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ISSN 1688-1672

 



VENUS DE BOTTICELLI -

Venus rajada*

Ercole Lissardi

La tremebunda respuesta de Pasolini al nuevo estado de cosas es Saló, o Las 120 jornadas de Sodoma, adaptación del texto de Sade a los tiempos finales de la Italia fascista. La adaptación es pertinente. Poderosos abusando de inocentes siempre los hubo

Ya Gombrich en su canónica Historia del arte, había empezado a ajustarle las cuentas a la Venus de Botticelli. “Es tan bella –dice, no sin ironía, calculo- que no nos damos cuenta del tamaño antinatural de su cuello, de la pronunciada caída de sus hombros y del extraño modo en que cuelga del torso el brazo izquierdo”.

 Las observaciones de Gombrich son, por supuesto, correctas. Y uno las agradece porque sí, en parte vienen a explicar la sensación de extrañeza que produce el cuadro. Porque, convengámoslo, somos varios los que ante El nacimiento de Venus, uno de los íconos supremos del arte del Renacimiento y por consiguiente del arte de Occidente, más que rendirnos ante la belleza de Venus lo que tenemos es una sensación de extrañeza, de que hay algo raro e indefinible en esa pintura, algo que estamos a punto de aprehender, algo que tenemos en la punta de la lengua pero que pasan los años y las esforzadas o casuales contemplaciones del cuadro y no nos damos cuenta de qué es.

Sí, la cabeza, la cara es chica, no guarda proporción con el cuerpo, parece importada de otro cuerpo, de otro cuadro, y pegada torpemente sobre este reemplazando quién sabe por qué a la que le era propia.

 

Y luego, dejando de lado ese cuerpo torpemente desproporcionado, y la sensación de recorte y pegue que da el contorno de la figura de Venus, con la línea demasiado marcada, está el mar, con esas olitas rarísimas, tales que parecen las escamas en el lomo de un monstruo marino. En realidad todo el fondo parece antinatural, parece un telón de fondo. Parece como si los tres elementos centrales –Zéfiro y la Aurora, Venus y la Ninfa que le trae con qué vestirse- estuvieran en un proscenio, plantados delante de un telón de fondo. Subraya esta sensación la enorme concha de mar, de utilería, sobre la que Venus se presenta. Faltan nomás los dulces acordes de un laúd y un clavecín, y las exclamaciones de encantamiento con que las damas y los caballeros de la corte de los Medici reciben la deliciosa representación. El nacimiento de Venus parece la pintura de una representación escénica.

 

A Georges Didi-Huberman también El nacimiento de Venus le cae incómodo, se le atraviesa. En su Venus rajada (Losada, 2007) comienza por despojar a la Venus de las idealizaciones de origen literario, monumental, simbólico o metafórico con las que se la ha revestido. Se queda con la mera desnudez, y con esa sensación de extrañeza que produce el cuadro. Luego recurre a unas bellas palabras del creador de la iconología, Aby Warburg, para describir esa sensación de extrañeza: “es como si (Venus) acabara de salir de un sueño y de despertar a la conciencia del mundo exterior; y que, pese a volverse resuelta, activamente hacia él, el influjo de las imágenes del sueño obsesionara aún su mente”.

 

Belleza, Ensueño... la tercera pata de la lectura de Didi-Huberman se llama Crueldad. Y efectivamente la Crueldad comienza a comparecer cuando nos revela el verdadero telón de fondo del mito del nacimiento de la diosa: su nacimiento es consecuencia de la caída al mar de la genitalia de Urano, castrado por su hijo Saturno. Entonces, con una pirueta de la que sólo el pensamiento francés –y en particular el lacaniano- es capaz, Didi-Huberman saca a Georges Bataille de la galera para proponernos una “lectura” conjunta del cuadro de Botticelli con Madame Edwarda, el relato de Bataille en el que los tres elementos –Belleza, Ensueño y Crueldad- se conjugan y se anudan de manera ejemplar.

 

Didi-Huberman finalmente nos convence de la necesidad de ver el arte de Botticelli contra el subtexto de lo horroroso cuando pasa a analizar las cuatro tablas  de Botticelli conocidas como Historia de Nastagio degli Onesti. La imagen impoluta e idealizada del Renacimiento florentino –léase Jacob Burckhardt o Kenneth Clark- se diluye definitivamente. No volveremos a mirar la Venus de Botticelli con los mismos ojos.

 

Lectura recomendada, la del libro de Didi-Huberman, para quienes sospechan que el arte siempre se miran con los anteojos propios de la época del que mira, y que romper la visión recibida para alcanzar la verdad de la obra es una tarea tan inevitable como imposible, apasionante y enriquecedora.

 

* Publicado originalmente en www.montevideo.com.uy en agosto de 2008.

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