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			Nunca se sabrá 
			cómo hay que contar esto (…)  
			Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o:  
			nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así:  
			tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo 
			delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.  
			Qué diablos. 
			
			
			Las babas del diablo,
			 
			Julio Cortázar 
			
			
			
			¿Runachu kanki icha imataq?  
			(¿Eres gente u otra cosa?). 
			El sueño del Pongo, 
			
			cuento popular 
			 transcripto por José María Arguedas 
			
			
			Escribo hablando 
			
			
			Poética,
			 
			Blas de Otero 
			
			  
			
			
			I 
			 
			En 
			“El elitismo de 
			escribir”, Alma Bolón 
			entreteje y critica posiciones y escritos disímiles, provenientes de 
			contextos y planos diversos: los debates en torno a la reforma 
			universitaria; la elección de nuevas autoridades; una 
			caracterización respecto a ciertas prácticas y perfiles que 
			coexisten dentro de la vida académica, aparecida 
			en la diaria; las políticas del gobierno; el proyecto 
			de la izquierda vernácula; las manifestaciones del Presidente Mujica 
			respecto a las Humanidades, y otras cosas más. No es el propósito 
			aquí adentrarme en cada uno de estos asuntos, por cierto, más 
			complejos y ricos de cómo se los ha venido retratando, y que acaso 
			invita a respuestas de otros, a quienes se alude.  
			 
			
			
			Como parte del mismo esfuerzo —para mi sorpresa— Bolón dedica casi 
			toda la segunda mitad de su pieza a criticar un escrito de mi 
			autoría, titulado “Elogio de las Humanidades”, donde me propongo 
			realzar y reafirmar la necesidad de una forma distinta, 
			específica, de ver y problematizar el mundo: “una impronta 
			humanística”. También, repensar el sentido del “proyecto 
			humanístico” hoy —y del proyecto crítico— en el sobreentendido de 
			que como toda construcción histórica y situada en el mundo, y 
			marcada por el mundo, debe ser objeto de constante revisión, 
			discusión, adecuación.   
			
			En 
			el convencimiento de que el diálogo construye, complica, enriquece, 
			leí con interés sus objeciones a algunos de mis planteos, que en 
			cualquier caso siempre imagino experimentales, de validez 
			situacional, provisorios, falibles, y por supuesto, discutibles. No 
			obstante, tras una primera rápida lectura, enseguida saltan a 
			relucir algunas inexactitudes, simplificaciones y oposiciones 
			inexistentes, a las que me gustaría responder.  
  
			
			
			II 
			 
			Lo 
			primero que Alma objeta es mi adhesión a un posicionamiento 
			latinoamericanista. Cita una frase de Borges que más que “develar el 
			artilugio” inscribe cómicamente la contradicción y la aporía que nos 
			constituye. Reconozco, efectivamente, que hablo desde una 
			deformación y un prejuicio doble. Aparte de vivir y trabajar en un 
			lugar y un tiempo concretos (hoy, aquí), mis estudios y desempeño 
			profesional fueron en el ámbito de la enseñanza de la lengua, la 
			literatura y la cultura latinoamericanas. Dicho esto, las 
			identificaciones y los posicionamientos de uno nunca son únicos sin 
			más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas a la vez. 
			
			
			Por otra parte, sabemos que América Latina —como la uruguayidad o la 
			montevideanidad — es apenas un cruce de discursos, del más 
			diverso pelaje, relacionados, a su vez, a realidades sociales. Bolón 
			me concederá que América Latina es una realidad histórica, social, 
			política compleja, heterogénea, desigual, inescapable que, 
			contra cualquier idea y deseo, se reimpone en cada momento de 
			pretender negarla o disfrazarla.  
			
			
			Dicho esto, claro, América Latina no puede ser reducida a una 
			esencia ni a una sola cosa, ni como realidad ni como idea, discurso 
			y proyecto. Estos días el MAPI alberga una muestra sobre el 
			enfrentamiento que protagonizaron Arguedas y Cortázar que acaso 
			ilustra esta cuestión. Qué duda cabe del latinoamericanismo de 
			ambos, al margen de sus diferencias.  
			
			
			Otro problema que enfrenta América Latina como idea, materialidad y 
			proyecto, es su territorialidad. Refiriéndose a la diáspora, algunos 
			filósofos hoy hablan de un latinoamericanismo territorializado de 
			una manera no cartesiana: es el caso de los exiliados, emigrantes, 
			familias desperdigadas, los que van y vienen o están en más de un lugar a 
			la vez. Más que disolver imaginariamente el problema esto nos 
			presenta nuevos desafíos: un problema aun más complejo, una madeja 
			aun más difícil de desenredar. Lo mismo se podría decir del 
			nacionalismo y de la modernidad, como sugería García Canclini con 
			aquello de entrar y salir.  
			
			
			Por lo demás, está claro, América no está afuera de Occidente —del 
			sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de 
			Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización 
			fundamental, incluso epistémica. Pero, pensada heurísticamente, 
			ofrece una ‘zona fronteriza’, un aleph o anillo infernal, desde 
			donde leerlo y pensarlo críticamente. La colonización nunca es 
			total: tiene sus afueras, sus reversos, sus consecuencias 
			inesperadas.  
			
			
			Reconozco entonces que nuestra realidad se gestó en contrapunto con 
			una serie de ideas, tradiciones y proyectos de América Latina que no 
			cesan de combinarse o disputarse su alma y su destino (lo mismo que 
			el de la nación, la región y el mundo): La Latinidad. La Hispanidad. 
			La Nordomanía. Occidente. Experiencias y discursos, discursos y 
			experiencias decantan en configuraciones histórico-concretas 
			específicas que se dan en América (en otras regiones se dan otras), 
			en enfrentamientos, que resultan en formas diferenciales de situarse 
			en el mundo, de imaginar el mundo, de criticar el mundo, de repasar 
			las opciones, de tomar partido, de intervenir.   
			
			
			Sí, en tanto cultura y proceso social, el latinoamericanismo está 
			atravesado y constituido por las tradiciones europeas: pero no 
			solamente. Quizás mi esfuerzo apunta a reconocer la 
			multiplicidad de las tradiciones europeas (a escoger las que más me 
			interesan, las más críticas, las olvidadas, las derrotadas), a 
			reconocer las formaciones culturales americanas que se fueron 
			gestando en el proceso, a reconocer otras tradiciones —no europeas— 
			que también conforman nuestra compleja realidad, y contienen otra 
			parte de la verdad y de la imaginación. A reconocer y a ser 
			consecuentes.  
			
			
			Aprovecho para negar, al pasar, que sienta alguna tentación o 
			necesidad de idealizar ninguna cultura, ni la americana, ni 
			la precolombina, ni ninguna otra. O sea, esa crítica no es de 
			recibo. Lo que me lleva al siguiente punto. 
  
			
			
			III 
			
			  
			
			
			Bolón alude a una cita donde hablo de Occidente —del Renacimiento, 
			la Ilustración, la Modernidad— “visto desde América”, y 
			efectivamente, no puedo sino pensar todos estos procesos desde la 
			ambivalencia, el sarcasmo, la crítica; a veces, el reproche y la 
			condena. Es preciso pensar Occidente por fuera del mito 
			occidentalista. Miro la Revolución Francesa desde Haití. La 
			Revolución de 1776 desde la tragedia de la Conquista del Oeste y la 
			Esclavitud. La República desde las comunidades originarias. La 
			Industrialización desde las maquilas. La urbanización desde San 
			Martín y Aparicio Saravia (no desde 18 y Andes). La Civilización 
			desde la Campaña del Desierto o Automotores Orletti. Sin añorar 
			ningún pasado ni ninguna vuelta atrás —vivir de la pesca, plantar 
			ajos, un mundo sin luz eléctrica — veo Occidente desde la sospecha, 
			la crítica. No digo nada muy extraño.  
			
			
			Por supuesto que Europa ha hecho su propia reflexión, revisión y 
			crítica. Eventualmente descubrió que la razón instrumental termina 
			por aplastar a la razón emancipatoria, que luego de dominar a las 
			cosas se pone a dominar a las personas. Cómo no pensar en las 
			fortísimas tradiciones críticas de algunos humanistas, ilustrados y 
			modernos, del marxismo, de los frankfurtianos, de las vanguardias, 
			de los existencialistas, de los posestructuralistas y los 
			posmodernos. A todos los leemos y de ellos hemos aprendido. Para 
			Dussel esa es la conciencia crítica europea de sí misma, de 
			Occidente. La nuestra se alimenta y se intersecta con ella pero 
			es más. Las civilizaciones metropolitanas no resumen ni agotan 
			la Historia, ni la Cultura, ni el Espíritu, ni el significado de la 
			Humanidad. Siempre me ha parecido cuando menos deshonesto lo poco 
			que aun las teorías críticas europeas se basan en las experiencias y 
			teorías de otras regiones, se piensan autosuficientes, pretendiendo 
			luego validez universal. (Una cosa es el prólogo de Sartre y otra el 
			texto de Fanon. Algo de esto parece haber querido decir Spivak, o 
			García Márquez cuando hablaba del nudo de nuestra soledad.) 
			 
			
			
			Nuestra crítica se nutre de la crítica metropolitana y de mucho más 
			—un proyecto inabarcable, por supuesto. Concretamente, se nutre de 
			otro montón de movilizaciones y tradiciones críticas vernáculas 
			(periféricas, fronterizas): resistencias indígenas, independentismo, 
			sublevaciones de esclavos, sentimientos orejanos, luchas obreras, 
			teología de la liberación, teoría de la dependencia, pedagogía del 
			oprimido, antropofagia y tropicalismo, la lucha contra las 
			dictaduras y las mordidas de la miseria, etc. Creo que entiendo 
			cuando Horkheimer habla de la Ilustración devenida en mito y Adorno 
			del significado de “enseñar” después de Auschwitz. (Pero me 
			pregunto: ¿hubo que esperar a Auschwitz? ¿solo Auschwitz?) También 
			se refuerza con la conciencia crítica de otras tradiciones y 
			experiencias en el mundo. Por eso prefiero la transmodernidad 
			a la posmodernidad o a la modernidad inconclusa. Por si acaso, 
			aclaro, conciencia crítica y dialéctica que debe ocuparse de todos 
			los “ismos” (no solo del occidentalismo o el racionalismo): los 
			nacionalismos, los humanismos; también de los latinoamericanismos, 
			por supuesto.  
			
			
			Acaso otra diferencia: Bolón habla de la Ilustración y las 
			Humanidades en un sentido abstracto y universal. Yo prefiero 
			abrazarlas (y criticarlas) como procesos históricos y concretos. Me 
			aferro, efectivamente, al argumento histórico y materialista de que 
			el pensamiento está territorializado y mediatizado por formaciones 
			socioculturales concretas.   
			
			
			(Nota al pie: Anoche el ex-presidente español Zapatero coincidió con 
			Bordaberry en el endurecimiento de las penas a los jóvenes en nombre 
			de ‘la cultura occidental, que no es de derecha ni de izquierda’. 
			Ese es el tipo de razonamiento que debe hacer prender la luz 
			amarilla, y acaso la roja.)  
  
			
			
			IV 
  
			
			
			Media página más adelante, Bolón insiste en desatender mi defensa 
			y elogio de las Humanidades, que es lo que propongo aun si 
			a condición de someterla a la vigilancia crítica, a la crítica 
			del eurocentrismo y el nordocentrismo, a la negación de la violencia 
			que históricamente ejerció —y sigue ejerciendo—. En definitiva, a la 
			extensión y complicación del concepto de Hombre (de Cultura, lo 
			producido por el Hombre) y de Humanidad, históricamente asociados al 
			proyecto humanístico occidental y a las Humanidades. 
			 
			
			Y 
			aquí es donde viene a cuento el tema de recurrir al auxilio del 
			discurso de defensa y promoción de los Derechos Humanos en su 
			sentido literal, estricto, amplio (aun si entendido como un discurso 
			histórico, inconcluso, contradictorio, en disputa) como argumento y 
			recurso para devolver, dotar de contenido mínimo y garantizar 
			humanidad a millones de personas cuya humanidad y contribución es, 
			una vez más, negada o menospreciada.  
			
			
			También como fundamento ético y marco de referencia socializado, 
			compartido, institucionalizado, desde donde imaginar y medir metas y 
			valores abstractos tales como la dignidad, la libertad, el progreso, 
			la emanicipación, la felicidad, la propia razón. En última 
			instancia, fundamento en donde anclar el análisis y el discurso 
			crítico —la politización del análisis cultural— a fin de superar la 
			arbitrariedad individual (una ilusión) y la autoridad técnica 
			(devenida ideología). De otra manera, ¿desde qué fundamento y en 
			nombre de qué y de quién buscamos conocer, dominar el mundo, 
			interpretar, juzgar, valorar?   
			
			
			Ante la opción de Maquiavelo, Sade o Nietzsche, que crean su propia 
			moral y sistema de valores como forma de crítica, protesta y 
			“salida” individual e imaginaria, o su otro extremo, Hobbes o el 
			Estado prusiano, prefiero el camino más lento de las construcciones 
			colectivas y encarnadas.  
			
			
			Bolón critica que emplazo a las Humanidades “a ser lo que ya son”, 
			“curiosa intimación”. Aquí sí hay un punto de desencuentro, una 
			diferencia de diagnóstico, respecto a si las Humanidades están o no 
			a la altura de sus propios valores declarados y lo que se propone, 
			si han procesado las transformaciones necesarias. (Una posible 
			muestra de ello es el Plan de Letras de reciente manufactura y 
			aprobación general).   
			
			En 
			efecto, la máxima de Terencio con la que todos nos llenamos tanto la 
			boca y citamos en Latín y en otras lenguas con autoridad —nos 
			ocupamos de la cultura de los hombres, de toda la cultura, de
			todos los hombres— no siempre se hace realidad. Parte del 
			problema radica en quién define quién es humano y quién no. The 
			Rights of Man y Les Droits de L’Homme fueron pensados 
			para unos pocos y de hecho fueron usados y sirvieron 
			para quitar los derechos a la mayoría de la Humanidad. (¿Runachu 
			kanki icha imataq?) Hoy sucede lo contrario, y con mucho 
			esfuerzo las declaraciones, leyes e instituciones de derechos 
			humanos están siendo efectivamente apropiados, usados y movilizados 
			para desmantelar las negaciones de humanidad efectuadas en nombre de 
			la Humanidad.  
			
			
			Otra parte del problema reside en definir la Cultura —la historia 
			del concepto, las disputas que genera— y el tema del valor, del 
			gusto/la belleza (que no reside en la cosa sino en los sujetos), del 
			interés o la importancia; es decir, de quiénes dan o quitan el 
			valor, el interés y la importancia. Luego vienen más argumentos 
			—dispositivos sutiles si los hay— de carácter disciplinario, 
			administrativo, económico. Y así, en nombre de la Humanidad y la 
			Cultura, el Humanismo opera en la práctica como una máquina de 
			clasificación, exclusión y negación de humanidad y de cultura. 
			Cualquier intento de abrir la ventana es atacado de populista, de 
			celebrar el mal gusto y de poner todo en el mismo nivel. (Falta que 
			se proponga que no deberíamos hacer una interpretación tan 
			literal de la máxima de Terencio.) El resultado es que en la 
			práctica solo algunas cosas de algunos humanos no nos 
			son ajenas, y la mayor parte de ellas sí lo son. Esto ocurre 
			en muchas disciplinas, pero en las llamadas Letras se ve más claro.
			 
  
			
			
			V 
  
			
			
			Otro viejo punto de desacuerdo y discusión —que ya lleva más 
			de medio siglo, doscientos años, o cinco siglos, según cómo se lo 
			mire— gira en torno al lugar de la escritura, de la tradición 
			letrada, del significado y lugar de las Letras. Esto asume distintas 
			formas y se despliega en varias direcciones: a) La reducción y 
			congelamiento del significado de “las Letras”. b) la reificación y 
			el fetichismo —no el elitismo— de la escritura. c) Un gesto 
			defensivo dispuesto a mantener las fronteras y trincheras de lo 
			literario y contener que también nos ocupemos críticamente de la 
			tradición oral, de las prácticas culturales populares, de distintas 
			expresiones y artefactos culturales que sobre todo a partir del 
			siglo XX van de la mano de la invención de nuevos medios de 
			producción cultural y la formación de nuevas esferas públicas (massmediáticas, 
			plebeyas, juveniles, marginales, etc.).  
			
			
			Por si acaso sirve para desatar pronto el nudo aclaro que no persigo 
			en absoluto ni construir una “oposición” entre escritura y medios 
			(oposición falaz), que tampoco tengo ninguna necesidad de “ensalzar” 
			a estos últimos (ni a los primeros), y que de ninguna manera se 
			trata de sustituir una tradición o esfera de la palabra/del signo 
			por otra.   
			
			
			Dicho esto, a diario constato que predomina la creencia —el 
			prejuicio— de la superioridad y mayor valor de unas esferas, 
			prácticas y formas por encima de otras, las más de las veces sin un 
			análisis crítico, conocimiento y entendimiento de las que se suponen 
			inferiores. (En última instancia, la creencia en la superioridad y 
			mayor valor de unas personas y una vidas en comparación con otras 
			—lo que nos devuelve al punto anterior, a los derechos humanos, y a 
			Terencio). Como en cualquier ámbito de la creación humana, 
			habrá de todo como en botica y nuestra tarea siempre será 
			investigar, entender, criticar, discernir.  
			
			
			Una tercera diferencia radica en la definición de la disciplina y la 
			delimitación de la especialidad. El argumento se suele expresar así: 
			puede ser que esas otras cosas tengan valor pero nosotros nos 
			dedicamos (o debemos dedicarnos) a las Letras. Así, normativamente. 
			Ante esto, querría interponer dos o tres objeciones. 
			 
			
			
			Por un lado, señalar la historicidad de la construcción de la 
			institucionalidad literaria, marcada por unas tecnologías (por ej. 
			la escritura, la imprenta, el libro) y una ideología (la ideología 
			culturalista de la salvación por “la” cultura, la cultura de unos 
			—una parte— tomada por el todo). Una institución creada hace cien o 
			ciento cincuenta años difícilmente pudiera imaginar y responder a 
			las contingencias del futuro. Hoy se trata de readecuar la 
			institucionalidad al presente a fin de acoger el estudio de otras 
			tradiciones y nuevas formas, y articularla a otros proyectos. Desde 
			el presente, volver sobre el pasado para descubrir otros pasados. 
			
			
			Luego está el tema de la perspectiva. El estudio crítico de las 
			otras formas no significa extender un cheque en blanco, aplaudir o 
			ensalzar nada. No veo ninguna anacronía en “el estudio crítico de 
			los textos” sino todo lo contrario: más que nunca creo en la 
			revisión y relectura crítica de los textos, de todos los 
			textos. No obstante, aquí me hago eco de la idea sesentista de la 
			redefinición y la extensión de nuestro concepto de texto y 
			textualidad. Por esto, no alcanza con decir que de la tradición oral 
			se ocupe la Antropología, de la canción Musicología y del cine la 
			Facultad de Ciencias de la Comunicación. Cada cual se acerca y 
			aproxima a estos artefactos y fenómenos culturales desde intereses, 
			propósitos y problemáticas propias. Cada disciplina —que tampoco 
			están congeladas y fijas en su punto de creación y también tienen 
			una historia— tiene un aporte propio que realizar a la hora de 
			entender al ser humano, analizar sus creaciones, señalar una 
			crítica, rescatar un valor.    
			
			
			Por último, si por Letras entendemos el lenguaje verbal, el lenguaje 
			poético, la palabra de los hombres —como opuesta a la palabra de los 
			dioses—, las cosas que razonan, imaginan, cuentan o recuerdan los 
			hombres, de ello no sigue que solo la escritura o ciertos géneros de 
			ella (la novela de ficción, la poesía escrita, la literatura 
			dramática, las cartas y toda clase de anotaciones de los grandes 
			hombres) deban ser nuestro objeto de interés y estudio exclusivo. Y 
			sin embargo este sentido restringido del archivo literario domina 
			nuestro quehacer, nuestra investigación, nuestros cursos. 
			 
			
			
			Advertir y reclamar que nos ocupemos de otros archivos y ejercicios 
			de la palabra no significa que escribir sea elitista. El “elitismo”, 
			en todo caso, no consiste en leer o escribir, ni en ocuparnos de 
			estudiar o enseñar el corpus del archivo literario, sino en el 
			desinterés normativo y las más de las veces prejuicioso de no 
			ocuparnos de las palabras de los otros, de otras Letras o de 
			discursos verbales y poéticos, que también son parte del archivo de 
			la palabra de los hombres, aun si  muchas veces vienen mezclados con 
			otros discursos —la música, el baile, la gestualidad, la imagen, la 
			imagen en movimiento, etc. El elitismo reside en restar valor, 
			despreciar y pensar que somos mejores que el otro. Es construir “el 
			Mito del Otro” —que como el Orientalismo, se construye en una 
			relación y un ejercicio de poder— y su contracara, “el Mito del 
			Nosotros” en diferentes envases.  
			
			El 
			elitismo, dice Martín Lienhard, es pensar la oralidad como carencia, 
			y no al revés: la escritura como carencia. El mismo gesto se repite 
			en la idea de que el arte popular carece de complejidad, que el 
			folclore es solo superchería y no hay nada que sacar, que en la 
			cultura de masas no hay arte y solo es entretenimiento y 
			conformidad, y así sucesivamente.  
			
			
			Una inmensa parte de la Humanidad se expresa, cobra conciencia de sí 
			y del mundo, “se forma” (en un sentido no necesariamente positivo), 
			negocia sus sentidos del mundo y construye el mundo, en gran medida 
			—aun si no exclusivamente— a través de múltiples formas y medios: 
			una novela policial, Shrek II, una canción de Calle 13, 
			la telenovela de la tarde, la comparsa del barrio, una revista de 
			historietas. Por consiguiente, sin necesidad de descuidar su encargo 
			y misión tradicionales —que, de todas formas, debemos reexaminar—, 
			sin ni siquiera cuestionar o invertir la relación figura/fondo, sí 
			considero que las Humanidades deben hacerse un lugar para el 
			estudio, la reflexión y la crítica de este otro universo de la 
			palabra —la esfera pública plebeya de Negt y Kluge— desde la 
			perspectiva humanística crítica, que es distinta a la mirada y las 
			preguntas que se hacen las otras facultades y ciencias. 
			 
			
			
			Más aun, influenciado por pensadores que sí se han ocupado del arte 
			popular o la cultura de masas, estas interesan porque se trata de 
			producciones culturales situadas en el mundo, constitutivas del 
			mundo —nos guste o no—, complejas, contradictorias, sintomáticas, 
			anticipatorias. Si bien expresan la cultura hegemónica —ofreciendo 
			otra ventana a cómo funciona y se impone el poder— también están 
			cargadas de resistencia, de innovaciones, de utopías, de valores 
			resilientes y emergentes sintomáticamente “inaceptables” y 
			“amenazantes”, que no podemos darnos el lujo de desatender, 
			desconocer, dejar de criticar o desaprovechar, a riesgo de 
			separarnos del mundo o enfrascarnos en la mismidad. 
			 
			
			
			Cuando me pongo escatológico, lo imagino como el necesario detritus, 
			basura o humus del que proviene y resurge la vida. Algo de 
			esto pienso que es lo que vieron Bajtín en la tradición 
			carnavalesca, Gramsci en el folclore y el sentido común, Hoggart en 
			los nuevos usos de la alfabetización, Benjamin en las consecuencias 
			de la reproductibilidad técnica, o Scott en el proverbio etíope 
			(“Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran 
			reverencia y …”). 
			
			
			Más allá de los contenidos, las formas y los medios, en el curso de 
			su lucha, y de su lucha cultural “por la palabra”, los seres humanos 
			se han visto obligados y han emprendido la producción de nuevas 
			esferas y espacios de la palabra (del silencio, del gesto), es 
			decir, transformaciones de tipo estructural y rodeos tácticos, para 
			poder expresarse y hablar, a los que también es preciso prestar 
			atención. Esta es la historia de las nuevas formas y medios pero 
			también de las antiguas: las lenguas romances, la copla popular, la 
			novela, la tragicomedia. 
			
			
			Yendo un poco más allá todavía, a lo largo de su historia los 
			estudios literarios también han incursionado en el estudio de 
			discursos no verbales como teatralidad y de las mitologías 
			modernas —pienso por ejemplo en Mitologías de Barthes— desde 
			marcos, preguntas y objetivos muy diferentes a los de la Historia, 
			la Sicología, la Antropología, la Lingüística o la Ciencia de la 
			Comunicación.  
			
			En 
			suma, reclamar mayor atención y dedicarle mayor espacio a la 
			tradición oral y a otras formas de discurso verbal y no verbal no 
			conduce a que “escribir sea elitista” sino a aseverar que  las 
			Letras no se reducen a la escritura ni la escritura posee el 
			monopolio de la palabra poética ni de la palabra a secas: no es la 
			representante de la Palabra en la Tierra.  
			
			
			Dicho esto, escritura y oralidad no son términos extraños uno del 
			otro, ni excluyentes entre sí. Aun si conserva la marca del cuerpo, 
			la convivialidad, la gestualidad, la oralidad es una tecnología 
			tanto como la escritura. El diálogo, la épica, la poesía, la 
			retórica, la oratoria, la Ley del Padre, el murmullo ladino, 
			provienen de esa estirpe. La escritura, parcialmente derivativa de 
			la oralidad, de los sonidos y la cadencia de las palabras, tanto 
			como del garabato, la contabilidad o la máquina, no es ni más ni 
			menos rica o problemática que la oralidad. Más cercana a la 
			partitura que a la música, descarnada como lengua de papel, la 
			escritura tiene sus virtudes pero también sus límites: ilumina y 
			permite pensar, representar y expresarse tanto como lo contrario. 
			Algo de esto creo que quería decir el personaje de Cortázar del 
			epígrafe.  
  
			
			
			VI 
  
			
			A 
			modo de epílogo, acaso parte de la cuestión —o del malentendido— se 
			origine en la tensión entre teoría tradicional y teoría crítica. En 
			forma muy resumida y simplificada: mientras la primera cree que 
			nuestro objeto de pensamiento existe antes de su representación y es 
			un hecho de la naturaleza y el sujeto de conocimiento es un pensador 
			libre y puro y un espectador desinteresado, solo motivado por el 
			amor al conocimiento, la segunda no solo elimina la separación entre 
			sujeto y objeto, entre hecho cultural y valoración/valor, sino que 
			propone que tanto la ciencia como lo que ésta estudia son un 
			producto de una praxis social e histórica. Que ambos están 
			constituidos y condicionados —no determinados— socialmente. Que se 
			entrelazan con los procesos y las movilizaciones de cada lugar y 
			tiempo, en los que están comprometidos. Que la verdad, la 
			conciencia, el interés, el valor, están siempre conectados a 
			proyectos llevados adelante por sujetos históricos. Parte de lo que 
			me he propuesto en “Elogio de las humanidades”, quizás sin 
			realizarlo efectivamente y equivocándome de a ratos, es repensar el 
			proyecto humanístico desde la teoría crítica de la cultura, y de 
			entre los proyectos disponibles, tomando partido y sumándome a la 
			movilización y lucha por realizar la dignidad y la humanidad 
			negadas. Causa y eticidad esta última que, siendo que nos 
			desempeñamos en las Humanidades, me parece particularmente 
			apropiada, aun si no la única.  
			  
			 
			
			
			
			
			
			
 
	
			
			
			
			
			
			
			
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