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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CLINTON, WILLIAM JEFFERSON - ESFERAS PÚBLICA, PRIVADA E ÍNTIMA EN ESTADOS UNIDOS - CAÍDA DE LAS MAYORÍAS MORALES


El sátiro de la Casa Blanca*

Amir Hamed
Si un presidente podía ser sometido a juicio a causa de los labios dóciles de una becaria, y si el parlamento consideró que sus niñerías eróticas exigían ser expuestas, vía internet, a toda la población del planeta, entonces no sólo lo privado, sino también lo íntimo, tomaron control de lo político


El hombre y algunas circunstancias. Luego de la derrota en la votación judicial, cierto senador republicano renunció a censurar al presidente de su país, aduciendo que era mejor dejar que su conducta "fuera juzgada por la Historia". Esta renuncia responde, en buena medida, a la tardía asunción, por parte del partido republicano (conocido como GOP en Estados Unidos) de que los tiempos habían cambiado. Las "mayorías morales" (que solían involucrar al residuo puritano y anacrónico del país, de donde derivan, entre otros, los grupos supremacistas y el fanático fiscal Kenneth Starr, hijo de un padre predicador y una madre que consideraba al café una especie de afrodisíaco al que convenía renunciar) se angostaron de manera concluyente, y los legisladores republicanos que llevaron a juicio a William Jefferson Clinton se encontraron como el viejo Coyote de la Warner: corrían desesperados detrás del correcaminos y terminaron mirando a la cámara, descubriendo que había desaparecido el suelo y pataleando un segundo antes de precipitarse al vacío. Y la Historia, a la que invoca como coartada el senador republicano, no tiene que esperar demasiado para empezar a escribir sus páginas sobre Bill Clinton. Hay un antes y después de él, casi un salto epistemológico, como decía Bachelard (las consecuencias, sin embargo, no son del todo previsibles).

Como al margen, la historia ya puede ir apuntando que no sólo el GOP se descubrió caminando en un abismo. Una vez terminado el proceso de impeachment a su presidente, Estados Unidos descubrió que no había logrado escapar a las reglas de los medios. Algún periodista viejo señaló que mucho del cambio se debía a que la consideración que alguna vez se tuviera al periodismo, otrora el "cuarto poder", había resignado en favor del fervor noticioso, de por sí indiscriminado y avasallante, de los medios (cuya meta, como se sabe, es el entretemiento a toda costa).

Lo cierto es que algunos patrones en el mecanismo de representación norteamericano se habían modificado. Quedó en evidencia que ya no regía una norma que fuera de oro hasta los años ochenta. En un sistema que controlaba en forma directa a los representantes (difiriendo del estilo latinoamericano, donde senadores y diputados son recién advertidos a la hora del castigo, es decir, cuando llega la votación), la moral cívica estadounidense, una década atrás básicamente puritana, exigía que el representante (edil, congresista, senador o presidente) no cometiera los deslices comunes en el votante.

Dicho de otro modo, era deber de un político que su vida privada no manchara la pública, esfera en la cual un pacto con el votante lo mantentía como en una burbuja. Por lo tanto, los miles de pasquines sensacionalistas y redes de chismerío no solían meterse en los dormitorios de los políticos. Había un lugar para deportistas, estrellas de cine y televisión, y otro para los "líderes". Quien esto transgredía -como le ocurriera a los candidatos liberales más carismáticos de los ochenta, Kennedy y Hart-, veía ipso facto evaporarse su carrera política. Este pacto se mantuvo hasta que el odio de los republicanos por Bill Clinton los llevara a activar la farandulización de lo político.

Si un presidente podía ser sometido a juicio a causa de los labios dóciles de una becaria, y si el parlamento consideró que sus niñerías eróticas exigían ser expuestas, vía internet, a toda la población del planeta, entonces no sólo lo privado, sino también lo íntimo, tomaron control de lo político. Por décadas, el sistema había protegido las recámaras de los líderes, algo que se puede constatar en el hecho de que incluso individuos que se verificaron asesinables, como los hermanos Kennedy, fueron respaldados en ese aspecto. Si Jack y Bob resultaron tan "progresistas" como farreros, eso es algo que los aparatos de contención dejaron trascender sólo con el transcurrir de los lustros (incluso Hoover, el Gran Ojo del FBI advirtió a Jack Kennedy que era riesgoso exponer de forma tan "atrevida" sus impulsos). Pero a fines de los noventa fueron los mismos legisladores de la oposición, y un fiscal que derivó la Carta Magna hacia las partes pudendas, los que lanzaron la cruzada y, como suele suceder con los pudibundos, convirtieron la esfera política en un manual pornográfico sobre cómo y en quién gastan los líderes sus cigarros.

La reacción fue inmediata. El informe de Starr era de una obscenidad hasta entonces pocas veces vista, pero precisamente debido a su rigorismo neurótico y a su inocencia casi perfecta de los quehaceres del sexo. Eso le ganó el título nobiliario de Porno Starr y la intervención de un entusiasta pornócrata como Larry Flynt, condenado a una silla de ruedas por el balazo que recibiera de un correligionario de ese obseso fiscal.

Flynt pasó a desenmascarar deslices y apetencias no muy santas de los republicanos, pero esto fue apenas un síntoma del gran quiebre. Ya había sido abierta la puerta al amarillismo: ese obscuro objeto de deseo de los republicanos (es decir el correcaminos, es decir Bill Clinton) tampoco pudo escapar a la alucinación que sucediera a sus juicios civiles y políticos. Se mantuvo en su puesto, pero quedó temporalmente atrapado por la succión del mismo vacío en que se despeñaron los republicanos. El hombre en la Casa Blanca, ya demandado por Paula Jones, ya sus paños menores expuestos a todos los rincones del planeta, se transformó en un sex symbol ambivalente.

Hasta entonces, ser fornicador empedernido era algo que quedaba fuera del curriculum de cualquier burócrata de la Casa Blanca. Sus apetencias y vocación de mujeriego (womanizer, en inglés tiene una suerte de connotación malévola) le proyectaron algo más: una existencia fantasmática, la de un fauno que ha alcanzado la máxima investidura del país pero que, reclamado por su condición de varón codiciado, no puede quedarse quieto en el sillón presidencial.

Como a las estrellas de rock, a Clinton le llegaban reclamaciones de paternidad, y acusaciones como la de cierta señora Juanita Broadrick, de Little Rock, que salió a denunciar, aunque en un primer momento no se encontraron pruebas, que el presidente la había atacado sexualmente hacía 21 años. Si eso era cierto, o la buena de Juanita lo había simplemente soñado, es lo de menos.

Para entonces el sonriente Bill se había convertido, al fervor del amarillismo reinante y de la moral blanco y negro por la que hacía duelo el país, en un personaje fabuloso. Correcaminos inapresable, era también un sátiro, un íncubo que ataca en el sueño de los que habían quedado dormidos mientras todo se transfiguraba.

En el período final de su presidencia, Clinton había alcanzado la mayor popularidad a la que podía aspirar un varón heterosexual. Irrumpir, como Elvis, en la sueñera húmeda de sus conciudadanas. La Historia puede cerrar el siglo diciendo que, así como Presley hizo póstumos sus quiebres de cadera, compareciendo como un ángel, resurrectando periódicamente en los titulares de los tabloides, los juicios de Clinton lo convirtieron en un presidente alucinatorio: después llegaría otro milenio, fecha para la cual los norteamericanos de todos los colores, persuasiones y estamentos, esperaban despertar.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 47

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