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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



NABOKOV, VLADIMIR - LOLITA -


Los velos infinitos de la realidad  

Mathías Iguiniz

Unas noches atrás alguien me preguntaba qué estaba leyendo, a lo que sin demasiado interés respondí: “Lolita, de Vladimir Nabokov”. No fue poca mi sorpresa cuando mi interlocutor –un hombre entrado en años, noctámbulo, con quien me había topado fruto del azar– confesó no haber podido leer dicha novela.

¡Mi hija es una nínfula!


Unas noches atrás alguien me preguntaba qué estaba leyendo, a lo que sin demasiado interés respondí: “Lolita, de Vladimir Nabokov”. No fue poca mi sorpresa cuando mi interlocutor –un hombre entrado en años, noctámbulo, con quien me había topado fruto del azar– confesó no haber podido leer dicha novela. De inmediato le salí al cruce, alegando no comprender del todo bien lo que quería decir (en el fondo tal vez sí lo había hecho, pero una curiosidad evidente me hacía querer saber más sobre el asunto). Cierta inflexión en la voz y la adopción de un aire de gravedad, auguraban la inminencia de una respuesta contundente, es que –el individuo era padre de una púber de 12 años–, ¡su hija bien podía ser, en términos de Humbert (el protagonista de la novela en cuestión), una “nínfula”
[1]!

El caso me recordó –salvando las distancias– a aquellos docentes de literatura que, en mis tiempos de estudiante, expresaban abiertamente no haber podido enseñar más “El hijo”, de Horacio Quiroga, una vez que fueron padres. Y si bien no faltará quien diga: “seamos honestos, solo se trata de una obra de ficción”, lo cierto es que existe un fuerte núcleo emocional, que habla de un encuentro íntimo y una experiencia estética personalísima a la que es difícil arribar en clave intelectiva. Sin embargo, el caso del padre de la chica de 12 años era distinto, el centro problemático (o la ausencia de) tenía otros alcances e implicaciones.
 

La ley es otra
 

Podríamos conformarnos con enjuiciar, sin más, a Humbert en clave jurídico-moral, sentenciar que un pederasta con sus características no merece la pena vivir o que debe estar a lo menos una eternidad en prisión; no obstante, la controversial obra que Nabokov publicó hacia 1955 va más allá de los límites que le imponen estas categorías. Lo primero es pensar la compleja relación que se tiende entre ley y transgresión. Dicho de otro modo: en Lolita el poder legal no está ausente, sino que, muy por el contrario, es una presencia recurrente, inquietante. Una interferencia. Cuando la madre de Lolita muere a raíz de un accidente de tránsito, el profesor recorre con su hijastra el mapa de los Estados Unidos; el viaje no parece ser más que una excusa para estar con la joven sin impedimentos. Cualquiera pensaría que, en este marco, la novela tiende a una secuencia ininterrumpida de escenas eróticas o de la más ramplona pornografía[2].

Nada de eso. Hay lugar para que Humbert se cuestione en términos jurídicos, investigando, consultando volúmenes polvorientos en bibliotecas públicas, citando a diferentes juristas:

El lector reirá, pero debo decir que en verdad nunca pude saber con exactitud cuál era mi situación legal. Y aún no la conozco. Oh, me he enterado de algunos pormenores. Alabama prohíbe que el tutor cambie de domicilio del menor sin orden del tribunal; Minnesota, ante la que me quito el sombrero, prescribe que cuando un pariente se hace cargo de la custodia permanente de cualquier menor de catorce años la autoridad de un tribunal es improcedente. Pregunta: ¿el padrastro de una encantadora niña sollozante –un padrastro con sólo un mes de parentesco, un viudo neurótico de años maduros y medios moderados pero independientes, con los parapetos de Europa, un divorcio y unos cuantos manicomios en su haber– puede considerarse un verdadero pariente y, así, un tutor natural? (…) Los muchos libros sobre matrimonio, violación, adopciones, etc., que consulté culpablemente en las bibliotecas públicas de ciudades grandes y pequeñas nada me dijeron, aparte de insinuarme oscuramente que el Estado es el tutor máximo de todos los menores. (1959: 141-142)

Y mucho antes, cuando repasa sus años precedentes y reflexiona, ahora en clave psicoanalítica, sobre los modos de vivir su economía libidinal, no puede evitar inscribirse, una vez más, en la legislación adoptada por los distintos países a propósito del tema:

Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la aprobación del Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el término «niña» como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los catorce hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en Massachusetts, EE.UU., un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que Rahab era una prostituta de diez años de edad. (1959: 19)   

A partir de estas cavilaciones, Humbert traza la reciprocidad que se establece entre los límites disciplinarios que imponen las leyes y los alcances de la transgresión que habilitan estos en su mismo seno. Podríamos decir, en términos freudianos, que un yo puramente hedónico se enfrenta con un no-yo exterior, restrictivo, que amenaza con anteponerse al libre devenir de sus pulsiones, pero tal vez estaríamos cayendo en un reduccionismo. La (des)localización del protagonista en el propio constructo del poder es lo que, en el fondo, resulta más perturbador. La supuesta obscenidad de Lolita tiene otra faz: la posibilidad de visibilizar en la base de un aparatoso sistema legal un silencio fundante. Esto se materializa en la obra, entre otros, a través de la presencia de un registro irónico en la voz de Humbert: “Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible para ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente.” (1959: 19) Lo dice mientras contempla en las sombras de un parque (zona oculta de la naturaleza dominada), simulando leer un “trémulo libro” (el epíteto es subjetivo, mientras que el libro es casi un principio metonímico de civilización), cómo un grupo de “nínfulas” juegan libremente a su alrededor, el “estudioso” –así se autodenomina– se regodea en el mundo de sus fantasías, y en su mente bullen tensiones e imágenes libidinales de todo tipo.

Pero volvamos a lo primero, ¿es Humbert un neurótico que traza las fronteras del discurso legal para, precisamente, disfrutar del acto mismo de vulnerarlas? ¿Qué secretas voces de culpa o de goce circulan por su conciencia mientras conduce el vehículo Sedan azul de la difunta señora Haze? ¿Hasta qué punto es real que “en cierto modo fatal y mágico Lolita empezó con Annabel”, como él mismo expresara en un momento? (Annabel forma parte de una relación pasada del protagonista, cuyo final deviene en la confesión de infidelidad por parte de esta). Un psicoanalista podría deleitarse a sus anchas con estos pormenores, regodearse hasta el éxtasis en el lenguaje psicopatológico, pero lo cierto es que no está Humbert en el diván, sino en este tejido textual (menudo pleonasmo) que es Lolita. Las apropiaciones e incrustaciones por parte del sujeto de enunciación de lo que establecen las leyes no tiene un fin instrumental, se imbrican en una trama más extensa que tensa los horizontes y las posibilidades de todo el campo simbólico.
   

Inmortalizarte en cintas de celuloide
 

Ahora bien, hemos hablado de Humbert, pero ¿qué decir de Dolores Haze, a quien conocemos mejor como “Lolita”? ¿Es efectivamente cierto que, como se dice en algún momento, el tema de este libro es Lolita? ¿Hasta qué punto su figura no es un enigma, una presencia fantasmática? ¿O, por el contrario, es lo único que se erige, palpable, en el entramado de una escritura paranoico-delirante? Lolita no solo es la imagen de Lolita, es también el señuelo fascinante que desparrama al lector en un océano sin costas. Un algo problemático colmado de sentidos y, al mismo tiempo, sin un sentido concreto. Una representación. Lolita es la secuencia de fotogramas dispuestos de manera ininteligible en el interior de Humbert. Una creación propia en el universo de su imaginación, quizá “otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida propia.” (1959: 54) La censura moral no lee la semiosis de Lolita, sino la posibilidad obscena de que el prototipo real –que está por definición desterrado fuera del texto– exista de forma eclipsada en la mente de quien censura. El acto mismo, el referente. Lolita, el foco de atracción que da título a toda la obra, no está completamente en ninguna parte. O, mejor, existe en la umbría y negra Humbertlandia. De aquí que haya algo inherentemente desconcertante en una confrontación con ella; es que, como señala Slavoj Zizek: “En la ficción literaria, a menudo nos encontramos con una persona que resulta ser otra dentro del espacio diegético, pero que en realidad no es «Nadie» (…).” (2011: 101)

En una entrevista concedida a la televisión francesa, Nabokov realiza una serie de consideraciones que pueden ser de utilidad al momento de abordar el asunto:

En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, solo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Este es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.   

Permítasenos una digresión. Hay quienes leen las referencias y los cruces del narrador a propósito del séptimo arte como un elemento más –que viene a reunirse con las historietas, los campamentos de verano, los catálogos de venta– que satiriza el estilo de vida norteamericano de mediados del siglo XX. Y puede que algo de esto haya.[3] Sin embargo, algunos de estos pasajes, leídos en sus dobleces, pueden funcionar como auténticas aproximaciones al valor de Lolita en el sistema de escritura de Humbert. No se trata, entonces, de las transposiciones cinematográficas llevadas a cabo por distintos directores (quizá la versión más recordada sea la de Stanley Kubrick, cuyo guión estuvo a cargo del propio Nabokov), sino de cómo los giros discursivos construyen, en el interior del texto, una imagen y una percepción determinada, lo que tiene consecuencias estéticas evidentes. Varios son los fragmentos en que el profesor ninfulómano se lamenta por no poseer filmaciones de distintas secuencias con/de Lolita: ambos lidiando por una manzana en la vieja casa de la viuda Charlotte Haze: “lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monogramática de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos” (1959: 51), Lolita jugando al tenis: “¡Idiota, triple idiota! Pude haberla filmado. Ahora estaría conmigo ante mis ojos, en la sala de proyecciones de mi dolor y mi desesperación.” (1959: 189), entre otras.

A través del efecto fílmico Lolita existe (puede existir) para Humbert en una cinta de celuloide. No podemos decir lo mismo del fenómeno fotográfico, dado que, como observa Roland Barthes en su libro Retórica de la imagen, allí el individuo reconoce, desde su mirada eminentemente espectatorial, un ruido entre las nociones de tiempo y espacio (se trata de un haber-estado-allí). Agrega Christian Metz: “La fotografía es así muy distinta del cine, arte de ficción y narrativo, cuyo considerable poder proyectivo ya conocemos; el espectador de cine no apunta hacia un haber-estado-allí sino a un estar-allí viviente.” (2002: 34) El carácter “mágico” que atribuye Humbert a la Lolita de sus fantasías tiene mucho de cinematográfico, en el sentido en que lo que lo único importante es recuperar una y otra vez el flujo, la impresión, “como si hubiera sido ella una imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que se atormentaba a sí mismo en la oscuridad”. (1959: 54) Unas líneas después e ironía mediante: “Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no regresó a casa: se había ido con los Chatfield a un cinematógrafo.” (1959: 55) Dicho de otro modo: la criatura fantasmática abandona el dominio espectral de la pantalla, deja de ser (su) espacio diegético para asistir ella misma al espectáculo, al espacio de la sala: el cruce de un mundo a otro. El profesor asiste, desgarrado, al callejón sin salida de lo simbólico y lo real, al abismo de su escisión. Finalmente, el rollo atascado de una Lolita un par de centímetros más alta y con anteojos de armazón, inmensamente encinta, con proyectos de irse a Alaska con su marido Dick, marcará el último ocaso de su simulacro. De su catástrofe.        

* * *

El hecho de articular juegos e incrustaciones con discursos decididamente instalados en la Norteamérica de mediados del siglo XX (ingresar en los pliegues que estos ocultan o soslayan), termina por delinear uno de los mecanismos del artefacto estético que es Lolita. La obra de Nabokov es un gran cinematógrafo que revela al espectador la circulación oscurecida de la fantasía y los deseos en el espacio de la ley y la transgresión.

En este sentido, “novela pornográfica”[4] no es solo una burda y eficaz praxis de censura, es la negación misma de su mayor conquista: el juego con los velos de la realidad, la ilusión, la metáfora. El lenguaje.
 

Bibliografía:

Metz, Christian (2002): Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968). Volumen uno. Barcelona: Paidós.
Nabokov, Vladimir (1959): Lolita. Buenos Aires: Editorial Sur.
--- (1975). Entrevista de Bernard Pivot. Apostrophes. Televisión francesa.  
Zizek, Slavoj (2011): El acoso de las fantasías. Madrid: Akal.
 

Notas:


[1] Vale consignar que no todas las púber son nínfulas para Humbert, ni que tampoco cualquiera puede reconocerlas, puesto que “hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (…), para reconocer de inmediato, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación y la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar– al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas” (1959: 17-18)

[2] Es interesante en este sentido lo que opina el propio Nabokov en el postfacio de Lolita con respecto a las novelas pornográficas: “Así, en las novelas pornográficas, la acción debe limitarse a la copulación de clichés. Estilo, estructura, imágenes nunca han de distraer al lector de su tibia lujuria. La novela debe consistir en una alternancia de escenas sexuales. Los pasajes intermedios se reducirán a suturas de sentido, puentes lógicos del diseño más simple, breves exposiciones y explicaciones que el lector probablemente omitirá, pero cuya existencia debe reconocer para no sentirse defraudado (…).” (1959: 257)

[3] Nabokov lo niega de forma vehemente: “Otra tacha formulada a Lolita por algunos lectores es la de ser anti-norteamericana. Esto me duele considerablemente más que la idiota acusación de inmoralidad.” (1959: 258)

[4] Debemos recordar que la recepción de la obra estuvo signada por este epíteto injustificado, que el autor no puede evitar asociar a la mediocridad y el lucro.

 

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