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© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 




FE - SABER - RELIGIÓN -


Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón*

Jacques Derrida

¿Por qué es tan difícil pensar ese fenómeno  llamado el “retorno de las religiones”? ¿Por qué a los que creían ingenuamente que una alternativa oponía de un lado la Religión, del otro la Razón, las Luces, la Ciencia, la Crítica, como si lo uno no pudiera sino acabar con lo otro? Sería preciso partir de otro esquema para pensar dicho “retorno …”. ¿Se reduce éste a lo que la  doxa determina como “fundamentalismo”, “integrismo”, “fanatismo”? He aquí quizá, a la medida de la urgencia histórica.

 1. ¿Cómo “hablar de religión”? ¿De la religión? ¿En particular, de la religión hoy en día? ¿Cómo atreverse a hablar de ella en singular sin temor y temblor en estos días? ¿Tan poco y tan rápidamente? ¿Quién tendría el descaro de pretender que se trata de un asunto identificable y a la vez nuevo? ¿Quién tendría la presunción de encajar ahí algunos aforismos? Para armarse del valor, la arrogancia o la serenidad necesarios es preciso, quizás, fingir hacer abstracción por un instante, abstracción de todo, o de casi todo, una cierta abstracción. Quizás es preciso apostar por la más concreta y más accesible, pero también por la más desértica de las abstracciones.

¿Debemos salvarnos por la abstracción o salvarnos de la abstracción? ¿Dónde está la salvación? (En 1807, escribe Hegel: “Wer denkt abstrakt?”: “Denken? Abstrakt? –Sauve qui peut!”. Así comienza diciendo, y justamente en francés, para traducir el grito –”Rette sich, wer kann!”– del traidor que querría huir, de una sola vez, del pensamiento, de la abstracción y de la metafísica: como de la “peste”.)

2. Salvar, ser salvado, salvarse. Pretexto para una primera cuestión: ¿se puede disociar un discurso sobre la religión de un discurso sobre la salvación, es decir, sobre lo sano, lo santo, lo sagrado, lo salvo, lo indemne, lo inmune (sacer, sanctus, heilig, holy y sus supuestos equivalentes en tantas lenguas)? Y la salvación ¿es necesariamente la redención, ante o según el mal, la falta o el pecado? Ahora: ¿dónde está el mal; el mal hoy en día, en la actualidad? Supongamos que haya una figura ejemplar e inédita del mal, incluso del mal radical que parece marcar nuestro tiempo y ningún otro. ¿Es identificando ese mal como accederemos a lo que puede ser la figura o la promesa de la salvación para nuestro tiempo, y por lo tanto la singularidad de eso religioso que, según dicen todos los periódicos, está volviendo?

Finalmente, querríamos vincular la cuestión de la religión con la del mal de abstracción. Con la abstracción radical. No con la figura abstracta de la muerte, del mal de la enfermedad de la muerte, sino con las formas del mal que tradicionalmente se vinculan con el desgarro radical y por lo tanto con el desarraigo de la abstracción pasando, aunque ello será mucho más tarde, por la de los lugares de abstracción que son la máquina, la técnica, la tecnociencia y sobre todo la trascendencia teletecnológica. “Religión y mekané”, “religión y ciberespacio”, “religión y numericidad”, “religión y digitalidad”, “religión y espacio-tiempo virtual”: para que un breve tratado pueda estar a la altura de estos temas, en la economía que nos es asignada, es preciso concebir una pequeña máquina discursiva que, aunque finita y perfectible, no sea demasiado poco potente.

Con el fin de pensar abstractamente la religión hoy en día, partiremos de estos poderes de abstracción para aventurar finalmente la siguiente hipótesis: con respecto a todas estas fuerzas de abstracción y de disociación (desarraigo, deslocalización, desencarnación, formalización, esquematización universalizante, objetivación, telecomunicación, etc.), la “religión” se encuentra a la vez en el antagonismo reactivo y en el afán de superación reafirmante. Allí donde el saber y la fe, la tecnociencia (“capitalista” y fiduciaria) y la creencia, el crédito, la fiabilidad, el acto de fe, habrán actuado siempre de común acuerdo, en el lugar mismo, en el nudo de alianza de su oposición. De ahí la aporía —una cierta ausencia de camino, de vía, de salida, de salvación— y las dos fuentes 

3. Para darles juego a la abstracción y a la aporía de lo sin salida, quizá haga falta en primer lugar retirarse a un desierto, incluso recluirse en una isla. Y contar una historia breve que no sea un mito. Del tipo de: “Había una vez”, una sola vez, un día, en una isla o en el desierto, figúrense, unos hombres, filósofos, profesores, hermeneutas, eremitas o anacoretas que, para “hablar de religión”, se habrían tomado tiempo para simular una pequeña comunidad a la vez esotérica e igualitaria, amistosa y fraternal. Quizá sería preciso incluso situar su propósito, limitarlo en el tiempo y en el espacio, decir el lugar y el paisaje, el momento pasado, un día, fechar lo furtivo y lo efímero, singularizar, hacer como si se llevara un diario del que se fueran a arrancar algunas páginas. Ley del género: la efeméride (y ya hablan ustedes incansablemente del día). Fecha: el 28 de febrero de 1994. Lugar: una isla, la isla de Capri. Un hotel, una mesa alrededor de la cual hablamos entre amigos, casi sin orden, sin orden del día, sin contraseña, salvo una palabra, la más clara y la más oscura: religión. Creemos que podemos hacer como si creyéramos, acto fiduciario, compartir alguna precomprensión. Hacemos como si tuviéramos algún sentido común de lo que quiere decir “religión” a través de las lenguas que creemos (¡cuánta creencia, ya, en este día!) saber hablar. Creemos en la fiabilidad mínima de dicha palabra. Como Heidegger en lo que llama el Faktum del léxico del ser (al comienzo de Sein und Zeit), creemos (o creemos deber) precomprender el sentido de esta palabra, aunque no sea más que para poder hacer preguntas y con vistas a interrogarnos sobre este asunto. Ahora bien, deberemos volver sobre ello mucho más tarde, nada está menos seguro de antemano que un Faktum así (en estos dos casos, justamente!), y quizá toda la cuestión de la religión remita a este poco de seguridad.

4. Al comienzo de un intercambio preliminar, en dicha mesa, Gianni Vattimo me propone improvisar algunas sugerencias. Se me permitirá recordarlas aquí, en itálicas, en una especie de preámbulo esquemático y telegráfico. Sin duda, se perfilaron otras proposiciones en un texto de carácter diferente que escribí con posterioridad, en la estrechez de unos despiadados límites de tiempo y de espacio. Tal vez sea ésta una historia absolutamente diferente, mas, en mayor o menor medida, la memoria de aquello que, ese día, se aventuró al principio continuará dictándome lo que escribo.

Yo había propuesto en primer lugar esclarecer en la reflexión, tanto como fuera posible sin desconocimiento o denegación, una situación efectiva y única, aquella en la que nos encontrábamos entonces: unos hechos, un compromiso común, una fecha, un lugar. En verdad habíamos aceptado responder a una doble proposición, a la vez filosófica y editorial, que abría ella misma, enseguida, una doble cuestión: de la lengua y de la nación. Ahora bien: si hay, en el día de hoy, otra “cuestión de la religión”, un punto de partida actual y nuevo, una reaparición inaudita de esa cosa sin edad y mundial o planetaria, se trata de la lengua, ciertamente —más precisamente del idioma, de la literalidad, de la escritura, que forman el elemento de toda revelación y de toda creencia, un elemento en última instancia irreductible e intraducible— pero de un idioma indisociable, indisociable en primer lugar del vínculo social, político, familiar, étnico, comunitario, de la nación y del pueblo: autoctonía, suelo y sangre, relación cada vez más problemática con la ciudadanía y el Estado. La lengua y la nación forman en este tiempo el cuerpo histórico de toda pasión religiosa. Al igual que este encuentro de filósofos, la edición internacional que se nos propone resulta ser en primer lugar “occidental”, confiada a continuación, es decir también confinada, a algunas lenguas europeas, las que “nosotros” hablamos aquí en Capri, en esta isla italiana: el alemán, el español, el francés, el italiano 

5. No estamos lejos de Roma, pero ya no estamos en Roma. Henos aquí por dos días, literalmente aislados, insularizados en las alturas de Capri, en la diferencia entre lo romano y lo itálico que podría simbolizar todo aquello que puede predisponer —a la separación, respecto de lo romano en general—. Pensar “religión” es pensar lo “romano”. Ello no se hará ni en Roma ni demasiado lejos fuera de Roma. Eventualidad o necesidad para traer a la memoria la historia de algo como la “religión”: todo cuanto se hace y se dice en su nombre debería guardar la memoria crítica de esta denominación. Europea, fue en primer lugar latina. He aquí, pues, un dato cuya figura al menos, como el límite, permanece contingente y significativa a la vez. Exige ser tenida en cuenta, reflexionada, tematizada, fechada. Es difícil decir Europa sin connotar: Atenas-Jerusalén-Roma-Bizancio, guerras de religión, guerra abierta por la apropiación de Jerusalén y del Monte Moria, del “Heme aquí” de Abraham o de Ibrahim ante el extremo “sacrificio” pedido, la ofrenda absoluta del hijo bien amado, la ejecución exigida o la muerte d(on)ada de la única descendencia, la repetición suspendida la víspera de toda Pasión. Ayer (sí: ayer, verdaderamente, hace apenas unos días) fue la masacre de Hebrón en la Tumba de los Patriarcas, lugar común y trinchera simbólica de las religiones llamadas abrahámicas. Nosotros representamos y hablamos cuatro lenguas diferentes, mas nuestra “cultura” común, digámoslo, es más manifiestamente cristiana; a lo sumo, judeocristiana. No hay ningún musulmán entre nosotros, por desgracia, al menos para esta discusión preliminar, en el momento en que es hacia el Islam hacia donde deberíamos quizá comenzar por volver nuestra mirada. Ni hay tampoco ningún representante de otros cultos. ¡Ninguna mujer! Deberemos tenerlo en cuenta: hablar por esos testigos mudos sin hablar por ellos, en su lugar, y sacar de esto toda suerte de consecuencias.

6. ¿Por qué es tan difícil pensar ese fenómeno, apresuradamente llamado el “retorno de las religiones”? ¿Por qué sorprende? ¿Por qué asombra en particular a los que creían ingenuamente que una alternativa oponía de un lado la Religión, del otro la Razón, las Luces, la Ciencia, la Crítica (la crítica marxista, la genealogía nietzscheana, el psicoanálisis freudiano y su herencia) como si lo uno no pudiera sino acabar con lo otro? Sería preciso, al contrario, partir de otro esquema para intentar pensar dicho “retorno de lo religioso”. ¿Se reduce éste a lo que la doxa determina confusamente como “fundamentalismo”, “integrismo”, “fanatismo”? He aquí quizá, a la medida de la urgencia histórica, una de nuestras cuestiones previas. Y entre las religiones abrahámicas, entre los “fundamentalismos” o los “integrismos” que en ellas se desarrollan universalmente, porque hoy día están funcionando en todas las religiones, ¿qué hay justamente del Islam? Más no empleemos este nombre demasiado rápidamente. Lo que precipitadamente se agrupa bajo la referencia “islámico” parece detentar hoy en día algún privilegio mundial o geopolítico a causa de la naturaleza de sus violencias físicas, de ciertas violaciones declaradas del modelo democrático y del derecho internacional (el “caso Rushdie” y el de tantos otros y el “derecho a la literatura” ), a causa de la forma arcaica y moderna a la vez de sus crímenes “en nombre de la religión”, de sus dimensiones demográficas, de sus figuras falocéntricas y teológico políticas. ¿Por qué? Será preciso discernir: el islam no es el islamismo, no hay que olvidarlo nunca, pero éste se ejerce en nombre de aquél, y ésta es la grave cuestión del nombre.

7. No hay que tratar nunca como un accidente la fuerza del nombre en lo que ocurre, se hace o se dice en nombre de la religión, aquí en nombre del islam. Además, directamente o no, lo teológico político es, como todos los conceptos adheridos a estas cuestiones —comenzando por el de democracia y el de secularización, incluso el del derecho a la literatura— no sólo europeo, sino grecocristiano, grecorromano. Estaremos así sitiados por todas las cuestiones del nombre y de aquello que “se hace en nombre de”: cuestiones del nombre “religión” de los nombres de Dios, de la pertenencia y la no pertenencia del nombre propio al sistema de la lengua, por lo tanto de su intraducibilidad, pero también de su iterabilidad (es decir, de lo que hace de él un lugar de repetibilidad, de idealización y por lo tanto, ya, de tekné, de tecnociencia, de teletecnociencia en la llamada a distancia), de su vínculo con la performatividad de la llamada en la oración (allí donde, como dice Aristóteles, ésta no es ni verdadera ni falsa), de su vínculo con aquello que, en toda performatividad, como en todo apóstrofe y en toda atestación, apela a la fe del otro y se despliega por lo tanto en una profesión de fe.

8. La luz tiene lugar. Y el día. Nunca se separará la coincidencia del rayo de sol y la inscripción topográfica: fenomenología de la religión, religión como fenomenología, enigma del Oriente, del Levante y del Mediterráneo en la geografía del (a)parecer. La luz (phos), en todas partes donde este arké manda y comienza el discurso y da la iniciativa en general (phos, phainesthai, phantasma, así pues espectro, etc.) tanto en el discurso filosófico como en el discurso de una revelación (Offenbarung) —o de la revelabilidad (Offenbarkeit)—, de una posibilidad más originaria de manifestación. Más originaria, es decir, más próxima a la fuente, a la única y misma fuente. La luz dicta en todas partes lo que aún ayer creíamos inocentemente sustraer y hasta oponer a la religión y cuyo porvenir es necesario repensar hoy día (Aufklärung, Luces, Lumières, Enlightenment, Iluminismo). No lo olvidemos: en tanto no disponía de ningún término común para “designar, señala Benveniste, ni la religión misma, ni el culto, ni el sacerdote, ni siquiera ninguno de los dioses personales”, el lenguaje indoeuropeo se reagrupaba ya en “la noción misma de ‘dios’ (deiwos), cuyo ‘sentido propio’ es ‘luminoso’ y ‘celeste’”.[i]

9. En esta misma luz y bajo el mismo cielo, nombremos en este día tres lugares: la isla, la Tierra Prometida, el desierto. Son tres lugares aporéticos: sin salida ni camino asegurado, sin ruta ni meta, sin un afuera cuyo mapa sea previsible y su programa, calculable. Estos tres lugares simbolizan nuestro horizonte, aquí y ahora. (Mas se tratará de pensar o de decir, y ello será difícil en los límites asignados, una cierta ausencia de horizonte. Paradójicamente, la ausencia de horizonte condiciona el propio porvenir. El surgir del acontecimiento debe agujerear cualquier horizonte de espera. De ahí la aprehensión de un abismo en esos lugares, por ejemplo, un desierto en el desierto, allí donde no se puede ni se debe ver venir lo que debería o podría —quizá— venir. Lo que queda por dejar venir.)

10. ¿Es una casualidad que, siendo casi todos mediterráneos de origen y cada uno de nosotros mediterráneos por una especie de querencia, hayamos sido orientados, a pesar de tantas diferencias, por una cierta fenomenología (de nuevo la luz)? Nosotros, que estamos hoy reunidos en esta isla y hemos debido escogernos o aceptarnos más o menos secretamente, ¿es una casualidad el que todos hayamos sido tentados un día, a la vez por una cierta disidencia respecto de la fenomenología husserliana y por una hermenéutica cuya disciplina debe tanto a la exégesis del texto religioso? Deber tanto más imperioso, por consiguiente: no olvidar aquello mismo, aquellos o aquellas que este contrato implícito o este “estar juntos” debe excluir. Sería preciso, fue preciso, comenzar por darles la palabra.

11. Recordemos asimismo lo que, con razón o sin ella, considero provisionalmente como una evidencia: sea cual fuere nuestra relación con la religión, con tal o cual religión, no somos ni religiosos vinculados por un sacerdocio, ni teólogos, ni representantes cualificados o competentes de la religión, ni enemigos de la religión en cuanto tal, en el sentido en que se piensa podían serlo ciertos filósofos llamados de las Luces. Sin embargo, compartimos también y por ello mismo, me parece, otra cosa, a saber —designemos ésta prudentemente—: un gusto sin reserva, si no una preferencia incondicional por aquello que, en política, se llama la democracia republicana como modelo universalizable, lo que vincula a la filosofía con la cosa pública, con la publicidad, y otra vez con la luz del día, con las Luces, con la virtud esclarecida del espacio público, emancipándola de todo poder exterior (no laico, no secular), por ejemplo, la dogmática, la ortodoxia o la autoridad religiosa (es decir, un cierto régimen de la doxa o de la creencia, lo que no quiere decir de cualquier fe). Por lo menos de forma analógica (pero volveré sobre ello más adelante) y como mínimo durante todo el tiempo y en tanto que hablamos aquí juntos, intentaremos trasponer sin duda, aquí y ahora, la actitud circunspecta y suspensiva, una cierta epojé que consiste —con o sin razón, ya que lo que está en juego es grave— en pensar la religión o hacerla aparecer “en los límites de la mera razón”.

12. Cuestión conexa: ¿qué hay de este gesto “kantiano” hoy en día? ¿A qué se parecería hoy un libro titulado, como el de Kant, La religión en los límites de la mera razón? Esta epojé da asimismo su oportunidad a un acontecimiento político, lo que ya había intentado yo sugerir en otra parte.[ii] Pertenece incluso a la historia de la democracia, especialmente cuando el discurso teológico ha debido tomar las formas de la via negativa, e incluso allí donde parece haber prescrito la comunidad recluida, la enseñanza iniciática, la jerarquía, el desierto o la insularidad esotérica.[iii]

13. Antes que la isla, y Capri no será nunca Patmos, habrá habido la Tierra Prometida. ¿Cómo improvisar y dejarse sorprender al hablar de ello? ¿Cómo no temer y cómo no temblar, ante la inmensidad abismal de este tema? La figura de la Tierra Prometida ¿no es también el vínculo esencial entre la promesa del lugar y la historicidad? Por historicidad podríamos entender hoy día más de una cosa. En primer lugar, una especificidad aguda del concepto de religión, la historia de su historia y de las genealogías entrelazadas en sus lenguas y en su nombre. Será preciso discernir: la fe no ha sido siempre y no siempre será identificable con la religión, ni con la teología. Toda sacralidad y toda santidad no son necesariamente en el sentido estricto de este término, si es que hay uno, religiosas. Nos será preciso volver sobre el devenir y la semántica de este nombre, la religión”, a través de su occidentalidad romana y a la vez, de su vínculo contraído con las revelaciones abrahámicas. Estas no son sólo acontecimientos. Acontecimientos semejantes no ocurren más que dándose como sentido el de implicar la historicidad de la historia —y lo acontecedero del acontecimiento— como tal. A diferencia de otras experiencias de la “fe”, lo “santo” lo “indemne” y lo “salvo”, lo “sagrado”, lo “divino”, a diferencia de otras estructuras que se estaría tentado de llamar por una dudosa analogía “religiones”, las revelaciones testamentaria y coránica son inseparables de una historicidad de la revelación misma. El horizonte mesiánico o escatológico delimita dicha historicidad, cierto, pero sólo por haberla abierto previamente 

14. He ahí otra dimensión histórica, otra historicidad distinta de la que evocábamos hace un instante, a no ser que esté incluida en ella. ¿Cómo tener en cuenta esta historia de la historicidad para tratar hoy en día la religión en los límites de la mera razón? ¿Cómo inscribir ahí, para ponerla al día, una historia de la razón política y tecnocientífica, pero también una historia del mal radical, de sus figuras que nunca son solamente figuras y que, he ahí todo el mal, inventan siempre un mal nuevo? La “perversión radical del corazón humano” de la que habla Kant (I, 3), sabemos ahora que no es una, ni dada de una vez por todas, como si no pudiera inaugurar más que figuras o tropos de sí misma. Tal vez podríamos preguntarnos si esto concuerda o no con la intención de Kant cuando recuerda que la Escritura “representa” el carácter histórico y temporal del mal radical, incluso si esto no es sino una “representación” (Vorstellungsart) de la que la Escritura se sirve en razón de la “debilidad” humana (I, 4); y esto incluso si Kant lucha por dar cuenta del origen racional de un mal que permanece inconcebible para la razón, afirmando simultáneamente que la interpretación de la Escritura excede las competencias de la razón y que, de todas las “religiones públicas” que hubo jamás, sólo la religión cristiana habrá sido una religión “moral” (fin de la primera Observación general). Extraña proposición, pero que es preciso tomar rigurosamente en serio en cada una de sus premisas.

15. En efecto, en opinión de Kant —lo dice expresamente—, no hay más que dos familias de religión, y en suma dos fuentes o dos matrices de la religión —y por lo tanto dos genealogías— sobre las que debemos preguntarnos aún por qué comparten un mismo nombre, propio o común: la religión de mero culto (des blossen Cultus) busca los favores de Dios” pero, en el fondo y por lo esencial, no actúa, no enseña más que la oración y el deseo. El hombre no tiene que hacerse mejor, ni siquiera por la remisión de los pecados. La religión moral (moralische) se interesa por la buena conducta en la vida (die Religion des guten Lebenswandels); manda el hacer, le subordina el saber y lo disocia de él, prescribe el hacerse mejor actuando con este fin, allí donde “el principio siguiente guarda su valor: ‘No es esencial ni por consiguiente necesario para nadie saber lo que Dios hace o ha hecho por su salvación’, sino más bien saber lo que él mismo debe hacer para tornarse digno de este auxilio”. Kant define así una “fe reflexionante” (reflektierende), es decir, un concepto cuya posibilidad bien podría abrir el espacio mismo de nuestra discusión. La fe reflexionante, al no depender esencialmente de ninguna revelación histórica y concordar así con la racionalidad de la razón pura práctica, favorece la buena voluntad más allá del saber. Se opone así a la fe dogmática” (dogmatische). Si contrasta con esta “fe dogmática” es que ésta pretende saber y por lo tanto ignora la diferencia entre fe y saber.

Ahora bien, el principio de una oposición así, por eso insisto en ello, podría no ser sólo definitorio, taxonómico o teórico; no sólo nos sirve para clasificar religiones heterogéneas bajo el mismo nombre; podría asimismo definir hoy todavía para nosotros un lugar de conflicto, si no de guerra, en el sentido kantiano. Todavía hoy, aunque sólo sea provisionalmente, podría ayudarnos a estructurar una problemática.

Estamos preparados para calibrar sin flaquear las implicaciones y las consecuencias de la tesis kantiana? Ésta parece fuerte, simple y vertiginosa: la religión cristiana sería la única religión propiamente “moral”; una misión le estaría propiamente reservada, sólo a ella: liberar una “fe reflexionante”. De ello se sigue pues necesariamente que la moralidad pura y el cristianismo son indisociables en su esencia y en su concepto. Si no hay cristianismo sin moralidad pura es que la revelación cristiana nos enseña algo esencial respecto de la idea misma de la moralidad. En consecuencia, la idea de una moral pura mas no cristiana sería absurda; sobrepasaría el entendimiento y la razón; sería una contradicción en los términos. La universalidad incondicional del imperativo categórico es evangélica. La ley moral se inscribe en el fondo de nuestros corazones como una memoria de la Pasión. Cuando se dirige a nosotros, habla el idioma del cristiano –o se calla–.

Esta tesis de Kant (que querríamos poner más tarde en relación con lo que llamaremos la mundialatinización) ¡no es también, en el núcleo de su contenido, la tesis de Nietzsche, incluso cuando éste sostiene una guerra inexpiable contra Kant? Nietzsche hubiera dicho quizá “judeocristiana”, pero el lugar que ocupa San Pablo entre sus blancos privilegiados muestra perfectamente que aquello a lo que le tenía inquina era al cristianismo, a un cierto movimiento interiorizante en el cristianismo –al que además hacía portador de la más grave responsabilidad–. Los judíos y el judaísmo europeo constituirían, en su opinión, una resistencia desesperada (al menos cuando resiste), una última protesta interna contra un cierto cristianismo.

Esta tesis sin duda dice algo de la historia del mundo, nada menos. Indiquemos todavía, muy esquemáticamente, dos de sus posibles consecuencias, y dos paradojas entre tantas otras:

1. En la definición de la “fe reflexionante” y de lo que vincula indisolublemente la idea de la moralidad pura con la revelación cristiana, Kant recurre a la lógica de un principio simple, el que citábamos hace un momento literalmente: para conducirse de forma moral es necesario en suma hacer como si Dios no existiera o no se ocupara ya de nuestra salvación. He aquí lo que es moral y por lo tanto cristiano, si un cristiano tiene el deber de ser moral: no volverse más a Dios en el momento de actuar según la buena voluntad; hacer en resumidas cuentas como si Dios nos hubiera abandonado. El concepto de “postulado” de la razón práctica, permitiendo pensar (también en teoría suspender) la existencia de Dios, la libertad o la inmortalidad del alma, la unión de la virtud y la felicidad, asegura esta disociación radical y asume, a fin de cuentas, la responsabilidad racional y filosófica, la consecuencia aquí abajo, en la experiencia, de este abandono. ¡No es éste otro modo de decir que el cristianismo no puede responder a su vocación moral y la moral a su vocación cristiana sino soportando aquí abajo, en la historia fenoménica, la muerte de Dios, más allá con mucho de las figuras de la Pasión? ¿Que el cristianismo es la muerte de Dios así anunciada y recordada por Kant a la modernidad de las Luces? El judaísmo y el islam serían quizás entonces los dos últimos monoteísmos que todavía se alzan contra todo aquello que, en la cristianización de nuestro mundo, significa la muerte de Dios, la muerte en Dios, dos monoteísmos no paganos que no admiten ni la muerte ni la multiplicidad en Dios (la Pasión, la Trinidad, etc.), dos monoteísmos todavía lo bastante ajenos al corazón de la Europa grecocristiana, pagano-cristiana, lo bastante ajenos a una Europa que significa la muerte de Dios, como para recordar a cualquier precio que ‘monoteísmo” significa tanto la fe en el Uno, y en el Uno vivo, como la creencia en un Dios único.

2. A la vista de esta lógica, de su rigor formal y de sus posibilidades, ¿no abre Heidegger otro camino? Insiste en efecto en Sein und Zeit en el carácter a la vez premoral (o pre-ético, si “ético” remite aún a ese sentido de ethos que Heidegger tiene por derivado, inadecuado y tardío) y prerreligioso de la “conciencia” (Gewissen), del ser-responsable-culpable-deudor (Schuldigsein) o de la atestación (Bezeugung) originarios. Regresaríamos así más acá de lo que une la moral a la religión, es decir, al cristianismo. Lo que en principio permite repetir la genealogía nietzscheana de la moral pero descristianizándola aun más, allí donde ello fuera necesario, desarraigando lo que le quedara de matriz cristiana. Estrategia tanto más retorcida y necesaria para Heidegger cuanto que éste no acaba nunca de emprenderla con el cristianismo o de desprenderse de él —con tanto más violencia cuanto que es demasiado tarde, quizá, para denegar ciertos motivos archicristianos de la repetición ontológica y de la analítica existencial—.

¡A qué llamamos aquí una “lógica” su “rigor formal” y sus posibilidades”? La propia ley, una necesidad que, como se ve, programa sin duda un afán infinito de superación, una inestabilidad enloquecedora entre estas “posiciones”: Éstas pueden ser ocupadas sucesiva o simultáneamente por los mismos “sujetos”. De una religión a la otra, los “fundamentalismos” y los “integrismos” hiperbolizan hoy este afán de superación. Lo exasperan en el momento en que, volveremos sobre ello más tarde, la mundialatinización (esa alianza extraña del cristianismo, como experiencia de la muerte de Dios, y el capitalismo teletecnocientífico) es a la vez hegemónica y finita, es superpoderosa y está en vías de agotamiento. Simplemente, aquellos que se comprometen en este afán de superación pueden conducirla desde todos lados, en todas las “posiciones”, a la vez o por turnos, hasta el extremo 

¡No es ésta la locura, la anacronía absoluta de nuestro tiempo, la disyunción de toda contemporaneidad consigo misma, el día velado de todo hoy 

16. Esta definición de la fe reflexionante aparece en el primero de los cuatro Parerga añadidos al final de cada parte de La religión en los límites de la mera razón. Dichos Parerga no son parte integrante del libro; “no pertenecen al adentro” de “la religión en los límites de la razón pura”; “limitan” con o se “yuxtaponen” a ella. Insisto en ello por razones teo-topológicas en cierto modo, incluso teo-arquitectónicas: estos Parerga sitúan quizás el borde en el que podríamos inscribir nuestras reflexiones en este día. Tanto más cuanto que el primer Parergon, añadido en la segunda edición, define así la tarea secundaria (parergon) que, respecto de lo que es moralmente incontestable, consistiría en despejar las dificultades concernientes a cuestiones trascendentes. Cuando se las traduce al elemento de la religión, las ideas morales pervierten la pureza de su trascendencia. Pueden hacerlo de dos maneras en dos veces, y ese cuadrado podría encuadrar hoy, siempre y cuando se vigilen las trasposiciones apropiadas, un programa de análisis para las formas del mal perpetrado en todos los rincones del mundo “en nombre de la religión” Debemos contentarnos con indicar los títulos y, en primer lugar, los criterios del mismo (natural/sobrenatural, interno/externo, luz teórica/acción práctica, de constatación/performativo): 1) la pretendida experiencia interna (de los efectos de la gracia): el fanatismo o el entusiasmo del iluminado (Schwärmerei); 2) la pretendida experiencia externa (de lo milagroso): la superstición (Aberglaube); 3) las supuestas luces del entendimiento en la consideración de lo sobrenatural (los secretos, Geheimnisse): el iluminismo, el delirio de los adeptos; 4) la arriesgada tentativa de actuar sobre lo sobrenatural (medios de obtener la gracia): la taumaturgia.

Cuando Marx considera la crítica de la religión como la premisa de toda crítica de la ideología, cuando considera la religión como la ideología por excelencia, incluso como la forma matricial de toda ideología y del movimiento mismo de fetichización, ¿se mantendría su propósito, lo haya querido o no, dentro del marco parergonal de una crítica racional semejante? O bien, lo que es más verosímil pero más difícil de demostrar, ¿deconstruye ya la axiomática fundamentalmente cristiana de Kant? Esta podría ser una de nuestras cuestiones, sin duda la más oscura, porque no es seguro que los principios mismos de la crítica marxista no apelen aún a una heterogeneidad entre fe y saber, entre justicia práctica y conocimiento. Ahora bien, esta heterogeneidad tal vez no sea irreductible en última instancia a la inspiración o al espíritu de La religión en los límites de la mera razón. Tanto más cuanto que estas figuras del mal desacreditan tanto como acreditan ese “crédito” que es el acto de fe. Excluyen tanto como explican (requieren quizá más que nunca) este recurso a la religión, al principio de la fe, aunque sólo sea al de una forma radicalmente fiduciaria de la llamada “fe reflexionante”. Y es esta mecánica, este retorno maquinal de la religión, lo que querría interrogar aquí.

17. ¿Cómo pensar entonces —en los límites de la mera razón— una religión que, sin volver a ser una “religión natural”, sea hoy efectivamente universal y que, para ello, no se atenga ya al paradigma cristiano ni al abrahámico? ¿Cómo sería el proyecto de un “libro” así? En La religión en los límites de la mera razón se trata de un Mundo que es asimismo un Antiguo-Nuevo Libro. ¿ Tiene este proyecto un sentido o una oportunidad? ¿Una oportunidad o un sentido geopolíticos? ¿ O bien la idea misma sigue siendo, en su origen y en su fin, cristiana? ¿ Y sería esto necesariamente un límite, uno de tantos? Un cristiano —pero del mismo modo un judío o un musulmán— sería alguien que cultivaría la duda respecto de este límite, respecto de la existencia de este límite o de su reductibilidad a cualquier otro límite, a la figura corriente del límite.

18. Sin olvidar estas cuestiones, podríamos apreciar en ellas dos tentaciones. En su principio esquemático, una sería “hegeliana”: ontoteología que determina el saber absoluto como verdad de la religión, en el transcurso del movimiento final descrito en las conclusiones de la Fenomenología del espíritu o de Fe y saber —que anuncia en efecto una “religión de los tiempos modernos” (Religion der neuen Zeit) fundada en el sentimiento de que “Dios mismo ha muerto”—. El “dolor infinito” todavía no es ahí más que un “momento” (rein als Moment), y el sacrificio moral de la existencia empírica no fecha sino la Pasión absoluta o el Viernes Santo especulativo (spekulativer Karfreitag). Las filosofías dogmáticas y las religiones naturales deben desaparecer, y de la mayor “dureza”, de la más dura impiedad, de la kenosis, del vacío de la más grave privación de Dios (Gottlosigkeit), debe resucitar la más serena libertad, en su más alta totalidad. Distinta de la fe, de la oración o del sacrificio, la ontoteología destruye la religión; pero aquí vemos otra paradoja: ella es quizá la que por el contrario instruye el devenir teológico y eclesial, incluso religioso, de la fe. La otra tentación (quizá hay buenas razones aún para conservar esta palabra) sería de tipo “heideggeriano” estaría más allá de esta ontoteología, allí donde ésta ignora tanto la oración como el sacrificio. Sería preciso por lo tanto dejar que se revelase una “revelabilidad” (Offenbarkeit) cuya luz (se) manifestaría más originariamente que cualquier revelación (Offenbarung). Sería preciso asimismo distinguir entre la teo-logía (discurso sobre Dios, la fe o la revelación) y la teio-logía (discurso sobre el ser divino, sobre la esencia y la divinidad de lo divino). Sería preciso despertar la experiencia indemne de lo sagrado, de lo santo o de lo salvo (heilig). Deberemos dedicar toda nuestra atención a esta cadena, partiendo de esta última palabra (heilig), de esa palabra alemana cuya historia semántica parece sin embargo resistir a la disociación rigurosa que Levinas quiere mantener entre la sacralidad natural, “pagana”, incluso grecocristiana, y la santidad[iv] de la ley (judía), antes de o bajo la religión romana. En lo referente a la cosa “romana”[v] ¿no procede Heidegger, desde Sein und Zeit, a una repetición ontológico-existencial de motivos cristianos a la vez horadados y vaciados hasta su posibilidad originaria? Una posibilidad prerromana, justamente? ¿No le había confiado a Löwith, unos años antes, en 1921, que para asumir la herencia espiritual que constituye la facticidad de su “yo soy” él debía decir: “yo soy un ‘teólogo cristiano”? Lo que no quiere decir “romano”. Volveremos sobre ello.

 19. En su forma más abstracta, la aporía en la que nos debatimos sería entonces quizás ésta: ¿es la revelabilidad (Offenbarkeit) más originaria que la revelación (Offenbarung), y por lo tanto independiente de cualquier religión? ¿Independiente en las estructuras de su experiencia y en la analítica que se relacionaría con ella? ¿No es éste el lugar de origen, al menos, de una “fe reflexionante”, si no esta fe misma? O bien, inversamente, ¿habría consistido el acontecimiento de la revelación en revelar la revelabilidad misma, y el origen de la luz, la luz originaria, la invisibilidad misma de la visibilidad? Tal vez sea esto lo que diría aquí el creyente o el teólogo, en particular el cristiano de la cristiandad originaria, de la Urchristentum en la tradición luterana a la que Heidegger reconoce deberle tanto.

20. Luz nocturna, por lo tanto, cada vez más oscura. Aceleremos el paso para terminar: con vistas a un tercer lugar que bien podría haber sido más que el archioriginario, el lugar más anárquico y anarquizable, no la isla ni la Tierra Prometida, sino un desierto –y no el de la revelación, sino un desierto en el desierto, el que hace posible, abre, horada o infinitiza al otro–. Éxtasis o existencia de la extrema abstracción. Lo que orientaría aquí “en” este desierto sin ruta y sin adentro sería de nuevo la posibilidad de una religio y de un relegere, ciertamente, pero previos al “vínculo” del religare –etimología problemática y sin duda reconstruida–, previos al vínculo entre los hombres como tales o entre el hombre y la divinidad del dios. Ello sería asimismo como la condición del “vínculo” reducido a su determinación semántica mínima: el alto del escrúpulo (religio), la continencia del pudor, también una cierta Verhaltenheit de la que habla Heidegger en los Beiträge zur Philosophie, el respeto, la responsabilidad de la repetición en el compromiso de la decisión o de la afirmación (re-legere) que se vincula a sí misma para vincularse al otro. Incluso si se lo puede llamar vínculo social, vínculo con el otro en general, dicho “vínculo” fiduciario precedería a cualquier comunidad determinada, a cualquier religión positiva, a cualquier horizonte onto-antropo-teológico. Uniría singularidades puras antes de cualquier determinación social o política, antes de cualquier intersubjetividad, antes incluso de la oposición entre lo sagrado (o lo santo) y lo profano. Así pues, esto puede parecerse a una desertificación cuyo riesgo sigue siendo innegable, mas ésta puede —por el contrario— hacer posible a la vez aquello mismo que parece amenazar. La abstracción del desierto puede dar lugar, por eso mismo, a todo aquello de lo que se sustrae. De ahí la ambigüedad o la duplicidad del rasgo [trait] o del retiro [retrait] religioso, de su abstracción o sustracción. Este retiro desértico permite entonces repetir lo que habrá dado lugar a aquello mismo en cuyo nombre se querría protestar contra dicho retiro, contra lo que se parece solamente a lo vacío y a lo indeterminado de la simple abstracción.

Puesto que es preciso decirlo todo en dos palabras, démosle dos nombres a la duplicidad de estos orígenes. Ya que aquí el origen es la duplicidad misma, la una y la otra. Nombremos estas dos fuentes, estos dos pozos o estas dos pistas aún invisibles en el desierto. Prestémosles dos nombres todavía “históricos”, allí donde un cierto concepto de historia se hace él mismo inapropiado. Para hacerlo, refirámonos —provisionalmente, insisto en ello con fines pedagógicos o retóricos—, por una parte a lo “mesiánico”, por otra parte a la kora, como ya intenté hacerlo más minuciosamente, más pacientemente y, espero, más rigurosamente, en otra parte.[vi] 

21. Primer nombre: lo mesiánico, o la mesianicidad sin mesianismo. Sería la apertura al porvenir o a la venida del otro como advenimiento de la justicia, pero sin horizonte de espera y sin prefiguración profética. La venida del otro no puede surgir como un acontecimiento singular más que allí donde ninguna anticipación ve venir, allí donde el otro y la muerte —y el mal radical— pueden sorprender en todo momento. Posibilidades que a la vez abren y pueden siempre interrumpir la historia, o al menos el curso ordinario de la historia. Mas ese curso ordinario es el del que hablan los filósofos, los historiadores, y con frecuencia también los (teóricos) clásicos de la revolución. Interrumpir o desgarrar la propia historia, hacerla decidiendo en ella con una decisión que puede consistir en dejar venir al otro y en tomar la forma aparentemente pasiva de una decisión del otro: allí mismo donde ella aparece en sí, en mí, la decisión es además siempre la del otro, lo que no me exonera de ninguna responsabilidad. Lo mesiánico se expone a la sorpresa absoluta y, aun cuando ello ocurre siempre bajo la forma fenoménica de la paz o de la justicia, debe, exponiéndose también abstractamente, esperarse (esperar sin esperarse) tanto lo mejor como lo peor, no yendo nunca lo uno sin la posibilidad abierta de lo otro. Se trata aquí de una “estructura general de la experiencia”. Esta dimensión mesiánica no depende de ningún mesianismo, no sigue ninguna revelación determinada, no pertenece propiamente a ninguna religión abrahámica (incluso si debo continuar aquí, “entre nosotros”, por razones esenciales de lengua y de lugar, de cultura, de retórica provisional y de estrategia histórica de las que hablaré más adelante, dándoles nombres marcados por las religiones abrahámicas).

22. Un invencible deseo de justicia se vincula a esta espera, la cual, por definición, no está ni debe estar asegurada por nada, por ningún saber, ninguna conciencia, ninguna previsibilidad, ningún programa en cuanto tales. La mesianicidad abstracta pertenece desde un principio a la experiencia de la fe, del creer o de un crédito irreductible al saber y de una fiabilidad que “funda” toda relación con el otro en el testimonio. Esta justicia, que yo distingo del derecho, es la única que permite esperar, más allá de los “mesianismos”, una cultura universalizable de las singularidades, una cultura en la que la posibilidad abstracta de la imposible traducción pueda no obstante anunciarse. Ella se inscribe de antemano en la promesa, en el acto de fe o en la llamada a la fe que habita todo acto de lenguaje y todo apóstrofe al otro. La cultura universalizable de esta fe, y no de otra o antes de cualquier otra, es la única que permite un discurso “racional” y universal respecto de la “religión”. Esta mesianicidad despojada de todo, como debe ser, esta fe sin dogma que se aventura en el riesgo de la noche absoluta, no podrá ser con-tenida en ninguna oposición recibida de nuestra tradición, como por ejemplo la oposición entre razón y mística. Ella se anuncia en todas partes donde, reflexionando sin doblegarse, un análisis puramente racional hace aparecer esta paradoja, a saber, que el fundamento de la ley —la ley de la ley, la institución de la institución, el origen de la constitución— es un acontecimiento “performativo” que no puede pertenecer al conjunto que él funda, inaugura o justifica. Tal acontecimiento es injustificable en la lógica de lo que él habrá abierto. Es la decisión del otro en lo indecidible. A partir de entonces, la razón debe reconocer ahí lo que Montaigne y Pascal llaman un irrecusable fundamento místico de la autoridad”. Lo místico así entendido alía la creencia o el crédito, lo fiduciario o lo fiable, lo secreto (lo que significa aquí “místico”) con el fundamento, el saber, diremos más adelante también con la ciencia como “hacer”, como teoría, práctica y práctica teórica, es decir, con una fe, con la performatividad y el rendimiento tecnocientífico o teletecnológico. Allí donde este fundamento funda desfondándose, allí donde se sustrae bajo el suelo de lo que funda, en el instante en que, perdiéndose así en el desierto, pierde hasta la huella de sí mismo y la memoria de un secreto, la “religión” no puede sino comenzar y re-comenzar: casi automáticamente, mecánicamente, maquinalmente, espontáneamente. Espontáneamente, es decir, como indica la palabra, a la vez como el origen de lo que cae por su propio peso, sponte sua, y con la automaticidad de lo maquinal. Para bien y para mal, sin ninguna seguridad ni horizonte antropo-teológico. Sin ese desierto en el desierto no habría ni acto de fe, ni promesa, ni porvenir, ni espera sin espera de la muerte y del otro, ni relación con la singularidad del otro. La eventualidad de ese desierto en el desierto (como de lo que se parece a la vía negativa, hasta confundirse con ella, pero sin reducirse a ella, que se abre paso ahí desde una tradición greco-judeo-cristiana) es que si se desarraiga la tradición que la conlleva, si se la ateologiza, esa abstracción libera, sin denegar la fe, una racionalidad universal y la democracia política que le es indisociable.

23. El segundo nombre (o ante primer pre-nombre) sería kora, tal como la designa Platón en el Timeo[vii] sin poder reapropiarla en una autointerpretación consistente. Desde el interior abierto de un corpus, de un sistema, de una lengua o de una cultura, kora situaría el espaciamiento abstracto, el lugar mismo, el lugar de exterioridad absoluta, pero también el lugar de una bifurcación entre dos aproximaciones del desierto. Bifurcación entre una tradición de la vía negativa” que, a pesar de o dentro de su acta de nacimiento cristiano, hace concordar su posibilidad con una tradición griega —platónica o plotínica— que se prosigue hasta Heidegger y más allá: el pensamiento de aquello que (es/está) más allá del ser (epekeina tes ousias). Esta hibridación greco-abrahámica sigue siendo antropo-teológica. En las figuras que le conocemos, en su cultura y en su historia, su “idioma” no es universalizable. Habla solamente en los confines o a la vista del desierto oriental-medio, en la fuente de las revelaciones monoteístas y de Grecia. Es ahí donde podemos intentar determinar el lugar en el que, en esta isla, “nosotros” hoy estamos e insistimos. Si insistimos (es preciso y todavía durante algún tiempo) en los nombres que nos han sido dados en herencia, es porque, a la vista de este lugar limítrofe, una nueva guerra de religiones vuelve a desplegarse como nunca hasta ahora, y ello es un acontecimiento a la vez interior y exterior. Ella inscribe su turbulencia sísmica en plena mundialidad fiduciaria de lo tecnocientífico, lo económico, lo político y lo jurídico. Pone ahí en juego sus conceptos de lo político y del derecho internacional, de la nacionalidad, de la subjetividad ciudadana, de la soberanía estatal. Estos conceptos hegemónicos tienden a reinar sobre un mundo, pero sólo desde su finitud: la tensión creciente de su poder así como su perfectibilidad no son incompatibles, sino todo lo contrario, con su precariedad. La una no va nunca sin remitir a la otra.

24. No se comprenderá la oleada “islámica” no se le dará respuesta, si no se interrogan a la vez el adentro y el afuera de ese lugar limítrofe: si nos contentamos con una explicación interna (interior a la historia de la fe, de la religión, de las lenguas o de las culturas en cuanto tales), si no determinamos el lugar de paso entre esa interioridad y todas las dimensiones aparentemente exteriores (tecnocientíficas, telebiotecnológicas, es decir también, políticas y socioeconómicas, etc.).

Al tiempo que se interroga la tradición ontoteológico-política que entrecruza la filosofía griega con las revelaciones abrahámicas, quizá sería preciso hacer la prueba de lo que todavía se resiste a ello, de lo que habrá resistido siempre, desde el interior o como desde una exterioridad que se afana y resiste desde dentro. Kora, la “prueba de kora”,[viii] sería, al menos según la interpretación que he creído poder intentar hacer de ella, el nombre de lugar, un nombre de lugar, y bastante singular, para ese espaciamiento que, no dejándose dominar por ninguna instancia teológica, ontológica o antropológica, sin edad, sin historia y más “antiguo” que todas las oposiciones (por ejemplo, sensible/inteligible), ni siquiera se anuncia como “más allá del ser” según una vía negativa. Así que kora permanece absolutamente impasible y heterogénea a todos los procesos de revelación histórica o de experiencia antropoteológica que no obstante suponen su abstracción. Nunca habrá tomado los hábitos y nunca se dejará sacralizar, santificar, humanizar, teologizar, cultivar, historializar.

Radicalmente heterogénea a lo sano y a lo salvo, a lo santo y a lo sagrado, nunca se deja indemnizar. Esto mismo no puede decirse en presente porque kora nunca se presenta como tal. Ella no es ni el Ser, ni el Bien, ni Dios, ni el Hombre, ni la Historia. Siempre se les resistirá, siempre habrá sido (y ningún futuro anterior, siquiera, habrá podido reapropiar, hacer doblegarse o reflexionar una kora sin fe ni ley) el lugar mismo de una resistencia infinita, de una restancia infinitamente impasible: un cualquier/radicalmente otro sin rostro.

25. Kora no es nada (ningún ente ni nada de presente), mas no la Nada que en la angustia del Dasein abriría aún a la cuestión del ser. Este nombre griego dice en nuestra memoria aquello que no es reapropiable, ni por nuestra memoria, ni siquiera por nuestra memoria “griega”; dice eso inmemorial de un desierto en el desierto para el que no es ni umbral ni duelo. Por eso mismo, sigue estando abierta la cuestión de saber si se puede pensar ese desierto y dejarlo anunciarse antes” del desierto que conocemos (el de las revelaciones y los retiros, de las vidas y muertes de Dios, de todas las figuras de la kenosis o de la trascendencia, de la religio o de las “religiones” históricas); o si, “por el contrario”, es “desde” ese último desierto desde donde aprehendemos el ante-primero, lo que yo llamo el desierto en el desierto. La oscilación indecisa, esa continencia (epojé o Verhaltenheit) de la que ya se trató más arriba (entre revelación y revelabilidad, Offenbarung y Offenbarkeit, entre acontecimiento y posibilidad o virtualidad del acontecimiento) ¿no es necesario respetarla en sí misma? El respeto de esta indecisión singular o de esta rivalidad hiperbólica entre dos originariedades, entre dos fuentes, entre, digamos para abreviar, el orden de lo “revelado” y el orden de lo “revelable”, ¿no es a la vez la eventualidad de toda decisión responsable y de otra “fe reflexionante”, de una nueva “tolerancia”?

26. Supongamos que, estando de acuerdo “entre nosotros”, también estemos aquí a favor de la “tolerancia” aun cuando no se nos haya encargado la misión de promoverla, practicarla o fundamentarla. Estaríamos aquí para intentar pensar lo que una “tolerancia” podría ser en adelante. Pongo entre comillas esta última palabra para abstraerla y sustraerla de sus orígenes. Y por lo tanto para anunciar, a través de ella, a través del espesor de su historia, una posibilidad que no sea solamente cristiana, ya que el concepto de tolerancia, stricto sensu, pertenece en primer lugar a una especie de domesticidad cristiana. Es literalmente, quiero decir, con este nombre, un secreto de la comunidad cristiana. Fue impreso, emitido y puesto en circulación en nombre de la fe cristiana y no podría existir sin relación con la ascendencia, también cristiana, de lo que Kant llama la “fe, reflexionante” —y la moralidad pura como cosa cristiana—. La lección de tolerancia fue en primer lugar una lección ejemplar que el cristiano pensaba poder dar él solo al mundo, incluso si debía con frecuencia aprender a escucharla él mismo. A este respecto, al igual que la Aufklärung, las Luces fueron de esencia cristiana. El Diccionario Filosófico de Voltaire, cuando trata de la tolerancia, reserva a la religión cristiana un doble privilegio. Por una parte, ésta es ejemplarmente tolerante, ciertamente enseña la tolerancia mejor que cualquier otra religión, antes que cualquier otra religión. En suma, un poco al modo de Kant, sí, Voltaire parece pensar que el cristianismo es la única religión “moral”; porque es la primera que debe y puede dar ejemplo. De ahí la ingenuidad, a veces la necedad, de los que hacen de Voltaire su eslogan y se alistan bajo su bandera en el combate de la modernidad crítica y, lo que es más grave, de su porvenir—. Porque, por otra parte, esa lección volteriana estuvo en un primer momento destinada a los cristianos, “los más intolerantes de todos los hombres”.[ix] Cuando Voltaire acusa a la religión cristiana y a la Iglesia, invoca la lección del cristianismo originario, “los tiempos de los primeros cristianos”; Jesús y los apóstoles, traicionados por “la religión católica, apostólica y romana”. Esta es “en todas sus ceremonias y en todos sus dogmas, lo opuesto a la religión de Jesús “.[x]

Con la experiencia del “desierto en el desierto” concordaría otra “tolerancia” que respetaría la distancia de la alteridad infinita como singularidad. Y este respeto sería aún religio, religio como escrúpulo o continencia, distancia, disociación, disyunción, desde el umbral de toda religión como vínculo de la repetición consigo misma, desde el umbral de todo vínculo social o comunitario.[xi

Antes y después del logos, que fue en el comienzo, antes y después del Santo Sacramento, antes y después de las Sagradas Escrituras

POST SCRIPTUM

Criptas...

27. [...] ¿La religión? Aquí y ahora, en este día, si se debiera aún hablar de ella, de la religión, quizá se debería intentar pensarla en sí misma o consagrarse a ella. Sin duda, mas intentar ante todo decirla y pronunciarse a este respecto con el rigor requerido, es decir, con la continencia, el pudor, el respeto o el fervor, en una palabra, el escrúpulo (religio) que exige al menos, aquello que es o pretende ser, en su esencia, una religión. Como su nombre indica (cabe así concluir de ello), sería preciso por lo tanto, ya, hablar de esta esencia con alguna religiosidad. Para no introducir en ella nada extraño, dejándola así ser lo que es, intacta, a salvo, indemne. Indemne en la experiencia de lo indemne que ella habrá querido ser. Lo indemne,[xii] ¿no es aquello mismo de lo que se ocupa la religión?

En absoluto, al contrario, dirá alguien. No se hablaría de ella si se hablara en su nombre, si nos contentáramos con reflexionar/reflejar la religión, especular, religiosamente. Por otra parte, diría otro, o el mismo, romper con ella, aunque sólo fuera para suspender un instante la pertenencia religiosa, ¿no es el recurso mismo, desde siempre, de la fe más auténtica o de la sacralidad más originaria? Sería preciso en todo caso tener en cuenta, de forma, si es posible, arreligiosa, incluso irreligiosa, tanto lo que puede ser presentemente la religión como lo que se dice y se hace, lo que ocurre en este mismo momento, en el mundo, en la historia, en su nombre; allí donde la religión ya no puede reflexionar ni a veces asumir o llevar su nombre. Y no se debería decir ligeramente, como de pasada, “en este día”, “en este mismo momento”, y “en el mundo”, “en la historia”, olvidando aquello que ocurre ahí, y que se nos (re)aparece o nos sorprende todavía con el nombre de religión, incluso en nombre de la religión. Lo que nos ocurre ahí concierne justamente a la experiencia y la interpretación radical de lo que todas estas palabras se supone quieren decir: la unidad de un “mundo” y de un “ser-en-el-mundo”, el concepto de mundo o de historia en su tradición occidental (cristiana o grecocristiana, hasta Kant, Hegel, Husserl, Heidegger), y asimismo del día y del presente. (Mucho más tarde, deberíamos terminar comparando estos dos motivos, tan enigmáticos el uno como el otro: la presencia indemne del presente por un lado, y el creer de la creencia, por el otro; o aun: lo sacro-santo, lo sano y salvo por un lado, y la fe, la fiabilidad o el crédito por el otro.) Las nuevas “guerras de religión”, al igual que otras no hace mucho tiempo, se desencadenan sobre la tierra humana (que no es el mundo) y luchan incluso hoy día por controlar el cielo con exactitud*: sistema digital y visualización panóptica virtualmente inmediata, “espacio aéreo”, satélites de telecomunicación, autopistas de la información, concentración de poderes capitalístico-mediáticos; en tres palabras: cultura digital, avión a reacción y TV, sin los que no hay hoy en día ninguna manifestación religiosa, por ejemplo, ningún viaje ni ninguna alocución del Papa, ninguna difusión organizada de los cultos judío, cristiano o musulmán, sean o no “fundamentalistas”.[xiii] Al hacer esto, las guerras de religión ciberespacializadas o ciberespaciadas no ponen en juego sino esta determinación del “mundo”, de la “historia”, del “día” y del “presente”. Lo que está en juego puede ciertamente quedar implícito, insuficientemente tematizado, mal articulado. Puede asimismo, por otra parte, “reprimiéndolas”, disimular o desplazar muchas otras cosas en juego. Es decir, inscribirlas, como es siempre el caso en la tópica de la represión, en otros lugares o en otros sistemas; lo que nunca deja de acompañarse de síntomas o fantasías, espectros (phantasmata) que hay que interrogar. En los dos casos y según las dos lógicas, deberíamos a la vez tener en cuenta en su mayor radicalidad todo aquello que declaradamente está en juego y preguntarnos lo que virtualmente puede encriptar, hasta su raíz misma, la profundidad de dicha radicalidad. Lo que declaradamente está en juego parece ya sin límite: ¿qué son el “mundo”, el “día”, el “presente” (por lo tanto, toda la historia, la tierra, la humanidad del hombre, los derechos del hombre, los derechos del hombre y de la mujer, la organización política y cultural de la sociedad, la diferencia entre el hombre, el dios y el animal; la fenomenalidad del día, el valor o la “indemnidad” de la vida, el derecho a la vida, el tratamiento de la muerte, etc.)? ¿Qué es el presente?; es decir: ¿qué es la historia?, ¿el tiempo?, ¿el ser?, ¿el ser en su mansión (es decir indemne, salvo, sagrado, santo, heilig, holy? ¿Qué hay de la santidad o de la sacralidad? ¿Son o no son la misma cosa? ¿Qué hay de la divinidad de Dios? ¿Cuántos sentidos se le puede dar a theion? ¿Es ésta una buena forma de plantear la cuestión?

28. ¿La religión? ¿Artículo definido en singular? Quizá, quizá (ello deberá permanecer siempre posible) hay otra cosa, por supuesto, y otros intereses (económicos, político-militares, etc.) detrás de las nuevas “guerras de religión”, detrás de lo que se presenta bajo el nombre de religión, más allá de lo que se defiende o ataca en su nombre, y mata, se mata o se mata entre sí, y para ello invoca lo que declaradamente está en juego. Dicho de otro modo, nombra la indemnidad a la luz del día. Pero inversamente, si lo que nos ocurre así, como decíamos, toma con frecuencia (no siempre) las figuras del mal y de lo peor en las formas inéditas de una atroz “guerra de religiones”, ésta a su vez no dice siempre su nombre. Porque no es seguro que, al lado de o frente a los crímenes más espectaculares y más bárbaros de ciertos “integrismos” (del presente o del pasado), otras fuerzas armadas hasta los dientes no lleven adelante también “guerras de religión” inconfesadas. Las guerras o las “intervenciones” militares conducidas por el Occidente judeocristiano en nombre de las mejores causas (el derecho internacional, la democracia; la soberanía de los pueblos, las naciones o los Estados; incluso imperativos humanitarios), ¿no son también ellas, en cierto modo, guerras de religión? La hipótesis no sería necesariamente infamante, ni siquiera muy original, salvo para quienes se apresuran a creer que esas causas justas son no sólo seculares sino puras de toda religiosidad. Para determinar una guerra de religión como tal sería preciso estar seguros de poder delimitar lo religioso. Sería preciso estar seguros de poder distinguir todos los predicados de lo religioso (y veremos que no es fácil; al menos hay dos familias, dos matrices o fuentes que se cruzan, se injertan, se contaminan sin confundirse jamás; y para que las cosas no vayan a ser demasiado simples, una de las dos es justamente la pulsión de lo indemne, de aquello que permanece alérgico a la contaminación, salvo por sí mismo, autoinmunemente). Sería preciso disociar los rasgos esenciales de lo religioso como tal de aquellos otros que, por ejemplo, fundan los conceptos de lo ético, lo jurídico, lo político o lo económico. Ahora bien, nada es más problemático que una disociación semejante. Los conceptos fundamentales que con frecuencia nos permiten aislar o pretender aislar lo político, para limitarnos a esta circunscripción, siguen siendo religiosos o en todo caso teológico-políticos. Un solo ejemplo. En una de las tentativas más rigurosas de aislar en su pureza la esfera de lo político (en particular, para separarla de lo económico y de lo religioso), con el fin de identificar lo político y el enemigo político en las guerras de religión, como las cruzadas, Carl Schmitt debía admitir que las categorías en apariencia más puramente políticas a las que había recurrido eran el producto de una secularización o de una herencia teológico-política. Y cuando denunciaba la “despolitización” en curso o el proceso de neutralización de lo político, lo hacía explícitamente en relación con un derecho europeo que, en su opinión, seguía siendo sin duda indisociable de “nuestro” pensamiento de lo político.[xiv] Suponiendo incluso que se aceptasen estas premisas, las formas inéditas de las actuales guerras de religión podrían implicar asimismo impugnaciones radicales de nuestro proyecto de delimitación de lo político. Ellas serían entonces una respuesta a lo que nuestra idea de la democracia, por ejemplo, con todos sus conceptos jurídicos, éticos y políticos asociados (el Estado soberano, el sujeto-ciudadano, el espacio público y el espacio privado, etc.), tiene aún de religioso, heredera en verdad de una matriz religiosa determinada.

En adelante, a pesar de las urgencias éticas y políticas que no dejarían esperar la respuesta, no consideraremos, pues, una reflexión sobre el nombre latino de “religión” como un ejercicio escolar, un aperitivo filológico o un lujo etimológico, en suma, como una coartada destinada a suspender el juicio o la decisión; si acaso, podría considerarse como otra epojé 

29. ¿La religión? Respuesta: “La religión es la respuesta”. ¿Acaso no es esto lo que sería preciso comprometerse a responder para comenzar? Asimismo es preciso saber, bien es verdad, lo que quieren decir tanto responder como responsabilidad. Y además es preciso saberlo bien —y creerlo—. No hay respuesta, en efecto, sin principio de responsabilidad: es preciso responder al otro, ante el otro, y de sí. No hay responsabilidad sin profesión de fe, sin compromiso, sin juramento, sin algún sacramentum o jus jurandum. Antes incluso de considerar la historia semántica del testimonio, del juramento, de la profesión de fe (genealogía e interpretación indispensables para quien quisiera pensar la religión según sus formas propias o secularizadas), antes incluso de recordar que cierto “yo prometo la verdad” y cierto “yo me comprometo a ello ante el otro desde que me dirijo a él, aunque no sea más que y sobre todo para perjurar” están obrando siempre, es preciso dejar constancia de que ya hablamos latín. Lo señalamos para recordar que hoy en día el mundo habla latín (la mayoría de las veces a través del angloamericano) cuando se escuda en el nombre de religión. El empeño de una promesa juramentada, presupuesto en el origen de todo apóstrofe, venido del otro mismo a su atención, al poner en seguida a Dios por testigo, no puede, por así decirlo, no haber engendrado ya a Dios casi maquinalmente. Ineluctable a priori, un descenso de Dios ex machina pondría en escena una máquina trascendental del apóstrofe. Habríamos comenzado así por establecer, retrospectivamente, el derecho de primogenitura absoluta de un Uno que no ha nacido. Ya que poniendo a Dios por testigo, incluso cuando no es nombrado en la promesa del compromiso más “laico”, el juramento no puede sino producirlo, invocarlo o convocarlo como estando ya ahí, siendo por lo tanto inengendrado e inengendrable, antes del ser mismo: improductible. Y estando ausente de su lugar. Producción y reproducción de lo improductible ausente de su lugar. Todo comienza por la presencia de esa ausencia. Las “muertes de Dios”, antes del cristianismo, en él y más allá de él, no son sino sus figuras o peripecias. Lo inengendrable así re-engendrado es el lugar vacío. Sin Dios no hay ningún testigo absoluto. Ningún testigo absoluto que se ponga por testigo en el testimonio. Mas con Dios, un Dios presente, con la existencia de un tercero (terstis, testis) absoluto, cualquier atestación se hace superflua, insignificante o secundaria. La atestación, es decir, también el testamento. En el incontenible poner por testigo, Dios seguiría siendo entonces un nombre del testigo, sería llamado como testigo, y así nombrado, incluso si a veces lo nombrado con este nombre permanece impronunciable, indeterminable, en resumidas cuentas, innombrable en su propio nombre; incluso si debe permanecer ausente, inexistente, y sobre todo, en todos los sentidos de esta palabra, improductible. Dios: el testigo en tanto que “nombrable-innombrable”, testigo presente-ausente de todo juramento o de todo compromiso posibles. Suponiendo, concesso non dato, que la religión tenga la más mínima relación con lo que nombramos Dios, ésta pertenecería no sólo a la historia general de la nominación, sino, más estrictamente aquí, bajo el nombre de religio, a una historia del sacramentum y del testimonium. Sería esta historia, se confundiría con ella. En el barco que nos conducía de Nápoles a Capri, yo me decía que comenzaría por recordar esta especie de evidencia demasiado luminosa, pero no me he atrevido. Asimismo me decía en privado que nos cegaríamos con el llamado fenómeno “de la religión” o del “retorno de lo religioso” hoy en día, si continuaban oponiéndose tan inocentemente la Razón y la Religión, la Crítica o la Ciencia y la Religión, la Modernidad tecnocientífica y la Religión. Suponiendo que se trate de comprender, ¿se comprenderá algo de “lo-que-pasa-hoy-día-en-el-mundo-con-la-religión” (¿y por qué “en el mundo”? ¿Qué es el “mundo”? ¿Qué es esta presuposición?, etc.), si se continúa creyendo en esa oposición, incluso en esa incompatibilidad, es decir, si se permanece en una cierta tradición de las Luces, una solamente de las múltiples Luces de los tres últimos siglos (no de una Aufklärung cuya fuerza crítica está profundamente enraizada en la Reforma), esa luz de las Luces, la que atraviesa como un rayo, uno solo, una cierta vigilancia crítica y antirreligiosa, anti-judeo-cristiano-islámica, una cierta filiación “Voltaire-Feuerbach-Marx-Nietzsche-Freud- (e incluso) Heidegger”? Más allá de esta oposición y de su herencia determinada (por otra parte tan bien representada en el otro bando, el de la autoridad religiosa), tal vez podríamos intentar “comprender” hasta qué punto el desarrollo imperturbable e interminable de la razón crítica y tecnocientífica, lejos de oponerse a la religión, la porta, la soporta y la supone. Sería preciso demostrar, lo cual no será sencillo, que la religión y la razón tienen la misma fuente. (Asociamos aquí la razón a la filosofía y a la ciencia en tanto que tecnociencia, en tanto que historia crítica de la producción del saber, del saber como producción, saber-hacer e intervención a distancia, teletecnociencia siempre performante y performativa por esencia, etc.) Religión y razón se desarrollan juntas, a partir de este recurso común: el compromiso testimonial de todo performativo, que incita a responder tanto ante el otro como de la performatividad performante de la tecnociencia. La misma fuente única se divide maquinalmente, automáticamente, y se opone reactivamente a sí misma: de ahí las dos fuentes en una. Dicha reactividad es un proceso de indemnización sacrificial, intenta restaurar lo indemne (heilig) que ella misma amenaza. Y es asimismo la posibilidad del dos, del n + 1, la misma posibilidad que la del deus ex machina testimonial. En cuanto a la respuesta, ésta es “o bien..., o bien...”. O bien apostrofaría al otro absoluto en cuanto tal, con un apostrofar oído, escuchado, respetado en la fidelidad y la responsabilidad; o bien replica, contesta, compensa y se indemniza en la guerra del resentimiento y la reactividad. Una de las dos respuestas debe siempre poder contaminar a la otra. Jamás se probará que es una o la otra, nunca en un acto de juicio determinante, teórico o cognitivo. Ese puede ser el lugar y la responsabilidad de lo que se llama la creencia, la fiabilidad o la fidelidad, lo fiduciario, la “fianza” en general, la instancia de la fe

30. Mas he aquí que ya hablamos Latín. Para el encuentro de Capri, el “tema” que creía que debía proponer, la religión, fue nombrado en latín, no lo olvidemos nunca. Ahora bien, la “cuestión de la religio”, ¿no se confunde simplemente, por así decirlo, con la cuestión del latín? Lo cual, más allá de una “cuestión de lengua y cultura”, convendría entender como el extraño fenómeno de la latinidad y su mundialización. No hablamos aquí de universalidad, ni siquiera de una idea de la universalidad, sino sólo de un proceso de universalización finito aunque enigmático. Raramente se lo interroga en su alcance geopolítico y ético-jurídico, allí donde precisamente un poder semejante se encuentra relevado, desplegado, reactivado en su herencia paradójica por la hegemonía mundial y aún irresistible de una “lengua”, es decir, también de una cultura en parte no latina: la angloamericana. Para todo aquello que toca en particular a la religión, habla (de) “religión”, sostiene un discurso religioso o sobre la religión, el/lo angloamericano sigue siendo latín/latino. Se puede decir que religión circula en el mundo como una palabra inglesa que habría hecho una parada en Roma y un desvío por los Estados Unidos. Bastante más allá de sus figuras estrictamente capitalísticas o político-militares, está en curso una apropiación hiperimperialista desde hace siglos. Se impone de forma particularmente notable en el aparato conceptual del derecho internacional y de la retórica política mundial. Allí donde domina dicho dispositivo, éste se articula con un discurso sobre la religión. Desde ese momento se denomina “religiones” tranquilamente (y violentamente) hoy en día a muchas cosas que siempre han sido y siguen siendo ajenas a lo que esta palabra nombra y registra en su historia. La misma observación se impondría para tantas otras palabras, para todo el “vocabulario religioso”, comenzando por “culto”, “fe”, creencia”, “sagrado”, “santo”, “salvo”, “indemne” (heilig, holy, etc.). Pero por contagio ineluctable, ninguna célula semántica puede permanecer ajena, ya no me atrevo a decir “sana y salva”, “indemne”, en este proceso aparentemente sin borde. Mundialatinización (esencialmente cristiana, por supuesto): esta palabra nombra un acontecimiento único para el que parece inaccesible un metalenguaje, aunque siga siendo aquí, sin embargo, de primera necesidad. Porque esta mundialización, al mismo tiempo que ya no percibimos sus límites, sabemos que es finita y solamente en proyecto. Se trata de una latinización y, más que de una mundialidad, de una mundialización sin aliento, por muy irrecusable e imperial que siga siendo. ¿Qué pensar de esta falta de aliento? No sabemos que le aguarde o que le sea guardado un porvenir, y por definición no podemos saberlo. Pero sobre el fondo de este no saber, esta falta de aliento alienta hoy en día el éter del mundo. Algunos respiran en él mejor que otros. Hay quien se ahoga. La guerra de las religiones se despliega ahí en su elemento, pero también bajo una capa de protección que amenaza con estallar. La coextensividad de las dos cuestiones (la religión y la latinización mundializante) da su dimensión a aquello que por consiguiente no podría dejarse reducir a una cuestión de lengua, de cultura, de semántica y, sin duda, ni siquiera de antropología o de historia. ¿Y si religio permaneciera intraducible? No hay ninguna religio sin sacramentum, sin alianza ni promesa de testimoniar en verdad de la verdad, es decir, de decirla, la verdad: es decir, para empezar, no hay religión sin promesa de mantener la promesa de decir la verdad prometiendo decirla, de mantener la promesa de decir la verdad — ¡de haberla dicho ya!— en el acto mismo de la promesa. De haberla dicho ya, la veritas, en latín, y por lo tanto de considerar que ya está dicha. El acontecimiento que vendrá ya se ha producido. La promesa se promete, ya se ha prometido; he ahí la profesión de fe y por lo tanto la respuesta. La religio comenzaría aquí.

31. ¿Y si religio permaneciera intraducible? ¿Y si esta cuestión, y a fortiori la respuesta que requiere, nos inscribiera ya en un idioma cuya traducción sigue siendo problemática? ¿Qué es responder? Es jurar —la fe: respondere, antworten, answer, swear (swaran): “frente al gót. swaran [que ha dado schwören, beschwören, ‘jurer’, ‘conjurer’, ‘adjurer’, ‘jurar’, ‘conjurar’, ‘adjurar’, etc.]: ‘jurar, pronunciar palabras solemnes’: es casi literalmente re-spondere”-.[xv]

“Casi literalmente...”, dice. Como siempre, el recurso al saber es la tentación misma. Saber es la tentación, pero en un sentido un poco más singular de lo que creemos cuando nos referimos habitualmente (habitualmente, al menos) al Maligno o a algún pecado original. La tentación de saber, la tentación del saber, es creer saber no sólo lo que se sabe (lo que no sería muy grave), sino lo que es el saber, y que se ha liberado, estructuralmente, del creer o de la fe –de lo fiduciario o de la fiabilidad–. La tentación de creer en el saber, aquí por ejemplo en la preciosa autoridad de Benveniste, no podría no acompañarse de cierto temor y temblor. ¿Ante qué? Ante una ciencia reconocida, sin duda, y legítima y respetable, pero también ante la firmeza con la que, escudándose sin temblar en esta autoridad, Benveniste (por ejemplo) blande el afilado cuchillo de la distinción que se da por segura. Por ejemplo, entre el sentido propio y su otro, entre el sentido literal y su otro, como si justamente aquello mismo de lo que se trata aquí (por ejemplo, la respuesta, la responsabilidad o la religión, etc.) no naciera, de forma casi automática, maquinal o mecánica, de la vacilación, de la indecisión y de los márgenes entre los dos términos así asegurados. Escrúpulo, vacilación, indecisión, continencia (por lo tanto, pudor, respeto, alto ante aquello que debe permanecer sagrado, santo o salvo: indemne, inmune); todo eso es también lo que quiere decir religio. Es incluso el sentido que Benveniste cree deber retener en referencia a los “empleos propios y constantes” de la palabra en la época clásica.[xvi] Citemos no obstante esta página de Benveniste subrayando en ella las palabras “propio”, “literalmente”, un “casi literalmente” que deja pensativo y, finalmente, lo que alude a lo “desaparecido” y a lo “esencial” que “permanece”. Los lugares que subrayamos sitúan, a nuestro juicio, los abismos en los que un gran sabio se adentra con paso tranquilo, como si supiera de lo que habla, pero también confesando que en el fondo no sabe de ello gran cosa. Y esto ocurre, se ve perfectamente, en la derivación enigmática del latín, en la “pre-historia del griego y del latín”. Esto ocurre en aquello que ya no podemos aislar como un vocabulario religioso, a saber, en la relación del derecho con la religión, en la experiencia de la promesa o de la ofrenda indemnizante, de una palabra que implique un futuro en presente, mas con respecto a un acontecimiento pasado: “Te prometo que ha llegado”. ¿Qué ha llegado? ¿Quién en este caso? Un hijo, el tuyo. Valga como ejemplo. Toda la religión:

Con spondeo es preciso considerar re-spondeo. El sentido propio de respondeo y la relación con spondeo provienen literalmente de un diálogo de Plauto (Captiui, 899). El parásito Ergásilo le trae a Hegión una buena noticia: su hijo, desaparecido desde hacía mucho tiempo, va a volver. Hegión promete a Ergásilo alimentarlo todos los días, si dice la verdad. Y éste se compromete a su vez:

898 [...] spondes tu istud? —Spondeo

899 At ego tuum tibi aduenisse filium respondeo.

“¿Prometido? —Prometido. —Y yo te prometo por mi parte que tu hijo ha llegado. 

Este diálogo está construido sobre una fórmula jurídica: una sponsio del uno, una re-sponsio del otro, formas de una seguridad, de ahora en más recíproca: “yo te garantizo, a cambio, que tu hijo ha llegado” 

De este intercambio de garantías (cf. nuestra expresión responder de...) nace el sentido bien establecido ya en latín de “responder”. Respondeo, responsum, se dice de los intérpretes de los dioses, de los sacerdotes, especialmente de los arúspices, dando a cambio de la ofrenda, la promesa; a cambio del regalo, la seguridad; es la “respuesta” de un oráculo, de un sacerdote. Esto explica una acepción jurídica del verbo: respondere de iure, “dictaminar en derecho”. El jurista, con su competencia, garantiza el valor del parecer que da.

Señalemos una expresión simétrica en germánico: ingl. ant. and-swaru “respuesta” (ingl. answer “responder”), frente al gót. swaran, “jurar, pronunciar palabras solemnes”: es casi literalmente respondere.

Así se puede precisar, en la prehistoria del griego y del latín, la significación de un término importantísimo del vocabulario religioso, y el valor que recae sobre la raíz *spend- frente a otros verbos que indican en general la ofrenda

En latín, una parte importante de la significación primitiva ha desaparecido, pero permanece lo esencial y esto es lo que por una parte determina la noción jurídica de la sponsio, y por la otra el vínculo con el concepto griego de spondé.[xvii] 

32. Pero la religión no sigue necesariamente ya el movimiento de la fe, lo mismo que tampoco ésta se precipita ya hacia la fe en Dios. Ya que si el concepto de “religión” implica una institución separable, identificable, circunscribible, vinculada en su letra al jus romano, su relación esencial tanto con la fe como con Dios no es algo que caiga por su propio peso. Ahora bien, cuando hoy hablamos, nosotros los europeos, tan comúnmente y tan confusamente de un “retorno de lo religioso”, ¿qué es lo que nombramos? ¿A qué nos referimos? ¿Es la religión lo “religioso”, la religiosidad, que se asocia vagamente a la experiencia de la sacralidad de lo divino, de lo santo, de lo salvo o de lo indemne (heilig, holy)? ¿Hasta qué punto y en qué medida una “profesión de fe”, una creencia, se encuentra ahí implicada? Inversamente, toda profesión de fe, una fiabilidad, la fianza o la confianza en general no se inscriben necesariamente en una “religión”, aun cuando en ésta se crucen dos experiencias que en general se consideran igualmente religiosas: 

1. La experiencia de la creencia, por una parte (el creer o el crédito, lo fiduciario o lo fiable en el acto de fe, la fidelidad, la apelación a la confianza ciega, lo testimonial siempre más allá de la prueba, de la razón demostrativa, de la intuición),  

2. la experiencia de lo indemne, de la sacralidad o de la santidad, por otra parte. 

Quizá se deba distinguir aquí entre estas dos vetas (también podría decirse dos matrices o dos fuentes) de lo religioso. Sin duda se las puede asociar, y se pueden analizar algunas de sus co-implicaciones eventuales, pero no se debería nunca confundir o reducir la una a la otra como casi siempre se hace. En principio es posible santificar, sacralizar lo indemne o mantenerse en presencia de lo sacrosanto de múltiples maneras sin poner en práctica un acto de creencia, al menos si creencia, fe o fidelidad significan aquí el asentimiento al testimonio del otro —del cualquier/radicalmente otro inaccesible en su fuente absoluta—. Y allí donde cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro*-. Inversamente, si este asentimiento de la fianza conduce más allá de la presencia de aquello que se dejaría ver, tocar, probar, ya no sería necesariamente y por sí mismo sacralizante. (Sería preciso tener en cuenta e interrogar, por una parte —lo haremos en otro lugar–, la distinción propuesta por Levinas entre lo sagrado y lo santo; y, por otra parte, la necesidad para estas dos fuentes heterogéneas de la religión de mezclar sus aguas, por así decirlo, sin por ello, nos parece, reducirse nunca simplemente a lo mismo.)

33. Nos habíamos reunido, pues, en Capri, nosotros los “europeos”, asignados a unas lenguas (italiano, español, alemán, francés) en las que la misma palabra, religión, debía querer decir, así queríamos creerlo, la misma cosa. En lo que respecta a la fiabilidad de esta palabra, compartimos en suma nuestra presunción con Benveniste. En efecto, éste parece creerse capaz de reconocer y de aislar, en el artículo sobre sponsio al que hacíamos referencia hace un momento, lo que él llama el “vocabulario religioso”. Ahora bien, todo sigue siendo problemático a este respecto. ¿Cómo articular y hacer cooperar los discursos, o más bien, como fue menester precisarlo antes, las “prácticas discursivas” que intentan medirse con la cuestión “¿Qué es la religión?”?

“Qué es...?”, es decir, por una parte, “qué es en su esencia?” y, por otra parte, ¿qué es (indicativo presente) en el presente? ¿Qué hace, qué se hace con ella presentemente, hoy, hoy en el mundo? Otros tantos modos de insinuar, en cada una de estas palabras –ser, esencia, presente, mundo– una respuesta en la pregunta. Otros tantos modos de imponer la respuesta. De pre-imponerla o de prescribirla como religión. Ya que tenemos aquí quizás una predefinición: por poco que se sepa de la religión, se sabe al menos que siempre es la respuesta y la responsabilidad prescrita, que no se escoge libremente, en un acto de pura y abstracta voluntad autónoma. Sin duda implica libertad, voluntad y responsabilidad, mas intentemos pensar en voluntad y libertad sin autonomía. Ya se trate de sacralidad, de sacrificialidad o de fe, el otro hace la ley, la ley es otro/a y es llegarse/rendirse al otro. A cualquier-otro y al radicalmente otro.

Dichas “prácticas discursivas” responderían a varios tipos de programa:

1. Asegurarse de una procedencia mediante las etimologías. La mejor ilustración de ello estaría dada por la discrepancia acerca de las dos fuentes etimológicas posibles de la palabra religio: a) relegere, de legere (“recoger, reunir”): tradición ciceroniana que se prosigue hasta W Otto, J.-B. Hoffmann, Benveniste; b) religare, de ligare (“vincular, unir”). Esta tradición iría desde Lactancio y Tertuliano hasta Kobbert, Ernout-Meillet, Pauly-Wissowa. Aparte de que la etimología nunca hace la ley y no da que pensar más que a condición de dejarse pensar ella misma, intentaremos más adelante definir la implicación o la carga común a las dos fuentes de sentido así distinguidas. Más allá de una simple sinonimia, puede ser que las dos fuentes semánticas se crucen. Incluso se repetirían no lejos de lo que en verdad sería el origen de la repetición, es decir, también la división de lo mismo 

2. La búsqueda de filiaciones o de genealogías histórico-semánticas determinaría un campo inmenso en el que el sentido de la palabra es sometido a la prueba de las mutaciones históricas y las estructuras institucionales: historia y antropología de las religiones, tanto en el estilo de Nietzsche, por ejemplo, como en el de Benveniste cuando considera las “instituciones indoeuropeas” como “testigos” de la historia del sentido o de una etimología —que sin embargo nada prueba por sí sola en lo referente al uso efectivo de una palabra—.

3. Un análisis que se preocupara, en primer lugar, por los efectos pragmáticos y funcionales, y que fuera más estructural, más político también, no vacilaría en analizar los usos o las puestas en práctica del léxico, allí donde, ante regularidades nuevas, recurrencias inéditas, contextos sin precedente, el discurso libera las palabras y las significaciones de cualquier memoria arcaica o de cualquier supuesto origen.

Estas tres opciones parecen legítimas, desde puntos de vista diversos. Mas incluso si responden, como creo, a imperativos irrecusables, mi hipótesis provisional (la aventuro con tanto más prudencia y timidez cuanto que no la puedo justificar suficientemente en tan poco espacio y en tan poco tiempo) es que aquí, en Capri, debería dominar el último tipo. No podría excluir los otros; ello conduciría a demasiados absurdos; mas debería privilegiar los signos de lo que en el mundo, hoy, singulariza el uso de la palabra “religión” y la experiencia de lo que se relaciona con esta palabra, la “religión”, allí donde ninguna memoria ni ninguna historia podrían bastar para anunciarla ni guardar con ella ningún parecido, al menos a primera vista. Por lo tanto, me habrá sido preciso inventar una operación, una máquina discursiva, si se quiere, cuya economía no sólo haga justicia, en un espacio-tiempo asignado, a estos tres requisitos, a cada uno de los imperativos que sentimos, al menos, como irrecusables, sino que asimismo ordene su jerarquía y prioridades. A una cierta velocidad, a un ritmo dado dentro de unos estrechos límites 

34. Etimologías, filiaciones, genealogías, pragmáticas. No podremos consagrar aquí todos los análisis necesarios a unas distinciones indispensables pero que rara vez son respetadas o practicadas. Estas son muy numerosas (religión/fe, creencia; religión/piedad; religión/culto; religión/teología; religión/teiología; religión/ontoteología; o también religioso/divino —mortal o inmortal; religioso/sagrado-salvo-santo-indemne-inmune—, heilig, holy). Ahora bien, entre ellas, antes o después de ellas, pondremos a prueba el privilegio cuasitrascendental que creemos deber conceder a la distinción entre, por una parte, la experiencia de la creencia (fianza, fiabilidad, confianza, fe, el crédito otorgado a la buena fe del cualquier/radicalmente otro en la experiencia del testimonio) y, por otra parte, la experiencia de la sacralidad, incluso de la santidad, de lo indenme sano y salvo (heilig, holy). Se trata de dos fuentes o de dos focos distintos. La “religión” simboliza su elipse/elipsis a la vez porque abarca ambos focos pero también porque a veces silencia, de forma justamente secreta y reticente, su irreductible dualidad 

En todo caso, la historia de la palabra “religión” en principio debería prohibir a cualquier no cristiano denominar “religión” (y reconocerse en ella) aquello que “nosotros” designásemos, identificásemos y aislásemos de ese modo. ¿Por qué precisar aquí “no cristiano”? Dicho de otro modo: ¿por qué el concepto de religión sólo sería cristiano? ¿Por qué, de todas formas, merece la pena plantearse la pregunta y tomar en serio la hipótesis? Benveniste también lo recuerda: no hay ningún término indoeuropeo “común” para lo que llamamos “religión”. Los indoeuropeos no concebían “como una institución separada” lo que Benveniste a su vez llama “esa realidad omnipresente que es la religión”. Todavía hoy, allí donde semejante “institución separada” no es reconocida, la palabra “religión” es inadecuada. Por lo tanto, no siempre ha habido, no siempre ni en todas partes hay, por consiguiente no siempre ni en todas partes habrá (“entre los hombres” o en otro sitio), alguna cosa, una cosa una e identificable, idéntica a sí misma que todos, religiosos o irreligiosos, estarían de acuerdo en denominar “religión”. Y sin embargo, nos decimos, no queda más remedio que responder. Dentro de la matriz latina, el origen de religio fue el tema de polémicas verdaderamente interminables. Entre dos lecturas o dos lecciones, por lo tanto, entre dos procedencias: por una parte, con el apoyo de textos de Cicerón, relegere, filiación semántica y formal comprobada, al parecer: recoger para volver y volver a empezar, de ahí religio, la atención escrupulosa, el respeto, la paciencia, incluso el pudor o la piedad —y, por otra parte (Lactancio y Tertuliano), religare, etimología “inventada por los cristianos”, dice Benveniste,[xviii] que une la religión con el vínculo, precisamente, con la obligación, con el ligamiento y, por consiguiente, con el deber y con la deuda, etc., entre hombres o entre el hombre y Dios—. Se trata asimismo, en otro lugar, con respecto a otro tema, de una división de la fuente y el sentido (y aún no hemos acabado con esta dualización). Este debate acerca de las dos fuentes etimológicas pero asimismo “religiosas” de la palabra religio es sin duda apasionante (atañe a la Pasión misma, puesto que una de las dos fuentes en litigio sería cristiana). Ahora bien, cualquiera que sea su interés o su necesidad, semejante discrepancia tiene para nosotros un alcance limitado. En primer lugar, porque nada se regula a partir de la fuente, tal como sugerimos hace un momento.[xix] Luego, porque ambas etimologías rivales se pueden reconducir a lo mismo y, en cierto modo, a la posibilidad de la repetición, la cual no sólo produce sino que también confirma lo mismo. En ambos casos (re-legere o re-ligare), se trata en efecto de una vinculación insistente que se vincula primero consigo misma. Se trata en efecto de una reunión, de una re-unión, de una re-colección. De una resistencia o reacción contra la disyunción. Contra la alteridad absoluta. “Recolectar” es, por otra parte, la traducción propuesta por Benveniste,[xx] quien la explicita de este modo: “retomar para una nueva opción, volver sobre un trámite anterior”, de ahí el sentido de “escrúpulo” pero asimismo de opción, de lectura y de elección, de inteligencia puesto que la selectividad va acompañada de vínculo de colectividad y de recolección. Finalmente, en el vínculo consigo mismo, marcado por el enigmático “re-”, es donde habría que tratar de recuperar el paso, de una a otra, entre esas significaciones diferentes (re-legere, re-ligare, re-spondeo, en donde Benveniste analiza lo que también denomina, por otra parte, la “relación” con spondeo). Todas las categorías que podríamos utilizar para traducir el sentido común de este “re-” serían inadecuadas, y en primer lugar porque re-introducirían lo que queda por definir como ya definido en la definición. Por ejemplo, fingiendo saber cuál es el “sentido propio”, como dice Benveniste, de estas palabras: repetición, reanudación, reinicio, reflexión, reelección, recolección —en una palabra, religión, “escrúpulo”, respuesta y responsabilidad—.

Cualquiera que sea el partido que se tome en este debate, toda la problemática moderna (geo-teológico-política) del “retorno de lo religioso” queda remitida a la elipse/elipsis de este doble foco latino. Quien no reconociese ni la legitimidad de este doble foco ni el predominio cristiano que se ha impuesto mundialmente dentro de la susodicha latinidad debería rechazar las premisas mismas de semejante debate.[xxi] Y, además, debería tratar de pensar una situación en la que, como ya ocurriera una vez, quizá ya no exista, como tampoco existía aún en aquel entonces, un “término indoeuropeo común para ‘religión’”.[xxii]

35. Sin embargo, no queda más remedio que responder. Y sin demora. Sin demorarse demasiado. Al principio, Maurizio Ferraris en el hotel Lutétia: “Es preciso”, me dijo, “nos es preciso un tema para este encuentro de Capri”, y yo apunto, sin respirar, casi sin vacilar, maquinalmente: “La religión”. ¿Por qué? ¿De dónde me ha venido esto, sí, maquinalmente? Una vez seleccionado el tema, las discusiones se improvisaron —entre dos paseos en plena noche hacia el Faraglione que se ve a lo lejos, entre el Vesubio y Capri (Jensen nombra el Faraglione, y Gradiva, el espectro de luz, la sombra sin sombra del mediodía, das Mittagsgespenst, [re]aparece tal vez, más bella que todos los grandes fantasmas de la isla, más “acostumbrada” que ellos, como dice, “a estar muerta”, y desde hace tiempo)—. Sería pues preciso, retrospectivamente, que yo justificase una respuesta a la pregunta: ¿por qué dije de golpe, maquinalmente, “la religión”? Y esta justificación sería entonces, hoy en día, mi respuesta a la cuestión de la religión. De la religión hoy en día. Porque, como es obvio (hubiera sido una auténtica locura), nunca hubiera propuesto tratar de la religión misma, en general o en su esencia, sino sólo de una cuestión inquieta, de una preocupación compartida: “¿Qué ocurre hoy con ella, con aquello que se denomina de este modo? ¿Qué anda por ahí? ¿Quién anda por ahí y tan mal? ¿Quién anda por ahí con ese viejo nombre? ¿Qué es lo que en el mundo de pronto sobreviene o [re]aparece bajo esta denominación?”. Por supuesto, esta forma de pregunta no puede separarse de la fundamental (sobre la esencia, el concepto y la historia de la religión misma, y de lo que se denomina “religión”). Pero su acceso, en un primer momento, tendría que haber sido, en mi opinión, más directo, global, masivo e inmediato, espontáneo, sin defensa, casi en el estilo de un filósofo obligado a enviar un breve comunicado de prensa. La respuesta que di casi sin vacilar a Ferraris debió retornar a mí desde muy lejos, resonando desde una caverna de alquimista, en el fondo de la cual la palabra se hizo precipitado. “Religión”, vocablo dictado por no se sabe qué ni quién: por todo el mundo quizás, por la lectura del telediario de una cadena internacional, por el todo del mundo tal como creemos verlo, por el estado del mundo, por el todo de lo que es tal como va (Dios, su sinónimo en suma, o la Historia como tal, etc.). Hoy de nuevo, hoy por fin, hoy de otro modo, la gran cuestión sería todavía la religión, y lo que algunos se apresurarían a denominar su “retorno”. Si se dijesen así las cosas, y debido a que se cree saber de qué se está hablando, se empezaría por no entender nada: como si la religión, la cuestión de la religión, fuese aquello que llega [re]apareciendo, aquello que de pronto vendría a sorprender a lo que creemos conocer, el hombre, la tierra, el mundo, la historia, cayendo de este modo bajo la rúbrica de la antropología, de la historia o de cualquier otra forma de ciencia humana o de filosofía, incluso de “filosofía de la religión”. Primer error que hay que evitar. Es típico y se podrían dar múltiples ejemplos de ello. Si hay una cuestión de la religión, ésta no debe ser ya una “cuestión-de-la-religión”. Ni simplemente una respuesta a esta cuestión. Veremos por qué y hasta qué punto la cuestión de la religión es, ante todo, la cuestión de la cuestión. Del origen y de los bordes de la cuestión —lo mismo que de la respuesta—. Por consiguiente, en cuanto creemos apoderarnos de ella bajo el título de una disciplina, de un saber o de una filosofía, perdemos de vista “la cosa”. Ahora bien, a pesar de la imposibilidad de la tarea, se nos remite una petición: este discurso habría que sostenerlo, habría que hacer o dejar que se “sostuviera”, con unas pocas pinceladas, con un número limitado de palabras. Economía del encargo editorial. Pero ¿por qué —siempre la cuestión del número— hubo diez mandamientos, después multiplicados por tanto y cuanto? ¿Dónde estaría aquí la elipse/elipsis justa que se nos ordena decir callándola? ¿Dónde la reticencia? ¿ Y si la elipse/elipsis, si la figura silenciosa y el “callarse” de la reticencia, fuera justamente —volveremos sobre ello más adelante— la religión? Se nos pide, en nombre de varios editores europeos reunidos, que nos pronunciemos en unas cuantas páginas acerca de la religión, y esto hoy no resulta monstruoso (allí donde un tratado serio de la religión exigiría la edificación de nuevas Bibliotecas de Francia y del universo) aun cuando, sin creer pensar nada nuevo, nos contentásemos con recordar, archivar, clasificar, dejar constancia a título de información de lo que creemos saber.

Fe y saber: entre creer saber y saber creer, la alternativa no es un juego. Elijamos pues, me dije, una forma cuasiaforística lo mismo que se elige una máquina, la menos mala para tratar de la religión en un determinado número de páginas: nos habían dado 25 o unas pocas más; y digamos, de forma arbitraria, para descifrar o anagramatizar el 25, 52 secuencias muy desiguales, otras tantas criptas dispersas en un campo no identificado, un campo al que no obstante ya nos vamos acercando, ya sea como un desierto del que no se sabe si es o no estéril, ya como un campo de ruinas y minas y pozos y panteones o cenotafios y simientes esparcidas; pero un campo no identificado, ni siquiera como un mundo (la historia cristiana de esta palabra, el “mundo”, ya nos pone en guardia; el mundo no es ni el universo, ni el cosmos, ni la tierra).

36. Al comienzo, el título habrá sido mi primer aforismo. Contrae dos títulos de la tradición, firma con ellos un contrato. Nos comprometemos a deformarlos, a arrastrarlos a otro lugar desarrollando, si no su negativo o su inconsciente, sí al menos la lógica de lo que podrían dejar que se dijera de la religión a espaldas de su querer-decir. En Capri, al principio de la sesión, improvisando, hablé de la luz y del nombre de la isla (de la necesidad de fechar, es decir, de firmar un encuentro finito en su tiempo y en su espacio, desde la singularidad de un lugar, de un lugar latino: Capri, que no es Delos, ni Patmos, ni Atenas, ni Jerusalén, ni Roma). Insistí en la luz, la relación de toda religión con el fuego y con la luz. Hay la luz de la revelación y la luz de las Luces. Luz, phos, revelación, oriente y origen de nuestras religiones, instantánea fotográfica. Cuestión, petición: a la vista de las Luces de hoy y de mañana, a la luz de otras Luces (Aufklärung, Lumières, illuminismo, enlightenment), ¿cómo pensar la religión en el día de hoy sin romper la tradición filosófica? En nuestra “modernidad”, dicha tradición se marca de forma ejemplar en títulos fundamentalmente latinos que nombran la religión. Habrá que mostrar por qué. En primer lugar, en un libro de Kant, en la época y en el espíritu de la Aufklärung, si no de las Luces: La religión en los límites de la mera razón (1793) también fue un libro sobre el mal radical (¿qué hay de la razón y del mal radical hoy en día? ¿Y si el “retorno de lo religioso” no careciese de relación con el retorno —moderno o posmoderno por una vez— de ciertos fenómenos al menos del mal radical? ¿El mal radical destruye o establece la posibilidad de la religión?). Luego, el libro de Bergson, ese gran judeocristiano, Las dos fuentes de la moral y de la religión, 1932, entre las dos guerras mundiales y en la víspera de acontecimientos de los que sabemos que aún no sabemos pensarlos y a los que ninguna religión, ninguna institución religiosa en el mundo fue ajena o a los que no sobrevivió quedando indemne, inmune, sana y salva. En ambos casos ¿acaso no se trataba, como hoy, de pensar la religión, la posibilidad de la religión y, por consiguiente, la de su retorno interminablemente ineludible?

37. “¿Pensar la religión?”, dice usted. Como si un proyecto así no disolviese de antemano la cuestión. Si se sostiene que la religión es propiamente pensable, y aunque pensar no sea ni ver, ni saber, ni concebir, entonces se la tiene controlada de antemano y, en un plazo más o menos largo, el asunto se da por juzgado. Nada más hablar de estas notas como de una máquina, se ha vuelto a apoderar de mí un deseo de economía: deseo de atraer, para ir de prisa, la famosa conclusión de las Dos fuentes... hacia otro lugar, hacia otro discurso, hacia otra apuesta argumentativa. Esta siempre podría ser, no lo excluyo, una traducción desviada, una formalización un poco libre. Recordemos estas últimas palabras: “[...] el esfuerzo necesario para que se realice, hasta en nuestro planeta refractario, la función esencial del universo, que es una máquina de hacer dioses”. ¿Qué ocurriría si se hiciese decir a Bergson una cosa muy distinta de lo que creyó querer decir pero que tal vez secretamente se dejó dictar? ¿Qué ocurriría si, como a su pesar, hubiese dejado lugar para o paso a una especie de retractación sintomática, según el movimiento mismo de la vacilación, de la indecisión y del escrúpulo, de la vuelta atrás (retractare, dice Cicerón para definir el acto o el ser religiosus), en la que consiste quizá la doble fuente —la doble matriz o la doble raíz— de la religio? Tal vez entonces se diera a semejante hipótesis una forma dos veces mecánica. “Mecánica” se entendería aquí en un sentido en cierto modo “místico”. Místico o secreto puesto que contradictorio y desconcertante, a la vez inaccesible, inhospitalario y familiar, unheimlich, uncanny en la medida misma en que esta maquinalidad, esta automatización ineludible produce y re-produce aquello que a la vez desgarra de y amarra a la familia (heimisch, homely), a lo familiar, a lo doméstico, a lo propio, al oikos de lo ecológico y de lo económico, al ethos, al lugar de la estancia. Esta automaticidad cuasiespontánea, irreflexiva como un reflejo, repite una y otra vez el doble movimiento de abstracción y atracción que a la vez desgarra de y amarra al país, al idioma, a lo literal o a todo lo que se reúne hoy confusamente bajo el término de lo “identitario”: en dos palabras, aquello que a la vez ex-propia y re-apropia, des-arraiga y re-arraiga, ex-apropia según una lógica que deberemos formalizar más adelante, la de la autoindemnización autoinmune 

Antes de hablar con tanta tranquilidad del “retorno de lo religioso” hoy, hay que explicar en efecto dos cosas en una. Cada vez se trata de máquina, de telemáquina 

1. Dicho “retorno de lo religioso”, a saber, la oleada de un fenómeno complejo y sobredeterminado, no es un simple retorno, ya que su mundialidad y sus figuras (teletecno-media-científicas, capitalísticas y político-económicas) siguen siendo originales y carecen de precedente. Y no es un retorno simple de lo religioso ya que comporta, como una de sus dos tendencias, una destrucción radical de lo religioso (stricto sensu: lo romano y lo estatal, como todo aquello que encarna lo político o el derecho europeos a los cuales, en resumidas cuentas, les hacen la guerra todos los “fundamentalismos” o “integrismos” no cristianos, por supuesto, así como ciertas formas ortodoxas, protestantes o incluso católicas). Es preciso decir también que, frente a éstos, otra afirmación autodestructiva, me atreveré a decir autoinmune, de la religión bien podría estar obrando en todos los proyectos “pacifistas” y ecuménicos, “católicos” o no, que reclaman la fraternización universal, la reconciliación de los “hombres hijos del mismo Dios”, y sobre todo cuando dichos hermanos pertenecen a la tradición monoteísta de las religiones abrahámicas. Siempre resultará difícil sustraer este movimiento pacificador a un doble horizonte (donde uno oculta o divide al otro):

a) El horizonte kenótico de la muerte de Dios y la reinmanentización antropológica (los derechos del hombre y de la vida humana antes de cualquier deber para con la verdad absoluta y trascendente del compromiso ante el orden divino: un Abraham que en adelante rechazaría sacrificar a su hijo y ni siquiera tomaría ya en consideración lo que siempre fue una locura). Cuando se oye a los representantes oficiales de la jerarquía religiosa, empezando por el más mediático y el más latinomundial y cederromizado posible, el Papa, hablar de semejante reconciliación ecuménica, se oye asimismo (no sólo, por supuesto, pero también) el anuncio o la evocación de una cierta “muerte de Dios”. A veces incluso da la impresión de que no habla más que de eso —que habla por su boca—. Y que otra muerte de Dios viene a asediar la Pasión que lo anima. Pero diremos: ¿dónde está la diferencia? Efectivamente 

b) Esta declaración de paz también puede, prosiguiendo la guerra con otros medios, encubrir un gesto pacificador, en el sentido más europeo-colonial posible. En la medida en que vendría de Roma, como con frecuencia es el caso, trataría en primer lugar, y ante todo en Europa, a Europa, de imponer subrepticiamente un discurso, una cultura, una política y un derecho, de imponerlo a todas las demás religiones monoteístas, incluidas las religiones cristianas no católicas. Más allá de Europa, a través de los mismos esquemas y de la misma cultura jurídico-teológico-política, se trataría de imponer, en nombre de la paz, una mundialatinización. Esta se torna en adelante europeo anglo-americana en su idioma, como decíamos anteriormente. La tarea resulta tanto más urgente y problemática (incalculable cálculo de la religión para nuestro tiempo) cuanto que la desproporción demográfica no dejará en lo sucesivo de amenazar a la hegemonía externa, no dejándole más estratagemas que su interiorización. El campo de esta guerra o de esta pacificación carece en adelante de límites: todas las religiones, sus centros de autoridad, las culturas religiosas, los Estados, naciones o etnias que representan, tienen un acceso sin duda alguna desigual aunque a menudo inmediato y potencialmente ilimitado al mismo mercado mundial, del cual son a la vez los productores, los actores y los cortejados consumidores, ora explotadores, ora víctimas. Dicho acceso, por consiguiente, es el acceso a las redes mundiales (transnacionales o transestatales) de telecomunicación y de teletecnociencia. Desde ese momento, “la” religión acompaña e incluso precede a la razón crítica y teletecnocientífica, la vigila como si fuera su sombra. Es su guardiana, la sombra de la luz misma, el aval de fe, el requisito de fiabilidad, la experiencia fiduciaria que presupone toda producción de saber compartido, la performatividad testimonial que queda comprometida tanto en toda realización tecnocientífica como en toda la economía capitalística que es indisociable de ella.

2. Este mismo movimiento que hace que la religión y la razón teletecnocientífica sean indisociables, en su aspecto más crítico, reacciona inevitablemente contra sí mismo. Segrega su propio antídoto pero también su propio poder de autoinmunidad. Nos encontramos aquí en un espacio en donde toda autoprotección de lo indemne, de lo san(t)o y salvo, de lo sagrado (heilig, holy) debe protegerse contra su propia protección, su propia policía, su propio poder de rechazo, lo suyo sin más, es decir, contra su propia inmunidad. Esta aterradora pero fatídica lógica de la autoinmunidad de lo indemne[xxiii] será la que siempre asocie Ciencia y Religión.

Por una parte, las “luces” de la crítica y de la razón teletecnocientífica no pueden sino dar por supuesta la fiabilidad. Deben poner en práctica una “fe” irreductible, la de un “vínculo social” o de una “profesión de fe”, de un testimonio (“te prometo la verdad más allá de cualquier prueba y de cualquier demostración teórica, créeme”, etc.), es decir, de un performativo de promesa que obra incluso en la mentira o en el perjurio y sin el que ningún apóstrofe al otro sería posible. Sin la experiencia performativa de este acto de fe elemental, no habría ni “vínculo social”, ni apóstrofe al otro, ni performatividad alguna en general: ni convención, ni institución, ni Constitución, ni Estado soberano, ni ley, ni, sobre todo, aquí, esa performatividad estructural de la realización productiva que vincula de entrada el saber de la comunidad científica con el hacer, y la ciencia con la técnica. Si aquí decimos con regularidad tecnociencia, no es con vistas a ceder a un estereotipo contemporáneo, sino a fin de recordar que, más claramente que nunca, ahora lo sabemos, el acto científico es, de arriba abajo, una intervención práctica y una performatividad técnica en la energía misma de su esencia. Y, por eso mismo, juega con el lugar y pone en funcionamiento distancias y velocidades. Deslocaliza, aleja o aproxima, actualiza o virtualiza, acelera o reduce la velocidad. Ahora bien, allí donde esta crítica tele-tecnocientífica se desarrolla, también pone en práctica y confirma el crédito fiduciario de esa fe elemental que es por lo menos de esencia o de vocación religiosa (la condición elemental, el medio de lo religioso, si no la religión misma). Decimos fiduciaria, y hablamos de crédito o de fiabilidad, para subrayar que este acto elemental de fe sostiene también la racionalidad esencialmente económica y capitalística de lo teletecnocientífico. Ningún cálculo, ninguna seguridad podrá reducir en ellas la necesidad última, la de la firma testimonial (cuya teoría no es necesariamente una teoría del sujeto, de la persona ni del yo, consciente o inconsciente). Dejar constancia de ello es también una manera de lograr comprender que, en principio, hoy en día, en el susodicho “retorno de lo religioso” no haya incompatibilidad entre los “fundamentalismos”, los “integrismos” o su “política” y, por otra parte, la racionalidad, es decir, la fiduciariedad tele-tecno-capitalístico-científica, en todas sus dimensiones mediáticas y mundializantes. Esa racionalidad de los susodichos “fundamentalismos” también puede ser hipercrítica[xxiv] e incluso puede no retroceder ante lo que puede al menos parecerse a una radicalización deconstructiva del gesto crítico. En cuanto a los fenómenos de ignorancia, de irracionalidad o de “oscurantismo” que se observan o se denuncian tan a menudo, tan fácilmente, y con toda la razón, en estos “fundamentalismos” o en estos “integrismos”, son con frecuencia residuos, efectos de superficie, escorias reactivas de la reactividad inmunitaria, indemnizadora o autoinmunitaria. Enmascaran una estructura profunda o bien (pero asimismo a la vez) un miedo de sí mismo, una reacción contra aquello mismo con lo que se está de acuerdo: la dislocación, la expropiación, la deslocalización, el desarraigo, la desidiomatización y la desposesión (en todas sus dimensiones, sobre todo sexual fálica) que la máquina teletecnocientífica no deja de producir. La reactividad del resentimiento opone ese movimiento a sí mismo dividiéndolo. Ella se indemniza de ese modo en un movimiento que es a la vez inmunitario y autoinmune. La reacción ante la máquina es tan automática (y, por consiguiente, maquinal) como la vida misma. Semejante escisión interna, que abre la distancia, es también lo “propio” de la religión, lo que acomoda la religión con lo “propio” (en la medida en que también es lo indemne: heilig, santo, sagrado, salvo, inmune, etc.), aquello que acomoda la indemnización religiosa con todas las formas de propiedad y del idioma lingüístico en su “literalidad”, con el suelo y la sangre, con la familia y la nación. Esta reactividad interna e inmediata, a la vez inmunitaria y autoinmune, es la única que puede dar cuenta de lo que se denominará la oleada religiosa en su fenómeno doble y contradictorio. La palabra oleada se nos impone a fin de sugerir ese redoblamiento de una ola que se apropia de aquello mismo a lo que, enrollándose, parece oponerse –y, simultáneamente, se enfurece, a veces en el terror y el terrorismo, contra aquello mismo que la protege, contra sus propios “anti-cuerpos”–. Aliándose entonces con el enemigo, el cual es hospitalario con los antígenos, arrastrando consigo al otro, la oleada aumenta y se hinche de la potencia contraria. Desde el litoral de alguna isla, no sabemos cuál, he ahí la oleada que creemos ver que sin duda viene, con su henchimiento espontáneo, irresistiblemente automático. Pero creemos verla venir sin horizonte. Ya no estamos seguros de ver, ni de que aún haya porvenir allí donde vemos venir. El porvenir no tolera ni la previsión ni la providencia. Por consiguiente, es más bien al porvenir a donde “nosotros” –capturados y sorprendidos en esa oleada– somos en verdad arrastrados –y él es lo que querríamos pensar, si todavía podemos utilizar esa palabra–.

La religión, hoy, se alía con la teletecnociencia contra la que reacciona con todas sus fuerzas. Aquélla, por una parte, es la mundialatinización; produce, se adhiere, explota el capital y el saber de la telemediatización: ni los viajes ni la espectacularización mundial del Papa, ni las dimensiones interestatales del “asunto Rushdie”, ni el terrorismo planetario serían posibles, a este ritmo, de otro modo –y podríamos multiplicar indicios de esta índole hasta el infinito–.

Pero, por otra parte, la religión reacciona de inmediato, simultáneamente, declara la guerra a aquello que no le confiere ese nuevo poder más que desalojándola de los lugares que le son propios, en verdad del lugar mismo, del tener-lugar de su verdad. Entabla una guerra terrible contra lo que no la protege más que amenazándola, según esa doble estructura contradictoria: inmunitaria y autoinmunitaria. Ahora bien, la relación es ineludible, por lo tanto, automática y maquinal, entre esas dos mociones o esas dos fuentes de las cuales una tiene la forma de la máquina (mecanización, automatización, maquinación o mekane) y la otra, la de la espontaneidad viva, la de la propiedad indemne de la vida, es decir, la de otra (supuesta) autodeterminación. Pero lo autoinmunitario asedia a la comunidad y a su sistema de supervivencia inmunitaria como la hipérbole de su propia posibilidad. No hay nada común, nada inmune, ni sano y salvo, heilig y holy, nada indemne en el presente viviente más autónomo sin riesgo de autoinmunidad. Como siempre, el riesgo se carga dos veces, el mismo riesgo finito. Dos veces mejor que una: con una amenaza y una eventualidad. En dos palabras, tiene que hacerse cargo de, podría decirse tiene que aceptar como aval, la posibilidad de ese mal radical sin el que no se puede hacer nada bien.

...y granadas

 (Una vez planteadas estas premisas o definiciones generales, resultando el espacio del que disponemos cada vez más exiguo, pongamos en órbita las quince proposiciones finales bajo una forma todavía más desgranada, plagada de granadas, diseminada, aforística, discontinua, yuxtapositiva, dogmática, indicativa o virtual, económica; en suma, más telegráfica que nunca.) 

38. De un discurso por venir —sobre el por-venir y la repetición—. Axioma: ningún por-venir sin herencia y sin posibilidad de repetir. Ningún por-venir sin una cierta iterabilidad, al menos bajo la forma de la alianza consigo mismo y de la confirmación del sí originario. Ningún por-venir sin una cierta memoria y promesa mesiánicas, de una mesianicidad más vieja que cualquier religión y más originaria que cualquier mesianismo. No hay discurso ni apóstrofe al otro sin la posibilidad de una promesa elemental. El perjurio y la promesa no cumplida reclaman la misma posibilidad. No hay promesa, pues, sin la promesa de una confirmación del sí. Ese sí habrá implicado e implicará siempre la fiabilidad o la fidelidad de una fe. No hay fe, pues, ni porvenir sin lo que una iterabilidad implica en cuanto a técnica, maquínica y automática. En este sentido, la técnica es la posibilidad —también puede decirse la eventualidad— de la fe. Y dicha eventualidad debe incluir dentro de sí el mayor riesgo, la amenaza misma del mal radical. De otro modo, aquello de lo que ésta es la eventualidad no sería la fe sino el programa y la prueba, la predictividad o la providencia, el puro saber y el puro saber-hacer, es decir, la anulación del porvenir. Por consiguiente, en lugar de oponerlos, como se suele hacer casi siempre, habría que pensar conjuntamente, como una sola y misma posibilidad, lo maquínico y la fe —al igual que lo maquínico y todos los valores implicados en la sacrosantidad (heilig, holy, sano y salvo, indemne, intacto, inmune, libre, vivo, fecundo, fértil, fuerte y, sobre todo, como vamos a ver, “henchido”) y, más concretamente, en la sacrosantidad del efecto fálico. 

39. ¿Ese doble valor acaso no es aquello que, por ejemplo, significa en su diferencia un falo, o más bien lo fálico, el efecto de falo, que no es necesariamente lo propio del hombre? ¿Acaso no es éste el fenómeno, el phainesthai, la manifestación del falo?, pero asimismo, teniendo en cuenta la ley de iterabilidad o duplicación que puede desprenderlo de su presencia pura y propia, ¿acaso no es éste su phantasma, en griego, su fantasma, su espectro, su doble o su fetiche? ¿Acaso no representa la colosal automaticidad de la erección (el máximo de vida que hay que conservar indemne, indemnizada, inmune y salva, sacrosanta) pero también, y por ello mismo, en su carácter reflejo, lo más mecánico, lo más separable de la vida? ¿Acaso lo fálico no es asimismo, a diferencia del pene y una vez desprendido del cuerpo propio, esa marioneta que erigen, exhiben, fetichizan y pasean en procesión? ¿Acaso no nos hallamos ahí, virtualidad de virtualidad, ante la potencia o el patíbulo de una lógica lo bastante potente como para dar cuenta (logon didonai), contando y calculando con lo in-calculable, de todo aquello que alía a la máquina teletecnocientífica, esa enemiga de la vida al servicio de la vida, con el recurso mismo de lo religioso, a saber, la fe en lo más vivo en cuanto muerto y automáticamente superviviente, resucitado en su espectral phantasma, lo santo, lo sano y salvo, lo indemne, lo inmune, lo sagrado, todo lo que traduce, en una palabra, heilig? Matriz, una vez más, de un culto o una cultura del fetiche generalizado, de un fetichismo sin bordes, de una adoración fetichizante de la Cosa misma. Sin arbitrariedad se podría leer, elegir, enlazar en la genealogía semántica de lo indemne –”santo, sagrado, sano y salvo, heilig, holy”– todo aquello que expresa la fuerza, la fuerza de vida, la fertilidad, el incremento, el aumento, el henchimiento sobre todo, en la espontaneidad de la erección o del embarazo.[xxv] Para ser breves; no basta con recordar aquí todos los cultos fálicos y sus bien conocidos fenómenos en el seno de tantas y tantas religiones. Los tres “grandes monoteísmos” inscribieron las alianzas o promesas fundadoras en esa prueba de lo indemne que siempre es una circuncisión, ya sea ésta “externa o interna”, literal o, como se dijo antes de San Pablo, en el propio judaísmo, “circuncisión del corazón”. Y quizás éste fuera el lugar de preguntarse por qué, en el más mortífero desencadenamiento de una violencia indisolublemente étnico-religiosa, en todas partes, las mujeres son víctimas privilegiadas (no solamente, por así decirlo, de tantas ejecuciones sino de las violaciones o mutilaciones que preceden o acompañan a éstas).

40. La religión de lo que está vivo ¿no es acaso una tautología? Imperativo absoluto, ley santa, ley de la salvación: salvar al que está vivo como lo intacto, lo indemne, lo salvo (heilig) que tiene derecho al respeto absoluto, a la continencia, al pudor. De ahí la necesidad de una inmensa tarea: reconstruir la cadena de los motivos análogos en la actitud o la intencionalidad sacrosantificadora, en su relación con lo que es, debe permanecer o se ha de dejar que sea lo que es (heilig, vivo, fuerte y fértil, eréctil y fecundo: salvo, íntegro, indemne, inmune, sagrado, santo, etc.). Salvación y salud. Una actitud intencional así lleva varios nombres de la misma familia: respeto, pudor, continencia, inhibición. Achtung (Kant), Scheu, Verhaltenheit, Gelassenheit (Heidegger), la halte, el alto en general.[xxvi] Los polos, los temas, las causas no son los mismos (la ley, la sacralidad, la santidad, el dios por venir, etc.), pero los movimientos que se refieren a ellos y se suspenden, en verdad se interrumpen en ellos, resultan muy semejantes. Todos ellos hacen o marcan un alto. Tal vez constituyan una especie de universal, no ya “la Religión”, sino una estructura universal de la religiosidad. Porque, aun no siendo propiamente religiosos, siempre abren, sin poder jamás volver a limitarla o detenerla, la posibilidad de lo religioso. Posibilidad aún dividida. Por una parte, ciertamente, está la abstención respetuosa o inhibida ante lo que sigue siendo el misterio sacro y debe permanecer intacto o inaccesible, así como la inmunidad mística de un secreto. Ahora bien, este mismo alto, al mantener retirado de este modo, abre también un acceso sin mediación ni representación –por consiguiente no sin cierta violencia intuitiva– a lo que permanece indemne. Esta es otra dimensión de lo místico. Semejante universal permite o promete tal vez la traducción mundial de religio, a saber: escrúpulo, respeto, detención, Verhaltenheit, pudor, Scheu, shame, discreción, Gelassenheit, etc., alto ante aquello que debe o debería permanecer sano y salvo, intacto, indemne, ante aquello que hay que dejar que sea lo que debe ser, a veces a costa del sacrificio de uno mismo y en la plegaria: el otro. Semejante universal, semejante universalidad “existencial” podría haber proporcionado al menos la mediación de un esquema para la mundialatinización de la religio. En todo caso, para su posibilidad.

Entonces, en ese mismo movimiento, habría que rendir cuenta también de una doble postulación evidente: por una parte, el respeto absoluto de la vida, el “No matarás” (al menos a tu prójimo, si no a lo que está vivo en general), la prohibición “integrista” sobre el aborto, la inseminación artificial, la intervención performativa en el potencial genético, aunque sea con fines de terapia génica, etc., y, por otra parte (sin mencionar siquiera las guerras de religión, su terrorismo y sus carnicerías), la vocación sacrificial, que también es universal. Antaño existió, aquí y allá, el sacrificio humano, incluso dentro de los “grandes monoteísmos”. Es siempre el sacrificio de lo que está vivo, todavía y más que nunca a escala de la cría y la matanza masiva, de la industria de la pesca o de la caza, de la experimentación con animales. Dicho sea de paso, algunos ecologistas y algunos vegetarianos —al menos en la medida en que todavía creen estar puros (indemnes) de toda carnivoracidad, aunque sea simbólica—[xxvii] serían Ios únicos “religiosos” de esta época que respetan una de las dos fuentes puras de la religión y que cargan en efecto con la responsabilidad de lo que bien podría ser el porvenir de una religión. ¿Cuál es la mecánica de esa doble postulación (respeto de la vida y sacrificialidad)? La denominamos mecánica porque reproduce, con la regularidad de una técnica, la instancia de lo que no-está-vivo o, si se prefiere, de lo muerto en lo que está vivo. Asimismo, se trata de lo autómata de acuerdo con el efecto fálico del que hablamos anteriormente. Se trata de la marioneta, la máquina muerta y más que viviente, la fantasmagoría espectral del muerto como principio de vida y de supervivencia. Ese principio mecánico aparentemente es muy simple: la vida no vale absolutamente salvo si vale más que la vida, por consiguiente, salvo si lleva luto por sí misma, salvo si se convierte en lo que es en el trabajo del duelo infinito, en la indemnización de una espectralidad sin bordes. La vida no es sagrada, santa, infinitamente respetable sino en nombre de lo que en ella vale más que ella y no se limita a la naturalidad de lo bio-zoológico (sacrificable) —aunque el sacrificio verdadero debe sacrificar no sólo la vida “natural”, así llamada “animal” o “biológica”, sino lo que vale asimismo más que la susodicha vida natural—. De esa forma, el respeto a la vida no concierne, en los discursos de la religión como tal, sino a la sola “vida humana”, en la medida en que da testimonio, en cierto modo, de la trascendencia infinita de lo que vale más que ella (la divinidad, la sacrosantidad[xxviii] de la ley). El precio del viviente humano, es decir, del viviente antropoteológico, el precio de lo que debe permanecer salvo (heilig, sagrado, sano y salvo, indemne, inmune), en cuanto precio absoluto, el precio de lo que debe inspirar respeto, pudor, continencia, dicho precio no tiene precio. Corresponde a lo que Kant denomina la dignidad (Würdigkeit) del fin en sí, del ser finito razonable, del valor absoluto más allá de cualquier valor comparable en un mercado (Marktpreis). Esta dignidad de la vida no se puede mantener sino más allá de lo que está vivo y presente. De ahí la trascendencia, el fetichismo y la espectralidad, de ahí la religiosidad de la religión. Ese exceso sobre lo que está vivo y cuya vida no vale absolutamente salvo si vale más que la vida, más que ella misma, en resumidas cuentas, es lo que abre el espacio de muerte que se vincula con el autómata (ejemplarmente “fálico”), la técnica, la máquina, la prótesis, la virtualidad, en una palabra, las dimensiones de la suplementariedad autoinmunitaria y autosacrificial, esa pulsión de muerte que se afana en silencio sobre toda comunidad, toda auto-co-inmunidad y, en verdad, la constituye como tal, en su iterabilidad, su herencia, su tradición espectral. Comunidad como auto-inmunidad común: no hay comunidad que no alimente su propia autoinmunidad, un principio de autodestrucción sacrificial que arruina el principio de protección de sí (del mantenimiento de la integridad intacta de uno mismo), y ello con vistas a alguna super-vivencia invisible y espectral. Esta atestación autocontestataria mantiene a la comunidad autoinmune en vida, es decir, abierta a otra cosa distinta y que es más que ella misma: lo otro, el porvenir, la muerte, la libertad, la venida o el amor del otro, el espacio y el tiempo de una mesianicidad espectralizante más allá de cualquier mesianismo. Ahí reside la posibilidad de la religión, el vínculo religioso (escrupuloso, respetuoso, púdico, continente, inhibido) entre el valor de la vida, su “dignidad” absoluta, y la máquina teológica, la “máquina de hacer dioses”.

41. La religión, como respuesta de doble significado y doble comprensión, es entonces una elipse/elipsis, la del sacrificio. ¿Se puede imaginar una religión sin sacrificio y sin oración? El signo por el que Heidegger cree reconocer la ontoteología es que la relación con el Ente absoluto o con la Causa suprema se ha liberado, perdiéndolos de ese mismo modo, de la ofrenda sacrificial y de la oración. Pero también ahí hay dos fuentes: la ley dividida, el double bind, y asimismo el doble foco, la elipse/elipsis o la duplicidad originaria de la religión, es que la ley de lo indemne, la salvación de lo salvo, el respeto púdico de lo que es sacrosanto (heilig, holy), exige y excluye a la vez el sacrificio, a saber, la indemnización de lo indemne, el precio de la inmunidad. Por consiguiente, la autoinmunización y el sacrificio del sacrificio. Este representa siempre el mismo movimiento, el precio que hay que pagar para no herir o dañar a lo otro absoluto. Violencia del sacrificio en nombre de la no-violencia. El respeto absoluto ordena, en primer lugar, el sacrificio de sí mismo, del interés más preciado. Si Kant habla de la “santidad” de la ley moral es porque mantiene explícitamente, como se sabe, un discurso sobre el “sacrificio”, a saber, sobre otra instancia de la religión “en los límites de la mera razón”, de la religión cristiana como la única religión “moral”. El sacrificio de sí sacrifica, pues, lo más propio al servicio de lo más propio. Como si la razón pura, en ese proceso de indemnización autoinmune, no pudiera oponer nunca sino la religión a una religión o la fe pura a esta o aquella creencia.

42. En nuestras “guerras de religión”, la violencia tiene dos edades. Una, de la que hablamos anteriormente, parece ‘”contemporánea”, concuerda o se alía con la hipersofisticación de la teletecnología militar —de la cultura “digital” y ciberespacial—. La otra es una “nueva violencia arcaica”, por así decirlo. Replica a la primera y a todo lo que representa. Revancha. Echando mano de hecho a los mismos recursos del poder mediático, [re]aparece (según el retorno, el recurso, la vuelta a las fuentes y la ley de reactividad interna y autoinmune que tratamos de formalizar aquí) en la mayor cercanía con el cuerpo propio y con lo viviente premaquínico. Al menos en la mayor cercanía con su deseo y con su fantasmagoría. Uno se venga contra la máquina expropiadora y descorporalizante recurriendo —volviendo— a las manos, al sexo o al instrumento elemental, a menudo al “arma blanca”. Lo que se denomina “carnicerías” y “atrocidades”, palabras que nunca se utilizan en las guerras “propias/limpias”, allí donde justamente no se pueden contar los muertos (obuses teledirigidos sobre ciudades enteras, misiles “inteligentes”, etc.), son las torturas, las decapitaciones, las mutilaciones de todo tipo. Se trata siempre de una venganza declarada, a menudo declarada como revancha sexual: violaciones, sexos mutilados o manos cercenadas, exhibición de cadáveres, expediciones de cabezas cortadas que se llevaban antaño, en Francia, en la punta de una pica (pro-cesiones fálicas de las “religiones naturales”). Esto es lo que se hace, por ejemplo, pero sólo se trata de un ejemplo, hoy en día, en Argelia, en nombre del islam al que invocan, cada uno a su manera, ambos beligerantes. Estos son también los síntomas de un recurso reactivo y negativo, la venganza del cuerpo propio contra una teletecno-ciencia expropiadora y deslocalizadora, aquella que a menudo se encuentra identificada con la mundialidad del mercado, con la hegemonía militaro-capitalística, con la mundialatinización del modelo democrático europeo bajo su doble forma, secular y religiosa. De ahí, otra figura del doble origen, la previsible alianza de los peores efectos de fanatismo, dogmatismo u oscurantismo irracional con la agudeza hipercrítica y el análisis vigilante de las hegemonías y los modelos del adversario (mundialatinización, religión que no dice su nombre, etnocentrismo de rostro —como siempre— “universalista”, mercado de la ciencia y de la técnica, retórica democrática, estrategia de lo “humanitario” o del “mantenimiento de la paz” por una peace-keeping force, allí donde nunca se contarán de la misma forma los muertos de Ruanda y los de los Estados Unidos de América o de Europa). Esa radicalización arcaica y en apariencia más salvaje de la violencia “religiosa” pretende, en nombre de la “religión”, hacer que la comunidad viviente vuelva a echar raíces, que vuelva a hallar su lugar, su cuerpo y su idioma intactos (indemnes, salvos, puros, limpios/propios). Siembra la muerte y desencadena la autodestrucción con un gesto desesperado (autoinmune) que se ceba en la sangre de su propio cuerpo: como para desarraigar el desarraigo y reapropiarse de la sacralidad intacta y salva de la vida. Doble raíz, doble desarraigo, doble erradicación.

43. Doble violación. Una nueva crueldad vendría, pues, a aliar, en unas guerras que también son guerras de religión, la calculabilidad tecnocientífica más avanzada con el salvajismo reactivo que querría cebarse de inmediato en el cuerpo propio, en la cosa sexual —que se puede violar, mutilar o sencillamente denegar, desexualizar—, otra forma de la misma violencia. ¿Resulta posible hablar hoy de esa doble violación, hablar de ella de una manera que no sea demasiado tonta, inculta ni necia, “ignorando” el “psicoanálisis”? Ignorar el psicoanálisis es algo que se puede hacer de mil formas, a veces con una gran cultura psicoanalítica pero dentro de una cultura disociada. Se ignora el psicoanálisis mientras no se lo integre en los discursos hoy en día más potentes sobre el derecho, la moral, la política pero también sobre la ciencia, la filosofía, la teología, etc. Hay mil formas de evitar dicha integración consecuente, incluso en el medio institucional del psicoanálisis. Ahora bien, el “psicoanálisis” (hay que ir cada vez más de prisa) está en recesión en Occidente: jamás franqueó, jamás de manera efectiva, las fronteras de una parte de la “vieja Europa”. Este “hecho” pertenece con pleno derecho a la configuración de fenómenos, signos, síntomas que interrogamos aquí bajo el título de la “religión”. ¿Cómo se pueden pretender nuevas Luces para dar cuenta de ese “retorno de lo religioso” sin poner en práctica al menos una cierta lógica del inconsciente? ¿Sin trabajar con ella, por lo menos, y con la cuestión del mal radical, de la reacción frente al mal radical que se encuentra en el centro del pensamiento freudiano? Semejante cuestión ya no se puede separar de otras muchas: la compulsión a la repetición, la “pulsión de muerte”, la diferencia entre “verdad material” y “verdad histórica” que, en un primer momento, se impuso precisamente con respecto a la “religión” y que se elaboró, en primer lugar, en la máxima proximidad a una interminable cuestión judía. Es cierto que el saber psicoanalítico también puede desarraigar y despertar a la fe abriéndose a un nuevo espacio de la testimonialidad, a una nueva instancia de la atestación, a una nueva experiencia del síntoma y de la verdad. Ese nuevo espacio debería ser también, aunque no sólo, jurídico y político. Tendremos que volver sobre esto.

44. Sin cesar tratamos de pensar conjuntamente, pero de otra manera, el saber y la fe, la tecnociencia y la creencia religiosa, el cálculo y lo sacrosanto. Sin cesar, nos hemos cruzado en estos parajes con la alianza, santa o no santa, de lo calculable y lo incalculable. Y de lo innumerable y el número, lo binario, lo numérico y lo digital. Ahora bien, el cálculo demográfico concierne hoy en día a uno de los aspectos, por lo menos, de la “cuestión religiosa” en su dimensión geopolítica. En lo que respecta al porvenir de una religión, la cuestión del número afecta tanto a la cantidad de las “poblaciones” como a la indemnidad viviente de Ios “pueblos”. Esto no quiere decir solamente que hay que contar con la religión sino que hay que cambiar las maneras de contar los fieles en la época de la mundialización. Sea o no “ejemplar”, la cuestión judía sigue siendo aún un ejemplo (sample, muestra, caso particular) bastante bueno con vistas a la elaboración futura de esta problemática demográfico-religiosa. En verdad, esta cuestión de los números es obsesiva, como se sabe, en las Sagradas Escrituras y los monoteísmos. Cuando se sienten amenazados por una teletecnociencia expropiadora y deslocalizadora, los “pueblos” temen asimismo nuevas formas de invasión. Les aterrorizan las “poblaciones” extranjeras cuyo crecimiento, lo mismo que su presencia, indirecta o virtual pero por lo mismo tanto más opresiva, se torna incalculable. Por consiguiente, nuevas maneras de contar. Se puede interpretar de más de una forma la supervivencia inaudita del pequeño “pueblo judío” y la proyección mundial de su religión, fuente única de los tres monoteísmos que comparten una cierta dominación del mundo y a los que, por consiguiente, por lo menos iguala en dignidad. Se puede interpretar de mil maneras su resistencia tanto a los intentos de exterminio como a una desproporción demográfica de la que no se conoce ningún otro ejemplo. Pero ¿qué pasará con esta supervivencia el día (que tal vez ya ha llegado) en que la mundialización quede saturada? Entonces, la “globalización”, como dicen los  norteamericanos, quizá no permita ya recortar en la superficie de la tierra humana esos microclimas, esas microzonas históricas, culturales, políticas, la pequeña Europa* y el Oriente Medio, en los que el “pueblo judío” ya ha tenido tantas dificultades para sobre-vivir y dar testimonio de su fe. “Comprendo el judaísmo como la posibilidad de proporcionarle a la Biblia un contexto, de conservar legible ese libro”, dice Levinas. ¿Acaso la mundialización de la realidad y el cálculo demográficos no tornan la probabilidad de dicho “contexto” más débil que nunca y tan amenazadora para la supervivencia como lo peor, el mal radical de la “solución final”? “Dios es el porvenir”, dice también Levinas, mientras que Heidegger ve anunciarse el “último dios” incluso en la ausencia misma de porvenir: “El último dios: halla su despliegue esencial en el signo (im Wink), la defección y la ausencia de adviento (dem Anfall und Ausbleib der Ankunft), al igual que la huida de los dioses pasados y su secreta metamorfosis”.[xxix]

Esta cuestión es quizá más grave y más urgente para el Estado y las naciones de Israel, pero concierne asimismo a todos los judíos, y también sin duda, de una forma menos evidente, a todos los cristianos del mundo. En modo alguno a los musulmanes hoy en día. Ésta es, hasta la fecha, una diferencia fundamental entre los tres “grandes monoteísmos” originarios.

45. ¿Acaso no hay siempre otro lugar de dispersión? ¿Dónde se divide hoy la fuente, al igual que lo mismo se disocia entre fe y saber? La reactividad original frente a una teletecnociencia expropiadora y deslocalizadora debe responder por lo menos a dos figuras. Estas se superponen y también se turnan o se sustituyen, no produciendo en verdad en el lugar mismo del emplazamiento más que suplementariedad indemnizante y autoinmune:

1. El desarraigo, ciertamente, de la radicalidad de las raíces (Entwürzelung, diría Heidegger, al que citamos antes) y de todas las formas de physis originaria, de todos los supuestos recursos de una fuerza generativa propia, sagrada, indemne, “sana y salva” (heilig): identidad étnica, filiación, familia, nación, suelo y sangre, nombre propio, idioma propio, cultura y memoria propias.

2. Pero también, más que nunca, contrafetichismo del mismo deseo invertido, la relación animista con la máquina teletecnocientífica, que se torna a partir de entonces máquina del mal, y del mal radical; máquina, ahora bien, que sirve tanto para manipular como para exorcizar. Puesto que ésta es el mal que hay que domesticar y puesto que se utilizan cada vez más artefactos y más prótesis de los que se ignora todo, con una creciente desproporción entre el saber y el saber-hacer, el espacio de dicha experiencia técnica tiende entonces a tornarse más animista, mágico, místico. Lo que en ella sigue siendo siempre espectral tiende entonces a tornarse, de acuerdo —por así decirlo— con esa desproporción, cada vez más primitivo y arcaico. De modo que el rechazo puede adoptar, lo mismo que una aparente apropiación, la forma de una religiosidad estructural e invasora. Cierto espíritu ecologista puede participar de ello. (Ahora bien, hay que distinguir aquí entre esa vaga ideología ecologista y un discurso o una política ecológicos cuyas competencias a veces son muy rigurosas.) Jamás, en la historia de la humanidad, al parecer, ha sido tan grave la desproporción entre la incompetencia científica y la competencia manipuladora. Ya ni siquiera se la puede medir en lo que respecta a esas máquinas cuya utilización es cotidiana, cuyo dominio está asegurado y cuya proximidad cada vez es más estrecha, interior, doméstica. Antes de ayer, ciertamente, los soldados no sabían cómo funcionaba el arma de fuego que, sin embargo, sabían utilizar muy bien. Ayer, no siempre los conductores de automóviles o los viajeros de un tren sabían demasiado bien cómo “andaba eso”. Pero su incompetencia relativa no tiene ya medida común (cuantitativa) alguna ni analogía (cualitativa) alguna con aquella que relaciona hoy a la mayor parte de la humanidad con las máquinas de las que vive o con las que aspira a vivir con una familiaridad cotidiana. ¿Quién es capaz de explicar científicamente a sus hijos cómo funcionan el teléfono (por cable submarino o satélite), la televisión, el fax, el ordenador, el correo electrónico, el CD-ROM, la tarjeta magnética, el avión a reacción, la distribución de la energía nuclear, el escáner, la ecografía, etcétera?

46. La misma religiosidad debe aliar la reactividad del retorno primitivo y arcaico, como ya dijimos, tanto con el dogmatismo oscurantista como con la vigilancia hipercrítica. Las máquinas contra las que combate tratando de apropiárselas también son máquinas que destruyen la tradición histórica. Pueden desplazar las estructuras tradicionales de la ciudadanía nacional, tienden a borrar a la vez las fronteras del Estado y la propiedad de las lenguas. Desde entonces, la reacción religiosa (rechazo y asimilación, introyección e incorporación, indemnización y duelo imposibles) siempre tiene dos vías normales, concurrentes y aparentemente antitéticas. Pero ambas pueden tanto oponerse a como aliarse con una tradición “democrática”: y tenemos o bien el fervoroso retorno a la ciudadanía nacional (patriotismo del en casa en todas sus formas, apego al Estado-nación, despertar del nacionalismo o del etnocentrismo con mucha frecuencia vinculados con las Iglesias o con las autoridades del culto); o bien, muy por el contrario, la protesta universal, cosmopolita o ecuménica:

“¡Ecologistas, humanistas, creyentes de todos los países, uníos en una Internacional del antiteletecnologismo!”. Se trata de una Internacional que, por lo demás —y en ello reside la singularidad de nuestro tiempo—, sólo puede desarrollarse dentro de los circuitos contra los que combate, utilizando los medios del adversario. A la misma velocidad contra un adversario que, en verdad, es el mismo. El mismo en dos, a saber, lo que se denomina lo contemporáneo en la vociferante anacronía de su dislocación. Indemnización autoinmune. Por eso, esos movimientos “contemporáneos” deben buscar la salvación (tanto lo sano y salvo como lo sacrosanto), y también la salud en la paradoja de una nueva alianza entre lo teletecnocientífico y las dos matrices de la religión (lo indemne, heilig, holy, por una parte; la fe o la creencia, lo fiduciario, por la otra). Lo “humanitario” proporcionaría un buen ejemplo de ello. Las “fuerzas para el mantenimiento de la paz”, también.

47. ¿De qué habría que dejar constancia si se tratase de formalizar de manera económica el axioma de las dos fuentes en torno a cada una de las dos “lógicas”, si se quiere, o de los dos “recursos” distintos de lo que Occidente denomina en latín “religión”? Recordemos la hipótesis de esas dos fuentes: por una parte, la fiduciar-iedad de la confianza, de la fiabilidad o de la fianza (creencia, fe, crédito, etc.); por otra parte, la indemn-idad de lo indemne (lo sano y lo salvo, lo inmune, lo santo, lo sagrado, heilig, holy). Quizás, en primer lugar, habría que asegurarse por lo menos de lo siguiente: cada uno de estos axiomas, en cuanto tal, refleja ya y presupone al otro. Un axioma afirma siempre, su nombre así lo indica, un valor, un precio; confirma o promete una evaluación que debe permanecer intacta y dar lugar, como cualquier valor, a un acto de fe. Luego, cada uno de los dos axiomas hace posible, aunque no necesario, algo parecido a una religión, es decir, un aparato constituido de dogmas o de artículos de fe determinados y que es indisociable de un socius histórico dado (Iglesia, clero, autoridad socialmente legitimada, pueblo, idioma compartido, comunidad de fieles comprometidos en la misma fe y que acreditan la misma historia). Ahora bien, habrá siempre un hiato irreductible entre la apertura de la posibilidad (como estructura universal) y la necesidad determinada de esta o de aquella religión; y a veces dentro de cada religión entre, por una parte, aquello que la mantiene en la máxima proximidad a su posibilidad propia y “pura” y, por otra parte, sus propias necesidades o autoridades determinadas por la historia. Por eso, siempre se podrá criticar, rechazar, combatir esta o aquella forma de sacralidad o de creencia, incluso de autoridad religiosa en nombre de la posibilidad más originaria. Esta puede ser universal (la fe o la fiabilidad, la “buena fe” como condición del testimonio, del vínculo social e incluso del más radical cuestionamiento) o ser ya particular, por ejemplo, la creencia en tal acontecimiento originario de revelación, de promesa o de inyunción, como en la referencia a las Tablas de la ley, al cristianismo primitivo o a alguna sentencia o escritura fundamental, más arcaica y más pura que el discurso clerical o teológico. Pero parece imposible denegar la posibilidad en cuyo nombre y gracias a la cual la necesidad derivada (la autoridad o la creencia determinadas) sería acusada, o puesta en cuestión, en suspenso, y sería rechazada o criticada, incluso deconstruida.

No se puede no denegarla: esto quiere decir que, como mucho, se la puede denegar. El discurso, en efecto, que se le opondría entonces, siempre cederá a la figura o a la lógica de la denegación. Este sería el lugar en el que, antes o después de todas las Luces del mundo, la razón, la crítica, la ciencia, la teletecnociencia, la filosofía, el pensamiento en general conservan el mismo recurso que la religión en general.

48. Esta última proposición, sobre todo en lo que concierne al pensamiento, reclama al menos algunas precisiones de principio. Resulta imposible dedicarle aquí tantos y tantos desarrollos necesarios o multiplicar —no sería difícil— las referencias a todos aquellos que, antes o después de todas las Luces del mundo, han creído en la independencia de la razón crítica, del saber, de la técnica, de la filosofía y del pensamiento respecto de la religión e incluso de toda fe. ¿Por qué privilegiar entonces el ejemplo de Heidegger? Debido a su extremismo y a lo que dice, en ese tiempo, de cierto “extremismo”. Sin duda, lo recordábamos anteriormente, Heidegger escribió en una carta a Löwith, en 1921: “Soy un ‘teólogo cristiano’”.[xxx] Esta declaración merecería unos protocolos de interpretación muy extensos y, con seguridad, no equivale a una simple profesión de fe. Mas no contradice, ni anula ni prohíbe esta otra certeza: Heidegger no sólo declaró, muy pronto y en varias ocasiones, que la filosofía era en su principio mismo “atea”, que la idea de la filosofía es para la fe una “locura” (lo que supone por lo menos la recíproca), y la idea de una filosofía cristiana tan absurda como un “círculo cuadrado”. No sólo excluyó hasta la posibilidad de una filosofía de la religión. No sólo propuso una disociación radical entre la filosofía y la teología, ciencia positiva de la fe, sino entre el pensamiento y la teiología,[xxxi] discurso sobre la divinidad de lo divino. No sólo intentó una “destrucción” de todas las formas de la ontoteología, etc. También escribió, en 1953: “La creencia [o la fe] no tiene sitio alguno en el pensamiento (Der Glaube hat im Denken keinen Platz)”.[xxxii] Sin duda, el contexto de esta declaración tan firme es bastante peculiar. La palabra Glaube parece aludir, ante todo, a una forma de la creencia, la credulidad o el consentimiento ciego a la autoridad. En efecto, se trata entonces de la traducción de un Spruch (palabra, sentencia, dictamen, decisión, poema, en todo caso, una palabra que no se puede reducir al enunciado teórico, científico o aun filosófico, y que se vincula de manera a la vez singular y performativa con lo que es la lengua). En un pasaje que se refiere a la presencia (Anwesen, Präsenz) y a la presencia en la representación del representar, (in der Repräsentation des Verstellens), escribe Heidegger: “No podemos probar (beweisen) científicamente la traducción, ni debemos, en virtud de alguna autoridad, otorgarle fe [otorgarle crédito, creerla] (glauben). El alcance de la prueba [se sobreentiende, “científica”] es demasiado exiguo. La creencia no tiene sitio alguno en el pensamiento [en el pensar] (Der Glaube hat im Denken keinen Platz)”. De ese modo, Heidegger destituye al mismo tiempo tanto la prueba científica (lo que podría hacer pensar que acredita en cierta medida un testimonio no-científico) como el creer, aquí la confianza crédula y ortodoxa, la cual, cerrando los ojos, asiente a y acredita dogmáticamente la autoridad (Autorität). Es cierto y ¿quién podría contradecirlo? ¿Quién querría jamás confundir el pensamiento con semejante consentimiento? Pero, dicho esto, Heidegger extiende con fuerza y radicalidad la aserción según la cual el creer en general no tiene sitio alguno en la experiencia o en el acto de pensar en general. Y aquí nos podría costar un cierto trabajo seguirlo. Primero, por su propio camino. Aunque se evite, como conviene hacer de la forma más rigurosa posible, el riesgo de confundir las modalidades, los niveles, los contextos, parece difícil, sin embargo, disociar de la fe en general (Glaube) lo que el propio Heidegger, con el nombre de Zusage (“acuerdo, asentimiento, fianza o confianza”), designa como lo más irreductible, incluso lo más originario del pensamiento, antes incluso de ese cuestionamiento del que dijo que constituye la piedad (Frömmigkeit) del pensamiento. Sabemos que, aunque no volvió a poner en cuestión esta última afirmación, Heidegger aportó más adelante una precisión que convertía la Zusage en el movimiento más propio del pensamiento y, en el fondo (aunque Heidegger no lo diga de esta forma), en aquello sin lo que no surgiría siquiera la cuestión misma.[xxxiii] Esa Llamada a una especie de fe, esa llamada a la fianza de la Zusage, “antes” de toda cuestión, por lo tanto “antes” de todo saber, de toda filosofía, etc., se formula sin duda de un modo especialmente sobrecogedor bastante tarde (1957). Se formula incluso bajo la forma (poco frecuente en Heidegger, de ahí el interés que a menudo se le confiere) no ya de una autocrítica o de un remordimiento sino de una vuelta sobre una formulación que hay que afinar, que precisar, digamos más bien que hay que re-iniciar de otro modo. Ahora bien, dicho gesto es menos nuevo y singular de lo que parece. Tal vez intentemos mostrar en otra parte (será preciso disponer de más tiempo y de más espacio) que es consecuente con todo lo que, desde la analítica existencial hasta el pensamiento del ser y de la verdad del ser, reafirma continuamente lo que denominaremos (en latín, desgraciadamente, y de forma demasiado romana para Heidegger) una cierta sacralidad testimonial, digamos incluso una profesión de fe. Esta continua reafirmación atraviesa toda la obra de Heidegger. Habita el motivo decisivo y en general poco señalado de la atestación (Bezeugung) en Sein und Zeit, con todos aquellos que son indisociables y dependientes de aquél, es decir, todos los existenciales y, muy cerca de ellos, la conciencia (Gewissen), la responsabilidad o culpabilidad originaria (Schuldigsein) y la Entschlossenheit (la determinación resuelta). No podemos realizar el esfuerzo de abordar aquí la inmensa cuestión de la repetición ontológica, para todos esos conceptos, de una tradición cristiana tan marcada. Contentémonos, pues, con situar un principio de lectura. Al igual que la experiencia de la atestación (Bezeugung) auténtica y al igual que todo lo que de ella depende, el punto de partida de Sein und Zeit tiene su lugar en una situación que no puede ser radicalmente ajena a lo que se denomina la fe. No la religión, por supuesto; ni la teología, sino aquello que, en la fe, asiente antes o más allá de toda cuestión, en la experiencia ya común de una lengua y de un “nosotros”. El lector de Sein und Zeit y el firmante que lo toma como testigo ya están en el elemento de esa fe en el momento en que Heidegger dice “nosotros” para justificar la elección del ente “ejemplar” que es el Dasein, ese ser cuestionante al que también hay que interrogar como un testigo ejemplar. Y aquello que hace posible, para ese “nosotros”, la posición y la elaboración de la cuestión del ser, la explicitación y la determinación de su “estructura formal” (das Gefragte, das Erfragte, das Befragte), antes de toda cuestión, ¿acaso no es lo que Heidegger, entonces, denomina un Faktum, a saber, esa precomprensión vaga y ordinaria del sentido del ser y, en primer lugar, de las palabras “es” o “ser” en el lenguaje o en una lengua (§ 2)? Ese Faktum no es un hecho empírico. Cada vez que Heidegger emplea esa palabra, somos necesariamente reconducidos a esa zona en donde el asentimiento es de rigor. Sea formulado o no, se lo requiere siempre, antes de y con vistas a cualquier posible cuestión, por consiguiente, antes de toda filosofía, de toda teología, de toda ciencia, de toda crítica, de toda razón, etc. Esa zona es la de una fe constantemente reafirmada a través de una cadena abierta de conceptos, empezando por los que ya hemos citado (Bezeugung, Zusage, etc.), pero también se abre a todo aquello que, en el camino de pensamiento de Heidegger, marca el alto reservado de la continencia (Verhaltenheit) o la estancia (Aufenthalt) en el pudor (Scheu) cerca de lo indemne, lo sagrado, lo sano y lo salvo (das Heilige), el paso o la venida del último dios que el hombre sin duda no está todavía preparado para recibir.[xxxiv] Es demasiado evidente que el movimiento propio de esa fe no configura una religión. ¿Está indemne de toda religiosidad? Puede ser. Pero y de toda “creencia”, de esa “creencia” que no tendría “sitio alguno en el pensamiento”? Eso parece menos seguro. Puesto que la máxima cuestión sigue siendo, en nuestra opinión, bajo su forma todavía muy reciente: “¿Qué es creer?”, habrá que preguntarse (en otro lugar) cómo y por qué Heidegger puede a la vez afirmar una de las posibilidades de lo “religioso” cuyos signos (Faktum, Bezeugung, Zusage, Verhaltenheit, Heilige, etc.) acabamos de evocar esquemáticamente y rechazar con la misma energía la “creencia” o la “fe” (Glaube).[xxxv] Nuestra hipótesis remite de nuevo a las dos fuentes o matrices de la religión que distinguíamos anteriormente: la experiencia de la sacralidad y la experiencia de la creencia. Acogiendo mejor la primera (en su tradición greco-hölderliniana o incluso arqueo-cristiana), Heidegger se habría resistido más a la segunda, reduciéndola constantemente a otras tantas figuras que no dejó de poner en cuestión, por no decir de “destruir” o de denunciar: la creencia dogmática o crédula en la autoridad, por supuesto, pero también la creencia según las religiones del Libro y la ontoteología, y sobre todo aquello que en la creencia en el otro le pudo parecer (sin razón, en nuestra opinión) que apelaba necesariamente a la subjetividad egológica del alter ego. Nos referimos aquí a la creencia pedida, requerida, a la creencia fiel en lo que, viniendo del otro radicalmente otro, allí donde su presentación originaria y en persona sería por siempre imposible (testimonio o palabra dados en el sentido más elemental e irreductible que sea posible, promesa de verdad hasta en el perjurio), constituiría la condición del Mitsein, de la relación o del apóstrofe al prójimo en general.

49. Más allá de la cultura, de la semántica o de la historia del derecho —por lo demás entremezcladas— que determinan esa palabra o ese concepto, la experiencia del testimonio sitúa una confluencia de estas dos fuentes: lo indemne (lo salvo, lo sagrado o lo santo) y lo fiduciario (fiabilidad, fidelidad, crédito, creencia o fe, “buena fe” implicada hasta en la peor “mala fe”). Decimos estas dos fuentes, en uno de sus encuentros, pues la figura de ambas fuentes, lo hemos comprobado, se multiplica: no podemos ni contarlas, y ésta sería quizás otra necesidad de nuestra interrogación. En el testimonio, la verdad es prometida más allá de toda prueba, de toda percepción, de toda mostración intuitiva. Aunque yo mienta o perjure (y siempre y sobre todo cuando lo hago), prometo la verdad y ruego al otro que crea al otro que soy, allí donde soy el único que puede dar testimonio de ello y allí donde el orden de la prueba o de la intuición no serán nunca reductibles u homogéneos a esa fiduciariedad elemental, a esa “buena fe” prometida o requerida. Esta última, ciertamente, no está nunca pura de toda iterabilidad ni de toda técnica, ni, por consiguiente, de toda calculabilidad. Porque promete asimismo su repetición desde el primer momento. Se halla implicada en todo apóstrofe al otro. Desde el primer momento es coextensiva con éste y condiciona así todo “vínculo social”, todo cuestionamiento, todo saber, toda performatividad y toda realización tele-tecnocientífica, en sus formas más sintéticas, artificiales, protéticas, calculables. El acto de fe exigido por la atestación, por su estructura, lleva más allá de cualquier intuición y de cualquier prueba, de cualquier saber (“juro que digo la verdad, no necesariamente la ‘verdad objetiva’ sino la verdad de lo que creo que es la verdad, te digo esa verdad, créeme, cree en lo que creo, allí donde nunca podrás ver ni saber en el lugar irremplazable y no obstante universalizable, ejemplar, desde el que te hablo; mi testimonio tal vez sea falso, pero yo soy sincero y voy de buena fe, no es un falso testimonio”). ¿Qué hace, pues, la promesa de ese performativo axiomático (cuasi trascendental) que condiciona y precede, como si fuera su sombra, tanto a las declaraciones “sinceras” como a las mentiras y a los perjurios y, por lo tanto, a todo apóstrofe al otro? Viene a decir: “Cree en lo que te digo igual que se cree en un milagro”. Y por mucho que el más mínimo testimonio se refiera a la cosa más verosímil, ordinaria o cotidiana, apela a la fe, igual que haría un milagro. Se propone como el milagro mismo en un espacio que no deja ninguna posibilidad para el desencanto. La experiencia del desencanto, por indudable que sea, no es sino una modalidad de esa experiencia “milagrera”, el efecto reactivo y pasajero, en cada una de sus determinaciones históricas, de lo maravilloso testimonial. Que se vea uno impelido a creer en todo testimonio como en un milagro o en una “historia extraordinaria” es algo que se inscribe sin más dilación en el concepto mismo de testimonio. Y no hay que sorprenderse al ver que los ejemplos de “milagros” invaden todas las problemáticas del testimonio, sean éstas clásicas o no, críticas o no. La atestación pura, si la hay, pertenece a la experiencia de la fe y del milagro. Al estar implicada en todo “vínculo social”, por ordinario que sea, ésta se vuelve tan indispensable para la Ciencia como para la Filosofía o para la Religión. Esa fuente puede reunirse o disociarse, volver-a-juntarse o des-juntarse. A la vez o sucesivamente. Puede parecer contemporánea de sí misma allí donde la fianza testimonial en el aval del otro aúna la creencia en el otro con la sacralización de una presencia-ausencia o con la santificación de la ley como ley del otro. Dividirse, lo puede hacer de diversas maneras. En primer lugar, en la alternativa entre una sacralidad sin creencia (indicio de este jeroglífico: “Heidegger”) y una fe en una santidad sin sacralidad, en verdad, desacralizante, haciendo incluso que un cierto desencanto se convierta en la condición de la auténtica santidad (indicio: “Levinas” —sobre todo el autor de De lo sagrado a lo santo—). Después, se puede disociar allí donde lo que constituye el susodicho “vínculo social” en la creencia es también su interrupción. No hay oposición —fundamental— entre “vínculo social” y “desvinculación social”. Cierta desvinculación interruptiva es la condición del “vínculo social”, la respiración misma de toda “comunidad”. Allí no hay ni siquiera el nudo de una condición recíproca, sino más bien la posibilidad abierta a que todo nudo se desanude, la posibilidad abierta al corte o la interrupción. Ahí se abriría el socius o la relación con el otro como secreto de la experiencia testimonial —por consiguiente, de una determinada fe—. Si la creencia es el éter del apóstrofe y de la relación con el cualquier/radicalmente otro, es precisamente en la experiencia misma de la no- relación o de la interrupción absoluta (indicios: “Blanchot”, “Levinas”...). La hipersantificación de esa no-relación o de esa trascendencia pasaría ahí, una vez más, por la desacralización, no digamos la secularización o la laicización, conceptos demasiado cristianos; tal vez incluso por cierto “ateísmo”, en todo caso por una experiencia radical de los recursos de la “teología negativa” —e incluso más allá de su tradición—. Aquí habría que separar, gracias a otro léxico, por ejemplo hebraico (la santidad del kidush), lo sagrado de lo santo, y no contentarse ya con la distinción latina que recuerda Benveniste entre la sacralidad natural en las cosas y la santidad de la institución o de la ley.[xxxvi] Esa disyunción interruptiva prescribe una especie de igualdad inconmensurable en la disimetría absoluta. La ley de esa intempestividad interrumpe y hace la historia, desbarata toda contemporaneidad y abre el espacio mismo de la fe. Designa el desencanto como el recurso mismo de lo religioso. El primero y el último. Nada parece, pues, más arriesgado, más difícil de mantener, nada parece aquí y allá más imprudente que un discurso firme sobre la época del desencanto, la era de la secularización, el tiempo de la laicidad, etcétera 

50. Calculabilidad: cuestión aparentemente aritmética del dos, o más bien del n + Uno, a través y más allá de la demografía de la que hablamos anteriormente. ¿Por qué es preciso que haya siempre más de una fuente? No habría dos fuentes de la religión. Habría fe y religión, fe o religión porque hay dos por lo menos. Porque, tanto para bien como para mal, hay división e iterabilidad de la fuente. Ese suplemento introduce lo incalculable en el seno de lo calculable. (Levinas: “Es ese ser dos el que es humano, el que es espiritual”.) Pero lo más de Uno, sin demora, es más de dos. No hay alianza entre dos, a menos que eso signifique, en efecto, la locura pura de la fe pura. La peor violencia. Lo más de Uno es ese n + Uno que introduce el orden de la fe o de la fiabilidad en el apóstrofe al Otro pero también la división maquinal, mecánica (afirmación testimonial y reactividad, “sí, sí”, etc., contestador automático, answering machine y posibilidad del mal radical: perjurio, mentira, asesinato teledirigido, dirigido a distancia incluso cuando viola y mata con las manos, sin más).

51. La posibilidad del mal radical destruye e instituye la vez lo religioso. La ontoteología hace lo mismo cuando suspende el sacrificio y la oración, la verdad de esa oración que se mantiene, recordemos una vez más a Aristóteles, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de su oposición, en todo caso, según un determinado concepto de la verdad y del juicio. Al igual que la bendición, la oración pertenece a ese régimen originario de la fe testimonial o del martirio que tratamos de pensar aquí en su fuerza más “crítica”. La ontoteología encripta la fe y la destina a la condición de una especie de marrano español que habría perdido, que en verdad habría dispersado, multiplicado hasta la memoria de su único secreto. Emblema de una naturaleza muerta: la granada mordisqueada, una tarde de Pascua, sobre una bandeja.

52. En el fondo sin fondo de esa cripta, lo Uno + n engendra incalculablemente todos sus suplementos. Lo Uno + n se hace violencia y se guarda del otro. La autoinmunidad de la religión no puede sino indemnizarse sin fin asignable. Sobre el fondo sin fondo de una impasibilidad siempre virgen, kora del mañana en unas lenguas que ya no sabemos o que todavía no hablamos. Ese lugar es único, es lo Uno sin nombre. Da lugar, puede ser, pero sin la más mínima generosidad, ni divina ni humana. Ahí, la dispersión de las cenizas ni siquiera es prometida, ni la muerte d[on]ada.

(Esto es, quizás, lo que hubiese querido decir desde un cierto monte Moria, yendo a Capri, el año pasado, muy cerca del Vesubio y de Gradiva. Hoy, recuerdo lo que hace poco tiempo leí en Genet en Chatila, libro del que habría que recordar aquí tantas premisas en tantas lenguas, los actores y las víctimas, y las vísperas y la consecuencia, todos los paisajes y todos los espectros: “Una de las cuestiones que no evitaré es la de la religión”.[xxxvii] Laguna, 26 de abril de 1995.)

 

Notas: 

[i] É. Benveniste, Le Vocabulaire des institutions indo-européennes, Paris, Ed. de Minuit, 1969, t. II, p. 180 [trad. cast. de M. Armiño. Madrid, Taurus, 1983, p. 345]. Citaremos con frecuencia a Benveniste para asignarle asimismo una responsabilidad, por ejemplo, la de hablar con seguridad del “sentido propio”, precisamente en el caso del sol o de la luz, pero también de cualquier otra cosa. Dicha seguridad parece con mucho excesiva y más que problemática.

[ii] Cf. Sauf le nom, Paris, Galilée, 1993, sobre todo pp. 103 y ss. 

[iii] Debo remitir aquí a “Comment ne pas parler?”, en Psyché, Paris, Galilée, 1987, pp. 535 y ss. [trad. cast. de P. Peñalver en revista Anthropos (Barcelona), “Suplementos”, n° 13, 1989, pp. 3 y ss.], donde he abordado de modo más preciso, en un contexto análogo, estos temas de la jerarquía y de la “topolitología”

[iv] La palabra latina (incluso romana) de la que se sirve Levinas, por ejemplo en Du sacré au saint (Paris, Ed. de Minuit, 1977), no es, por supuesto, más que la traducción de una palabra hebrea (kidush).

[v] Cf por ejemplo, M. Heidegger, Andenken (1943): “Los poetas, cuando están en su ser, son proféticos. Pero no son ‘profetas’ en el sentido judeocristiano de esta palabra. Los ‘profetas’ de estas religiones no se atienen a esta predicción única de la palabra primordial de lo Sagrado (das voraufgründende Wort des Heiligen). Enseguida anuncian el dios con el que se contará en adelante como con la segura garantía de la salvación en la beatitud supraterrestre. Que no se desfigure la poesía de Hölderlin con lo ‘religioso’ de la ‘religión’ que sigue siendo el objeto de atención de la forma romana de interpretar (eine Sache der römischen Deutung) las relaciones entre los hombres y los dioses”. El poeta no es un “vidente” (Seher) ni un adivino (Wahrsager). “Lo Sagrado (das Heilige) que es dicho en la predicción poética no hace sino abrir el tiempo de una aparición de los dioses e indicar la región donde se sitúa la residencia (Die Ortschaft des Wohnens) sobre esta tierra del hombre requerido por el destino de la historia [...] Su sueño [el de la poesía] es divino mas no sueña con un dios.” (Gesamtausgabe, t. IV, p. 114 [trad. cast. de J. M. Valverde. Barcelona, Ariel, 1983, p. 130]).

Unos veinte años más tarde, en 1962, esta protesta insiste contra Roma, contra la figura esencialmente romana de la religión. Asocia, en la misma configuración, el humanismo moderno, la técnica, la política y el derecho. Durante su viaje a Grecia, tras la visita al monasterio ortodoxo de Kaisariani, en lo alto de Atenas, anota Heidegger: “Lo que la pequeña iglesia tiene de cristiano sigue estando aún en consonancia con lo griego antiguo, aquí reina un espíritu (das Walten eines Geistes) que no se plegará ante el pensamiento jurídico y estatal (dem kirchenstaatlich-juristischen Denken) de la Iglesia romana y su teología. En el lugar donde hoy se encuentra el mostrador del convento había en otro tiempo un santuario “pagano” (ein “heidnisches” Heiligtum) consagrado a Artemisa” (Aufenthalte, Séjours, Paris, Ed. du Rocher, 1989, trad. francesa F. Vezin ligeramente modificada, p. 71).

Más arriba, encontrándose en los parajes de la isla de Coral, de nuevo una isla, recuerda Heidegger que otra isla, Sicilia, le pareció a Goethe más próxima a Grecia; y la misma evocación asocia en dos frases los “rasgos de una Grecia romanizada e italiana (römisch-italienischen), vista a la “luz de un humanismo moderno”, y la venida de la “edad de las máquinas” (ibíd., p. 19). Y como la isla simboliza nuestro lugar de insistencia, recordémoslo, ese viaje a Grecia sigue siendo sobre todo para Heidegger una “estancia” (Aufenthalt), un alto en el pudor (Scheu) junto a Delos, la visible o la manifiesta, una meditación del desvelamiento a través de su nombre. Delos es también la isla “santa” o “salva” (die heilige Insel) (ibíd., p. 50).

[vi] Cf. Khôra y Spectres de Marx (Paris, Galilée, 1993) [Espectros de Marx, trad. cast. de J. M. Alarcón y C. de Peretti. Madrid. 1995] y Force de loi (Paris, Galilée, 1994) [trad. cast. de A. Barbeará y P. Peñalver en revista Doxa, n° 11, 1992, realizada a partir de una primera versión en AA. VV: Deconstruction and the Possibility of Justice, en “Cardozo Law Review”, New York, vol. II, n° 5-6, julio-agosto de 1990].

[vii] Debo remitir aquí a la lectura de ese texto, en particular a la lectura “política” que propongo de él en “Comment ne pas parler?”, en Psyché (ed. cit.), en Khôra (ed. cit.) y Sauf le nom (ed. cit.).

[viii] Cf. Sauf le nom, ed. cit., p. 95 

[ix] Incluso si a la cuestión “Qué es la tolerancia?” responde Voltaire: “Es el privilegio de la humanidad”, el ejemplo de la excelencia, aquí, la más alta inspiración de dicha “humanidad” sigue siendo cristiana: “De todas las religiones, la cristiana es sin duda la que debe inspirar más tolerancia, aunque hasta el momento los cristianos hayan sido los más intolerantes de todos los hombres” (Dictionnaire philosophique, artículo “Tolérance”) [trad. cast. Madrid, Temas de Hoy, 1995, 2 tomos]. La palabra “tolerancia” oculta por lo tanto un relato; en primer lugar cuenta una historia y una experiencia intracristianas. Transmite el mensaje que los cristianos dirigen a otros cristianos. Los cristianos (“los más intolerantes”) son llamados, por un correligionario y en un modo esencialmente correligionario, a la palabra de Jesús y al cristianismo auténtico de los orígenes. Si no se temiera disgustar a demasiada gente a la vez, se diría que por su anticristianismo vehemente, por su oposición sobre todo a la Iglesia romana, tanto como por su preferencia declarada, a veces nostálgica, por el cristianismo primitivo, Voltaire y Heidegger pertenecen a la misma tradición: protocatólica.

[x] Ibíd.

[xi] Como he intentado hacerlo en otra parte (Spectres de Marx, ed. cit., pp. 49 y ss. [trad. cast., pp. 37 y ss.]), propondría pensar lacondición de la justicia desde una cierta desvinculación, desde la posibilidad siempre a salvo, siempre por salvar, de ese secreto de la disociación, y no en la reunión (Versammlung) hacia la que la re-conduce Heidegger, en su preocupación sin duda justificada, hasta cierto punto, de sustraer Diké a la autoridad de Jus, a representaciones ético-jurídicas más tardías 

[xii] Indemnis: que no ha sufrido daño o perjuicio, damnum; esta última palabra habrá dado en francés “dam” (“au grand dam”, “con gran riesgo”) y proviene de dap-no-m, afiliado a daps, dapis, a saber, el sacrificio ofrecido a los dioses en compensación ritual. Se podría hablar en este último caso de indemnización y nos serviremos aquí y allá de esta palabra para designar a la vez el proceso de compensación y la restitución, a veces sacrificial, que reconstituye la pureza intacta, la integridad sana y salva, una limpieza y una propiedad no lesionadas. Esto es lo que dice en suma la palabra “indemne”: lo puro, lo no-contaminado, lo no-tocado, lo sagrado o lo santo antes de cualquier profanación, cualquier herida, cualquier ofensa, cualquier lesión. Se la ha escogido con frecuencia para traducir heilig (“sagrado, sano y salvo, intacto”) en Heidegger. Como la palabra heilig estará en el centro de estas reflexiones, nos era preciso, pues, aclarar desde ahora el uso que haremos a partir de este momento de las palabras “indemne”, “indemnidad”, “indemnización”. Más adelante, asociaremos con ellas y regularmente las palabras “inmune”, “inmunidad”, “inmunización” y sobre todo “autoinmunidad”.

* En francés, “áu doigt et à l’oeil”: “con el dedo y con el ojo”. [N. del E.]

[xiii] Falta espacio para multiplicar a este respecto las imágenes o los indicios. Los íconos de nuestro tiempo, por así decirlo: la organización, la concepción (fuerzas generadoras, estructuras y capitales) así como la representación audiovisual de los fenómenos culturales o sociorreligiosos. En un “ciberespacio” digitalizado, prótesis sobre prótesis, una mirada celeste, monstruosa, bestial o divina, algo así como un ojo de CNN vigila permanentemente: Jerusalén y sus tres monoteísmos, la multiplicidad, la velocidad y la amplitud sin precedente de los desplazamientos de un Papa avezado en la retórica televisiva (cuya última encíclica, Evangelium vitae, contra el aborto y la eutanasia, a favor de la sacralidad o la santidad de la vida sana y salva —indemne, heilig, holy—, de su reproducción en el amor conyugal —supuestamente la única inmunidad, junto con el celibato de los sacerdotes, contra el virus de la inmunodeficiencia humana [VIH]—, es inmediatamente difundida, masivamente “marketizada” y disponible en CD-ROM; se “cederromizan” hasta los signos de la presencia en el misterio eucarístico); las peregrinaciones aerotransportadas a La Meca; tantos milagros en directo (curaciones —bealings— la mayoría de las veces, es decir, retornos a lo indemne, heilig, holy, indemnizaciones) seguidos de anuncios publicitarios ante diez mil personas desde un plató de televisión americana; la diplomacia internacional y televisiva del Dalai-Lama, etcétera.

Tan notablemente ajustado a la escala y a las evoluciones de la demografía mundial, tan acorde con los poderes tecnocientíficos, económicos y mediáticos de nuestro tiempo, el poder de testimonio de todos esos fenómenos se encuentra así formidablemente intensificado, al mismo tiempo que reunido en el espacio digitalizado, por el avión supersónico o por las antenas audiovisuales. El éter de la religión habrá sido siempre hospitalario con una cierta virtualidad espectral. Hoy, como la sublimidad del cielo estrellado en el fondo de nuestros corazones, la religión “cederromanizada”, “ciberespaciada”, es asimismo la reactivación acelerada e hipercapitalizada de los espectros fundadores. En CD-ROM, trayectorias celestes de satélites, avión a reacción, TV, e-mail o networks de Internet. Actual o virtualmente universalizable, ultra-internacionalizable, encarnada por nuevas “corporaciones” cada vez más liberadas de los poderes estatales (democráticos o no, poco importa en el fondo, todo ello ha de revisarse, como la “mundialatinidad” del derecho internacional en su estado actual, es decir, en el umbral de un proceso de transformación acelerada e imprevisible).

[xiv] Sin hablar siquiera de otras dificultades y de otras objeciones posibles a la teoría schmittiana de lo político, y por lo tanto también de lo religioso. Me permito remitir aquí a Politiques de l’amitié, Paris, Galilée, 1994.

[xv] É. Benveniste, Le Vocabulaire..., ed. cit., p. 215, artículo “La libación, 1: sponsio” [trad. cast., p. 367].

[xvi] Op. cit., pp. 269-270 [trad. cast., p. 400). Por ejemplo: “De ahí viene la expresión religio est, ‘tener escrúpulo’ [...]. El uso es constante en la época clásica. [...] En resumidas cuentas, la religio es una vacilación que contiene, un escrúpulo que impide, y no un sentimiento que dirige una acción o que incita a practicar el culto. Nos parece que este sentido, demostrado por el uso antiguo sin la menor ambigüedad, impone una sola interpretación para religio: la que da Cicerón relacionando religio con legere”.

[xvii] Op. cit., pp. 214-215 [trad. cast., pp. 366-367]. Sólo las palabras en otro idioma y la expresión “responder de” están subrayadas por Benveniste 

* “Tout autre est tout autre”: “cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro”. Esta expresión, en principio, puede parecer tautológica si no se le presta atención a la homonimia de “tout (adjetivo pronominal indefinido que se podría reemplazar por ‘cualquier’)... tout (adverbio de cantidad equivalente a ‘totalmente’, ‘absolutamente’, ‘radicalmente’, ‘infinitamente’)...”. Si el primer tout es un adjetivo pronominal indefinido, el primer autre será un sustantivo y, probablemente, el segundo tout será un adverbio de cantidad que afectaría a un adjetivo o atributo. Con ello escaparíamos a la aparente tautología. No obstante, la posibilidad de la tautología persiste si el segundo miembro de la frase permaneciera análogo al primero: “l’autre est l’autre, l’altérité de l’autre est l’altérité de l’autre” En todo caso, siempre nos encontraríamos ante una proposición hetero-tautológica. Por otra parte, tout autre puede reservarse o bien solamente a Dios, a un solo otro, o bien a cualquiera, a tout autre. La ambigüedad de la frase, por consiguiente, cuestiona y hace problemático el establecimiento de una frontera bien delimitada entre ética y religión. Para un desarrollo más extenso de toda esta problemática, cfr. J. Derrida: “Donner la mort” en AA. VV: l’Éthique du Don, Paris, Transition, 1992, pp. 79 y ss.). [Nota de los T.].

[xviii] Op. cit., pp. 265 y ss. [trad. cast., ligeramente modificada, pp. 397 y ss.]. El vocabulario indoeuropeo no dispone de ningún “término común” para “religión” y forma parte de “la naturaleza misma de esa noción no prestarse a una denominación única ni constante”. Correlativamente, tendríamos cierta dificultad en volver a encontrar, como tal, aquello que, retrospectivamente, estaríamos tentados de identificar con ese nombre, a saber, una realidad institucional parecida a lo que denominamos “religión”. Tendríamos cierta dificultad, al menos, en encontrar algo semejante bajo la forma de una entidad social separable. Además, cuando Benveniste propone estudiar sólo dos t��rminos, griego y latino, los cuales, según dice, “pueden ser considerados equivalentes a ‘religión’”, debemos, por nuestra parte, subrayar dos rasgos significativos, dos paradojas también, incluso dos escándalos lógicos:

1. Benveniste da, pues, por supuesto un sentido seguro de la palabra “religión”, ya que se permite identificar “equivalentes” suyos. Ahora bien, a mi entender, en ningún momento tematiza ni problematiza dicha precomprensión o dicha presuposición. Nada permite siquiera autorizar la hipótesis de que, en su opinión, el sentido “cristiano” proporciona aquí la referencia conductora puesto que, como él mismo dice, “la interpretación como religare (‘vínculo, obligación’) [...] inventada por los cristianos [es] históricamente falsa”.

2. Por otra parte, cuando, después de la palabra griega thrêskeía (“culto y piedad, observancia de los ritos” y, mucho más tarde, “religión”), Benveniste retiene —es el otro término del par— la palabra religio, lo hace sólo en calidad de “equivalente” de (lo que no es lo mismo que decir idéntico a) “religión”. Nos hallamos ante una situación paradójica que describe muy bien, con el intervalo de una página, el doble y desconcertante uso que hace Benveniste, de forma deliberada o no, de la palabra “equivalente”, que, por consiguiente, subrayaremos:

a) “No retendremos más que dos términos [thrêskeía y religio], los cuales, el uno en griego y el otro en latín, pueden ser considerados equivalentes de ‘religión’” (p. 266) [trad. cast., ligeramente modificada, p. 398]. ¡He ahí dos palabras que pueden ser consideradas, en resumidas cuentas, los equivalentes de una de ellas!, ¡de la cual a su vez se dice, en la página siguiente, que no tiene equivalente alguno en el mundo o, al menos, en “las lenguas occidentales”, debido a lo que sería “infinitamente más importante desde cualquier punto de vista”!

b) “Llegamos ahora al segundo término, infinitamente más importante desde cualquier punto de vista: es el latín religio que sigue siendo, en todas las lenguas occidentales, la palabra única y constante, aquella para la que no se ha podido imponer jamás equivalente o sustituto alguno” (p. 267; soy yo quien subraya, J. D.) [trad. cast., p. 399]. Un “sentido propio” (atestiguado por Cicerón), unos “usos propios y constantes” (pp. 269, 272) [trad. cast., pp. 399, 401]: esto es lo que Benveniste pretende identificar para esa palabra que, en resumidas cuentas, es un equivalente (¡entre otros, pero sin equivalente!) de aquello que no puede ser designado, a fin de cuentas, más que por sí mismo, a saber, por un equivalente sin equivalente.

En el fondo, ¿acaso no es ésta la definición menos mala de la religión? En todo caso, lo que designa la inconsecuencia lógica o formal de Benveniste en este punto es, tal vez, la reflexión más fiel, incluso el síntoma más teatral de lo que de hecho ha ocurrido en la “historia de la humanidad”, aquello que aquí denominamos la “mundialatinización” de la “religión”.

[xix] Véase la sección 33, 1 y 2.

[xx] E. Benveniste, Le Vocabulaire..., ed. cit., p. 271 [trad. cast., p. 401].

[xxi] Lo que sin duda habría hecho Heidegger, ya que, en su opinión, el supuesto “retorno de lo religioso” no sería más que la insistencia de una determinación romana de la “religión”. Esta iría junto a un derecho y a un concepto dominantes del Estado, ellos mismos inseparables de la “edad de las máquinas” (véase supra, sección 18, n. 5).

[xxii] E. Benveniste, Le Vocabulaire..., ed. cit., p. 265 [trad. cast., p. 397].

[xxiii] Lo “inmune” (immunis) queda liberado de las cargas, del servicio, de los impuestos, de las obligaciones (munus, raíz de lo común de la comunidad). Esa franquicia o exención ha sido transportada más adelante a los ámbitos del derecho constitucional o internacional (inmunidad parlamentaria o diplomática); pero también perteneció a la historia de la Iglesia cristiana y al derecho canónico; la inmunidad de los templos era asimismo la inviolabilidad del asilo que algunos podían hallar ahí (Voltaire se indignaba contra esa “inmunidad de los templos”, que consideraba un “ejemplo escandaloso” del “desprecio por las leyes” y de la “ambición eclesiástica”); Urbano VIII había creado una Congregación de la inmunidad eclesiástica: contra los impuestos y el servicio militar, contra la justicia común (privilegio así llamado del fuero) y contra el registro policial, etc. En el ámbito de la biología, sobre todo, es en donde ha desplegado su autoridad el léxico de la inmunidad. La reacción inmunitaria protege la indemnidad del cuerpo propio produciendo anticuerpos contra unos antígenos extraños. En cuanto al proceso de autoinmunización que nos interesa muy especialmente aquí, éste consiste, para un organismo vivo, como se sabe, en protegerse, en resumidas cuentas, de su propia autoprotección destruyendo sus propias defensas inmunitarias. Puesto que el fenómeno de esos anticuerpos se extiende a una zona mucho más extensa de la patología y puesto que se recurre cada vez más a unas virtudes positivas de los inmunodepresores destinadas a limitar los mecanismos de rechazo y a facilitar la tolerancia de determinados injertos de órganos, nos escudaremos en la autoridad de esa ampliación y hablaremos de una especie de lógica general de la autoinmunización. Nos parece que ésta es indispensable para pensar hoy en día las relaciones entre fe y saber, religión y ciencia, así como la duplicidad de las fuentes en general 

[xxiv] De ello dan testimonio al menos algunos fenómenos del “fundamentalismo” o del “integrismo”, sobre todo en el “islamismo” que representa hoy su ejemplo más potente a escala de la demografía mundial. Los caracteres más evidentes son demasiado conocidos para insistir en ellos (fanatismo, oscurantismo, violencia asesina, terrorismo, opresión de la mujer, etc.). Mas con frecuencia se olvida que, especialmente en su vinculación con el mundo árabe y a través de todas las formas de brutal reactividad inmunitaria e indemnizadora contra una modernidad tecnoeconómica a la que una larga historia le impide adaptarse, dicho “islamismo” desarrolla también una crítica radical de aquello que vincula la democracia actual, en sus límites, en su concepto y su poder efectivos, con el mercado y con la razón teletecnocientífica que en él domina.

[xxv] Desgranemos aquí las premisas de un trabajo venidero. Extraigámoslas en un primer momento, otra vez, de ese capítulo tan rico que Le Vocabulaire... dedica a lo Sagrado y a lo Santo después de haber recordado muy oportunamente algunas “dificultades metodológicas”. Es verdad que estas “dificultades” nos parecen todavía más graves e importantes que a Benveniste —a pesar de que él consiente en reconocer los riesgos de “ver cómo se disuelve poco a poco el objeto del estudio” (p. 179) [trad. cast., p. 345]. Al tiempo que mantiene también el culto del “sentido primero” (la religión misma, y lo “sagrado”), Benveniste identifica en efecto, dentro de toda la complejidad de la red de idiomas, filiaciones y etimologías estudiados, el tema recurrente e insistente de la “fertilidad”, lo “fuerte”, lo “potente”, sobre todo en la figura o en el esquema larval del henchimiento.

Permítasenos una larga cita así como remitir al lector, para el resto, al conjunto del artículo: “El adjetivo süra no significa sólo ‘fuerte’; también es una calificación de algunos dioses, de algunos héroes entre los que figura Zaratustra, y de algunas nociones como la ‘aurora’. Aquí interviene la comparación con las formas emparentadas de la misma raíz, las cuales nos proporcionan el sentido primero. El verbo védico su-sva significa ‘henchirse, incrementar’, implicando ‘fuerza’ y ‘prosperidad’; de ahí, sura-: ‘fuerte, valiente’. La misma relación nocional une en griego el presente kueîn, ‘estar embarazada, llevar en su seno’, el sustantivo kûma, ‘henchimiento (de las olas), marejada’, por una parte, y, por la otra, kûros, ‘fuerza, soberanía’, kúrios, ‘soberano’. Ese acercamiento saca a la luz la identidad inicial del sentido de ‘henchirse’ y, en cada una de las tres lenguas, una evolución específica. [...] Tanto en indoiraní como en griego, el sentido evoluciona desde ‘henchimiento’ hasta ‘fuerza’ o ‘prosperidad’. [...] Entre gr. kuéo, ‘estar embarazada’, y kúrios, ‘soberano’, entre ay. súra, ‘fuerte’ y spanta, se restablecen así unas relaciones que, poco a poco, van precisando el singular origen de la noción de ‘sagrado’. [...] El carácter santo y sagrado se define, pues, en una noción de fuerza exuberante y fecundante, capaz de traer a la vida, de hacer surgir las producciones de la naturaleza” (pp. 183-184) [trad. cast., pp. 347-348].

Asimismo, se podría inscribir en el haber de las “dos fuentes” el hecho notable, subrayado por Benveniste, de que “casi en todas partes” a la “noción de ‘sagrado”‘ le corresponden “no ya un solo término sino dos términos distintos”. Benveniste los analiza, sobre todo en germánico (el gótico weihs, “consagrado”, y el rúnico hailag, alem. heilig), en latín sacer y sanctus, en griego hágios y hierós. En el origen del alemán heilig, el adjetivo gótico hails traduce la idea de “salvación, salud, integridad física”, traducción del griego hygies, hygiainon, “con buena salud”. Las formas verbales correspondientes significan “curar o curarse, sanar”. (Se podría situar aquí –Benveniste no lo hace– la necesidad que tiene toda religión o toda sacralización de ser asimismo curación –heilen, healing–, salud, salvación o promesa de curación –cura, Sorge–, horizonte de redención, de restauración de lo indemne, de indemnización.) Lo mismo ocurre con el inglés holy, vecino de whole (“entero, intacto”, por consiguiente, “salvo, salvado, indemne en su integridad, inmune”). El gótico hails, “con buena salud, que goza de su integridad física”, conlleva también el deseo, lo mismo que el griego khaîre: “¡salud!”. Benveniste señala su valor religioso: “Aquel que posee la ‘salud’, es decir, aquel que tiene intacta su calidad corporal, también es capaz de otorgar ‘la salud/el saludo’. ‘Estar intacto’ es la suerte que se desea, el presagio que se espera. Es natural que se haya visto en dicha ‘integridad’ perfecta una gracia divina, una significación sagrada. La divinidad posee por naturaleza ese don que es integridad, salud, suerte, y puede impartirlo a los hombres [...]. En el transcurso de la historia, el término primitivo gót. weihs ha sido sustituido por hails, hailigs” (pp. 185-187) [trad. cast., pp. 349-350].

[xxvi] Intento en otro lugar, en un seminario, una reflexión más extensa sobre este valor de halte y sobre el léxico que esta palabra rige en Heidegger, sobre todo en torno de halten. Al lado de Aufenthalt (estancia, ethos, a menudo cerca de lo que es heilig), Verhaltenheit (el pudor o el respeto, el escrúpulo, la reserva o la discreción silenciosa que quedan en suspenso en la continencia) no sería más que un ejemplo, ciertamente muy importante, de lo que aquí nos interesa, habida cuenta del papel que desempeña este concepto en los Beiträge zur Philosophie, con respecto al “último dios”, al “otro dios”, al dios que viene o al dios que pasa. Remito aquí, sobre todo a propósito del último tema, al reciente estudio de Jean-François Courtine, “Les traces et le passage du Dieu dans les Beiträge zur Philosophie de Martin Heidegger”, en Archivio di filosofia, 1994, n° 1-3. Al recordar la insistencia de Heidegger sobre el nihilismo moderno como “desarraigo” (Entwürzelung), “desacralización” o “desdivinización” (Entgötterung), “desencanto” (Entzauberung), Courtine asocia dicha insistencia justamente a lo que se dice de —y siempre implícitamente contra— el Gestell y de toda “manipulación técnicoinstrumental del ente” (Machenschaft), con la que asociaría incluso “una crítica de la idea de creación principalmente dirigida contra el cristianismo” (p. 528). Esto nos parece ir en el sentido de la hipótesis que adelantábamos más arriba: Heidegger reclama que se recele a la vez de la “religión” (sobre todo cristiano-romana), de la creencia y de lo que, en la técnica, amenaza a lo salvo, a lo indemne o lo inmune, a lo sacrosanto (heilig). Esto es lo interesante de su “posición”, de la que podríamos decir, simplificando mucho, que tiende a desprenderse a la vez, como de lo mismo, de la religión y de la técnica, o más bien de lo que lleva aquí los nombres de Gestell y Machenschaft. Lo mismo, sí: es lo que tratamos de decir también aquí, modestamente y a nuestra manera. Y lo mismo no excluye ni borra ninguno de los pliegues diferenciales. Ahora bien, una vez reconocida o pensada esa misma posibilidad, no es seguro que ésta exija solamente una “respuesta” heideggeriana, ni que ésta sea ajena o exterior a esa misma posibilidad, es decir, a esa lógica de lo indemne o de la indemnización autoinmune a la que tratamos de acercarnos aquí. Sobre ello volveremos más adelante y en otro lugar.

[xxvii] Es decir de aquello que, en las culturas occidentales, sigue siendo sacrificial hasta en la puesta en práctica industrial, sacrificial y “carnofalogocéntrica”. A propósito de este último concepto, me permito remitir a “II faut bien manger”, en Points de suspension, Paris, Galilée, 1992.

[xxviii] A propósito de la asociación y la disociación de ambos valores (sacer y sanctus), remitiremos más adelante a Benveniste y a Levinas.

* Los países que hoy forman la Unión Europea. (N. del E.)

[xxix] Beiträge..., § 256, traducido y citado por J. F. Courtine, “Les traces et le passage de Dieu...”, ed. cit., p. 533. A propósito de cierta cuestión del porvenir, del judaísmo y de la judeidad, me permito remitir a Mal d’archive, Paris, Galilée, 1995, pp. 109 y ss.

[xxx] Véase supra, sección 18. Esa carta a Löwith, fechada el 19 de agosto de 1921, ha sido citada últimamente en francés por J. Barash, Heidegger et son siècle, Paris, PUF, 1995, p. 80, n. 3, y por Françoise Dastur en “Heidegger et la théologie”, Revue Philosophique de Louvain, mayo-agosto de 1994, n° 2-3, p. 229. Junto con el de Jean-François Courtine que citamos más arriba, este último se encuentra entre los estudios más esclarecedores y más ricos que, en mi opinión, han aparecido recientemente sobre el tema. 

[xxxi] Me permito, una vez más, remitir a propósito de estas cuestiones a “Comment ne pas parler?”, ed. cit. En cuanto a la divinidad de lo divino, al theion, que sería, pues, el tema de una teiología, distinta a la vez de la teología y de la religión, no se debe pasar por alto la multiplicidad de sus sentidos. Ya en Platón y más concretamente en el Timeo, en donde no se contarían menos de cuatro conceptos de lo divino (ver al respecto el extraordinario libro de Serge Margel, Le tombeau du dieu artisan, Paris, Minuit, 1995). Ciertamente, esta multiplicidad no impide sino que, por el contrario, exige que se llegue a la precomprensión unitaria, al horizonte de sentido, al menos de lo que se denomina así con esa misma palabra. Aunque, a fin de cuentas, haya que renunciar a ese mismo horizonte.

[xxxii] “Der Spruch des Anaximander”, en Holzwege, Klostermann, 1950, p. 343 [trad. cast. de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 1995, p. 336].

[xxxiii] A propósito de estos puntos —y al no poder desarrollarlos aquí—, me permito remitir a De l’esprit, Heidegger et la question, Paris, Galilée, 1987, pp. 147 y ss. [trad. cast. de M. Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1989, pp. 151 y ss.]. Cf. asimismo Françoise Dastur, “Heidegger et la théologie”, ed. cit., p. 233, n. 21.

[xxxiv] A propósito de todos estos temas, el corpus que habría que invocar sería inmenso y no podríamos hacerle justicia aquí. Está determinado sobre todo por lo que se dice en una conversación entre el Poeta (al que se le asigna la tarea de decir y, por consiguiente, de salvar lo Indemne, das Heilige) y el Pensador, que acecha los signos del dios. Acerca de los Beiträge..., especialmente ricos al respecto, remito de nuevo al ya citado estudio de Jean-François Courtine y a todos los textos que allí evoca e interpreta.

[xxxv] Samuel Weber ha vuelto a llamar mi atención, y le doy las gracias por ello, sobre las páginas tan densas y difíciles que Heidegger dedica a “El pensamiento del Eterno Retorno en tanto que creencia (als ein Glaube)” en su Nietzsche (Neske, 1961, t. I, pp. 382 y ss.). Al releerlas me parece imposible en una nota hacerle justicia a la riqueza, complejidad y estrategia de dichas páginas. En otro lugar trataré de volver sobre esto. En espera de ello, sólo dos puntos:

1. Una lectura así supondría una estancia paciente y pensante cerca de ese alto (Halt, Haltung, Sichhalten) del que hablábamos antes (nota 26) en el camino de pensamiento de Heidegger.

2. Ese “alto” es una determinación esencial de la creencia, al menos tal como la interpreta Heidegger al leer a Nietzsche y, más concretamente, cuando se plantea en La voluntad de poder la pregunta: “Qué es una creencia? ¿Cómo nace? Toda creencia es un tener-por-verdadero (Jeder Glaube ist ein Für-Wahr-halten)”. Sin duda alguna, Heidegger se muestra muy prudente y esquivo en la interpretación del “concepto de la creencia” (Glaubensbegriff) según Nietzsche, es decir, de su “concepto de la verdad y del ‘mantener-se/atener-se (Sichhalten) en la verdad y a la verdad’”. Declara incluso renunciar a dicha interpretación, así como a representar la aprehensión nietzscheana de la diferencia entre religión y filosofía. Sin embargo, multiplica las indicaciones preliminares refiriéndose a sentencias del período del Zaratustra. Estas indicaciones ponen de manifiesto que, en su opinión, si la creencia está constituida por el “tener-por-verdadero” y por el “mantener-se en la verdad”, y si la verdad significa para Nietzsche la “relación con el ente en su totalidad”, entonces la creencia que consiste en “tomar como verdadera alguna cosa representada (ein Vorgestelltes als Wahres nehmen)” sigue siendo metafísica, en cierto modo, y por eso mismo desigual a aquello que, en el pensamiento, debería exceder tanto el orden de la representación como la totalidad del ente. Lo cual sería consecuente con la afirmación que citábamos anteriormente: “Der Glaube hat im Denken keinen Platz”. De la definición nietzscheana de la creencia (Für-Wahr-halten), Heidegger declara ante todo no retener más que una cosa, aunque “la más importante”, a saber, “atenerse a lo verdadero y mantenerse en lo verdadero (das Sichhalten an das Wahre und im Wahren)”. Y añadirá un poco más adelante: “Si el mantener-se en la verdad constituye una modalidad de la vida humana, entonces no se podrá decidir respecto de la esencia de la creencia y del concepto nietzscheano de creencia en particular, sino una vez aclarada su concepción de la verdad en cuanto tal y de su relación con la ‘vida’, es decir, para Nietzsche: la relación con el ente en su totalidad (zum Seienden im Ganzen). Sin haber adquirido una noción suficiente de la concepción nietzscheana de la creencia, no nos atreveríamos a decir, sin dificultad, lo que la palabra ‘religión’ significa para él [...]” (p. 386).

[xxxvi] É. Benveniste, Le Vocabulaire..., ed. cit.; sobre todo, pp. 184, 187-192, 206 [trad. cast., pp. 348, 350-355, 369].

[xxxvii] J. Genet, Genet à Chatila, Paris, Solin, 1992, p. 103. 

* Publicado en
http://web.archive.org/web/20071011134027/http://jacquesderrida.com.ar/
textos/fe_y_saber.htm

 

 
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