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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CIUDAD/CUERPO- CONCIENCIA HISTÓRICA - MONTEVIDEO -

Los lenguajes de la conciencia histórica: a propósito de Una ciudad sin memoria, de Mariano Arana (II)

Gustavo Remedi
Lo mismo que la imaginación, la conciencia histórica precisa de mediaciones, de vivencias que nos conduzcan a ella. La posibilidad de la memoria reside en la posibilidad de la ciudadanía, y esta última depende de una ciudad que la acoja, que la cultive, que la haga posible



III. Estrategias para recuperar la memoria

Publicado en 1983, la versión libro del audiovisual Una ciudad sin memoria es aun hoy uno de los pocos documentos gráficos que testimonia(1) Montevideo, la ciudad, su historia, la agresión de que es objeto, y que el texto llama a frenar y a revertir.

Una ciudad sin memoria está armado sobre la base de un conjunto de resúmenes anticipatorios, dedicatorias, comentarios, citas, prólogos y reflexiones finales
(detrás de la portada, en las primeras páginas, luego de la bibliografía, detrás de la contratapa, en la contratapa) que forman un "marco", dentro del cual se hallan dos textos paralelos e interconectados -un texto visual y un texto escrito-, y cuyo clímax es la sentencia:

"Sólo mediante una toma de conciencia colectiva, la ciudad actual podrá preservar su identidad y su memoria" (93)

Muchos textos forman el "marco": un texto del Grupo de Estudios Urbanos, una nota de la escritora Alicia Migdal publicada en La Semana de El Día en 1981, una felicitación del Instituto Argentino de Investigaciones de Historia de la Arquitectura y Urbanismo, una consigna tomada del Correo de la UNESCO relacionada al patrimonio cultural y natural de la humanidad, una cita del Arq. Antonio Cravotto, otra del Arq. Leonardo Benevolo
(autor del ya clásico Historia de la Arquitectura Moderna), una cita de SUMMA con motivo de su campaña para la preservación del patrimonio, y finalmente un prólogo del propio Arana.

Hacia el final del libro, y luego de la sentencia transcripta más arriba, cierra el texto una reflexión del historiador Luis Bausero, miembro de la Comisión del Patrimonio Histórico. En su conjunto, este marco exhibe la autoridad profesional y moral de los autores y patrocinantes, legitimando de esta manera la propuesta. No se trataría pues ni de un álbum de fotos ni de una guía turística, sino de un testimonio, y en este sentido, una narración histórica, una serie de reflexiones y denuncias, y un alegato en favor de una urgente toma de conciencia y cambio de rumbo político.

El relato visual, por su parte, consiste en una serie de fotografías en blanco y negro que ofrece al lector la posibilidad de re/conocerse, re/encontrarse y re/apropiarse de su ciudad. El relato escrito consiste en frases y párrafos, muy breves y concisos. No tienen por función explicar las fotos en el sentido de dar información sobre lo que estamos viendo
(cosa que ocurre en una enciclopedia o en un libro de historia del arte).

La única información que tenemos del hecho urbano presentado es su imagen
(aunque al final del libro hay una lista en la que se explica a qué corresponde cada foto). Intercalados en el libro -debajo, yuxtapuestos, o en las páginas opuestas a las fotos- las frases y párrafos cortos forman un texto independiente y paralelo, estableciendo un contrapunto con las imágenes, pero en el sentido de aportar ideas, conceptos y categorías que nos permiten "leer" el texto visual, y sobre todo, comprender el proceso histórico urbano, su lógica dinamizante, sus contradicciones y fuerzas opuestas.

Si por un lado forman una narrativa lineal, están diagramados como si fueran un elemento gráfico más, flotando al centro de una página blanca, o inscriptas en blanco al centro de un campo negro, adquiriendo por esta vía el status de conceptos que nunca debieron ser olvidados, y que según mecanismos de la percepción, han de quedar grabados y titilando en la mente/en el campo visual mientras el lector continúa su viaje por el libro -a través del tiempo y el espacio de la ciudad.

Tras el marco mencionado, el relato comienza con la impresión del origen, el
aleph, el punto cero, el locus constante a todos los Montevideos posibles: el principio concéntrico de la fuente de la Plaza Matriz, al centro de la Ciudad Vieja. Sin embargo, la idea del nacimiento pronto contradice la imagen de la plaza casi vacía, vaciada. Un árbol invernal asiste al gris espectáculo de ese útero deshojado. Una perspectiva en fuga nos lleva hacia el título del libro. La foto siguiente es un detalle ornamental: parte de la memoria de una ciudad también reside en sus detalles, en sus pequeñas cosas, en sus texturas cotidianas.

Inmediatamente después, la totalidad, la visión desde arriba del
laberinto -la perspectiva del historiador, del urbanista-: la foto panorámica del conjunto, de la unidad. Como la ciudad, la memoria y la historia también son una unidad; fragmentar u olvidar esa unidad, esa totalidad, es contar sólo una parte de la historia, es recordar a medias, es no ver al otro.

Luego de estas primeras tramoyas semióticas, una nueva advertencia antes de "entrar", esta vez de Graziano Gasparini, nos recuerda que la defensa del patrimonio, de la ciudad -de la memoria- no obedece a la nostalgia sino a una exigencia vital de la ciudad nueva, de la vida moderna. En la página opuesta, la perspectiva con el horizonte bajo, a la altura de dos personas conversando en el banco de la plaza, sitúa al lector participando vicariamente de una escena en que diversas parejas -paseando, charlando- disfrutan colectivamente de la Plaza Zabala
(recordando la fundación de Montevideo), e ilustrando de este modo la contemporaneidad de lo que fuera uno de sus primeros espacios.

Girando la página, nos asalta la serie de mazazos. Sin advertencia alguna, una ráfaga de imágenes se depliega sobre las dos páginas siguientes retratando escenas de edificios en ruinas, vaciamientos, derrumbes, demoliciones, destrozos, muros ciegos. Por la forma de sus huellas, entonces, se hace presente el espectro, el Moloch invisible y voraz.

Habiendo así planteado las premisas y conflictos principales -su origen, el presente, la posibilidad de la armonía entre la ciudad y su gente, las monstruosidades que se interponen y amenazan esa felicidad- culmina allí el primer círculo del relato, dando paso a una narración histórica más convencional. Entre grabados, fotos y texto se pasa a contar la historia de la ciudad, desde su fundación, hasta el presente, pasando por sucesivas transformaciones que hicieron de Montevideo, primero una base militar, luego poblado, puerto y plaza de intercambio comercial, y luego, con la demolición de las murallas, ciudad abierta "a los inmigrantes y a las ideas del mundo [...]"
(22).

Al relato de la ciudad le sigue un relato del modo en que su arquitectura va adquiriendo su fisonomía propia, su escenografía montevideana, como síntesis de diversas influencias: sus miradores, azoteas y cornisas mirando al mar -no chimeneas ni techos inclinados, guiñan los autores-, sus patios, reuniones y tertulias familiares, las claraboyas de vidrio que haciendo uso de las nuevas tecnologías sirven para "aclimatar" las tipologías correspondientes a las formas de vida mediterránea al contexto más frío del Río de la Plata.

La perspectiva aérea, extranjera, distante, que recorre el mapa, que visualiza el conjunto, que vigila la plaza, se va humanizando hasta transformar al lector en un transeúnte, en el flanêur de Benjamin
(2) , desde cuya perspectiva continúa ahora el tránsito por las veredas hacia sus perspectivas y horizontes posibles: a través de arcadas y pasivas, frente a sus fachadas y esquinas, debajo de sus balcones, asomando en sus venecianas, postigones y patios, recorriendo sus ferias, mercados y calles arboladas, disfrutando de las cornisas de sus terrazas y azoteas, de sus torres, de sus cúpulas. La ciudad re/aparece a los ojos del lector como nunca antes la había visto, a pesar de haber pasado por allí mil veces, sin darse cuenta, sin detenerse, sin levantar la cabeza, sin haber podido escapar a la telaraña de carteles, anuncios comerciales y tapias que ocultan sus edificios, o eludir la tiranía de la mandala que gobierna el estéril circuito cotidiano.

Llegado a este punto el relato ya se las ha ingeniado para crear un suspenso y melo/dramatismo previo al flashback de la fundación, ofreciendo presagios del fin -el invierno del espacio público-, la premisa de la posibilidad de la armonía entre lo moderno y lo antiguo, entre la ciudad y sus habitantes, y planteando desde un principio el conflicto entre la ciudad y los procesos destructivos que la acosan, que la lastiman, y que a modo de fantasmagoría fatal acompañará a los lectores hasta el final.

Trazado el escenario aparece el teatro de la vida: sus habitantes. Significativamente, sin embargo, ocurren dos cosas. Primero, en el relato de la evolución arquitectónica de la ciudad, de sus funciones, de sus edificios, de sus detalles, de sus significados, los hechos arquitectónicos no son presentados como resultado de individualidades identificadas, sino como resultado de procesos históricos, culturales, generacionales, y de su encuentro o choque con fuerzas económicas, políticas y hasta naturales-geográficas. Segundo, el relato desciende a lo largo del eje de las escalas -región, bahía, ciudad, espacios públicos, casas con terrazas, patios con claraboyas, balcones a la calle- para lograr el efecto de introducir, casi maliciosamente, el discurso de lo social en lo que había comenzado como un relato histórico-geográfico y una disertación arquitectónica.

Porque los espacios públicos, las terrazas, los balcones, las veredas no son sino el soporte físico, la escena del espectáculo social(3) , del "amplio conjunto de actividades" a que da pie Montevideo: las ferias, los pequeños comercios, los artesanos, los cafés, la peluquería, las reuniones de amigos en el Mercado del Puerto, las casas de antigüedades, los músicos de la calle, la gente paseando, jugando en la plaza, o sentada al aire libre, o reunida en lo que parece ser -valga la picardía política- ... ¡una asamblea parlamentaria! (49) Espectáculo urbano que es vital porque es sobre él que toma forma y sentido la identidad personal.

A diferencia de la identidad anglosajona, la cual se construye primariamente, y aun si mediada por la cultura de masas, en la relación pastoril/bucólica individuo-naturaleza e individuo-divinidad (propio de las culturas suburbanas), en las culturas mediterráneas (lo mismo que en las culturas mediterráneas transplantadas) la persona se constituye mediatizada por el caldo de la tragicomedia colectiva urbana(4)
.
Una vez que reaparece la gente se pasa a narrar la forma de vida social, su identidad cultural, su diversidad, su unidad, sus tradiciones, etc. -todo lo cual, dicho en el contexto de la dictadura, adquiere significados que podrían estimular la imaginación de cualquier ciudadano y la paranoia de cualquier oficial.

Paralelamente, otra noción fundamental comienza a volverse nítida y a fundamentar el resto del relato. Me refiero a la noción de la ciudad como una persona, como un organismo, unas veces diferente a nosotros, y otras veces, parte de nosotros. El funcionamiento combinado de ambas posiciones produce una cadena de desplazamientos e identificaciones amorosas y dolorosas que nos involucran como ciudadanos-lectores. Por una parte, ese organismo, ese ser querido, "ella", la ciudad, es una entidad diferente a sus habitantes, y conduce a reflexionar acerca del carácter de nuestra relación "con ella". Para Luis Bausero se trata de una relación de amor, de amor colectivo:

La ciudad quiere que la miremos con amor, que sintamos el latido de su vida secular; que la miremos con el mismo afecto, con el mismo propósito con que miramos el interior de nuestra casa -aquí nos duele aquellos que no tienen techo y que también a igual título que nosotros son también ciudadanos de Montevideo- y sentimos su calor, sus recuerdos, sus horas soñadas y sufridas en ellas. La ciudad tiene que ser la unidad ennoblecida -no humillada- de todos sus habitantes [...] (101).

Esta relación de reciprocidad -la ciudad quiere que la amemos como nosotros queremos ser amados-, y de equivalencia y de continuidad entre la ciudad -generosa, afectuosa, acogedora- y la casa propia -lugar respetado por ser propio-, aparte de fundarse en una relación de amor/dolor colectivamente compartidos, reelabora la relación entre lo personal y lo colectivo, y cuestiona la desarticulación tajante entre intimidad, espacio doméstico y ciudad. La perspectiva individualista enajenada de lo colectivo y de la ciudad -de la cual uno es una parte con o sin conciencia de ello-, da paso a una perspectiva colectivista en que la ciudad es re/apropiada y compartida amorosamente, respetuosamente.

Finalmente, esta relación romántica de amor/dolor da paso a la idea de la simbiosis o de la transmutación mimética entre nosotros, los espacios que habitamos, las relaciones que establecemos: nos transformamos en los que habitamos, y construimos los espacios que reflejan lo que somos. Por eso, "proteger el patrimonio cultural y natural [...] es proteger las raíces mismas de la persona, aquello de que está hecha y de lo que vive"
(3).

Pero además de esta tendencia a ser transformado a semejanza del medio, y a producir el medio a nuestra imagen, existiría otro proceso más simple y especular: al construir el mundo y relacionarnos con él, indirectamente, nos construimos a nosotros mismos. Por lo anterior, dice Elizabeth Grosz, al final, más que hablar de ciudades deberíamos hablar simplemente de ciudades-cuerpos -o cuerpos-ciudades(5); o más precisamente, como advierte Anthony Leeds, de cuerpos-regiones(6).

En otras partes del relato, la ciudad nos incluye como partes de su propia masa viva -la ciudad es "su gente, sus trabajos, sus sueños" (dedicatoria). O a la inversa, la ciudad es una extensión de nuestro cuerpo: lo que "le" hacemos "a ella" nos afecta; no porque nos duele lo que le pase al otro, al ser amado, sino que "nos duele" porque nos lo hacemos a nosotros mismos.

Connotando lo anterior, antes, y a lo largo de su historia, dice el relato: "la ciudad mantuvo su congruencia y unidad de conjunto"
(40), supo "afirmar su escala, respetarse a sí misma"(41), su proceso, la continuidad que es la memoria del origen y que aporta una parte del sentido de la existencia y de la identidad colectiva. Incluso, acogiendo lo austero, lo indigente (legitimado por ser la estética del patriciado y de la situación colonial en general) y lo opulento (producto y depositorio del esfuerzo y del sacrificio de la sociedad), las nuevas tecnologías y las intervenciones de las vanguardias, y hasta los intereses del capital financiero/inmobiliario -pienso en el caso del constructor Emilio Reus.

Ahora ya no es igual; ahora a la ciudad "la mutilan"
(84), "la hieren", le faltan el respeto, le quiebran su unidad, y por eso la expresión «Montevideo, [es] una ciudad que nos duele» (contratapa). Sus ruinas y derrumbes se convierten en amputaciones y lobotomías a nosotros mismos. No sólo porque nos lastima y recorta los cuerpos sino porque los transforma en cuerpos privados de ese territorio de la imaginación y de la memoria que sólo se activa "estando allí", estableciendo una relación estética (sensual) y vivencial con el entorno físico. Dice a este respecto Alicia Migdal:

¿Qué ciudad [sociedad] se está haciendo ahora? ... al margen y en contra de nosotros mismos ... ¿qué ciudad futura modelará la fábula y la imaginación [...] de los niños que ahora deslizan sus vidas entre torres congruentes? Hay una ciudad y una calidad del recuerdo personal y colectivo que se ha borrado ya definitivamente del ámbito físico de la ciudad, una cantidad y una calidad del recuerdo que no se llega ni se hereda a través de las palabras ni de la memoria ajena, que no es transmisible por los lenguajes articulados, sino únicamente por la existencia de lo real, por estar allí [...] (Pliegue de tapa).


IV. La memoria de la modernidad.

La imagen de que "todo lo que es sólido se desvance en el aire"(7), y de que no habrá de quedar piedra sobre piedra, es el recurso que usa Marx en el Manifiesto Comunista para representar las transformaciones del mundo por obra de la Revolución Burguesa, del capital, y de la conversión completa de la vida en mercancía, en valor de cambio.

Tal Revolución Moderna, tal colapso y erradicación de todo lo existente, sin embargo, sería la que luego haría posible otros cambios, otras revoluciones. Hace unos años un libro de poemas del escritor uruguayo Hugo Achugar llevaba el mismo título: Todo lo que es sólido se disuelve en el aire. Apenas algo antes, y también celebrando el gesto fáustico, moderno, del developer, del destructor-creador, del creador-destructor, el libro de Marshall Berman(8) se titulaba de la misma manera. En tales planteamientos, que se hallan en el límite entre el espanto y la satisfacción, hay quizás la idea que, para bien o para mal, la modernidad es sinónimo de evaporación de todo lo existente hasta ese momento -y viceversa, que tirar abajo y borrar es modernizar. Es claro que ni Marx, ni Berman, ni Achugar están en posición de frenar el proceso de revolución cultural burguesa a que hacen referencia, y mucho menos de dirigirlo -por lo cual sería absurdo responsabilizarlos de dichos procesos.

Sin embargo, no es conveniente reducir toda transformación cultural moderna a posturas totalitarias, futuristas y adánicas(9) -de hacer tabula rasa con la cultura, de hacer borrón y cuenta nueva. Parafraseando al Habermas de "Modernidad: un proyecto inconcluso"(10), así como hay muchos proyectos post-modernos, también hubo muchos proyectos modernos.

No todos implican la destrucción absurda o el olvido, por el contrario, es también con la modernidad que resurge la conciencia histórica, la memoria encapsulada en forma de experiencia y de ciencia, de la posibilidad y de la necesidad del progreso y de la emancipación. Si bien nuestra condición post-moderna nos obliga a no repetir ciertas simplificaciones, ingenuidades y errores asociados a lo moderno, tampoco podemos olvidar lo que la modernidad hizo y hace posible.

No cabe duda de que, como Una ciudad sin memoria pone bien claro, "la contracara del dinamismo y del poder económico (asociados a una idea de modernidad) es la marginalidad social y la degradación física de la ciudad"
(51); o que el revés del progreso y del crecimiento económico son las modificaciones insensatas, la política constante de vaciamiento y abandono, la derogación de las leyes que protegen al patrimonio cultural y natural, la demolición de monumentos históricos, ya sea para transformarlos en escenografías vaciadas de significado, de uso, de valor, o para dar paso a negocios inmobiliarios de valor social y estético nulo.

O que, como resultado de tal reorganización espacial, el actual modelo cultural descansa sobre la base del aumento de la desigualdad, la polarización y la degradación urbana.
Sin embargo, de la mano del neoliberalismo periférico
(que es una forma de post-modernidad) este proceso desemboca en el propio desmantelamiento del corazón del modelo cultural anterior, de la escena moderna, es decir, del centro, el espacio de la continuidad de la memoria, el espacio ciudadano que toma cuerpo en la vida social y política, y que dio lugar a formas inclusivas, participativas y democráticas -que la post-modernidad todavía no ha podido generar.

Escena moderna hoy desplazada por la escena neoliberal, lugar de espectáculos, fantasías y mundos virtuales, pantomimas orientadas a vender, entretener y apaciguar
(11), y por la obscenidad neoliberal, escena urbana degradada, vaciada y viciada por la miseria, el abandono, el crimen, la vigilancia, la prohibición o la represión policial.

Por otro lado, como también lo plantea Una ciudad sin memoria
(que es un proyecto moderno), quizás haya otras formas de imaginar la modernidad -o la post-modernidad- que no pasen por la farsa, la destrucción y el olvido. No se trata de transformar a la ciudad en un museo o en un desfile de monumentos. De lo que se trata es de que las transformaciones y rupturas culturales, con todo lo radicales que es preciso que sean, garanticen poder siempre volver a leer con claridad el texto físico del proceso histórico, y de ese modo ejercer "el derecho a la conciencia de la continuidad con la historia" (Migdal) -y con la humanidad-, y de evitar el desgarramiento del tejido de referentes compartidos que constituyen la cultura nacional (3).

Para terminar, lo mismo que la destrucción de la ciudad/la construcción de una ciudad desmemoriada es una de las estrategias del olvido, su re/construcción es una de las estrategias de la memorización y de la imaginación. Para hacer reaparecer a la verdad, lo mismo que para hacer posible nuevas ideas, precisamos darles un espacio en la ciudad. Porque para volver a disfrutar de las formas de vida de las que nos han privado, así como para dar lugar a cuerpos, relaciones y formas de vida propias de un mundo por venir, además de desearlas o imaginarlas es preciso asignarles un lugar, darles una forma, construirles un soporte físico que las haga posibles, reales, imprescindibles, cotidianas.

Lo mismo que la imaginación, la conciencia histórica precisa de mediaciones, de vivencias que nos conduzcan a ella. La posibilidad de la memoria reside en la posibilidad de la ciudadanía, y esta última depende de una ciudad que la acoja, que la cultive, que la haga posible.

Notas:

(1) Declaraciones de Ramón Gutiérrez y Ricardo Jesse Alexander, director y subdirector, respectivamente, del Instituto Argentino de Investigaciones de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo.

(2) Walter Benjamin, Reflections. New York: Schocken, 1986.

(3) Donald Pitkin, "Italian Urbanscape: Intersection of Private and Public", en The Cultural Meaning of Urban Space, Robert Rotenberg y Gary McDonogh, eds. (Contemporary Urban Studies Series) Westport, Conn: Bergin & Garvey, 1993.

(4) Pitkin, op. cit.

(5) Elizabeth Grosz, op. cit.

(6) Anthony Leeds, Cities, Classes and the Social Order, Roger Sanjek, ed. Ithaca, New York: Cornell University Press, 1994.

(7) Hugo Achugar, Todo lo que es sólido se disuelve en el aire. Montevideo: Arca, 1989.

(8) Marshall Berman, All that is solid melts into air. The experience of modernity. (1982). New York, Penguin, 1988.

(9) El mito adánico, imaginar la realidad circundante como una tabula rasa, un punto cero, sin pasado, donde no existe nada -o por lo menos nada que deba valorarse o conservarse- es una constante de la ideología liberal, y es discutido por Hernán Vidal en Literatura hispanoamericana e ideología liberal. Surgimiento y crisis. Buenos Aires: Hispamérica, 1976.

(10) Jürgen Habermas, "Modernity---An Incomplete Project", en The Anti-Aesthetic. Essays on Postmodern Culture, Hal Foster, Editor. Seattle: Bay Press, 1983.

(11) A la privatización y al repliegue estatal de la esfera pública, y a la pérdida de control sobre el espacio cultural doméstico -en gran medida invadido por las corporaciones de la industria cultural global- se suma ahora la pérdida del espacio cultural público, y la emergencia, en su lugar, de plazas, calles, escuelas, museos, tablados privatizados. El lugar central de la vida cultural de este fin de siglo lo ocupan, por supuesto, las nuevas calles, plazas y lugares de paseo y de reunión que son los shopping centers, puntos de actividad social y cultural que compiten y desplazan a los antiguos espacios públicos, hoy degradados y semi-abandonados. Sin embargo, pese a la ilusión de equivalencia que posan los shopping, haciéndose pasar por plazas y calles más modernas, limpias, lindas, ascépticas y tranquilas (en contraste con el espacio público viejo, sucio, feo, contaminado y peligroso), como advierte Herbert Schiller (en Culture. Inc. The Corporate Takeover of Public Expression. New York: Oxford University Press, 1989), lo cierto es que "allí" la ciudadanía deja de ser ciudadanía, deja de ser público, y se convierte en masa de consumidores. Los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en territorios privados, regidos por los propietarios, los gerentes, sus técnicos y consejeros, sus administradores, superintendentes y policías propios. El consumidor allí es apenas un visitante temporal sometido a los designios del propietario. Aun si dentro de ciertos límites legales, es éste y no aquél quien fija el orden de esta «micro-ciudad-estado», sus leyes, su clima, su paisaje, sus horarios, su población, lo que está permitido hacer y lo que no, lo que se puede decir y lo que no, cómo ha de vestirse, cómo ha de comportarse, qué se puede vender y qué no se puede vender, a qué hora se entra y a qué hora se sale. Hasta la vigilancia y la policía responden al dueño y no al Estado o al ciudadano. En otras palabras, lo que se presenta en apariencia como un espacio civil, abierto y democrático o un espectáculo de masas donde «el pueblo es el protagonista», no es sino un gran supermercado, privado, cerrado y gobernado por intereses privados, cuyo principio rector es el del beneficio económico, la rentabilidad, por sobre toda consideración estética, ética, política o de otra índole. En Gustavo Remedi, "Cultura S. A.: Acercamiento al nuevo mapa de la industria cultural global" (1995), s/p.

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