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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MUTANTES - GAY - MAQUILLAJE - ESTILO - ROCK

La muerte del hombre y de la mujer (II)*

Roberto Echavarren

El homosexual ha durado cien años. El hombre, como heredero de un Dios muerto, ha vivido un período equivalente

 

Mutantes

Si Dios ha muerto, escribe Nietzsche, hay que encontrar
una nueva posibilidad. En La voluntad de poder, ésta es concebida como experiencia religiosa más allá de cualquier religión instituida. Cuando una fuerza nos recorre que no reconocemos como propia, o perteneciente al "yo" categorial, punto que aúna las categorías de espacio y de tiempo que nos son familiares, esa fuerza extraña sería
un dios que toma cuerpo en nosotros. Pero hay más.

Privados del Dios de la religión instituida, que sostenía nuestra condición o naturaleza, esa condición misma (de hombres) se ha perdido. Después de la muerte de Dios descubrimos nuevas experiencias. Si el hombre ha muerto, hay que encontrar una nueva posibilidad: la fuerza espóradica y anómala que nos recorre.

El homosexual ha durado cien años. El hombre, como heredero de un Dios muerto, ha vivido un período equivalente. Su norma, sus desviaciones y patologías,
son lo que las ciencias humanas han procurado construir
en poco más de un siglo. El homosexual como patología
del hombre, y el hombre como canon, naturaleza,
identidad, se revelan como dos nociones provisorias y simétricas. Su carrera resulta homóloga.
Se disuelven juntas.

¿De qué podremos hablar entonces? De un mutante.
Desde el punto de vista de la historia de la cultura, confrontamos mutantes más que hombres y mujeres.
Los devenires del estilo trazan construcciones sorpresivas
a las que nos acostumbramos de a poco. El dandy nos sobrepasa como una individuación soberana. Causa un efecto de irreconocimiento: ¿aquello es todavía un hombre?
Por más que su aspecto se construya a partir de prendas y de recursos accesibles en el mercado y que mantienen una cierta analogía con las construcciones de la moda, causa un efecto diferencial, una inflexión rara.

Es el paso de lo colectivo a lo individual. Es el paso de
la intolerancia -ligada a un modelo más o menos uniforme-
a la permisividad de las diferencias. "El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí. Individual y colectivo
se oponen dentro de cada uno de nosotros, como partes diferentes del alma.".
(1)

Dentro de nosotros actúan una serie de restricciones
e imperativos que nos hacen vestirnos, comportarnos, planificar la vida de cierta manera. Y hay otra parte -en nosotros- que tiende a romper esas barreras. No es tanto
que el individuo, como un héroe romántico, se oponga a
la comunidad. Sino más bien que en cada individuo hay
un colectivo, que teme al qué dirán, al escándalo o a los posibles inconvenientes de producir un "alma" individual. Los dandies, los mutantes, tienen el coraje de superar
dentro de ellos mismos a lo colectivo, y producirse en solitario, o abrochados a un microgrupo de mutantes. Parafraseando a Jim Morrison: se trata de hacer, y
después comprobar las consecuencias.

Si el gay en sus exponentes exagera, con la moda, las
señales de lo reconocible, un estilo singular, al contrario, confunde las señales. Según concluyen Las flores del mal
de Baudelaire: se lanza al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Un individuo se apropia de algunos atributos que la moda adjudicaba a la mujer, por ejemplo
el pelo largo, pero se trata de una apropiación selectiva,
que mantiene una vacilación, sin confundirse con los polos extremos: la mujer total o el hombre total. Quizá el caso
más audaz o llamativo de los últimos años es el rocker glam en sus variantes, desde el fenómeno psicodélico de los sesentas hasta los grupos de Los Angeles en los ochentas.

Por más que se tiña las mechas color ala de cuervo o platinado, y las bata, por más que cubra los brazos de tatuajes y pulseras, por más que se pinte los ojos y las
uñas, por más que cargue las caderas con cadenas de eslabones gigantes o con cartucheras metálicas, por más
que sus botas multipliquen los adornos o las hebillas, por más ajustadas que resulten sus calzas de spandex,
de cuero o de poliuretano, jamás se confunde con una mujer, ni siquiera con un travesti. No construye el cuerpo completo de la supermujer. Ni es una parodia, como el travesti con su gestualidad amanerada, del comportamiento femenino.

El rocker de línea andrógina incorpora algunos rasgos de
la mujer y los mezcla con rasgos del hombre hasta volverse extraño. No es ni hombre ni mujer. Nadie imaginaba que
se podía llegar a este punto. Y sin embargo ocurre aquí algo que tiene que ver con el reconocimiento. Esto es lo que se buscaba, esto es lo que se esperaba, aún sin saberlo. Algo "eterno" desciende aquí, que ya existía en otra dimensión,
y se vuelve concreto, lábil, increíble pero efectivo.

Se establece un régimen de disonancias visuales,
que pone en contacto, que vuelve contiguo, lo
que parecía más distante: el hombre y la mujer como especies diferentes. La estrategia de los estilos del rock
y en particular del heavy metal consiste en mezclar los atributos tradicionales de uno y otro género. Incorporan
el pelo largo, pero a diferencia de los travestis, no
ensanchan las caderas ni aumentan el volumen de los senos. El pantalón ajustado resalta los glúteos, pero también
destaca el volumen penino a la altura de la bragueta.

Un rostro imberbe y suave enmarcado por pelo largo y resaltado por maquillaje puede volverse ambiguo hasta
un grado vertiginoso, pero no se asimila sin problemas al
de la mujer, ya que el resto de la vestimenta deja adivinar
un cuerpo de hombre.

Estos estilos son creativos, pero no en un orden segundo,
o kitsch, o camp, como las dos grandes figuras de la homosexualidad. Son creativos en un sentido "auténtico",
ya que resaltan concreciones singulares - ningún mutante
es idéntico a otro - en pos de una ley universal, que propondría: todos los hombres y las mujeres podrían dejar de ser sólo hombres y mujeres y no habría nada incorrecto en ello. Pero se trata de una universalidad "ilógica" (el término es de Kant), es decir, de una "recomendación" virtual que no se puede imponer como una receta.

Este es el punto de coincidencia de la ley moral, o imperativo categórico, y de la concreción singular, estética. A partir de la muerte de Dios, perecen los dogmas
teológicos y la moral positiva que prescribían las religiones institucionales. El imperativo ético no pierde fuerza, pero
a diferencia de las costumbres y del derecho positivo,
queda "vacío", en pos de su renovación histórica según
una aventura de libertad. Cada individuo debe dar concreción, a su modo, a esa ley universal. Lo concreto,
en tanto resulte original o creativo, es una realización estética.

Implica una ley ética, un imperativo, una regla, pero lo singular de su concreción vuelve esa ley "ilógica" en su universalidad. Es universal en su demanda: cualquiera, encontrándose en este caso, debería actuar de un modo equivalente, pero no es totalizable, no es pasible de imponerse a todos en la misma forma singular que
adquiere en un individuo, en un grupo, en un momento.
Es lo opuesto, no sólo a la moral de trasfondo religioso
que arrastra la tradición y cuyas trazas informan aún la moral positiva; también se opone a la coerción de las sociedades socialistas para imponer un consenso "espontáneo" y un nime.

Si no se realiza a partir de la nada, la mutación del estilo salta más allá de los modelos, toma distancia, haciéndolos resbalar hacia un devenir extraño. Recombina los patrones previos a la manera de un bricolage. Atiende a un juego de intensidades en cierto contexto, responde a lo que pide esa situación. Antes de que el estilo respondiera, no se sabía cuál era la demanda. Pero una vez que ha respondido, se puede discernir, en la solución encontrada, cuál era el problema.
En la última entrevista concedida antes de su muerte, Michel Foucault daba dos motivos para concentrar su investigación en las culturas griega y romana de la antigüedad. Uno era su propósito de ocuparse de los fenómenos de la "conducta individual"; y el otro era su interés por la relación de la "cuestión del estilo" con la ética y la moralidad.

Si en obras anteriores se había ocupado de los problemas
de la verdad y del poder, ahora quería ocuparse de esta tercera cuestión, entendida en sus interrelaciones con las
dos primeras, ya que "ninguna de ellas podía comprenderse sin las demás". Con respecto a la "conducta individual" se vio obligado a elaborar la noción de "estilo de vida". Según Foucault, esta noción fue "central para la experiencia antigua: la estilización de la relación con uno mismo, el estilo de conducta, la estilización de las relaciones de uno con los demás". Pero - subraya Hayden White, su comentador aquí - Foucault no halló nada "admirable" o "ejemplar" en el pensamiento antiguo sobre el sexo, el amor o el placer:

El pensamiento antiguo sobre estas cuestiones, en su
opinión, fue poco más que un 'profundo error'. De hecho,
el pensamiento antiguo cayó presa de una masiva
contradicción: entre la busca de un 'cierto estilo de
vida' y 'el esfuerzo por hacerlo común a todo el mundo'.
En otras palabras, la misma noción de estilo de vida
sólo fue pensable frente a la noción de un estilo común
a todo el mundo. Tener estilo, vivir con estilo, era
vivir frente a lo que 'todo el mundo' creía, pensaba o
practicaba. Lo admirable y original del pensamiento
clásico fue su busca de un concepto adecuado de estilo;
lo menos admirable fue su confusión permanente del
estilo con un código que pudiese aplicarse a todos como
regla de comportamiento ético.

Piensa Foucault que la transformación de la busca de un estilo de vida en el proyecto de idear:

una forma de ética que fuese aceptable para todos - en
el sentido de que todos estarían obligados a someterse a
ella - me pareció catastrófico.

Para la antigüedad - sintetiza Hayden White :

mediante una serie de condensaciones y desplazamientos,
efectuados por el propio discurso, lo que antes se había
concebido como un simple hecho de la vida se
convierte primero en un objeto de estudio sistemático,
luego en un caos de diferencias que han de reducirse a
un orden, a continuación en una jerarquía de actividades
que comparten más o menos en su esencia lo que se
presume que subyace a todas ellas, y al fin en un
conjunto de prácticas reguladas por un código de
comportamiento que prescribe la abstinencia como
medio de gratificación. La mayor ironía reside en
el hecho de que nada de esto fue prescrito por los
poderes que regían la sociedad. Fue todo consecuencia
de esa fatalidad humana, la "voluntad de saber"... La
idea de que en el individuo hay una subjetividad - un yo
esencial - que es la obligación del individuo cultivar,
a expensas de los placeres disponibles para el goce, es,
de acuerdo con Foucault, el error que comparten el
cristianismo, el humanismo clásico y las modernas
ciencias humanas por igual. (2)

Si bien la antigüedad clásica prestó atención al estilo de vida, no tuvo en cuenta que ese estilo ha de ser plurívoco, basado en un juego de diferencias y en vías de gradual diferenciación. A partir del estudio del estilo de vida no debe erigirse una moral positiva con prescripciones que son iguales para todos. La contemporánea proliferación de estilos en contra de los dictados verticales de la moda articula un proceso inverso: el regreso a la pluralidad en el período, a partir de la Segunda Guerra, que un historiador de la moda ha llamado "era del individualismo". (3) Se constata un socavamiento de cualquier "sabiduría", de cualquier moral para todos, como si un cierto ritmo de cambios y de productos culturales constrastados en la era de la comunicación tecnológica impidiera aquellos grandes esfuerzos de unificación que dominaron, desde la antigüedad, el juego de las diferencias estilísticas.

Asistimos, sí, en la primera mitad del siglo, a los últimos esfuerzos más o menos violentos por lograr un consenso
de estilo y costumbres, por crear una sociedad trasparente dentro de la cual todos compartirían los mismos valores impuestos desde arriba, desde la conciencia esclarecida
del Partido o del Conductor, que hipostasiaban el supuesto
sentir de la masa, trátese de la Unión Soviética, de la Alemania nazi, de la España de Franco, o de la China de Mao. El costo de estas políticas retardatarias en busca de
un consenso forzado y de una coincidencia de todos frente
a todos son los millones de víctimas en aras de empresas
que a corto o largo plazo se deterioraron.

También en América Latina los dictadores de los últimos años, de izquierda o derecha, Fidel Castro o
Pinochet, intentaron implantar una moral revolucionaria o una moral cristiana mediante una política de abusos del ejército
y de la policía, campos de trabajo, prensa controlada
y otras medidas de censura.

La larga cabellera, por lo menos durante los últimos dos siglos en Occidente, fue patrimonio casi exclusivo, o parafernalia, de las mujeres. La moda capilar para el hombre dictó, sobre todo a partir del año 1900, cortes más y más breves. Las guerras y las revoluciones, sumadas al supuesto funcionalismo del nuevo operario de Metrópolis o de Tiempos modernos, acortaron el cabello hasta casi eliminarlo. Sólo algunos vestigios considerados anacrónicos esbozaban sus sombras perseguidas en los confines del mundo obrero y campesino: eran los popes rusos, que rehusaban cortar sus mechones, los cuales, junto a las túnicas o hábitos, les conferían, sobre todo cuando eran jóvenes y de barba aún escasa, un aspecto ambiguo.

Popes y monjes fueron perseguidos, desalojados de sus iglesias, casas y conventos, privados de recursos, enviados
a campos de trabajo, o eliminados durante la campaña antirreligiosa de los primeros años de la Revolución Bolchevique.

Pero el pelo de los varones, en un proceso que invierte el modelo que le asignaba la tradición y la moda, ha crecido más que el de las mujeres, antes y después de que, en 1968, Jerry Rubin opinara que había que cortárselo pues ya había cumplido su efecto de choque. Si alguien afirmara, como suele suceder, que la guedeja en los hombres está hoy fuera de moda, le respondería que, de hecho, ha dejado de usarse desde principios del siglo veinte. Robert de Montesquiou,
el poeta homoerótico que sirvió de parcial inspiración para
el Des Esseintes de Huysmans y para el Charlus de Proust,
se cortó la suya "a la brosse" (cepillo) poco después de que Boldini le hiciera el conocido retrato.

Sin embargo, lo que en los sesentas se tomaba por pelo largo, digamos la melena a lo Alejandro de Jim Morrison, resulta ahora corto. Es sobre todo después de los setentas,
y de los estilos mohicanos de los punks, que las greñas,
junto con otros aditamentos del aspecto glam, han seguido creciendo.

En estas landas rioplatenses, a diferencia de Brasil (que sin embargo produjo un grupo de rock metálico como Sepultura), la longitud capilar es un toque de resistencia,
un punto de estilo desde que los militares, en los setentas
y comienzos de los ochentas, intentaron desalojarla.
Hay diferentes tribus pelilargas. La más acérrima es la de
los metaleros, que escuchan grupos de música trash, death, speed, y heavy metal. Muchas veces la extensión de la coleta, el enrizado o laciado de los tusones se combina con tatuajes en los brazos, aros de ancho de un metro en ambas orejas, pantalones bombilla superajustados, de preferencia negros o de cuero, botas y cadenas. Otras veces sobreflota sobre atuendos más severos o despojados.

En ciertos casos, sobrepasa la cintura y hasta cubre la curva de los glúteos. Dado que en esas condiciones se vuelve difícil de gobernar, por lo menos en relación a ciertas actividades o cuando hay viento, es bastante reciente -diez años- la costumbre de atar la hebra en colas de
caballo sostenidas por gomas elásticas o pasadores extravagantes, vinchas que cubren la frente, o aros de plástico en la parte anterior de la cabeza. A veces los audífonos de un walkman sirven de sujetadores.
También se la suele trabar en una trenza única o en varias. Quienes no son jamaiquinos usan el estilo rastafarian de Bob Marley, con mechas solidificadas en estrías que
no se peinan.

La expresión headbangers (los que golpean la cabeza) se aplica a los metaleros que menean la testa al ritmo de la música. En un momento privilegiado coinciden dos costados autónomos de una invención compleja: el ritmo del sonido eléctrico justifica el sacudimiento de una cabellera que cubre el rostro, se agita hacia arriba y abajo y en todas direcciones, luciéndose con efecto de torbellino. Es como si un apéndice orgánico, en este punto, obrara un ritual de seducción, pero, a diferencia de la cola abierta en abanico de un pavo real durante el cortejo, no se trata de una maniobra inscrita en
la información biológica, sino de un enganche de cultura,
que articula el cultivo capilar deliberado con la oportunidad selecta de un despliegue en el concierto de rock, su ocasión de plenitud. De otro modo se mantiene "inerte" o atada en cola de caballo.

La interminable "chuza" se combinó con otros elementos
del estilo roquero glam, ya mencionados, sea la pintura
facial llamativa, las uñas coloreadas, las pulseras o esclavas superpuestas, pendientes, collares, la chaqueta de cuero estilo "Perfecto" (de motociclista) en su versión ortodoxa
o en variantes retocadas, las calzas justas de diversos materiales. También se integró a construcciones estilísticas menos marcadas por un cierto tipo de música, como las vestimentas ad hoc de los asistentes a ciertos clubes nocturnos en las grandes ciudades durante los ochentas.

En casos señalados sin embargo, y de modo paralelo a lo que llama disociaciones entre aspecto y comportamiento
en las dos figuras gay (travesti y supermacho), también
aquí se detecta una esquizofrenia o falta de acuerdo entre
las estrategias de la imagen y el comportamiento.

Ya que algunos roqueros, en particular los partidarios del metal, exhiben poses y conductas histriónicas de cierto machismo. Es como si tomaran cualquier riesgo en la elaboración de su apariencia, pero necesitaran una pareja
del sexo opuesto, una chica, que les sirva de guardaespaldas en el campo de sus exhibiciones: quizá no tanto en el bar
o el local de conciertos, pero sí en los clubes nocturnos, bailes o discotecas.

Bajo un cierto ángulo, se trata del caso inverso al del clone gay. Mientras este último pone en juego sus esfínteres (boca y ano) en la práctica sexual, pero se cubre y protege con un aspecto de macho, el mutante hetero irradia ambiguedad por cada uno de sus poros, aunque rehusa comprometer sus esfínteres, que resultan tabúes o sagrados. Es como si no pudiera recaer en el mismo individuo la responsabilidad de una doble transgresión, la relativa al aspecto - construir un fetiche - y la que tiene que ver con el comportamiento - disfrute anal.

Lo cual lleva a concluir que las derivas mutantes están a cargo de la población en su conjunto. Cada cual llevaría a cabo una tarea específica. No se trata aquí de división del trabajo, sino de división de las estrategias vinculadas a un doble disfrute: sugerido por el estilo de los roqueros, pero puesto en práctica por los clones. Se avanza a pasos cortos, y de hecho contradictorios los unos con respecto a los otros. Pero la tendencia de conjunto, el devenir mutante, siempre en fuga, un pasaje entre distinciones en el juego abierto de las diferencias, tal el lomo de una corvina torneado entre
las olas, se realiza, con un viso cómico pero triunfante, comparable a la operación del concepto en Hegel.

La esfera de su realización, sin embargo, no es el pensar, sino otra, texturada y "primitiva", encarnada con arte, jalonada de vuelcos y sorpresas.

Los casos extremos al nivel de la imagen, en figuras conocidas del espectáculo, serían no tanto los roqueros
sino los cantantes pop Prince y
Michael Jackson. Aquí los gestos, los movimientos y las voces se vuelven tan ambiguos como el aspecto. Cabría plantear una disolución de las disociaciones de las que hablé arriba. No se trata de etiquetar a estos dos cantantes como meros homosexuales, de conferirles una identidad en base a sus supuestas tendencias o prácticas.

Tampoco se los puede etiquetar como exclusivos heterosexuales, por más que ambos - para tapar algún escándalo o para ensanchar el campo de sus fans - hayan contraído matrimonio en tiempos recientes. No voy a detenerme en los pormenores de estos matrimonios, ni siquiera creo que vale la pena reparar en que uno de ellos
ya se ha disuelto. Si las uniones legales de estos astros no son consumadas, como tal vez no lo fueron las de Rodolfo Valentino, importa menos que la grieta abierta de su voluble y proteica capacidad para resistir las definiciones.

El aura que irradian estos astros, lo que emiten, un perfume o "esencia", no es ni homo ni hetero, sino bisexual. Pierde relevancia el calificar o definir sus tendencias. Abren un campo de inclinaciones y alternativas confusas. Ese campo resulta neutro, aunque no asexuado. No aceptan una identidad o personalidad impuestas desde fuera, pero tienen individualidad. No se definen. Se posicionan para ocupar
una franja indecidible, cuando al eros concierne la cuestión de qué es el otro. Seducen con un reto: "Interprétame."

La música de rock ha roto con los registros tradicionales
de la voz, los timbres de la ópera, el lied, o la canción popular. En el rock un mismo cantante puede gritar o susurrar, entonar o hablar, y además puede expresarse
en tonos varios, graves o sobreagudos.

Este hecho podría ilustrarse con abundantes ejemplos.
Pero me parece que ambos, Prince y
Michael Jackson,
han llevado a un extremo la labilidad de sus voces, como
si escaparan a la categoría de lo idéntico, singulares más allá de cualquier rol, a partir de una libertad modular.
Prince, por ejemplo, simula, en ocasiones, los quejidos agudos de una mujer que experimenta el orgasmo.

Los tacos de punta aguja, el empolvarse, sus arreglos capilares, sus modelos de blusas ceñidas y femeninas,
juegan combinados con elementos opuestos, aunque muy debilitados, como los bigotes de línea de lápiz, o raras formas de patillas que parecen casi dibujadas. Hispano
o mestizo, sus rasgos secundarios de varón resultan casi indiscernibles. Pero es sobre todo la voz, al variar el
espectro a través de una espiral ascendente, el instrumento que escapa a la pesantez de los roles prefijados.

A diferencia de los castrati operísticos de otra época, el sonido de ambos astros no depende de una violencia a la maduración fisiológica para obtener un registro, sino de la proclividad a un disfrute no condicionado por ninguna expectativa fija, que declina un espectro ensanchado,
aunque ceñido por el azar de un gusto y por los compromisos, de una u otra índole, con un contexto.

Se trata más bien de dioscuri, aquellas divinidades dobles, de un doble pero singular manejo de sus dotes, como si suscitaran un eco diverso y contrapuesto dentro de ellos mismos, ajeno al mero espejo de Narciso.

El costado "infantil" de Michael Jackson y la máscara domesticada y cortés contradicen el sesgo "peligroso" de sus canciones y videos. El lado suave - simpatía hacia los niños, buenas maneras, y la blandura pop y comercial - contrasta con los toques crudos y agresivos de estilos como el punk o ciertas variantes del rock. Pero hay que tener en cuenta que a un cierto nivel esa máscara educada, ese encanto sonriente resulta una protección, ya que él arriesga más que otros.
La prueba es el amago de juicio a causa de su pretendida pederastia, con la sombra de los altos costos de silenciar al eventual demandante.

Este juicio en ciernes o abortado resulta un jalón en la trayectoria judicial del escándalo artístico, reminiscente
hasta cierto punto del juicio por conducta obscena que el Estado de Florida entabló contra Jim Morrison, y su condena, al fin de los sesentas.

De un modo tenue pero seguro se relaciona también con
el proceso y condena a
Oscar Wilde en la Inglaterra de
fines del siglo diecinueve.

Michael Jackson es un laboratorio de caras. Mediante las múltiples operaciones de cirujía plástica y la acentuada cosmética ha borrado los rasgos y el modo de presentarse
de un hombre, sin transformarse por eso en una mujer
o un travesti. Además, al blanquearse la piel, ha dejado
de ser un negro, aunque tampoco es un blanco. Su rostro adquiere una cualidad fantasmal, más blanco que el blanco, lo cual recuerda las consideraciones de Junichiro Tanizaki referidas a la mujer japonesa en Elogio de las sombras: debido al modo de iluminación nocturna de las habitaciones, a los dientes pintados de verde y a otros recursos, la mujer tradicional, de raza amarilla, luce sin embargo más blanca que las europeas.

Ni hombre ni mujer, ni negro ni blanco, en la letra de Black or White Jackson declara: "I'm not going to spend my life being a color" (No voy a pasar la vida siendo una persona
de color). Por un lado, desde el enfoque severo de las reivindicaciones basadas en una identidad, podría acusarse
a Jackson de escapismo, al modificar sus rasgos raciales.

No todos los negros pueden llevar a cabo los costosos tratamientos que él soportó. Pero no todos los negros
tienen por qué desear cambiar. Ser reconocido como una persona de color equivale a soportar el peso inerte de los prejuicios ligados a esa condición. En su representar artista Jackson, bajo cierto ángulo, ayuda a trascender el prejuicio acerca del color. Su libertad borra una condición que se demuestra no infranqueable, sino volátil, e implica el absurdo de basar un prejuicio en ella.

En cuanto a sus rasgos faciales, Jackson varía casi cada
año, como los nuevos modelos de electrodomésticos o de automóviles, con supuestas mejoras técnicas.

Aunque quien los aprecia puede preferir un modelo anticuado - por ejemplo la cara correspondiente a su disco Bad, de 1987. Pero el fenómeno Jackson se aleja de ese rostro, no sólo debido a las transformaciones que trae el paso del tiempo, sino porque ahora los ojos son más pequeños, la perilla más cuadrada, la pigmentación y el sombreado diferentes. A través de este repertorio, representar lo desdobla, lo mantiene en movimiento
hacia un punto indefinido. Su valor de ejemplo es su dimensión ética. Pero no universalizable, no totalizable:
no es un ejemplo para todos, por lo menos no con sus características específicas. Es un universal ilógico y un llamado a devenir singular.


Notas al Capítulo II

1 Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 57.
2 Michel Foucault, "Le retour de la morale", en Les Nouvelles, 28 de junio- 5 de julio de 1984, pp. 37-41, entrevista citada y comentada por Hayden White en El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992, pp. 150-154.
3 James Laver, op. cit. Trabajo

* Este texto es la segunda parte del capítulo II de Arte andrógino: estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).

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