es la música y la manera de tocar de los acordeonistas espontáneos que se pueden encontrar en casi todo el norte del país. No se conocen apoyos estatales que propicien talleres o clases para manifestaciones como esas.

Además de pensar la historia de la música uruguaya desde los géneros musicales consensuados como tradicionales se suma la costumbre de describirla como el conjunto de listas separadas en popular y culta. Estas listas en general están confeccionadas a partir de la sumatoria de nombres de músicos que no se pueden obviar, porque la existencia de sus trabajos no lo permiten, más el enunciado de otros tantos músicos que se agregan porque responden a intereses corporativos.

Si sabemos que las identidades y las comarcas son construcciones y nos cansamos de repetirlo y de caer una y otra vez en lugares comunes, ¿por qué seguir insistiendo con un concepto decimonónico que busca encuadrar la música en géneros propios de un espacio geográfico político artificial? ¿Tiene sentido seguir definiendo la música desde una perspectiva nacionalista? ¿Tiene sentido seguir buscando cuáles son las raíces de algo, el primero de algo, donde nació alguien? 

La música ha sido nómade desde la existencia de los medios de comunicación, de cualquier medio: el lomo de una mula, un barco, un avión, el teléfono, el cine y la internet. Las interacciones entre géneros han existido siempre y la compartimentación en géneros musicales es una construcción que no antecede a la música sino que es posterior a la creación. Siempre y cuando la obra sea una obra y no un ejercicio de armonía, contrapunto o una tarea de construcción compositiva de un curso básico de composición. ¿Por qué no pensar la música desde ese lugar y dejar de insistir con querer enmarcar la música uruguaya como algo apartado del resto del mundo? Sería mucho más acertado pensar y luego estudiar qué ha pasado y qué se puede observar en determinadas músicas en Uruguay. No es lo mismo estudiar los géneros musicales como pertenecientes a un lugar u otro del planeta, porque nuevamente se cae en la concepción nacionalista de la cultura. Sería más fértil estudiar el rock, el tango, la cumbia, la música sinfónica y de cámara en determinado espacio geográfico, por ejemplo en Uruguay, y partir de una concepción científica que observe las estructuras, la técnica, la tímbrica, y también los contextos, pero sobre todo con un permiso liberador que no obligue a compartimentar y categorizar en vano. 

Más músicos y menos gestores

La música es un vehículo portador de contenidos extramusicales. En cierta medida, el objeto sonoro trasmite significados que exponen el lugar que el sujeto, que escucha y que crea, ocupa en la sociedad; qué conoce, de dónde viene, a dónde quiere llegar, cuánto capital simbólico posee y cuánto aspira a tener. ¿Entonces, por qué es necesario formar públicos para determinados géneros musicales?

Si los resultados se miden sólo por la cantidad de público arreado, por la sustentabilidad de las tareas, o por cuán entretenido es un espectáculo, ¿Qué certeza tendrá un ciudadano de que sus dineros se están invirtiendo en la generación de contenidos artísticos, y no en embellecer la cáscara de una sala de conciertos o de una radio pública, cuando el foco de atención está sólo en que se vendan los espectáculos o los espacios?

Como si no faltaran diversas estructuras de poder subordinadas al sistema capitalista, se proponen nuevos intermediarios que en la práctica siguen relegando a quienes realizan el primer y último objeto de compra-venta. Los músicos, como creadores y como intérpretes se siguen subordinando a (nuevos) modelos de intermediación. ¿Quién garantiza que el concertino es el mejor que pudimos formar cuando se le ofrece por su trabajo mucho menos que al gestor cultural que decide cuándo, cómo y dónde tocará?

Si se favoreciera la calidad entendida de manera amplia y como un atributo convencional y contextual; si se dejara de poner el foco de atención en favorecer la propaganda de las gestiones gubernamentales y se buscara un lugar de objetividad, de neutralidad, desde donde favorecer las libertades ciudadanas y desde donde cumplir con los derechos laborales de los músicos, donde se equilibrara las prestaciones que se conceden de manera exagerada a determinadas gestiones culturales-empresariales en favor de aquellas que se ofrece a los músicos; si se tuviese en cuenta cuáles son las prácticas que verdaderamente son parte de una buena educación musical; si se preservara la independencia del trabajo de los ejecutantes, si se respetara la trayectoria de los compositores valorando su trabajo, y si se tomara en cuenta el conocimiento científico de los investigadores musicales; si todo esto sucediera tal vez se estaría en el camino de lograr un mejor resultado, favoreciendo la ciudadanía y la independencia, renunciando a la pretenciosa tarea de deformar públicos.


Nota:

[1] Es un término técnico que refiere a una manera de componer que consiste en sustituir el texto de una canción con otro nuevo, manteniendo la estructura musical. Es decir, el cambio se hace sólo en el texto de la canción y se mantienen, total o parcialmente, las características armónicas, la melodía y el ritmo originales.



 

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