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ISSN 1688-1672

 



HERMAN WEBSTER MUDGEt - ASESINOS -


El doctor torturador

Gabriel Pombo

 

Mudget/Holmes
había construido una habitación en la cual guardaba gran cantidad de instrumentos de tortura. Entre ellos -y aunque parezca increíble- había una máquina para hacer cosquillas en los pies con la que mataba de risa a sus víctimas.

Herman Webster Mudget nació en 1860 en la localidad de Gilmanton, Norteamérica, en una familia honesta y puritana. A muy tempana edad manifestó un interés enfermizo por las mujeres que lo transformó con el tiempo en un obseso sexual y en un sádico. A los 18 años se casó con una joven adinerada, Clara Louering. Se aprovechó de la fortuna de su mujer para concluir sus estudios de medicina y obtener su doctorado con honores en la Universidad de Michigan. Una vez cumplido su objetivo, y con su cónyuge en la ruina, huye y se instala en la casa de huéspedes de una respetable y hermosa viuda que lo mantiene gracias a la renta de su pequeño hotel. No conforme con los beneficios que recibe, transcurrido cierto lapso -el futuro homicida- abandona a esta viuda y se instala durante un año en Nueva York donde pasa a ejercer su profesión de médico. Finalmente se radica en la ciudad de Chicago donde valiéndose de su imagen de hombre distinguido, alto y elegante consigue muchas conquistas amorosas.

En sus redes cae una joven bonita y millonaria, Myrta Belknap. La chica no corresponde a sus galanteos razón por la cual, para evitar que se descubra que sigue casado, Mudget decide cambiar su nombre por el de Dr. H. H. Holmes. Con su nueva identidad consigue desposar a la muchacha. Se transforma en bígamo y estafa a la familia de su nueva esposa en cinco mil dólares, cantidad descomunal para aquella época. Con ese dinero mal habido manda construir una magnífica mansión en la localidad de Wilmette. Entre tanto, y siguiendo su impulso amoroso y su irrefrenable codicia, obtiene el cargo de gerente de una farmacia en Englewood, cuya dueña es otra viuda a la cual engatusa fácilmente. Mugdet/Holmes se convierte en su amante y logra que ella le deposite su confianza. Mediante un ardid accede a la contabilidad del negocio lo que le permite falsificar los libros contables y apropiarse de los fondos. Una vez culminado exitosamente su plan delictivo se adueña de la totalidad de los bienes y hace desaparecer a su cándida enamorada en lo que posiblemente resultaría su primer homicidio.

En 1893 estaba próxima a realizarse una gran exposición en Chicago llamada “La primera feria mundial”, y el Dr. Holmes pensó que esa sería la oportunidad de su vida, pues dicho evento atraería numerosa cantidad de mujeres jóvenes, atractivas, solteras y millonarias. Por medio de una serie de estafas compró un terreno y emprendió la edificación de un fastuoso hotel que semejaba una fortaleza medieval. El propio criminal diseñó personalmente el interior del lugar dado que las compañías que habían iniciado los trabajos edilicios abandonaron la empresa. De esa forma Herman Webster Mugdet resultó el único que conocía todos los escondrijos de la imponente arquitectura.

Las habitaciones contaban con trampas y puertas corredizas que desembocaban en un laberinto de pasillos secretos y en las paredes de éstos había mirillas disimuladas por donde el tétrico doctor observaba a sus desprevenidas invitadas deambular por la finca. Debajo de los pisos de madera instaló una conexión eléctrica que le posibilitaba, a través de un panel indicador que tenía en su oficina, rastrear a sus futuras víctimas. Manejaba, además, grifos de gas que conectados a las habitaciones le permitían matar a varias mujeres simultáneamente sin tener que moverse de su sitio. Cuando tiempo más adelante los errores perpetrados por el macabro cirujano determinaron su detención, los policías que allanaron aquella extraña morada en busca de pruebas se llevarían una sorpresa rayana en el estupor. Ocurrió que:

     “…descubrieron que el hotel también había sido utilizado como cámara de torturas y sala de ejecuciones. Los agentes encontraron cámaras herméticas dentro de las que se podía bombear gas, un horno lo bastante grande para contener un cuerpo humano, cubas de ácido y habitaciones equipadas con instrumental quirúrgico de disección y toda la parafernalia de la tortura. En el juicio, un testigo de la acusación describió su trabajo como empleado de Holmes, quien le había contratado para que descarnara tres cadáveres, a razón de 36 dólares por cadáver…”. (1)

Este aberrante artificio estuvo concluido un año antes de inaugurarse la exposición de Chicago, el 1 de mayo de 1893, y el Dr. Mugdet puso en funcionamiento su casa de los horrores atrayendo hasta ella a todas las jóvenes solas y ricas que conocía en la feria, procurando que éstas residieran en estados alejados para evitar la visita de amigos y parientes. Muchas de las mujeres eran captadas hasta ese lugar con la promesa de matrimonio y, una vez allí, se las forzaba bajo tortura a firmar poderes a favor del médico en los que le cedían su fortuna. A otras chicas las asesinaba con el fin de cobrar los seguros cuyas pólizas obligaba a transferirle. En el espeluznante hotel, las víctimas eran violadas, atormentadas y, finalmente, asesinadas. Luego su matador transportaba los cadáveres sobre montacargas y los llevaba hacia los sótanos donde los disolvía en grandes piletas con ácido sulfúrico, o los cremaba dentro de una enorme estufa. Otro método de eliminación consistía en sumergir despojos humanos en cal viva. Todos los artilugios obrantes en la lúgubre mansión estaban preparados para saciar los instintos perversos de su dueño. Había construido una habitación en la cual  guardaba gran cantidad de instrumentos de tortura. Entre ellos -y aunque parezca increíble- había una máquina para hacer cosquillas en los pies con la que mataba de risa a sus víctimas. Antes de desembarazarse de los cuerpos solía desmembrarlos o despellejarlos para hacer experimentos.

Las ganancias que le reportaba su hotel mermaron considerablemente por lo que tuvo que buscar otras salidas para sanear su empobrecida economía. Decidió incendiar el último piso de su mansión con el propósito de que la compañía de seguros tuviera que pagarle una jugosa indemnización de 70 mil dólares pero la empresa aseguradora investigó y constató el fraude. Al quedar al descubierto el atroz galeno se fugó hacia Texas, ciudad en la que comete varias estafas que lo conducen, por primera vez, a la cárcel. Sale bajo fianza y trama una nueva defraudación. Junto con un cómplice, de apellido Pitizel, idea un plan: su compañero debe contratar un seguro de vida en Filadelfia y, transcurrido cierto tiempo, la esposa de este hombre se presentaría reclamando la prima. Antes concurriría a la policía llevando consigo un cadáver anónimo, previamente desfigurado, pretendiendo que era el de su infeliz marido muerto en un incendio. Como era de suponer, el médico se resistió a compartir las ganancias con la beneficiaria -su proyecto siempre consintió en asesinar a su incauto socio fingiendo un accidente y presentarse él directamente a requerir el pago del importe del seguro. También planificaba deshacerse de la señora Pitizel y de sus hijos. Una vez consumado el homicidio contra su socio, se dirigió a la morgue pretendiendo ser un amigo del occiso y pidió reconocer el cuerpo. Luego buscó a la viuda para que fuese a cobrar el dinero de la póliza. Empero, no tuvo en cuenta que un ex compañero de celda que estaba al tanto del plan iría a delatarlo. La compañía de seguros se negó a pagar, contrató a detectives privados y formuló denuncia ante las autoridades. Los investigadores emprenden una minuciosa pesquisa hasta que el Dr. Holmes confiesa ser el autor del crimen de Pitizel y sus hijos menores. Aunque varios policías sumaron esfuerzos para la resolución del problema, el detective que tuvo el mérito de revelar el caso fue Frank Geyer, quien trabajaba en la famosa agencia de detectives Pinkerton contratada entonces por la aseguradora.

Una vez iniciado su proceso penal, Mudget/Holmes sorprende al juez, al fiscal y al jurado por su habilidad para manipular y mentir. Acosado por la esposa de Pitizel para que confesara ser el victimario de su marido y sus hijos trata de disuadirla escribiéndole una melodramática carta donde termina exhortándola “Ud. me conoce bien señora. No puede creerme capaz de asesinar a niños inocentes sin ningún motivo”. El pérfido reo se divertía adjudicándose asesinatos que no había consumado de personas que aún estaban con vida en ese momento y, mientras se comprobaba si la información era verídica, lograba retrasar la dilucidación de su juicio criminal. No existe una cifra segura del número de muertes que provocó. En unas memorias que escribió durante el período en que estuvo recluido previo a su ejecución confesó ser culpable de haber perpetrado 27 homicidios. No obstante, las pruebas forenses recogidas en su fúnebre hotel apuntan a que el número de víctimas bien podría haber superado las 150. El “doctor torturador” -alias con el cual lo tildaron los periódicos de aquel tiempo- fue condenado a morir en la horca por el tribunal de Filadelfia y la sentencia se llevó a efecto el 7 de mayo de 1896. Contaba con la edad de 36 años al momento de su deceso.
 

Nota:
 

(1) Lane, Brian, Los carniceros. Una antología de crímenes macabros e investigación forense, traducción de Albert Solé, Ediciones Valdemar, Madrid, España, 1991, pag. 38.

 

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