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ISSN 1688-1672

 



CÁMARA - VIDEO AMATEUR - BLOOPER - REALISMO -

El drama visual de los 90

Sandino Núñez

Lo que hay en el blooper o en el informe del noticiero es, precisamente, una ingenuidad, una inocencia, una distracción -la del que ignora que la muerte, su investidura dramática, no proviene del disparo de la pistola sino del de la cámara


En la serie de tevé NYPD (Policía de Nueva York) todo parece confuso. El episodio no maneja nunca menos de tres anécdotas paralelas, y éstas son siempre un poco triviales, combinan, y por lo tanto igualan, aspectos de la vida privada y de la vida profesional del héroe o de los héroes (igual que en la vieja Hill Street Blues, o luego en Cagney & Lacey, etc.).

Esta trivialidad es importante, y, justo es decirlo, simpática, pero no decisiva ni novedosa: me vuelve a hablar del carácter épico de lo profesional-cotidiano, o de la voluntad de desmitificar una profesión cuyo heroísmo consiste no en lo sobrenatural o en lo inmotivado del coraje y la valentía, sino en vivir con lo humano del miedo, la cobardía, el fastidio, etc.

Lo decisivo, en NYPD, está en algo que todos los que la hayan visto habrán notado, pero que considerarán, supongo, o bien irrelevante, o bien explicable por razones de ornato, de rareza o excentricidad estética. Aquí toda escena empieza, literalmente, fuera de cuadro. O mejor: el enfoque y el cuadro vacilan, se irresuelven. La escena tiene muchos personajes que van de un lado a otro, que hablan simultáneamente, que se interrumpen.

Una sola cámara parece querer registrarlo todo; apenas
logra mantener una ansiosa exploración de planos, o un fatigoso seguimiento de los hablantes que va a resultar,
en rigor, inútil: cuando logra fijar, razonablemente, un plano estable del que tiene la palabra, éste ya ha sido interrumpido por otro personaje, en el otro extremo de la habitación -lo que desata un nuevo paneo, un nuevo enloquecimiento.

Casi toda la conversación termina por registrarse en off,
en cuadros que muestran el rostro equivocado, o que quedan a mitad de camino, o que dudan y no saben qué dirección tomar, superados por un ambiente lleno de estímulos, excesivo, incesante. Todo trasmite la sensación de que lo que se está sacrificando es la edición como regla de oro: cortar, ensamblar, usar la moviola, manejar más de una cámara, narrar una secuencia conversacional con las técnicas realistas del plano-contraplano (esto no quiere decir, ciertamente, que estas técnicas no se usen; pero aún cuando el plano-contraplano se usa y es frecuente, no deja de estar amonestado por una cámara cuyo encuadre titubea permanentemente).

No se trata del new wave de los 80, técnica agresiva del
clip musical, con zooms entrecortados al ritmo de la banda sonora o meticulosas paisajizaciones plásticas del cuadro (una combinatoria cromática intolerablemente precisa y bonita, por ejemplo) -un franeleo plástico, como el filme Diva, la revista Play Boy o la serie televisiva Guantes de seda. Tampoco (aunque algo de esto hay) de la neopsicodelia, técnica sucia del clip musical, con cuadros torcidos o vacilaciones de foco, como una especie de enturbiamiento y, si cabe, de afeamiento estetizante de la escritura -un verdadero franeleo técnico.

Se trata de otra cosa. En NYPD hay una especie de amateurización de las técnicas de filmación y rodaje, con
un propósito que se me antoja no estético sino conceptual, intelectual, o incluso ético. Es decir, amateur no parece estar ahí para intentar gustarme o seducirme sino para provocarme -no para despertar mi asombro, mi admiración
o mi disfrute, sino para incomodar mi mirada, mi relación frontal con la escena, mi perspectiva albertiniana.

La asociación es casi inevitable: NYPD es (quiere ser, quiere que yo crea que es) filmada por un aficionado, por alguien con una cámara, que está allí. Parece jugar y operar, con y sobre un dato con el que la penúltima generación de seriales policiales no contaba: el video de aficionado, o el informe noticioso "desde el lugar de los hechos", no como reales sino como formas exacerbadas de realismo. Después de Top Cops (Héroes Verdaderos) todo lo demás es ficción. Después de la quema de Los Angeles por los disturbios raciales desatados por un video aficionado, las formas híper del realismo parecen empezar a dar lugar a otra cosa.

Habría que decir, antes de seguir adelante, que la espectacularización de la violencia todavía nos fascina: el hiperrealismo cinematográfico parece consistir precisamente en una especie de exponenciación retórica de la realidad para formar algo más-real-que-lo- real. La onda expansiva de una explosión hace que un cuerpo vuele por el aire -el vuelo es registrado por tres o cuatro cámaras, proyectado en ralenti, prolongado y elastizado, para devolver, finalmente, una pieza justa, musical, dramática: una coreografía de la muerte. El disparo de una pistola es ampliado, sintetizado y, en suma, también dramatizado.

Luego, cuando uno ve los informes reales desde zonas calientes, un intercambio de disparos parece sordo, torpe,
sin relieve, pero también inofensivo, un juego. Pienso: eso (ese simulacro pobre y descolorido) no mata, no es capaz
de matar. Así, la irrealidad lo envuelve todo: alguien es alcanzado por una bala, y el cuerpo parece menos caer
que desplomarse o hundirse -sin coartadas coreográficas- sobre sí mismo, como fulminado por su propio peso.

Es como si todo se presentara por debajo de su propia medida o de su propio brillo: ese muerto no está a la altura de la circunstancia dramática de La Muerte, tiene menos de un hombre muriendo en una batalla, que de un animal que -distraído- es alcanzado por la bala del cazador.

Y eso es lo que hay, precisamente, en el blooper, o en el informe del noticiero: una ingenuidad, una inocencia, una distracción -la del que ignora que la muerte, su investidura dramática, no proviene del disparo de la pistola sino del de la cámara. La muerte, por violenta que sea (ya lo han observado muchos), siempre es chata, pobre, gratuita. Por eso tal vez es permanentemente retorizada, teatralizada, exaltada al rango de literatura, de heroísmo o de historia.

Pero los 90 reservaban al video aficionado (o al informe profesional desde la urgencia de la zona caliente, lo que en rigor, y para el caso, es lo mismo), la vindicación de una nueva forma de drama, que bien podemos llamar blooper, aprovechando todas las connotaciones que tiene esa palabra. Blooper es la nueva épica (ética, estética) del camarógrafo; es el drama de estar-ahí, involucrado, rodeado, metido. Ya no veo la construcción de una escena, sino la de una mirada, o mejor, la de un plano. Lo verosímil deja de ser la construcción profesional y prolija de la escena, para recostarse en el accidente, en lo irreductiblemente dramático de todo accidente: la vulnerabilidad.

El camarógrafo, que en la técnica realista se minimizaba para ser la ubicuidad de un ojo artificial, como tecnología neutra (la no-persona) de presentación o exposición de la escena, es ahora aquel cuya propia exposición concentra y agiganta una dramaticidad de nuevo tipo: la exhibición de un dios menor que parece estar afectado por las mismas reglas (eventualmente mortales) del juego que juegan los mortales, los personajes de la anécdota.

El camarógrafo baleado en Africa es la apoteosis del drama visual de los 90: la anamorfosis (me desplazo para estar en el punto exacto en el que estaba el ojo del dibujante, de otro modo, no veo) sustituye a la mirada frontal (la mirada escindida y aproblemática del paisajista). Muerto el camarógrafo, la cámara empecina el juego de seguir registrando. Multiplicación de la confusión, violenta torsión de la imagen, un vahído: el cuadro póstumo y absurdo de una calle al ras del suelo, piernas, zapatos, el ruido apagado del tiroteo.

En el drama discreto del blooper no hay que ocultar. "Parece real" ya no quiere remitir a "no parece filmado". Tampoco a la celebración de una tecnología que componga el espacio de un hiperreal (la coreografía que anoté más arriba: los muertos de Sergio Leone, digamos, perfeccionados por Peckinpah). La ecuación se invierte en forma severa: es real porque es filmado. Pero ese porque no tiene que ver con el peso institucional del medio para legitimar la escena que muestra, sino precisamente con su suspensión, con su fragilidad, con su localización y con su emergencia.

La cámara, como instrumento, ya no puede no estar ensamblada a un camarógrafo. Juntos, forman máquina (la máquina fenomenológica). Por ejemplo, en NYPD el camarógrafo (y, ciertamente, su cámara) parece estar siempre estorbando (el desarrollo de la escena) y, al mismo tiempo, parece querer hacer todo lo posible para no estorbar: se corre, se hace a un lado, vacila, entorpece.

La cámara ya no es inmune: participa de la torpeza del camarógrafo, de su corporeidad. Un negro groseramente apaleado por unos policías (o un latino apaleado por un policía) es un blooper filmado por un amateur que vende
el video que desata disturbios raciales y que tiene un uso jurídico decisivo: la escena está atravesada por el nerviosismo, por la ansiedad, por la búsqueda del foco, por la vacilación entre el mejor ángulo, el que permita captarlo todo, y el temor a ser descubierto. En otras palabras, la cámara ha aparecido como máquina afectiva.

La cámara quiere dejar de estar del otro lado de la escena, dejar de ser el límite del mundo y también su criterio de organización (diégesis), para ser un-objeto-más, puesto ahí, arrojado.

Habituado a revivir y a verificar el carácter objetivante de
su mirada a través de la mirada de la cámara, el espectador asiste ahora, en el blooper, a un realismo de segundo grado: no es la neutralidad expositiva de la cámara sino su afectividad desbordante lo que me hace confiar en la autenticidad de lo que se muestra. Posiblemente, el truco que dispara esa confianza no esté tanto en hacerme ocupar el lugar del ojo de un personaje, de alguien que está en la anécdota (la cámara subjetiva), sino en saber que alguien está filmando: poder pensarlo, situarlo en su propia vulnerabilidad de amateur, en la doble obligación de filmar
y de protegerse de los riesgos de estar-allí.

Es el debilitamiento de la divinidad. El camarógrafo está, ciertamente, fuera de escena, pero puede, en cualquier momento, ser alcanzado por el blooper, por la realidad intrusiva del accidente. Es esa doble descomposición de
la escena real en el lente lo que opera con una fuerza dramática aplastante: no hay una prótesis tecnológica para hacerme entrar en la escena, para transportarme a la ficción o a la anécdota (travellings subjetivos, 3D, holografía, la envoltura sonora microscópica), sino la promesa diferida
de que el accidente puede saltar (es la definición misma de accidente) de una dimensión a la otra: su movimiento puede empezar en la pantalla pero dialoga inquietantemente con una cámara que no expone sino que está expuesta.

Aquel viejo milagro que ve pero no es visto, aquel centinela transparente que aseguraba que los mundos y los géneros
no se mezclaran, el ojo frío y distante del que contempla el mundo como espectáculo inofensivo como divinidad que se repite y verifica en el objetivo de la cámara, comienza (ya había comenzado en otros lugares) a mostrarse envuelto, temeroso, torpe, vacilante, y aún ansioso o angustiado.

En el blooper de NYPD, cosa que no hacía antes, me detengo inevitablemente en la opacidad emotiva de la cámara, en el índice dramático de su vulnerabilidad.

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