H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - ELECCIONES EN URUGUAY -

La insoportable levedad del voto*

Jorge Barreiro 

 A juzgar por sus raquíticos pronunciamientos, diríase que nuestros líderes políticos están convencidos de que el mayor desatino que podría cometer un partido de izquierda sería proponer “algo” de izquierda y el de uno de derecha, “algo” de derecha, o sea que un partido actuara como un partido y defendiera sin ruborizarse su propia identidad política.

Algunos recordarán la escena de la película Aprile de Nanni Moretti, en la que el propio director interpreta a un tipo que contempla azorado un debate televisado entre el inefable Berlusconi y el líder de la izquierda italiana Massimo D’Alema. Tras algunos intercambios triviales entre ambos y los consabidos vituperios de Berlusconi, el personaje empieza a descontrolarse y a gritar a la pantalla al borde del llanto: “D’Alema dì una cosa di sinistra, D’Alema dì una cosa anche non di sinistra”. Y ya resignado: “D’Alema, dì una cosa, qualcosa!!”.

La insípida campaña electoral a la que asistimos va camino de provocar(me) la misma desesperación que al personaje de Moretti, además de contribuir a que abandonemos definitivamente la vieja convicción de que las campañas existen para someter las ideas y propuestas de los diferentes partidos políticos al escrutinio y la valoración de los ciudadanos. A juzgar por sus raquíticos pronunciamientos, diríase que nuestros líderes políticos están convencidos de que el mayor desatino que podría cometer un partido de izquierda sería proponer “algo” de izquierda y el de uno de derecha, “algo” de derecha, o sea que un partido actuara como un partido y defendiera sin ruborizarse su propia identidad política.

Uno de los presupuestos de nuestra democracia liberal es que las preferencias de los ciudadanos son prepolíticas y no susceptibles de modificarse a la luz de razones de justicia. Estamos convencidos de que las motivaciones del ciudadano son muy parecidas a las del consumidor, puramente egoístas e interesadas. Nadie cree que el ciudadano esté dotado de alguna virtud cívica, dispuesto a participar en la cosa pública y a sopesar argumentos y razones. Tal vez por eso nos hemos resignado a ejercer una ciudadanía de baja intensidad, limitada a elegir al elenco gobernante. La democracia electoral-representativa asume así una forma muy parecida a la de un mercado político en el que, como en el mercado a secas, no cabe discutir o problematizar las preferencias del soberano, sino intentar convencerlo de que la oferta propia es la que mejor las satisface, al margen de lo caprichosas o irrealizables que sean. Se sugiere que esta democracia poco exigente es la única a la que sensatamente se puede aspirar con ciudadanos atentos exclusivamente a sus intereses, preocupados por sus asuntos privados e indispuestos a asumir las molestias de participar en la vida política. Pero también cabe preguntarse si el propio diseño institucional de nuestras democracias no está alimentando esa ausencia de disposiciones cívicas.

Lo característico del mercado (y el político no es una excepción) es que a nadie le preocupa la calidad de las preferencias, sino la cantidad, pues el vencedor de la competencia no será quien mejor justifique sus postulados, sino la oferta que reciba el mayor número de adhesiones. Ofertas y adhesiones que, a falta de deliberación pública, nadie está obligado a justificar. Las preferencias políticas terminan siendo, pues, un asunto de interés o de gustos, como en Facebook.

De modo que se entiende perfectamente que los políticos estén inclinados a decir lo que los ciudadanos quieren oír. El problema con esta tentación reside en que en una sociedad irrevocablemente pluralista es imposible deleitar los oídos de todos con un único mensaje y, como en política la oferta personalizada no funciona, al final lo más recomendable es no disgustar a nadie. Y para ello, se sabe, no hay mejor fórmula que decir lo menos y callar lo más. Las definiciones fuertes, no susceptibles de ser interpretadas de numerosas maneras son las menos recomendables: se puede conseguir un voto al riesgo de perder miles. De modo que hay que pasar de puntillas por cualquier asunto polémico. Hay un comentario muy al uso de los analistas en estos tiempos de campaña: “El candidato X cometió un error”. Cometió un error quiere decir que dijo algo que efectivamente piensa pero que terminó volviéndose en su contra, porque eso que dijo achicó el lago en el que pretende pescar votos.

Así, la izquierda gobernante decidió aparcar hasta nuevo aviso (léase hasta después de las elecciones) no ya cualquier rastro de un ideario propio, si es que tiene uno, sino cualquier asunto controvertido capaz de espantar votantes –desde la aprobación de la ley de medios hasta la implementación de la venta de marihuana, pasando por la llegada de prisioneros de Guantánamo–, mientras que la derecha hace lo propio con su tradicional oposición a las “dañinas” intervenciones del Estado que, a su juicio, limitarían “la libertad” de los individuos o los convertirían en irresponsables y/o parásitos.

Uno de los muchos inconvenientes de este juego de las escondidas consiste en que nunca terminamos de saber qué es lo propio de cada partido y qué es lo que dicen (o callan) simplemente para ganar las elecciones. Aunque a la larga, y de tanto jugar a ese juego, tenemos derecho a sospechar que los partidos y candidatos terminan asumiendo como propios los discursos que supuestamente emplean “solo” para conseguir votos. En oposición a quienes piensan que los políticos son unos farsantes con doble discurso, soy de la idea de que es casi imposible no terminar asumiendo aquello que, una y otra vez, se proclama que se es, incluso en la eventualidad de que eso que se proclama sea la nada.

En un partido no hay lugar para todos

Todo esto tiene ya su larga historia y no es un mal que afecte exclusivamente a la democracia uruguaya. A lo que voy es a otra cosa: a que la idea (y el funcionamiento) de un mercado político y la inevitable sensación de que en una campaña electoral todos los gatos son pardos y que cualquier partido puede ofrecer lo propio y lo ajeno, termina por pervertir y deslegitimar a los propios partidos políticos, por convertirlos en una gran tienda de campaña en la que al parecer hay lugar para todos. Esa pretensión llegó al paroxismo con la creación del llamado Espacio Celeste: “Sumate a… No importa tu color político”, pero también en la consigna “Por la positiva” o “Por el país que queremos” o “Porque quedan sueños por realizar”. Desde un anarquista a un neofascista, pasando por un liberal y un socialista, pueden cobijarse debajo del paraguas de esos lemas. No faltarán quienes aleguen que no es para tanto, que apenas se trata de grandes y simples titulares, pero no nos explican por qué las consignas y los lemas tendrían vedado transmitir algún ideal, una idea al menos.

Definitivamente en un partido no cabemos todos, porque los partidos no son, o no deberían ser, resumideros de la sensibilidad popular. En un partido no caben todos (su etimología remite justamente a parte en oposición al todo), porque no son una feria en la que se exponen todas las voces de la sociedad, sino que dotan, o se supone que dotan, de coherencia a los diferentes puntos de vista que existen en la sociedad. Pero al parecer, ahora los partidos no tienen identidad propia, sino una móvil, equidistante de los extremos, y por lo tanto definida de alguna manera por los otros partidos (¿alguien podría explicar qué significa un Partido Independiente?).

Los miembros de un partido pueden no compartir una rigurosa concepción del mundo, pero al menos se supone que comparten un ideario y unas propuestas políticas e institucionales. Casi nadie cree que esos idearios y propuestas puedan salir indemnes del paso del tiempo, pero si los partidos terminan en una piñata donde hay recuerdos para todos, tenemos asegurada su inoperancia y esterilidad.

Que la política no pueda suministrar una solución irrevocable y definitiva a todos los problemas, que sufra un asedio de otras lógicas –como la económica, la tecnológica o la comunicacional– que permanentemente le exigen que se someta a ellas y que limitan su campo de acción; que no esté en condiciones de invocar un saber asegurado y contrastado; que en el actual contexto de incertidumbre resulte cada vez más problemática su aspiración a configurar la sociedad, que se supone que es la razón de ser de una política que no sea mera administración de lo dado, que esas sean las nuevas condiciones en las que tenemos que hacer política, digo, no significa que todas las opiniones valgan lo mismo, que no haya “soluciones” más valiosas que otras, o decisiones más justas que otras o que sea posible hacer política sin valorar, sin tomar partido. Toma de partido, vale aclararlo, que no debería confundirse con las estocadas, inteligentes o vulgares da igual, que en estos días se propinan mutuamente los candidatos. Lo digo porque da la sensación de que la vehemencia de los ataques mutuos –que remiten más a procedimientos que a metas y programas o están destinadas a descalificar moralmente al adversario– están inflando artificiosamente unas diferencias que no parecen tan irreconciliables. Los candidatos, por cierto, pretenden persuadirnos de que en esas escaramuzas hallaremos los de otro modo inhallables motivos para optar por ellos y no por sus rivales. No estoy seguro de contar con razones de peso para contradecirlos.

Los partidos se enfrentan a un dilema entre identidad y eficacia electoral. Cuando la política es esencialmente selección del elenco gobernante en una competencia electoral,  las ofertas demasiado específicas, con programas con fuertes rasgos ideológicos –no hace falta ser una estrella de la demoscopia para saberlo– se achica el potencial electorado. Dicho en español básico: no se ganan elecciones. Y cuando la política se organiza en torno al horizonte de ganar elecciones, el imperativo de la eficacia suele ganarle la pulseada al otro polo del dilema, la identidad de un partido. No es un problema causado por supuestos traidores inclinados a olvidar sus esencias ideológicas o venderse al mejor postor. Es un problema de diseño institucional de nuestras democracias, que promueve este tipo de comportamientos descarnadamente calculadores. Tampoco se ganan elecciones exponiendo dificultades o recordando que los problemas que aguardan solución son complejos y no tienen una solución a corto plazo, sino con promesas simples, aunque sean impracticables o inconsistentes con otras propuestas del mismo partido (por mencionar la más burda: bajaremos los impuestos pero gastaremos más en esto y aquello) y, sobre todo, recurriendo al “ustedes son peores”.

Se ha firmado el acta de defunción de las ideologías y se asegura que los partidos ya no se organizan en torno a ellas. ¿En torno a qué entonces? ¿Son una comisión de apoyo a la figura del líder máximo? Dado que el concepto de ideología tiene no infinitas pero sí numerosas acepciones, prefiero referirme a idearios o ideales, sustantivos menos ambiguos y escurridizos… siempre y cuando se los identifique con nombre y apellido, y no se los emplee como sinónimos de altruismo y desinterés.

Por ejemplo, la izquierda, o para hablar con más rigor, la izquierda inspirada en las tradiciones socialistas, herederas del republicanismo, fue defensora de los ideales de igualdad (no de igualdad en el sentido de lo idéntico, sino igualdad de medios y capacidades para elegir la propia vida, lo que excluiría cualquier desigualdad en el acceso a la riqueza social que no resultara de las acciones voluntarias y responsables de los involucrados); de autonomíao libertad, entendidas de un modo más exigente que como simple no-interferencia de los demás en mis propias elecciones, que es como la piensan los liberales, sino como poder o capacidad efectiva de ejercer el máximo control sobre la propia vida, lo que excluye la dominación de unos por otros e incluye alguna forma de participación en las decisiones a las que luego todos estaremos sometidos; de fraternidad, en el sentido de que el principio mercantil (te doy si y solo si me das algo a cambio) no puede regir la entera vida social, que debe contemplar, dar algo a alguien simplemente porque lo necesita; de autorrealización de las personas, que abarca aquellas actividades que, en oposición al mero consumo, son fines en sí mismas, que no se conciben como medios (el trabajo, por ejemplo) para conseguir otros fines (dinero, fama, poder, etc.), enfocadas al desarrollo de las potencialidades creativas de todos y cada uno, por decirlo a la antigua. No sabemos si la izquierda de este país los arrojó por la borda en silencio durante una noche sin luna y sin que nos enteráramos o los mantiene pero “sin hacer ostentaciones” para no enajenarse la posible adhesión de quienes no los comparten, lo que para el caso es lo mismo, porque la política pertenece al ámbito de lo público, no de lo íntimo. Estos ideales se pueden discutir, se les puede dar diferentes contenidos; se puede tener otros, como tienen los liberales, que no creen que la igualdad (salvo la de derechos) sea un ideal particularmente valioso. Lo que no se puede es a) alegar que están superados porque el socialismo real los invocó para erigir regímenes totalitarios ni b) creer que para hacer política basta con tener unos buenos ideales.

Pero si un partido no tiene ideales, fines, si nada le parece más valioso que su contrario, sus acciones encallarán en el pragmatismo, porque el resultado de la ausencia de idearios en los partidos políticos no es una democracia de mejor calidad, supuestamente liberada de ataduras dogmáticas, sino el cualquiercosismo y la gestión burocrática, la adaptación a las exigencias del mundo no político. Quien no se ocupa del futuro –y para pensarlo es necesario tener alguna idea de aquello a lo que se aspira–, queda enredado en las urgencias del presente, a cuyos pies terminan rindiéndose todas las aspiraciones normativas. Porque, además –y esto conviene subrayarlo especialmente–, los ideales y fines permiten aquilatar, sopesar y orientar las acciones puntuales, porque no hay políticas y decisiones buenas o malas con independencia de a dónde se quiere ir. Si las iniciativas políticas no guardan ninguna relación con los fines últimos, no tenemos forma de juzgarlas. Nada de esto excluye la posibilidad de rectificar, de negociar con los que no comparten nuestros ideales e incluso aceptar la imposibilidad de realizarlos aquí y ahora, porque no se puede hacer política únicamente con principios innegociables. Pero sólo quien tiene algún ideal, sólo quien cree que algún principio es más valioso que otro, puede reconocerse a sí mismo que está negociando o postergándolo. Los partidos políticos pueden, y deben, someter todo a discusión y crítica, interrogarse sobre esto y aquello, menos sobre una cosa: ¿qué quieren? Se supone que el qué quieren precede a la formación de los partidos políticos. No puede haber mayor despropósito, nada más ilógico, que haber creado una organización política (o cualquier otra organización) y luego preguntarse qué podrían compartir sus miembros.

Para ser justos, hay que reconocer que en lo que atañe a los proyectos, a la realización de determinado ideario, la izquierda enfrenta dificultades que la derecha ni siquiera se plantea. Porque desafiar siempre es más problemático que adaptarse a lo que hay. Y la preocupación de la derecha consiste en gestionar lo que hay, ya sea porque para ella lo existente es justo o porque, aun reconociendo que no lo es, considera que desafiar el curso actual conduciría necesariamente a algo peor.

Los proyectos políticos no pueden resumirse en una buena gestión, son de una entidad diferente: su esencia es accionar, y no solo reaccionar ante las demandas del ciudadano-consumidor, darle sentido a las iniciativas, lo que, de nuevo, exige tener alguna idea, todo lo revisable y provisoria que se quiera, de a dónde se pretende llegar. Nada de esto está disponible en el momento supuestamente más trascendente de nuestras democracias electorales: se nos invita a elegir por unos u otros de acuerdo con criterios nada evidentes.

Uno que sobrevuela casi todas las campañas es algo tan evanescente como la confianza. El expresidente Lacalle llegó a afirmar en su momento –sin que nadie lo contradijera– que a la hora de votar políticos y ciudadanos establecen algo muy parecido a un contrato tácito entre una empresa y los consumidores. Si la primera no cumple con la oferta prometida y traiciona la confianza que depositaron en ella los electores, éstos no vuelven a votarla.

Pero la idea del contrato tácitamente suscrito entre partes enteramente libres, como si fuera la mayor garantía democrática, tiene varios problemas. El primero es que los términos del “contrato” son imprecisos, constan por lo general de unas promesas vagas cuyo incumplimiento es casi imposible denunciar; el segundo es que el programa electoral de los partidos viene a ser un paquete cerrado, se lo compra completo o se lo rechaza in totum, es imposible saber si un votante dio su consentimiento a todo el paquete; en tercer lugar, el reclamo sólo puede ejercerse a posteriori, después de verificar el eventual incumplimiento. ¿Y antes? Antes de ejercer el voto, la comparación de promesas y realizaciones solo puede hacerse con el gobierno saliente, es decir el último. No podemos hacer lo mismo con quienes nunca ejercieron el poder ni con quienes lo ejercieron hace mucho tiempo. El cuarto inconveniente reside en que no existen garantías de que quien alguna vez cumplió el contrato lo volverá a cumplir en el futuro o que quien lo incumplió en el pasado está condenado a seguir incumpliendo, de modo que solo nos queda la bendita confianza. El quinto, y más importante, es que, el cumplimiento del contrato nada nos dice acerca del valor de los términos del contrato, de las ofertas de los políticos y las preferencias de los votantes, que serían sagradas e indiscutibles (se sabe que el cliente siempre tiene razón). Pero a la hora de votar uno espera oír algo más que el eco de sus propias preferencias cocinadas en la intimidad o determinadas por el desnudo interés; espera que se las sopese, interrogue, discuta y contradiga incluso, que expongan algún ideario y más densidad argumental; que los candidatos no se limiten a intentar persuadirnos de que somos sus mandantes y ellos nuestros sumisos servidores.

 
*Publicado originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2014/10/08/la-insoportable-levedad-del-voto/


VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia