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Sandra López Desivo

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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


 


HUMANIDADES - ESCRITURA -


El verdugo de sí mismo

Alma Bolón

Remedi confunde la situación de quien vive en una sociedad regida exclusivamente por la oralidad (una sociedad que en su conjunto ignora la escritura) y la de quienes, viviendo en una sociedad regida por la escritura, la desconocen o la conocen mal.


En su artículo “Le
nguas de papel”, Gustavo Remedi afirma contestar las observaciones de mi trabajo “El elitismo de escribir”, en que hacía yo referencia a otro artículo de Remedi, titulado “Elogio de las humanidades y reconstrucción del proyecto humanístico”, publicado en la Revista de Facultad de Humanidades. En su respuesta, Remedi ratifica convenciones legislativas sobre los límites entre “realidad” y “mito”, cosa que deja en evidencia, entre otras cosas, su generalizada afección por los términos “realidad(es)” y “concreto”. En este trabajo, como en el previo, y siguiendo el refrán que enseña que quien reparte se queda con la mejor parte, Remedi se adjudica “la realidad”, cuyos reales pasan a posarse, con naturalidad, en el territorio americano. Con este casero pasamano, Remedi ratifica la existencia de una entidad con la que, en más de un momento, coincide hasta la confusión. Se trata de una entidad ontológica, territorial, moral, según se muestra en el siguiente pasaje:

Por otra parte, sabemos que América Latina —como la uruguayidad o la montevideanidad — es apenas un cruce de discursos, del más diverso pelaje, relacionados, a su vez, a realidades sociales. Bolón me concederá que América Latina es una realidad histórica, social, política compleja, heterogénea, desigual, inescapable que, contra cualquier idea y deseo, se reimpone en cada momento de pretender negarla o disfrazarla.

Dicho esto, claro, América Latina no puede ser reducida a una esencia ni a una sola cosa, ni como realidad ni como idea, discurso y proyecto.

Ahora bien, como es previsible, la identificación de la “realidad” que hace Remedi solo es tragable si viene aguada con plurales gramaticales (“discursos”, “realidades sociales”) o léxicos (“diverso”, “compleja”, “heterogénea”, “desigual”), conocidos procedimientos por los que, a falta de un análisis agudo, el dogma medra pagando tributo a la doxa relativista.

Por cierto, el pensamiento dogmático nada teme del relativismo, su otro solidario. Desgranar multiplicando, con mayor o menor pereza, la enumeración de perspectivas (“históricas”, “sociales”, “políticas”, y podría agregarse: económicas, meteorológicas, musicales, gastronómicas, climatológicas, lingüísticas, pictóricas, orográficas, culturales, etc.), solo ratifica el vigor del dogma, de esa “realidad […] inescapable que […], se reimpone en cada momento de pretender negarla o disfrazarla”.

El dogma, según se observa, se nutre de todas las obviedades. Se trata, para empezar, de una especie de “e pur si muove” dado vuelta, ya que no se trata, en este caso, del sabio que, convencido del garrafal error inquisitorial, debe renunciar a la propia verdad so pena de sucumbir, sino que se trata de quien en un atardecer en Ramírez seguirá afirmando que el sol se mueve y se hunde en el mar.  Porque, a fin de cuentas, ¿quién pretenderá negar que existe una “realidad […] inescapable que […] se reimpone”? ¿En qué tipo de mitología hay que vivir, según se desprende, para “pretender negarla o disfrazarla”?

Según el esquema legislativo-territorial de Gustavo Remedi, incurrirían en esta negación quienes insistan en permanecer dentro del mito occidentalista, fuera del cual es preciso ubicarse:

América no está afuera de Occidente —del sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización fundamental, incluso epistémica. […] hablo de Occidente —del Renacimiento, la Ilustración, la Modernidad— “visto desde América”, y efectivamente, no puedo sino pensar todos estos procesos desde la ambivalencia, el sarcasmo, la crítica; a veces, el reproche y la condena. Es preciso pensar Occidente por fuera del mito occidentalista. Miro la Revolución Francesa desde Haití. La Revolución de 1776 desde la tragedia de la Conquista del Oeste y la Esclavitud. La República desde las comunidades originarias. La Industrialización desde las maquilas. La urbanización desde San Martín y Aparicio Saravia (no desde 18 y Andes). La Civilización desde la Campaña del Desierto o Automotores Orletti. Sin añorar ningún pasado ni ninguna vuelta atrás —vivir de la pesca, plantar ajos, un mundo sin luz eléctrica — veo Occidente desde la sospecha, la crítica. No digo nada muy extraño.

Según este reparto, existe América Latina (“realidad inescapable que… se impone”, cf. supra), existe Occidente y existe el vínculo entre ambos (“América no está afuera de Occidente —del sistema mundo—. Es, en gran medida, un producto colonial de Occidente, el resultado de una conquista, de una reorganización fundamental, incluso epistémica”). También existe, en “Occidente”, algo que lo ocupa y del que es necesario salir: “el mito occidentalista”.

En resumidas cuentas: América es Occidente porque es “en gran medida” (otra vez la relativización bienhechora) “un producto colonial”, es decir, el producto de “una conquista”, que la constituye en víctima, tal como lo muestra la enumeración que hace Remedi de lugares emblemáticos de la victimidad: Haití, las maquilas, Orletti, la Conquista del Oeste, la Esclavitud (en EEUU, claro, que es la que lleva mayúscula). Si se negare o se disfrazare esto se incurriría, según Remedi, en “el mito occidentalista”.

En más resumidas cuentas: América es Occidente en la medida en que es víctima de Occidente y quien no admitiere tal aserto será un vulgar mitógrafo occidentalista.

Ahora bien, más allá de su carácter superlativamente icónico de la victimidad, la lista de victimidades latinoamericanas establecida por Remedi ofrece algunas rarezas. Así por ejemplo, se nombran las maquilas, como ¿objeción? ¿contraejemplo? ¿contraparte condenable? de “la Industrialización”. En sentido estricto, las maquilas constituyen una estrategia feroz para abaratar costos, propiciadas por las políticas nacionales -de los Estados-nación- que entregan enormes parcelas de soberanía a los capitales inversores, imponiendo severos sistemas de explotación de la mano de obra. El cine y la prensa nos familiarizaron con el largo collar de maquilas que hay en México, cerca de la frontera con EEUU. En ese sentido, queda bien ilustrado el aserto latinoamericanista de Gustavo Remedi: América es Occidente porque es un producto colonial, integra Occidente en calidad de víctima calificada.

El caso es que las maquilas también se vienen imponiendo en Haití, al punto que organizaciones militantes haitianas sostienen que la presencia en Haití de tropas militares extranjeras (brasileñas, uruguayas, argentinas, nepalesas, etc.) obedece a la voluntad de imponer un férreo sistema de maquilas, con capitales provenientes de Brasil y ansiosos de encontrar mano de obra baratamente asegurada por tropas y gobiernos amigos.

Sin embargo, la maquila no es la única modalidad productiva prohijada por los capitales desbocados que recorren el mundo; por eso, llama la atención que Remedi no diga nada sobre las zonas francas uruguayas y los call-centers, empleadores de abundante mano de obra local, en particular juvenil. Claro que, aunque paridos por la misma matriz devastadora, zonas francas y call-centers no encarnan lugares de la victimidad y, por ahora, una poderosa chapa de plomo silencia las condiciones en las que se trabaja, a espaldas de cualquier legislación laboral nacional. Al no constituir convencionales ejemplos de victimidad, a pesar de su cercanía y de su omnipresencia entre nosotros, Remedi no puede incluirlos en un listado basado en la victimidad como categoría fundante de lo americano.

Porque Remedi, como sucedáneo de pensamiento político, conoce algunos pares que sinonimiza y distribuye en un mapa: “víctimas” y “verdugos”, “colonizados” y “colonialistas”, “América” y “Occidente”. De ahí, la agrupación de las víctimas de Orletti con las víctimas de la Campaña del Desierto, en su oposición con “la Civilización”. ¿Cuánto hay que chapucear para suponer que quienes estuvieron en Orletti habrían entregado, sin más y por unanimidad, a militares y civiles golpistas, el usufructo de la palabra “civilización”? ¿Y por qué suponerlo de los muertos en la Campaña del Desierto, una vez puestos en antecedentes? ¿Admitirían, sin más y por unanimidad, renunciar a la palabra “civilización” y etiquetarse bajo el de “barbarie”?

La territorialización del bien y del mal también lleva a Remedi, en su afán de figurarse en el lugar de las víctimas, a la siguiente declaración personal:

Aparte de vivir y trabajar en un lugar y un tiempo concretos (hoy, aquí), mis estudios y desempeño profesional fueron en el ámbito de la enseñanza de la lengua, la literatura y la cultura latinoamericanas. Dicho esto, las identificaciones y los posicionamientos de uno nunca son únicos sin más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas a la vez.

Luego de observar la constancia con que Remedi paga el tributo relativista impuesto pro lozanía del dogma (“los posicionamientos de uno nunca son únicos sino más bien variados y complejos. Uno siempre es muchas cosas a la vez”), cabe ir a lo asertado, que es lo que las reverencias no silencian. Ahí aparece un desempeño profesional en el ámbito de la enseñanza de “la lengua […] latinoamericanas”, puesta en pie de igualdad con “literatura y cultura”. No hay duda de que Remedi sabe que no existe “la lengua latinoamericana” y que sí existen, en América Latina, variedades del español, tal como existen variedades del español en España. Variedades todas ellas que no se imponen sobre el territorio como bloques homogéneos, sino como haces de rasgos diferenciales que se distribuyen atravesando fronteras políticas, orográficas y oceánicas. (Una rica bibliografía, teórica y empírica, abunda en ese sentido.)

De igual modo, no cabe pensar que Remedi ignore que en América Latina existen otras lenguas, además de las variedades de español.

Entonces, torpeza en la redacción o lapsus revelador, esta declaración personal se sostiene en una territorialización del pensamiento, en un afán de coincidencia tranquilizadora entre un orden conceptual y un orden cartográfico. Esta conciencia buenona restalla en el “hoy, aquí”, blindado contra cualquier relativización (lector, trate usted de relativizar el cartelito “hoy no se fía”…), aunque escindido por su enunciación.

¿En cuál “aquí”? ¿En dónde? ¿Hasta dónde llega  un “aquí”? ¿Queda alguien fuera del “aquí” de Remedi? ¿Están en ese “aquí” los geólogos de Aratirí y los biólogos de Monsanto? ¿Y están los médicos que lucran con las cataratas de los viejos? ¿Están los que reparten computadoras y dicen que eso es “proyecto pedagógico”? ¿Están quienes nada dijeron ni nada hicieron cuando una jueza poco dócil fue “trasladada”? ¿Están en ese “aquí” todos los parlamentarios que en Uruguay votaron por el mantenimiento de las tropas uruguayas en Haití? ¿Están los políticos que protegen a las autoridades del Sirpa? ¿Están los que condicionan el presupuesto universitario al acatamiento de políticas partidarias electorales? ¿O en ese “aquí” estamos solo las víctimas, es decir, los buenos?

Salvo que Remedi imagine un “aquí” utópico, onírico, exclusivamente reservado a los buenos, hay que admitir que en el “aquí”, por su blindada indeterminación, cabemos todos. En consecuencia, caracterizarse intelectualmente por el “aquí, hoy” es nada, es perfectamente insignificante: todos podemos decirlo y, al decirlo, no decir nada. El asunto es que no es posible que la posición intelectual de Remedi (ni la de nadie) pueda ser identificable por su “hoy, aquí”. Reivindicarse como del “hoy, aquí” -y por ende sentirse obligado a rendir pleitesía a lo “concreto” en la detestación de lo “universal” y de lo “abstracto”- forma parte de una mitografía latinoamericanista que recorre el mundo, nutriéndose con los buenos salvajes de Jean-Jacques y otros exotismos.

“El verdugo de sí mismo” es una de las traducciones de Héautontimorúmenos, título griego de la comedia en que Terencio inserta la frase que será divisa de Karl Marx: homo sum; humani nihil a me alienum puto, cuya cita en latín (y no en Latín, ya que me rijo por la ortografía del español) provocó en Remedi molestia y un conato de sarcasmo a propósito de la (in)sinceridad y/o falta de unción con que algunos practican o practicamos el “todo”. Ahora bien, esta denuncia de Remedi (“dicen que nada les es ajeno pero miren todo lo que dejan afuera”) se autodestruye tan celerípede como se autodestruyen los sarcasmos acerca de la democracia ateniense, por haber sido ésta excluyente de esclavos y mujeres, precisamente porque el valor criticado es el que, al mismo tiempo, permite realizar la crítica. Sin el concepto de democracia que forjaron los griegos, sería estrictamente imposible criticar la exclusión de los esclavos o de las mujeres.

La sentencia terenciana no se autodestruye, sino que acarrea su propia fuerza autocrítica, tanto más si se recuerda que es la razón presentada por un personaje acusado de entrometerse en lo que no le incumbe, a saber, aconsejar a un vecino que trabaje menos y que haga trabajar más a sus esclavos. Se colige que, en la réplica de Terencio adoptada como divisa por Marx, para el entrometido aconsejador, los esclavos no formaban parte de lo humano no ajeno, observación que hoy podemos hacer amparados por la propia aserción. Por otra parte, en esta comedia de Terencio, algunas escenas más adelante, el vecino aconsejado reprochará al entrometido ser sensato con los otros y no ser capaz de prestarse ayuda a sí mismo, contrariamente a lo que él sí había hecho, siendo su propio verdugo al imponerse una vida en exceso austera. Recuérdese, al respecto, que el título Héautontimorúmenos fue tomado por Baudelaire para nombrar un poema de Las flores del mal que concluye: “soy la herida y el cuchillo / soy el golpe y la mejilla/ soy los miembros y la rueda / y la víctima y el verdugo”. Soy el capaz de pensarme (de escribirme) en mi (incartografiable) doblez.

Antes que embarcarse en contraposiciones de pensamientos supuestamente anclados en territorios (“hoy, aquí”), conviene examinar esos pensamientos con los criterios que cada cual puede darse según su entender, siempre necesariamente venido de fuera. Salvo generación espontánea o divina, lo propio se hace con lo ajeno, sin que ningún mapa pueda estipular sus mutuos límites, y sin que ningún “origen” o “destino” alcancen para santificar o demonizar un pensamiento.

De ahí, el protagonismo de la escritura, por cuya relativización milita Remedi, sumándose a una política de nefastos resultados, en particular, en Uruguay.

A sabiendas o no, Remedi confunde dos situaciones: la situación de quien vive en una sociedad regida exclusivamente por la oralidad (una sociedad que en su conjunto ignora la escritura) y la situación de quienes, viviendo en una sociedad regida por la escritura, la desconocen o la conocen mal. Dirimir cuál de las dos sociedades es superior (la sociedad exclusivamente oral o la sociedad de escritura) forma parte de una mitografía abonada por el bueno de Jean-Jacques y ante la cual Remedi flaquea, acusando a quienes, según él, jerarquizaríamos ciertas formas en detrimento de otras, por prejuicios que ignoran que en todos lados hay “de todo como en botica”.

Por supuesto, no tiene sentido dirimir superioridades o inferioridades entre sociedades de oralidad y sociedades de escritura; lo que sí es acuciante es dirimir lo que sucede entre los individuos que no poseen la escritura y quienes sí la poseen, en sociedades regidas por la escritura. La situación dista de ilustrar una de las aquilatadas figuras de la diversidad y/o pluralidad: existen quienes saben danzar, quienes saben cantar, quienes saben pintar y quienes saben leer. Ni forma de la pluralidad, ni forma de la simetría (lector/analfabeto) rescatada y santificada por el relativismo.

Como cristalinamente lo expone Amir Hamed en “Los monos de Copán”, la situación supone una jerarquía potente: fue la escritura la que puso nombre a la “oralidad”, fue por el advenimiento de aquella que esta fue identificada, diferenciada, pensada. Fue la escritura la que dio conciencia de oralidad, a algo que, hasta entonces, no podía ni siquiera ser nombrado.

Entonces, fuera de las felicidades o tristezas personales o sociales que acarree el conocimiento de la escritura, su advenimiento ha producido un acto potente: dar nombre a su otro, a eso que pasaría a identificarse como “oralidad”. En consecuencia, se trata de una pareja profundamente dispar, puesto que uno de sus términos tiene la potencia de nombrarse y de nombrar al otro, mientras que el otro término no puede nombrar al otro ni a sí mismo.

En nuestra tradición escolar, la que arranca con Quintiliano, la enseñanza se erigió sobre la creencia en la superioridad intelectual de la escritura, en su mayor potencia y en su mayor alcance, lo que incluye su poderío de pensarse a sí misma y, a la vez, a su otro.

A fines del siglo XVIII, la revolución política que rebanó la sobresaliente cabeza de un rey, también acaeció como una revolución estética que proclamó otras igualdades: de géneros, de temas, de léxicos, de formas, de idiomas. A esa posibilidad irrestricta de ocuparse de todo, a esa posibilidad de experimentar la cercanía de lo ajeno, empezó a llamársela “literatura”, y empezó a competir con la filosofía en su voluntad escudriñadora de una totalidad en constante refacción. Por cierto, desde hace algunos decenios, literatura y filosofía están siendo condenadas, por algunos, la mayoría hispanistas generados por cierta academia de Estados Unidos, en nombre de su supuesta obsolescencia y de una contemporaneidad (“hoy, aquí”) que hace rato las vendría ignorando en nombre de principios supuestamente democráticos, antielitistas. Al respecto, cabe preguntarse, una vez más, en qué rincón de la mitografía latinoamericanista es que nos encontramos, y cuáles son los dominios y quiénes los personajes en ese “hoy, aquí” que acerrojando sus fronteras de vapor, pretende constituirse como el reino de las víctimas.

A fin de cuentas ¿conviene o no que el poder intelectual que se ejerce con la escritura se expanda, se practique, se cultive, se ensalce y sea defendido por quienes aspiramos a la emancipación? Respondo que sí, y en esta medida me resulta inconducente seguir debatiendo al respecto, ya que me resisto a admitir que, en nombre de un “hoy, aquí” que no es más que un señuelo, lleguemos los americanos a renunciar a la fuerza emancipatoria de la escritura, convirtiéndonos, con esta renuncia, en verdugos de nosotros mismos.

 

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