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ISSN 1688-1672

 



DODECAMERÓN - REHERMANN, CARLOS - LITERATURA - EROTISMO -

Dodecamerón*

Ercole Lissardi

En la tradición de los grandes mapas de relatos cuidadosamente entramados –Decamerón, Cuentos de Canterbury, Mil y una noches, Heptamerón, 120 jornadas de Sodoma, Manuscrito hallado en Zaragoza- el Dodecamerón propone diez personajes que, para matar el tiempo –están a la deriva en un yate en medio del océano esperando que vengan a rescatarlos-, deciden contar cada noche diez historias con la condición de que cada cuentista deje inconclusa la suya para que la continúe el siguiente.

Tuve el privilegio de ser el primer lector –su autor me facilitó el manuscrito- del Dodecamerón de Carlos Rehermann, hoy editado por HUM. Es el tipo de privilegio que uno ventila a menudo y con orgullo, porque se trata de un libro fuera de serie. Para escribirlo se necesita combinar dosis excepcionales de talento, imaginación, desmesura, nervio narrativo, curiosidad indomable, espíritu lúdico, erudición, gusto por los enigmas de la geometría, capacidad de observación (de lo que sea, por más insignificante que le pueda parecer a las personas razonables), capacidad de regodeo morboso ante lo absurdo de la peripecia humana, un gran amor por las grandes tradiciones de la literatura universal y quién sabe qué otras habilidades y recursos. Se trata, pues, de un libro único que desde el momento mismo de su edición exige su lugar entre lo más selecto de nuestra literatura.

Y aunque lo hiperbólico de mis elogios invite a solemnidades no se piense que estamos ante una de esas obras serias y sesudas que hacen sudar al lector la gota gorda hasta el estreñimiento, en el esfuerzo por alzarse hasta el aire enrarecido de las altas cumbres para poder vislumbrar el Sentido final. Nada de eso. El Dodecamerón es lectura deliciosa y divertida. Como toda buena literatura, una de las vetas que la sostienen es el humor, unas veces carnavalesco, y otras asordinado, pariente de la ironía. Su sentido profundo, si es que lo tiene, concierne menos al universo severamente ordenado que propone la Monadología de Leibniz –que adorna, pulverizada en epígrafes, cada capítulo del Dodecamerón- que al caos delirante y laberíntico, por más que sumamente disfrutable si se lo toma con espíritu deportivo, con que tiende a identificar la condición humana cualquier sujeto medianamente inteligente y renuente a manejarse con anteojeras y esquemas.

En la tradición de los grandes mapas de relatos cuidadosamente entramados –Decamerón, Cuentos de Canterbury, Mil y una noches, Heptamerón, 120 jornadas de Sodoma, Manuscrito hallado en Zaragoza- el Dodecamerón propone diez personajes que, para matar el tiempo –están a la deriva en un yate en medio del océano esperando que vengan a rescatarlos-, deciden contar cada noche diez historias con la condición de que cada cuentista deje inconclusa la suya para que la continúe el siguiente.

El resultado, con algunos pluses y algunas yapas, son 144 fragmentos –mezcla de relatos, descripciones, meditaciones. Con premeditada alevosía la regla de juego admite que cada narrador pueda tomar como personajes a sus contertulios, agregando así a la confusión que de por sí, naturalmente, implican los cadáveres exquisitos. El Dodecamerón es así, antes que nada, a nivel puramente significante, una pista laberíntica de piso sumamente resbaloso.

Pero no es mi intención abundar en las generalidades del libro, al que le deseo y le auguro una amplia y profunda recepción. Este es un espacio de erótica, y en esa perspectiva es que quisiera acercar el Dodecamerón al lector.

Erótica del Dodecamerón

Para no perderme en las vastedades del Dodecamerón voy a limitarme a comentar, o más bien sólo a subrayar, aspectos de la erótica de la Tercera Jornada –digna de Bocaccio-, parte de cuyos 12 fragmentos están destinados a dejar constancia de las peculiaridades sexuales del obispo católico inglés Jeremy Sandison.

Lo primero que nos queda claro es que Sandison se sentía perfectamente a gusto con la investidura eclesiástica ya que si bien era apasionadamente mujeriego, aborrecía la institución matrimonial. Dada su condición sus aventurillas disfrutaban de un futuro sólidamente imposible.

Lo segundo que queda claro es que el obispo, en tanto mujeriego, era un refinado erotómano. El listado de las cosas que le resultan “excitantes, atractivas y hasta bellas” en las mujeres va desde detalles que no podrían calificarse sino de casuales hasta ciertas concordancias del orden de lo fisiognómico por demás raras y peculiares.

El problema para el pobre cura fue que, un mal día, una mala lectura de la “obra maléfica del austríaco cocainómano” –“la bibliografía disponible para el curso era menguada, y cuidadosamente sesgada por la censura eclesiástica, es decir, equivocada”- temió haber quedado “detenido en alguna clase de etapa anal”. Como consecuencia se dedicó obsesivamente a autodetectarse tendencias homosexuales.

La primera constancia de esas tendencias la encontró en la evidente satisfacción que encontraba “en el acto de expeler sus diarios dos mojones”. La sospecha se acentuó al tomar nota del largo y del calibre de sus producciones. “Se volvió vegetariano” pero si bien la consistencia “se tornó más blanda, el diámetro permaneció igual”.

Constataciones mayores de sus hasta entonces ignotas tendencias las encontró Sandison analizando el placer que le procuraban sus favoritas: Laura y Cecilia. La primera le enseñó, con facilidad y elegancia, que el ano “era verdaderamente un segundo órgano sexual”. El obispo conocía, por supuesto, “la historia de Caricles y Cariclátides, en la que este último dejó casi sin argumentos a su amigo cuando le dijo que si un varón toma a una mujer por detrás, entonces la está convirtiendo en muchacho, ya que las diferencias entre los sexos sólo se disciernen por delante”.

En cuanto a Cecilia, el análisis del placer exquisito de que ella le proveía, resulto ser la evidencia definitiva de su irreversible desviación. “Cuando Cecilia estaba realmente entusiasmada, entregada completamente a la animalesca gestualidad del amor, sacaba la lengua, fina, recta, larguísima. No la sacaba para lamer a Jeremy, ni para buscar un beso; simplemente la sacaba, pura expresión, puro poner fuera algo interior”. “A veces, derrotado por la pasión, Jeremy lamía con la suya aquella lengua, delicada, lentamente, sin que pareciera producir un cambio ni en Cecilia ni en su lengua, y expulsaba con violencia su jugo vital dentro de aquella cosa ya monstruosamente erecta que era toda Cecilia convertida en lengua”. “Jeremy se alarmaba porque creía que la lengua, con su rigidez fálica, le estaba diciendo que tenía demasiadas tendencias homosexuales reprimidas”.

A Sandison lo abandonaremos justo en el momento de la verdad: ya desnudos e íntimos, frente a él Oriana Fellatti –“una periodista que estaba tratando de obtener una exclusiva con el Papa Pablo VI y de paso acumulaba pruebas directas de la hipocresía de la curia, seduciendo a un promedio de tres prelados por semana”- se está calzando el strap-on. ¿Que qué es el strap-on? Ahórreseme la descripción de tan condenable ingenio.

Calculo que estos breves apuntes me eximen de más comentarios respecto de la sutileza sicológica, el humor y la delicada erudición que adornan la veta erótica del Dodecamerón.
 

* Publicado originalmente en www.montevideo.com.uy en octubre de 2008.

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