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Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



TESTIGO -


Lo que queda de Auschwitz*

Giorgio Agamben

Casi todas las categorías de que nos servimos en materia de moral o religión están contaminadas por el derecho: culpa, responsabilidad, inocencia, juicio, absolución... Por eso es difícil utilizarlas si no es con especial cautela. La realidad es que el derecho no tiende al establecimiento de la justicia. Tampoco al de la verdad. Tiende exclusivamente a la celebración del juicio, con independencia de la verdad o de la justicia.

Aquel día, el resto de Israel, los supervivientes de Jacob,
no volverán a apoyarse en su agresor, sino que se apoyarán sinceramente
  en el Señor, el Santo de Israel. 

Un resto volverá, un resto de Jacob, al guerrero divino:
aunque fuera tu pueblo, Israel, como arena del mar,
sólo un resto volverá a él...
I  s. II, 20-22

Pues bien, del mismo modo también en el tiempo presente subsiste un resto, elegido por gracia ... y así, todo Israel será salvo.
Rm. II, 5-26

 

I.             EL TESTIGO

1.1.  En un campo, una de las razones que pueden impulsar a un deportado a sobrevivir es convertirse en un testigo.

Por mi parte, había tomado la firme decisión de no quitarme la vida pasara lo que pasase. Quería ver todo, vivirlo todo, experimentar todo, guardar todo dentro de mí. ¿Para qué, puesto que nunca tendría la posibilidad de gritar al mundo lo que sabía? Sencillamente porque no quería desaparecer, no quería suprimir al testigo en que podía convertirme (Langbein 1, p. 186).

Desde luego no todos los detenidos, sino sólo una pequeña parte, invocan esta razón. Que bien puede ser, por lo demás, una simple razón de conveniencia ("quiero sobrevivir por esta u otra razón, por este o aquel fin, y encuentra centenares de pretextos. La verdad es que quiere vivir a toda costa": Lewental, p. 148). O que se trate sencillamente de venganza ("naturalmente podría suicidarme lanzándome contra la alambrada de espino; esto siempre cabe hacerlo. Pero quiero vivir. Tal vez suceda un milagro y nos liberen. Y entonces me vengaré, y contaré a todo el mundo lo que ha pasado aquí dentro": Sofsky, p. 477). Justificar la propia supervivencia no es fácil, y mucho menos en un campo. Además algunos de los supervivientes prefieren callar. "Algunos de mis amigos, amigos muy queridos, no hablan nunca de Auschwitz" (Levi 1a, p. 172). Pero, para otros, la única razón de vivir es impedir que muera el testigo. "Otras personas, en cambio, hablan de Auschwitz incesantemente, y yo soy uno de ellos" (Ibid).

1.2. Primo Levi es un tipo de testigo perfecto. Cuando vuelve a casa, entre los hombres, relata sin cesar a todos lo que le ha tocado vivir. Hace como el Viejo Marinero de la balada de Coleridge:

Si usted recuerda la escena, el viejo marinero cierra el paso a los invitados a la boda, que no le prestan atención -ellos están pensando en la boda- y los obliga a escuchar su relato. Pues bien, recién regresado del campo de concentración yo me comportaba exactamente así. ¡Sentía una necesidad irrefrenable de contar a todo el mundo lo que me había sucedido!... Cualquier ocasión era buena para contárselo a todos, tanto al director de la fábrica como al obrero, aunque tuviesen otras cosas que hacer, exactamente como el viejo marinero. Después empecé a escribir a máquina por la noche... Escribía todas las noches, ¡lo cual era considerado algo todavía más insensato! (Ibid, p. 173).

Pero no se siente escritor, se hace escritor con el único fin de testimoniar. Y, en cierto sentido, no llegó nunca a convertirse en un escritor. En 1963, cuando ya había publicado dos novelas y varios relatos, responde sin sombra de duda a la pregunta de si se considera  un  químico  o  un  escritor:  "Ah,  un  químico,  que  quede  bien  claro,  no confundamos las cosas" (Ibid, p. 86). El hecho de que con el tiempo, y a su pesar, acabara por llegar a serlo, escribiendo libros que nada tienen que ver con su testimonio, le produce un profundo malestar: "Después he escrito... he adquirido el vicio de escribir" (Ibid, p. 206). "En este último libro mío, La llave estrella, me he despojado completamente de mi calidad de testigo... Con esto no reniego de nada: no he dejado de ser un ex deportado, un testigo..." (Ibid, p. 119). .

Y con este malestar a sus espaldas tuve ocasión de encontrarme con él en las reuniones que se celebraban en la editorial Einaudi. Podía sentirse culpable por haber sobrevivido, no por haber prestado testimonio. "Estoy en paz conmigo mismo porque he testimoniado" (Levi 1a, p. 219).

1.3. En latín hay dos palabras para referirse al testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término "testigo", significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o un litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él. Es evidente que Levi no es un tercero; es, en todos los sentidos, un superviviente. Pero esto significa asimismo que su testimonio no tiene nada que ver con el establecimiento de los hechos con vistas a un proceso (no es lo suficientemente neutral para ello, no es un terstis). En última instancia, no es el juicio lo que le importa, y todavía menos el perdón. "Yo no aparezco jamás como juez" (Levi 1a, p. 65); "yo no poseo la autoridad de conceder el perdón:.. Carezco de autoridad" (Levi 1, p. 184). Parece incluso que lo único que le interesa es lo que hace que el juicio sea imposible: la zona gris donde las víctimas se convierten en verdugos y los verdugos en víctimas. Es éste el punto en que los que han sobrevivido muestran un acuerdo mayor. "Ningún grupo era más humano que los otros" (Ibid, p. 180); "Víctima y verdugo son igualmente innobles, la lección de los campos es la fraternidad de la abyección" (Rousset, en Levi 1a, p. 216).

Y no es que no se pueda o no se deba emitir un juicio. "Si hubiese tenido frente a mí a Eichmann, le habría condenado a muerte" (Levi 1, p. 114). "Si han cometido un crimen, entonces tienen que pagar" (Ibid, p. 184). Lo decisivo es sólo que las dos cosas no se confundan, que el derecho no albergue la pretensión de agotar el problema. La verdad tiene una consistencia no jurídica, en virtud de la cual la questio facti no puede ser confundida con la questio iuris. Esto es, precisamente, lo que concierne al superviviente: todo aquello que lleva a una acción humana más allá del derecho, todo aquello que la sustrae radicalmente al proceso. "Cualquiera de nosotros puede ser procesado, condenado y ajusticiado sin ni siquiera saber por qué" (Ibid, p. 64).

1.4. Uno de los equívocos más comunes -y no sólo en lo que se refiere a los campos- es la tácita confusión de categorías éticas y de categorías jurídicas (o, peor aún, de categorías jurídicas y categorías teológicas: la nueva teodicea). Casi todas las categorías de que nos servimos en materia de moral o de religión están contaminadas de una u otra forma por el derecho: culpa, responsabilidad, inocencia, juicio, absolución... Por eso es difícil utilizarlas si no es con especial cautela. La realidad es que, como los juristas saben perfectamente, el derecho no tiende en última instancia al establecimiento de la justicia. Tampoco al de la verdad. Tiende exclusivamente a la celebración del juicio, con independencia de la verdad o de la justicia. Es algo que queda probado más allá de toda duda por la fuerza de cosa juzgada que se aplica también a una sentencia injusta. La producción de la res judicata, merced a la cual lo verdadero y lo justo son sustituidos por la sentencia, vale como verdad aunque sea a costa de su falsedad e injusticia, es el fin último del derecho. En esta criatura híbrida, de la que no es posible decir si es hecho o norma, el derecho se aquieta: no le es posible ir más allá.

En 1983, el editor Einaudi solicitó a Primo Levi que tradujera El proceso de Kafka. Sobre esta obra se han ofrecido infinitas interpretaciones, que acentúan su carácter profético-político (la burocracia moderna como mal absoluto) o teológico (el tribunal es el Dios oculto) o biográfico (la condena es la enfermedad por la que Kafka se sentía afectado). Pocas veces se ha hecho notar que este libro, en el que la ley se presenta exclusivamente en la forma del proceso, contiene una intuición profunda sobre la naturaleza del derecho, que no es aquí tanto norma -según la opinión común- cuanto juicio y, en consecuencia, proceso. Pero si la esencia de la ley -de toda ley- es el proceso, si todo el derecho (y la moral que queda contaminada por él) es sólo derecho (y moral) procesal, ejecución y transgresión, inocencia y culpabilidad, obediencia y desobediencia se confunden y pierden importancia. “El tribunal no quiere nada de ti. Te recibe cuando vienes y te despide cuando te vas”. El fin último de la norma es la producción del juicio; pero éste no se propone ni castigar ni premiar, ni hacer justicia ni descubrir la verdad. El juicio es en sí mismo el fin y esto -como se ha dicho- constituye su misterio, el misterio del proceso.

Una de las consecuencias que cabe extraer de esta naturaleza autorreferencial del juicio -y el que la ha extraído ha sido un gran jurista italiano- es que la pena no sigue al juicio, sino que éste es él mismo la pena (nullum judicium sine poena). "Se podría decir incluso que toda la pena está en el juicio, que la pena impuesta -la prisión, el verdugo- sólo interesa en la  medida en que es, por decirlo así, una prolongación del juicio (piénsese en el término ‘ajusticiar’, giustiziare)" (Satta, p. 26). Pero lo anterior significa también que "la sentencia de absolución es la confesión de un error judicial", que "cualquiera es íntimamente inocente", pero que el único inocente verdadero "no es el que es absuelto, sino el que pasa por la vida sin juicio" (Ibid, p. 27).

1.5. Si lo anterior es cierto -y el que ha sobrevivido sabe que es cierto- es posible que sean precisamente los procesos (los doce procesos celebrados en Nuremberg, más otros que se desarrollaron dentro y fuera de las fronteras alemanas, hasta el de 1961 en Jerusalén, que concluyó con la muerte en la horca de Eichmann y abrió el camino a una nueva serie de procesos en la República Federal) los responsables de la confusión intelectual que ha impedido pensar Auschwitz durante decenios. Por necesarios que fueran esos procesos y a pesar de su manifiesta insuficiencia (afectaron en total a unos pocos centenares de personas), contribuyeron a difundir la idea de que el problema había ya quedado superado. Las sentencias habían pasado a ser firmes, sin posibilidad, pues, de impugnación alguna, y las pruebas de la culpabilidad se habían establecido de manera definitiva. Al margen de algún espíritu lúcido, casi siempre aislado, ha sido preciso que transcurriera casi medio siglo para llegar a comprender que el derecho no había agotado el problema, sino que más bien éste era tan enorme que ponía en tela de juicio al derecho mismo y le llevaba a la propia ruina.

La confusión entre derecho y moral, y entre teología y derecho, ha producido también algunas víctimas ilustres. Una de ellas es Hans Jonas, el filósofo alumno de Heidegger, especializado en problemas éticos. En 1984, con ocasión de la entrega del premio Lucas, se ocupó de Auschwitz. Y lo hizo apelando a una nueva teodicea, es decir preguntándose cómo es posible que Dios haya tolerado Auschwitz. La teodicea es un proceso que no pretende establecer las responsabilidades de los hombres, sino las de Dios. Y como todas las teodiceas, también ésta acaba con una absolución. La motivación de la sentencia reza más o menos así: "Lo infinito (Dios) se ha despojado por completo de su omnipotencia en lo finito. Al crear el mundo, Dios le ha confiado, por así decirlo, a su propia suerte, se ha hecho impotente. Y después de haberse dado totalmente en el mundo, no tiene ya nada que ofrecernos: es al hombre a quien ahora le toca dar. El hombre puede hacerlo velando para que no suceda, o no suceda con demasiada frecuencia, que, a causa de él, Dios tenga que deplorar haber dejado ser al mundo".

El vicio de conciliación que entraña toda teodicea es aquí particularmente evidente. No sólo no nos dice nada de Auschwitz, ni sobre las víctimas ni sobre los verdugos; sino que ni siquiera consigue evitar el final feliz. Tras la impotencia de Dios se deja ver la de los hombres, que repiten su ¡plus jamais ça! cuando ya está claro que ça está en todas partes.

1.6. También el concepto de responsabilidad está irremediablemente contaminado por el derecho. Es algo que sabe cualquiera que haya intentado hacer uso de él fuera del ámbito jurídico. Sin embargo, la ética, la política y la religión sólo han podido definirse por el terreno que han ido ganando a la responsabilidad jurídica, si bien no para hacer suyas responsabilidades de otro género, sino para ampliar las zonas de no responsabilidad. Lo que, por supuesto, no significa impunidad.

Significa más bien -por lo menos para la ética- encontrarse con una responsabilidad infinitamente más grande de la que nunca podremos asumir. Podemos, como mucho, serle fiel; es decir, reivindicar su condición de inasumible.

El descubrimiento inaudito que Levi realizó en Auschwitz se refiere a una materia que resulta refractaria a cualquier intento de determinar la responsabilidad; ha conseguido aislar algo que es como un nuevo elemento ético. Levi lo denomina la "zona gris". En ella se rompe la "larga cadena que une al verdugo y a la víctima"; donde el oprimido se hace opresor y el verdugo aparece, a su vez, como víctima. Una gris e incesante alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión.

Se trata, pues, de una zona de irresponsabilidad y de "impotencia judicandi" (Levi 2, p. 53), que no está situada más allá del bien y del mal, sino que, por así decirlo, está más acá de ellos. Con un gesto simétricamente opuesto al de Nietzsche, Levi ha desplazado la ética más acá de donde nos habíamos habituado a pensarla. Y, sin que logremos decir por qué, sentimos que este más acá tiene mayor importancia que cualquier más allá, que el infrahombre debe interesarnos en mayor medida que el superhombre. Esta infame región de irresponsabilidad es nuestro primer círculo, del que ninguna confesión de responsabilidad conseguirá arrancarnos y en el que, minuto a minuto, se desgrana la lección de la "espantosa, indecible e inimaginable banalidad del mal" (Arendt, p. 259).

1.7. El verbo latino spondeo, del que deriva nuestro término "responsabilidad", significa "salir garante de alguno (o de sí mismo) en relación a algo y frente a alguien". Así, en la promesa de matrimonio, la pronunciación de la fórmula spondeo significaba que el padre se comprometía a entregar a su hija como mujer al pretendiente (que, por esto, era denominada sponsa) o a garantizar una reparación en el caso de que tal cosa no se produjera. En el derecho romano arcaico, el uso era que el hombre libre pudiera constituirse en rehén -es decir, en situación de cautividad-, y de aquí el  término ob-ligatio -para garantizar la reparación de una ofensa o el cumplimiento de una obligación. (El término sponsor designaba al que se ponía en lugar del reus, y prometía proporcionar, en caso de incumplimiento, la prestación debida.)

El gesto de asumir responsabilidad es, pues, genuinamente jurídico, no ético. No expresa nada noble o luminoso, sino simplemente el ob-ligarse, el constituirse en cautivo para garantizar una deuda, en un escenario en que el vínculo jurídico estaba todavía íntimamente unido al cuerpo del responsable. Como tal, está estrechamente enlazado con el concepto de culpa que, en sentido lato, indica la imputabilidad de un daño (por eso los romanos excluían que pudiera existir culpa con relación a uno mismo: quod quis ex culpa sua damnum sentit, non intelligitur damnum sentire, el daño que uno se causa a sí mismo por su culpa no es jurídicamente relevante).

Así pues, responsabilidad y culpa se limitan a expresar dos aspectos de la imputabilidad jurídica y sólo en un segundo momento fueron interiorizadas y transferidas fuera del ámbito del derecho. Aquí tienen su raíz la insuficiencia y la opacidad de cualquier doctrina ética que pretenda fundarse sobre estos dos conceptos. (Lo anterior puede aplicarse tanto a Hans Jonas, que ha pretendido formular un auténtico "principio de responsabilidad", como, quizás, a Levinas, que, de una manera mucho más compleja, ha transformado el gesto del sponsor en el gesto ético por excelencia). Se trata de una insuficiencia y de una opacidad que salen a la luz con claridad cada vez que se trata de trazar las fronteras que separan la ética del derecho. Presentamos dos ejemplos, lejanísimos entre ellos en lo referente a la gravedad de los hechos en cuestión, pero que coinciden en cuanto al distinguo que ambos parecen implicar.

Durante el proceso de Jerusalén, la línea constante de la defensa de Eichmann fue expresada con toda claridad por su abogado, Robert Servatius, con estas palabras: "Eichmann se siente culpable ante Dios, no ante la ley". Y, en efecto, Eichmann (cuya participación en el exterminio de los judíos estaba ampliamente probada, si bien, probablemente, con un carácter distinto del sostenido por la acusación) llegó incluso a declarar que quería "colgarse en público", para "liberar a los jóvenes alemanes del peso de la culpa". No obstante, se empecinó en sostener hasta el final que su culpabilidad ante Dios (que para él era sólo un Höheren Sinnesträger, el más alto portador de sentido) no era jurídicamente perseguible. El único sentido posible de este distinguo, tan tenazmente destacado, es que, sin lugar a dudas, el asumir una culpa moral aparecía como éticamente noble para el acusado, que no estaba dispuesto, sin embargo, a asumir una culpa jurídica (culpa que, desde el punto de vista ético, debería ser menos grave).

Recientemente, un grupo de personas que años atrás habían pertenecido a una organización política de extrema izquierda publicaron en un diario italiano un comunicado en el que reconocían la propia responsabilidad política y moral en el asesinato de un comisario de policía llevado a cabo veinte años atrás. "Sin embargo, esa responsabilidad -afirmaba el comunicado- no puede ser transformada... en una responsabilidad de carácter penal." Conviene recordar en este punto que la asunción de una responsabilidad moral tiene algún valor sólo en el caso de que se esté dispuesto a sufrir las consecuencias jurídicas de ella. Es algo que los autores del comunicado parecen sospechar de algún modo, desde el momento en que, en un pasaje significativo, aceptan una responsabilidad que tiene una inconfundible resonancia jurídica, al afirmar haber contribuido "a crear un clima que ha conducido al asesinato" (pero el delito en cuestión, la instigación a cometer un crimen, ya había prescrito, por supuesto). Siempre se ha considerado noble el gesto de quien asume una culpa jurídica de la que es inocente (Salvo D'Acquisto), mientras que la aceptación de una responsabilidad política o moral sin consecuencias jurídicas ha sido una característica permanente de la arrogancia de los poderosos (Mussolini con respecto al delito Matteotti). Pero en la Italia de hoy estos modelos se han invertido y la contrita aceptación de responsabilidades morales se invoca en cualquier ocasión para evadir las jurídicas.

La confusión entre categorías éticas y categorías jurídicas (con la lógica del arrepentimiento que implica) es aquí absoluta. Y está en el origen de los numerosos suicidios llevados a cabo para sustraerse a un proceso (y no sólo por parte de los criminales nazis) en que la admisión tácita de una culpa moral pretende redimir de la culpa jurídica. No es ocioso recordar que la primera responsable de esta confusión no es la doctrina católica, que reconoce un sacramento cuya finalidad es la de liberar al pecador de la culpa, sino la ética laica (en su versión bienpensante y farisaica que es la dominante). Después de haber erigido las categorías jurídicas en categorías éticas supremas y de haber así trucado irremediablemente la baraja, alberga todavía la pretensión de introducir su distinguo. Mas la ética es la esfera que no conoce culpa ni responsabilidad: es, como sabía Spinoza, la doctrina de la vida feliz. Asumir una culpa y una responsabilidad -cosa que en ocasiones puede ser necesario hacer- significa salir del ámbito de la ética para entrar en el del derecho. Quien se ha visto obligado a dar este difícil paso no puede pretender volver a utilizar la puerta que ha dejado a sus espaldas.

1.8. La figura extrema de la  "zona  gris"  es  el  Sonderkommando.  Con  este eufemismo -Escuadra especial- las SS se referían al grupo de deportados a los que se confiaba la gestión de las cámaras de gas y de los crematorios. Eran los que tenían  que conducir a los prisioneros desnudos a la muerte en las cámaras de gas y mantener el orden entre ellos; sacar después los cadáveres con sus manchas rosas y verdes por efecto del ácido cianhídrico, y lavarlos con chorros de agua; comprobar que no hubiera objetos preciosos escondidos en los orificios corporales;  arrancar los dientes de oro de las mandíbulas; cortar el pelo de las mujeres y lavarlo con cloruro de amoníaco; transportar los cadáveres a los crematorios y asegurarse de su combustión y, por último, limpiar los hornos de los restos de ceniza.

1.9. Sobre estas escuadras ya circulaban historias vagas y parciales entre los que estábamos prisioneros, y fueron confirmadas más tarde por las otras fuentes antes mencionadas, pero el horror intrínseco de esta situación humana ha impuesto a todos los testigos una especie de reserva, por lo cual aun ahora es difícil hacerse una idea de lo que significaba estar obligado a realizar durante meses tal oficio... Uno de ellos declaró: "En este trabajo, o uno enloquece durante el primer día o se acostumbra". Y otro: "es verdad que hubiera podido matarme o dejarme matar, pero quería sobrevivir, para vengarme y dar testimonio de todo aquello. No creáis que somos monstruos, somos como todos vosotros, aunque mucho más desdichados"... De hombres que han conocido esta privación extrema no podemos esperar una declaración en el sentido jurídico del término sino otro tipo de cosa, que está entre el lamento, la blasfemia, la expiación y el intento de justificación, de recuperación de sí mismos... Haber concebido y organizado las Escuadras ha sido el delito más demoníaco del nacionalsocialismo (Levi 2, pp. 46 y ss.).

 Levi refiere, con todo, que un testigo, Miklos Nyiszli, uno de los poquísimos sobrevivientes de la última Escuadra especial de Auschwitz, contó que había asistido, durante una pausa del "trabajo", a un partido de fútbol entre las SS y representantes del Sonderkommando.

Al encuentro asisten otros soldados de las SS y el resto de la escuadra, muestran sus preferencias, apuestan, aplauden, animan a los jugadores, como si, en lugar de a las puertas del infierno, el partido se estuviera celebrando en el campo de un pueblo (Ibid, p. 40).

A algunos este partido les podrá parecer quizás una breve pausa de humanidad en medio de un horror infinito. Pero para mí, como para los testigos, este partido, este momento de normalidad, es el verdadero horror del campo. Podemos pensar, tal vez, que las matanzas masivas han terminado, aunque se repitan aquí y allá, no demasiado lejos de nosotros. Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de la "zona gris", que no entiende de tiempo y está en todas partes. De allí proceden la angustia y la vergüenza de los supervivientes, "la angustia inscrita en todos del ‘tóhu vavóhu’, del universo desierto y vacío, aplastado bajo el espíritu de Dios, pero del que está ausente el espíritu del hombre: todavía no nacido y ya extinto" (Levi 2, p. 74). Mas es también nuestra vergüenza, la de quienes no hemos conocido los campos y que, sin embargo, asistimos, no se sabe cómo, a aquel partido, que se repite en cada uno de los partidos de nuestros estadios, en cada transmisión televisiva, en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no llegamos a comprender ese partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza.

1.9.  Testigo se dice en griego martis, mártir. Los primeros padres de la Iglesia acuñaron a partir de ahí el término martirium para indicar la muerte de los cristianos perseguidos que de esa forma daban testimonio de su fe. Lo sucedido en los campos tiene muy poco que ver con el martirio. Sobre esto hay unanimidad entre los que sobrevivieron a ellos. "Llamando mártires a las víctimas del nazismo, mistificamos su destino" (Bettelheim 1, p. 93). Hay, sin embargo, dos puntos en que esas dos cosas parecen aproximarse. El primero se refiere al propio término griego, derivado de un verbo que significa "recordar". El superviviente tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar.

Los recuerdos de mi reclusión son mucho más vívidos y detallados respecto de cualquier otra cosa acaecida antes o después (Levi 1, p. 174).

Conservo una memoria visual y auditiva de las experiencias de allí que no sé explicar... me han quedado grabadas en la mente, como en una cinta magnética, algunas frases en lenguas que no conozco, en polaco o en húngaro; se las he repetido a polacos y húngaros y me han dicho que estas frases tienen sentido. Por algún motivo que ignoro me ha pasado algo muy extraño,  diría  que  algo  semejante  a  una  preparación  inconsciente  para testimoniar (Levi 1a, p. 220).

Pero en el segundo punto aparece una proximidad más íntima e instructiva. La lectura de los primeros textos cristianos sobre el martirio -por ejemplo, el Scorpiace de Tertuliano- nos aporta a este respecto enseñanzas insospechadas. Los Padres tenían que hacer frente a ciertos grupos heréticos que rechazaban el martirio porque éste constituía para ellos una muerte insensata (perire sine causa). ¿Qué sentido podía tener hacer profesión de fe ante unos hombres -los perseguidores y los verdugos- que no la entenderían en absoluto? Dios no puede querer lo insensato. "¿Deben sufrir estas cosas los inocentes?... De una vez para siempre Cristo se ha inmolado por nosotros, de una vez para siempre se le dio muerte, precisamente para que nosotros no muriéramos. Si me pide que le imite, ¿será porque también él espera salvación de mi muerte? ¿O hay quizás que pensar que Dios quiere la sangre de los hombres cuando desdeña la de los toros y los machos cabríos? ¿Cómo puede desear la muerte de quien no ha cometido pecado?" (Tertuliano, pp. 63-65). La doctrina del martirio nace, pues, para justificar el escándalo de una muerte insensata, de una carnicería que no podía parecer otra cosa que absurda. Frente al espectáculo de una muerte aparentemente sine causa, la referencia a Lc. 12, 8-9 y Mt. 10, 32-33 ("Al que me confiese ante los hombres lo confesaré yo ante mi Padre del cielo. Del que reniegue de mí ante los hombres, renegaré yo ante mi Padre del cielo") permitía interpretar el martirio como un mandamiento divino y encontrar así una razón para lo irrazonable.

Todo esto tiene mucho que ver con los campos. Porque en los campos un exterminio del que quizás sería posible encontrar precedentes se presenta, sin embargo, en formas que le privan de sentido absolutamente. También sobre esto los supervivientes se muestran acordes. "A nosotros mismos, lo que teníamos que decir, empezaba ya a parecernos inimaginable" (Antelme, p. 5). "Todos los intentos de explicación... han fracasado radicalmente" (Améry, p. 16). "Me irritan los intentos de algunos extremistas religiosos de interpretar el exterminio a la manera de los profetas: un castigo por nuestros pecados. ¡No! Esto no lo acepto: el hecho de carecer de todo sentido hace que sea más espantoso" (Levi 1a, p. 219).

El desdichado término holocausto (a menudo con la H mayúscula) surge de esa exigencia inconsciente de justificar la muerte sine causa, de restituir un sentido a lo que no parece poder tener sentido alguno: "...Disculpe, yo utilizo este término Holocausto de mala gana, porque no me gusta. Pero lo utilizo para entendernos. Filológicamente es un error..." (Levi 1, p. 191). "Es un término que me molestó mucho cuando apareció; después he sabido que era el propio Wiesel quien lo había acuñado, aunque más tarde se arrepintió de ello y habría querido retirarlo" (Levi 1a, p. 219).

1.10. También la historia de un término erróneo puede ser instructiva. "Holocausto" es la transcripción docta del latín holocaustum, que, a su vez, traduce el término griego holókaustos (que es, empero, un adjetivo, y significa literalmente "todo quemado"); el sustantivo griego correspondiente es holokaustoma). La historia semántica del término es esencialmente cristiana, porque los Padres de la Iglesia se sirvieron de él para traducir -en verdad sin excesivo rigor ni coherencia- la compleja doctrina sacrificial de la Biblia (en particular, de Levítico y Números). El Levítico reduce todos los sacrificios a cuatro tipos fundamentales: olah, hattat, shelamin, minha.

Los nombres de dos de ellos son significativos. El hattat era el sacrificio que servía para expiar el pecado llamado hattat o batas, del que el Levítico da una definición excesivamente vaga por desgracia. El shelamin es un sacrificio comunitario, de acción de gracias, de alianza y de voto. En cuanto a los términos olah y minha, son puramente descriptivos. Cada uno de ellos evoca operaciones particulares de sacrificio: el segundo, la presentación de la víctima, en el caso de que sea de naturaleza natural, y el primero el envío de la oferta a la divinidad (Mauss, p. 44).

La Vulgata traduce en general olah con holocaustum (holocausti oblatio), hattat con oblatio, shelamin (de shalom, paz) con hostia pro peccato. De la Vulgata, el término holocaustum pasa a los Padres latinos, que lo utilizaron esencialmente para referirse a los sacrificios de los judíos en los numerosos comentarios del texto sagrado (así en Hil., en Psalm. 65, 23: holocausta sunt integra hostiarum corpora, quia tota ad ignem sacrificii deferebantur, holocausta sunt nuncupata). En este punto es importante señalar sobre todo dos hechos. El primero, que el término es empleado muy tempranamente en sentido propio por los Padres para condenar la inutilidad de los sacrificios cruentos (valga por todos Tertuliano, haciendo referencia a Marción: Adv. Marc. 5, 5: quid stultius... quam sacrificiorum cruentorum et holocaustomatum nidorosorum a deo exactio? "¿Qué hay de más estúpido que un Dios que exige sacrificios sangrientos y holocaustos que huelen a grasa quemada?"; cfr. también Aug., C. Faustum 19, 4). El segundo, que el término se amplía de forma metafórica a los mártires cristianos para equiparar su suplicio a un sacrificio (Hil., en Psalm. 65, 23: martyres in fidei testimonium corpora sua holocausta voverunt), hasta que el mismo sacrificio de Cristo en la cruz pasa a ser definido como holocausto (Aug., en Evang. Joah. 41, 5: se in holocaustum obtulerit in cruce lesus, Rufin, Orig., en Lev. 1, 4: holocaustum... carnis eius per lignum crucis oblatum).

A partir de aquí el término holocausto inicia la emigración semántica que le llevará a asumir de forma cada vez más consistente en las lenguas vulgares el significado de "sacrificio supremo, en el marco de una entrega total a causas sagradas y superiores" que registran los léxicos contemporáneos. Ambos significados, el propio y el metafórico, aparecen unidos en Bandello (2, 24): "se han suprimido los sacrificios y holocaustos de los terneros, machos cabríos y otros animales, en lugar de los cuales se ofrece ahora ese inmaculado y precioso cordero del cuerpo y la sangre del universal redentor y salvador Nuestro señor Jesucristo". El significado metafórico está atestiguado en Dante ("Paraíso". 14, 89: "... Rendí holocausto a Dios", referido a la plegaria del corazón), en Savonarola, y después de manera sucesiva hasta Delfico ("muchos ofreciéndose en perfecto holocausto a la patria") y Pascoli ("en el sacrificio, necesario y dulce, hasta el holocausto, está para mí la esencia del cristianismo").

Pero también el empleo del término en sentido polémico contra los judíos había continuado su historia, si bien se trata de una historia más secreta, no registrada en los léxicos. En el curso de mis investigaciones sobre la soberanía me encontré por casualidad con un pasaje de un cronista medieval, que constituye la primera aparición de la que tengo noticia del término "holocausto" para hacer referencia a una matanza de judíos, pero, en este caso, con una coloración violentamente antisemita. Richard di Duizes testimonia que, en el día de la coronación de Ricardo I (1189), los londinenses se entregaron a un pogromo particularmente cruento:

El mismo día de la coronación del rey, aproximadamente a la hora en que el Hijo había sido inmolado al Padre, en la ciudad de Londres se empezó a inmolar a los judíos a su padre el demonio (incoeptum est in civitate Londoniae immolare judaeos patri suo diabolo); y tanto duró la celebración de este misterio que el holocausto no se pudo completar antes del día siguiente. Y las demás ciudades y países de la región imitaron la fe de los londinenses y, con igual devoción, expidieron al infierno, en la sangre, a sus sanguijuelas (pari devotione suas sanguisugas cum sanguine transmiserunt ad inferos) (Bertelli, p. 131).

La formación de un eufemismo, en cuanto supone la sustitución de la expresión propia de algo de lo que no se quiere, en realidad, oír hablar, por una expresión atenuada o alterada, lleva consigo siempre una cierta ambigüedad. Pero, en este caso, la ambigüedad va demasiado lejos. Incluso los judíos se sirven de un eufemismo para indicar el exterminio. Se trata del término shoá, que significa "devastación, catástrofe" y, en la Biblia, implica a menudo la idea de un castigo divino (como en Is. 10, 3). "¿Qué haréis el día del castigo, cuando desde lejos venga la shoá?" Incluso si es probable que sea éste el término en que está pensando Levi, cuando habla del intento de interpretar el exterminio como un castigo por nuestros pecados, el eufemismo no contiene en este caso irrisión alguna. En el caso del término "holocausto", por el contrario, establecer una conexión, aunque sea lejana, entre Auschwitz y el olah bíblico, y entre la muerte en las cámaras de gas y la "entrega total a motivos sagrados y superiores" no puede dejar de sonar como una burla. No sólo el término contiene una equiparación inaceptable entre hornos crematorios y altares, sino que recoge una herencia semántica que tiene desde el inicio una coloración antijudía.

En consecuencia, no lo utilizaremos en ninguna ocasión. Quien continúa aplicándolo da prueba de ignorancia o de insensibilidad (o de una y otra a la vez).

1.11. Cuando, hace algunos años, publiqué en un diario francés un artículo sobre los campos de concentración, alguien escribió al director del periódico una carta en la que se me acusaba de haber pretendido con mis análisis ruiner le caractére unique et incidible de Auschwitz. Me he preguntado a menudo qué podía tener en mientes el autor de la carta. Es muy probable que Auschwitz haya sido un fenómeno único (por lo menos con respecto al pasado; en cuanto al futuro no se puede hacer otra cosa que esperar). "Hasta el momento en que escribo, y no obstante el horror de Hiroshima y Nagasaki, la vergüenza de los Gulag, la inútil y sangrienta campaña de Vietnam, el autogenocidio de Camboya, los desaparecidos en Argentina, y las muchas guerras atroces y estúpidas a las que hemos venido asistiendo, el sistema de campos de concentración nazi continúa siendo un unicum, en cuanto a su magnitud y calidad" (Levi 2, pp. 19-20). Pero ¿por qué indecible? ¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística?

En el año 386 de nuestra era, Juan Crisóstomo compuso en Antioquía su tratado Sobre la Incomprensibilidad de Dios. Tenía que hacer frente a unos adversarios que sostenían que la esencia de Dios podía ser comprendida, puesto que "todo lo que Él sabe de sí, nosotros lo encontramos también fácilmente en nosotros". Al afirmar con vigor contra ellos la absoluta incomprensibilidad de Dios, que es "indecible" (árrehetos), "inenarrable" (anekdiégetos) e "ininscriptible" (anepigraptos), Juan sabe bien que ésta es precisamente la forma mejor de glorificarle (dóxan didónai) y de adorarle (proskyein). Dios es incomprensible hasta para los ángeles; pero gracias a esto pueden tributarle gloria y admiración, elevando incesantemente sus místicos cantos. A estas legiones angélicas, Juan opone a los que tratan en vano de comprender: "Aquéllos (los ángeles) cantan su gloria, éstos se esfuerzan por conocer; aquéllos adoran en silencio, éstos se afanan; aquéllos apartan los ojos, éstos no se avergüenzan de mantener la mirada fija en la gloria inenarrable" (Crisóstomo, p. 129). El verbo que hemos traducido como "adorar en silencio" es en el texto griego euphemein. De este término, que significa originariamente "observar el silencio religioso" deriva la palabra moderna "eufemismo", que indica los términos que sustituyen a otros que, por pudor o buenos modales, no se pueden pronunciar. Decir que Auschwitz es "indecible" o "incomprensible" equivale a euphemein, a adorarle en silencio, como se hace con un dios; es decir, significa, a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir a su gloria. Nosotros, por el contrario, "no nos avergonzamos de mantener fija la mirada en lo inenarrable". Aun a costa de descubrir que lo que el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente también en nosotros.

1.12. El testimonio contiene, no obstante, una laguna. También en esto los supervivientes se muestran de acuerdo.

Hay también otra laguna, en todo testimonio: los testigos, por definición, son quienes han sobrevivido y todos han disfrutado, pues, en alguna medida, de un privilegio... El destino del prisionero común no lo ha contado nadie, porque, para él, no era materialmente posible sobrevivir... El prisionero común también ha sido descrito por mí, cuando hablo de "musulmanes" pero los musulmanes no han hablado (Levi 1a, pp. 215 y ss.).

Los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo. El pasado pertenece a los muertos... (Wiesel, p. 314).

Es necesario reflexionar sobre esta laguna que pone en tela de juicio el propio sentido del testimonio y, por ello mismo, la identidad y la credibilidad de los testigos.

Lo repito, no somos nosotros, los supervivientes, los verdaderos testigos... Los que hemos sobrevivido somos una minoría anómala, además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gor- gona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los "musulmanes", los hundidos, los testigos integrales, aquellos cuya declaración ha- bría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción... Los que tuvimos suerte hemos intentado, con mayor o menor discreción, contar no solamente nuestro destino sino también el de los de- más, precisamente el de los "hundidos"; pero se ha tratado de una narración "por cuenta de terceros", el relato de cosas vistas de cerca pero no experi- mentadas por uno mismo. La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte  había empezado ya antes de la muerte corporal. Semanas y meses antes de extinguirse habían perdido ya el poder de observar, de recordar, de apreciar y de expresarse. Nosotros hablamos por ellos, por delegación (Levi 2, pp. 72-73).

El testigo testimonia de ordinario a favor de la verdad y de la justicia, que son las que prestan a sus palabras consistencia y plenitud. Pero en este caso el testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él; contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable, que destruye la autoridad de los supervivientes. Los "verdaderos" testigos, los "testigos integrales" son los que no han testimoniado ni hubieran podido hacerlo. Son los que "han tocado fondo", los musulmanes, los hundidos. Los que lograron salvarse, como seudotestigos, hablan en su lugar, por delegación: testimonian de un testimonio que falta. Pero hablar de delegación no tiene aquí sentido alguno: los hundidos no tienen nada que decir ni instrucciones ni memorias que transmitir. No tienen "historia" ni "rostro" y, mucho menos, "pensamiento" (Levi 3, p. 97).Quién asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar. Y esto altera de manera definitiva el valor del testimonio, obliga a buscar su sentido en una zona imprevista.

1.13. Que, en el testimonio, hay siempre algo como una imposibilidad de testimoniar, había sido ya observado. En 1983, apareció el libro de J. F. Lyotard, Le différend, que, incorporando irónicamente las recientes tesis de los negacionistas, se abre con la comprobación de una paradoja lógica:

Es sabido que algunos seres humanos dotados de lenguaje han sido colocados en una situación tal que ninguno de ellos puede referir después lo que fue esa situación. La mayor parte desaparecieron entonces y los que han sobrevivido hablan de ella muy raramente. Y cuando hablan de ella, su testimonio sólo alcanza a una ínfima parte de tal situación. ¿Cómo saber que la situación misma ha existido? ¿No es fruto de la imaginación de nuestro informador? O bien la situación no ha existido en tanto que tal. O bien ha existido y, entonces, el testimonio de nuestro informador es falso, porque en ese caso debería haber desaparecido o debería callarse... Haber "visto realmente con sus propios ojos" una cámara de gas sería la condición que otorgara la autoridad de decir que ha existido y de persuadir a los incrédulos. Pero todavía sería necesario probar que mataba en el momento en que se la vio. Y la única prueba admisible de que mataba es estar muerto. Pero, si se está muerto, no se puede testimoniar que ha sido por efecto de la cámara de gas (Lyotard, p. 19).

Algunos años después, en el transcurso de una investigación llevada a cabo en la Universidad de Yale, Shoshana Felman y Dori Laub elaboraron la noción de la shoá como "acontecimiento sin testigos". En 1989, la primera desarrolló este concepto en forma de un comentario al filme de Claude Lanzmann. La shoá es un acontecimiento sin testigos en el doble sentido de que sobre ella es imposible dar testimonio, tanto desde el interior -porque no se puede testimoniar desde el interior de la muerte, no hay voz para la extinción de la voz- como desde el exterior, porque el outsider queda excluído por definición del acontecimiento:

No es posible realmente decir la verdad, testimoniar desde el exterior. Pero tampoco es posible, como hemos visto, testimoniar desde el interior. Me parece que la postura imposible y la tensión testimonial de todo el filme consisten precisamente en no estar ni simplemente dentro, ni simplemente fuera; sino paradójicamente, dentro y fuera a la vez. El filme trata de un camino y de tender un puente que no existía durante la guerra que no existe todavía hoy entre lo interior y lo exterior, para poner a ambos en contacto y en diálogo (Felman, p. 89).

Es justamente este umbral de indiferencia entre el dentro y el fuera (que, como veremos, es algo completamente distinto de un "puente" o un "diálogo"), que habría podido conducir a una comprensión de la estructura del testimonio, lo que la autora omite cuestionar. Más que a un análisis, asistimos al desplazamiento desde una imposibilidad lógica a una posibilidad estética, por medio del recurso a la metáfora del canto:

Lo que confiere al filme su poder de testimonio, y lo que en general constituye su fuerza, no son las palabras, sino la relación ambigua y desconcertante entre las palabras, la voz, el ritmo, la melodía, las imágenes, la escritura y el silencio. Cada testimonio nos habla más allá de sus palabras, más allá de su melodía, como la realización única de un canto (Ibid, pp. 139 y ss.).

Explicar la paradoja del testimonio mediante el deus ex machina del canto, equivale a estetizar tal testimonio, algo que Lanzmann se había guardado mucho de hacer. No son el poema ni el canto los que pueden intervenir para salvar el imposible testimonio; es, al contrario, el testimonio lo que puede, si acaso, fundar la posibilidad del poema.

1.14. Las incomprensiones de una mente honesta son con frecuencia instructivas. Primo Levi, al que no le gustaban los autores oscuros, se sentía atraído por la poesía de Celan, aunque no llegara verdaderamente a entenderla. En un breve ensayo, titulado Sullo scrivere oscuro, Levi hace ver la diferencia entre Celan y aquellos que escriben oscuramente por desprecio al lector o por insuficiencia expresiva: la oscuridad de su poética le hace pensar más bien en "un matarse por anticipado, un no-querer-ser, una fuga del mundo cuya coronación ha sido la muerte deseada" (Levi 5, p. 637). La extraordinaria operación que Celan lleva a cabo con la lengua alemana, y que tanto ha fascinado a sus lectores, es comparada por Levi -por razones sobre las que creo que vale la pena meditar- con un balbuceo inarticulado o el estertor de un moribundo.

Esta tiniebla que se adensa de página en página, hasta el último balbuceo inarticulado, consterna como el estertor de un moribundo, y de hecho no es otra cosa. Nos atrae como atraen los abismos, pero a la vez nos defrauda por algo que debía haberse dicho y no lo ha sido, y por eso nos frustra y aleja. Pienso que el Celan poeta debe ser más meditado y compadecido que imitado. Si el suyo es realmente un mensaje, se pierde en el "ruido de fondo": no es una comunicación, no es un lenguaje, o todo lo más es un lenguaje oscuro y mutilado, como lo es el del que está a punto de morir, y está solo, como todos lo estaremos en el trance de la muerte" (Ibid).

En Auschwitz, Levi había ya hecho la experiencia de esforzarse por escuchar e interpretar un balbuceo inarticulado, algo como un no lenguaje, o un lenguaje mutilado y oscuro. Fue en los días subsiguientes a la liberación, cuando los rusos transfirieron a los supervivientes de Buna al "Campo Grande" de Auschwitz. Aquí la atención de Levi se sintió atraída de forma súbita por un niño al que los deportados llamaban Hurbinek.

Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, ninguno sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: ese curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que una de las mujeres, que había interpretado con aquellas sílabas uno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando. Estaba paralizado de la cintura para abajo, y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como palillos; pero sus ojos, perdidos en su cara triangular y demacrada, emitían destellos terriblemente vivos, cargados de súplica, de afirmación de la voluntad de desencadenarse. de romper la tumba de su mutismo. palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado por enseñarle, la necesidad de la palabra, afloraba en su mirada con explosiva exigencia... (Levi 4, p. 21).

Pero a partir de un cierto momento, Hurbinek empieza a repetir incesantemente una palabra, que nadie del campo consigue entender, y que Levi transcribe dubitativamente como massklo o matisklo:

En la noche aguzábamos el oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos llegaba de vez en cuando un sonido, una palabra. No siempre era exactamente igual, en realidad, pero era una palabra articulada, con toda seguridad; o, mejor dicho, palabras articuladas ligeramente diferentes, variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, quizás a un nombre (Ibid, p. 22).

Todos escuchaban y trataban de descifrar ese sonido, ese vocabulario incipiente: pero aunque todas las lenguas europeas estaban representadas en el campo, la palabra de Hurbinek permanece obstinadamente secreta:

No, no era desde luego un mensaje, ni una revelación: puede que fuera su nombre, si es que alguna vez había tenido alguno; puede (según una de nuestras hipótesis) que quisiera decir "comer" o "pan"; o tal vez "carne", en bohemio, como sostenía con buenos argumentos uno de nosotros que conocía esta lengua... Hurbinek, el sin nombre, cuyo minúsculo antebrazo llevaba la marca del tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada queda de él: testimonia por medio de estas palabras mías (Ibid, pp. 22-23).

Es posible que fuera esta palabra secreta lo que Levi sentía perderse en el fondo de la poesía de Celan. Pero en Auschwitz se había esforzado, en todo caso, por escuchar lo no testimoniado, por recoger su palabra secreta: mass-klo, matisklo. Quizás toda palabra, toda escritura nace, en este sentido, como testimonio. Y por esto mismo aquello de lo que testimonia no puede ser ya lengua, no puede ser ya escritura: puede ser sólo lo intestimoniado. Éste es el sonido que nos llega de la laguna, la no lengua que se habla a solas, de la que la lengua responde, en la que nace la lengua. Y es la naturaleza de eso no testimoniado, su no lengua, aquello sobre lo que es preciso interrogarse.

1.15. Hurbinek no puede testimoniar, porque no tiene lengua (la palabra que profiere es un sonido incierto y privado de sentido: mass-klo o matisklo). Y, sin embargo, "testimonia a través de estas palabras mías". Pero tampoco el superviviente puede testimoniar integralmente, decir la propia laguna. Eso significa que el testimonio es el encuentro entre dos imposibilidades de testimoniar; que la lengua, si es que pretende testimoniar, debe ceder su lugar a una no lengua, mostrar la imposibilidad de testimoniar. La lengua del testimonio es una lengua que ya no significa, pero que, en ese su no significar, se adentra en lo sin lengua hasta recoger otra insignificancia, la del testigo integral, la del que no puede prestar testimonio. No basta, pues, para testimoniar, llevar la lengua hasta el propio no sentido, hasta la pura indeterminación de las letras (ma-s-s-k-l-o, m-a-t-i-s-k-l-o); es preciso que este sonido despojado de sentido sea, a su vez, voz de algo o de alguien que por razones muy diferentes no puede testimoniar. O, por decirlo de otra manera, la imposibilidad de testimoniar, la "laguna" que constituye la lengua humana, se desploma sobre ella misma para dar paso a otra imposibilidad de testimoniar: la del que no tiene lengua.

La huella, que la lengua cree transcribir a partir de lo intestimoniado, no es su palabra. Es la palabra de la lengua, la que nace cuando la lengua no está ya en sus inicios, baja de punto para -sencillamente- testimoniar: "no era luz, pero estaba para dar testimonio de la luz".

* Primera parte de Lo que queda de Auschwitz; HOMO SACER III.

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