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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



JACKSON, MICHAEL - CIRUGÍA - PERFECCION - SUJETO TRASCENDENTAL

American Narcissus

Sandino Núñez
El sexo, la cara, el cuerpo, la voz de MJ parecen tratados con la técnica obsesiva del bonsai, magia congelante que se me antoja una variante ecológica de la taxidermia, de la monumentalización y de la fotografía



Michael Jackson, se ha dicho, es un mutante solitario. Más de diez años hace que un complejo itinerario de prótesis químico-quirúrgicas de rejuvenecimiento o de embellecimiento o de errancia de la identidad sexual o racial (o, vaya un mortal como uno, a saber de qué), lo arrasa sistemáti-ca-mente.

Lo más fácil, en el caso Jackson, ha sido ver la tendencia hacia (o el deseo de) una imagen, de un look: quiero ser impúber, quiero ser blanco, quiero ser mujer. Más interesante es notar un empuje más abstracto, y más loco, que estaría tentado de adjetivar como tanático: quiero ir
más allá de la edad, más allá de la raza, más allá del sexo, más allá de lo humano.

Las intervenciones y las manipulaciones de MJ sobre su cuerpo no obedecen a la ley barroca de la acumulación, de la multiplicación o de la exponen-cia-ción, del ornamento como plus -aquello-que-se-agrega sobre algo-que-está. Son todo lo contrario: severos recortes y mutilaciones, verdaderas
podas y operaciones higiénicas, una sistemática eliminación de todo lo que sobra o cuelga o delata una conexión o un anclaje (conexiones o anclajes del cuerpo a una cultura, a una raza, a una historia, a otros cuerpos).

Es una incesante aventura de perfeccionamiento entendida negativamente, como una aventura correctiva, como itinerario de desmultiplicación hacia una especie de grado cero de la anatomía y de la fisonomía: no soy adulto, no
soy niño, no soy negro, no soy blanco, no soy hombre,
no soy mujer. (O mejor quizá: soy, de alguna manera retorcida, todas esas cosas juntas -una forma fatigosa de decir que no soy).

Hijo del delirio universalista de la filosofía moderna, el delirio meta-mór-fico de MJ es una especie de simulacro hiperrealista del Sujeto Trascendental kantiano. Es, rigurosamente hablando, su reproducción tecnológica
en un maniquí de carne y hueso, en un autómata: construir un Sujeto Trascendental es construir un más allá de toda diferencia, un más allá del sexo, más allá de la edad,
más allá de la etnia, más allá de la cultura.

MJ quiere ser un resumen, una versión simplificada y esquemática, como un logotipo, como un dibujo heráldico, como una silueta o un garabato -quiere estar fuera de todo territorio, libre de todo drama, de toda tensión y de toda ansiedad terrestre. El problema paradójico es que el empuje de la máquina de desmultiplicar no se detiene. Y en ésto
-en violentar el asentamiento racional del proyecto, de la máquina-instrumento que se detiene una vez conquistado
un objetivo a priori- consiste la locura de todo empuje: la máquina, enloquecida, si alguna vez tuvo algún objetivo,
ya lo ha olvidado (Deleuze, Guattari o Jean Nadal hablan, para el caso, de "máquinas deseantes"; José Lezama Lima
o Severo Sarduy, de "hipertelia").

Siempre hay un algo más, un rasgo a perfeccionar (o mejor, a corregir), una corporeidad a recortar, algo agresivo y rebelde a domesticar. Ayer era la nariz demasiado ancha, hoy es la voz que comienza a engrosarse, mañana serán los ojos muy pequeños, o la frente estrecha, o el apetito sexual, siempre siniestro. Así, ese ideal primordial, ese ente fuera del tiempo y más allá de la ansiedad y del drama corporal que se quería conquistar, se ha ido convirtiendo, precisamente, en su propio estiramiento, en su propia ansiedad y en su propio drama.

Dinero y tecnología médica al servicio de un delirio de espiritualización, de inmaterialidad, de inmortalidad, e incluso, paradójicamente, de desaparición y de muerte (quiero ser un ectoplasma, quiero ser un cuerpo sin cuerpo).

Más interesante todavía resulta verificar otro rasgo -un rasgo que parece contradictorio con este intento de tachadura y de conquista de un grado cero que acabo de mencionar. MJ no solamente no esconde su historia y el proceso que lo fabrica (como podría pensarse) sino que lo exhibe.

Michael Jackson, evidentemente, no quiere ser una imagen, ni un look, ni un eidolon, ni un milagro. No quiere ser sino
lo que es: un proceso, una épica, un estiramiento. Cuando
lo veo, no me preocupa su aspecto ligeramente bizarro o su costado supuestamente espectacular -no provoca esa especie de enloquecimiento de la mirada que desata, digamos, Prince. Ocurre algo bastante distinto. Así como Michael Jackson se ha visto arrastrado a reconstruirse, fatalmente, yo, cuando lo miro, me veo arrastrado a reconstruir a Michael Jackson. Me veo obligado a vivir su propia estrategia novelesca y narrativa. Véanme hace diez años, véanme hace cinco, véanme ahora: ¿cómo seré o estaré dentro de diez años más? ¿tendré una cara, tendré una raza, tendré un sexo?¿seré humano?

Jackson no solamente no reniega de su historia o de su pasado sino que los transparenta, los exhibe, los escenifica. Por eso, posiblemente, me inte-re-so poco en su look -es decir, en su atavío (camisa blanca, lentes oscuros, pantalones negros cortones que dejan ver los zoquetes blancos, zapatos negros bajos), y en su postura (arrogante
y desafiante).

Es un buen look, en el sentido de manejable, de poco resistente a los automatismos de la lectura cultural y del análisis. Se deja tratar como signo: enseguida lo ubico, le asigno un significado, reconozco al muñeco, al personaje,
al histérico: el baby-faced compadrito, el peleador de esquina, el lider del gang. Pero el look de MJ no es histérico, no es algo que esté ahí para detenerme o cautivarme (por eso, rigurosamente, no puede hablarse de look). Si interesa es como estadio, como figura en la que se posa, transitoriamente, el proceso metamórfico -esa fuga y esa carrera incesantes que no son sino la promesa de un nuevo salto, de una nueva mutación.

Lo deslumbrante no es una figura (bild, un ángel, un brillo, un aura, y, en suma, una inocencia: sólo vean lo que soy) sino una historia (compárenme con lo que he sido). No una imagen sino un proceso. Lo milagroso no es el cuerpo de Jackson como aquello que la cirugía o la tecnología han logrado hacer (su producto y su fetiche), sino las propias cirugía y tecnología como proceso de producción que se transparenta en el cuerpo de Jackson.

Es igual que en el travesti: una máquina deseante que tacha su sexo con las ropas del otro, pero que al mismo tiempo,
en el exceso de afeites y maquillaje, o en la femineidad desbordante, hipertrofiada y carnívora, obtiene una forma
de delatar y hasta de exhibir ese sexo que se había propuesto tachar. El juego no es la ocultación sino la transparencia, la superposición y el solapamiento. El tachado imperfecto, así como el exceso de tachadura, sugieren, y terminan por mostrar, lo tachado.

Ensayemos una especie de razonamiento negativo. Podría pensarse que los travestis (varones que fingen ser mujeres) Cris Miró o Bibí Andersen, son, en realidad, dos mujeres gigantescas, y un poco groseras, que se han inventado un pasado ilusorio de varones para hacer fama y dinero (mujeres que fingen ser varones que fingen ser mujeres). Podría pensarse que Michael Jackson es un humanoide incoloro e inexpresivo que se inventó un pasado de negrito feo para hacer fama y dinero. Estas operaciones, estas multiplicaciones y des-multiplicaciones, esta especie de enloquecimiento de la interpretación, son la propia
condición biológica del objeto barroco.

Uno de los últimos clips de Jackson es el trabajo de un arqueólogo. Se compone, precisamente, como un solapamiento de muchos de sus clips clásicos, y funciona como una especie de monumento. Es un homenaje póstumo a (los pretéritos) Michael Jackson hecho por (el actual) Michael Jackson. Pero también funciona como una mostra-ción de capas geológicas o de fases evolutivas: más o menos negro, más o menos joven, nariz más o menos respingada, labios más o menos carnosos, etc. MJ es Ulises, es el héroe pasivo de su propia odisea metamórfica: mi nombre es Nadie. Mi nombre es Michael History Jackson.

Pero mucho más asombroso, más siniestro en suma, resulta un clip de hace algún tiempo atrás. El remake de una balada melaza que MJ cantaba a los diez o doce años (I'll be there), fue el pretexto para superponer, en el espacio virtual de la pantalla, sentados ante el mismo piano, a aquél y a éste, al mismo y al otro, al tremendo y al divino, al negrito feo y cabezón de camisa apretada con solapas enormes, pantalones acampanados y peinado afro, y al humanoide incoloro de nariz aristocrática y rostro vagamente hermoso
y helado. Se trata de una magia, de un milagro. Una partenogénesis, o la hipóstasis de la Trinidad.

El invariable pneuma impúber de Jackson, o su música, o quizá la misma magia tecnológica, son el Espíritu Santo.
El Padre y el Hijo, cantando a dúo, se miran con ternura. Parecen estarse perdonando mutuamente. O parecen estar reforzando un juramento arcaico de fidelidad, un contrato anterior a la historia, un pacto de antes de que empezara el tiempo.

MJ, insisto, no reniega de su pasado, no esconde ni congela su historia detrás de cada mutación, de cada salto genético. Pero tampoco lo exhibe como una heráldica, como un origen, como aquello de lo que proviene y a lo que le debe respeto y fidelidad. Lo refiere y lo muestra como punto de partida, como aquello de lo que está condenado a alejarse incesantemente (recorrido que realiza en forma aparentemente aconflictiva, pues sabe que su pasado, su origen, su padre y su otro, aquel que era cuando todavía
era negro y cuando todavía tenía un cuerpo, le ha dado
su consentimiento -puede partir).

MJ aparece y desaparece. Trasmite la sensación, como tantos otros artistas contemporáneos de show business, de existir por quantums. Se recluye y se esconde durante algunos meses, durante los cuales no se sabe absolutamente nada de él, para reaparecer y saturar el espacio con un nuevo disco, nuevos videos, una nueva gira y un nuevo show. Pero también con una nueva cara y un nuevo cuerpo -un nuevo escalafón, de tránsito, en esa especie de aceleramiento del proceso darwiniano que lo arrastra.

Su show es tecno, apolíneo, profesional, eficaz. Su figura
de maniquí o de robot, capaz tanto de la más perfecta inmovilidad durante varios minutos así como de efectos coreográficos y posturales casi inexplicables, no renuncia jamás a su medida indiferencia -una distancia helada que enciende, como contrapartida, el furor y el pasmo hiperafectivo de los espectadores.

Daniel Lucas, comentarista de espectáculos de Canal 12, observaba que el show es prolijo e impresionante, pero -se quejaba- "no tiene alma", tan diferente, agrego, a la música negra, llena de soul, de spirituals, de blues.

La sexualidad de MJ, pequeña, insignificante, también parece tramitarse en dolorosos quantums. Nadie habla de ella. Él mismo no sólo no la muestra sino que la esconde detrás de su aspecto de duende asexuado y vagamente infantil. Alguna báscula pélvica, o una mano narcísica y masturbatoria que acaricia los genitales, son las únicas formas, torpes, teatrales o coreográficas, de exhibir una sexualidad falsa, allí donde lo que se quiere sobreindicar -juego negativo- es su carencia. Cuando su vida sexual explota en público, lo hace revistiendo formas
contenidas y sordas, de escándalos entre policías y abogados, de litigios, acusaciones, denuncias y juicios por oscuros affaires con niños y menores.

De pronto, y de tanto en tanto, la abstinencia hace crisis, la soledad tecno del autómata es atravesada por pequeñas explosiones, intermitentes, insuficientes. Salen a luz historias sexuales de cuentos de hadas, de niños sorprendidos por adultos mientras tramitan torpemente su sexualidad. En una atmósfera Disney, entre enormes Dumbo y retratos de Shirley Temple, ellos se miran, se tocan, se descubren, curiosean. We are the children.

El sexo (la cara, el cuerpo, la voz) de MJ parece ser tratado con la técnica obsesiva del bonsai -magia congelante que
se me antoja una variante ecológica de la taxidermia, de la monumentalización y de la fotografía. Arte de evitar el crecimiento y la maduración (es decir: ya no sólo el envejecimiento y la muerte) gracias a una poda microscópica, casi quirúrgica, y a una administración de nutrientes en dosis homeopáticas (la ausencia de alimento lo mataría, pero la alimentación en dosis habituales lo haría crecer, madurar, ser adulto, y finalmente, quizá, envejecer
y morir).

El signo de MJ es, obviamente, la fobia. Una fobia masiva
y en bloque. Las pocas veces que se hace visible suele aparecer cubierto y mediado por una compleja máquina defensiva y protectiva. Guantes, mascarillas, tapabocas, lentes oscuros. Fotofobia, neumofobia, miedo a los gérmenes y a los virus, miedo a las infecciones y a la contaminación, miedo a los objetos, miedo al mundo. Pantofobia.

Su terror a la vulnerabilidad, a la contaminación, al deterioro. Sus lentes oscuros. Su color inhumano. Su eficacia tecno, su distancia -es decir, su falta de alma, de espíritu y de afectividad (soul, spirituals, blues). Su necesidad de remitirse a su propia prehistoria, a aquello que era cuando aún estaba vivo, cuando todavía creía que iba a morir, cuando era negro, cuando era humano. Su sexualidad torpe, elemental, retentiva, crítica. Sus historias barrocas con niños. Michael Jackson es, ahora lo entiendo, un muerto-vivo, o mejor quizá, un no-muerto. Después de todo esto, uno se da cuenta de aquello que siempre estuvo tan expuesto, tan obviamente ofrecido por la televisión: Michael Jackson es un vampiro. Es la forma misma de un mutante en una cultura satelital, en una cultura Disney.

Ahora mejor se explica una sus desapariciones y sus encierros: no son sino el largo sueño criogenésico o comatoso de la crisálida, retiro al ataud tecnológico y descontami-na-do, asistido por cirujanos, ingenieros y sonidistas -un ejército de obedientes y fieles que lo ayuda a preparar su nuevo disco, su nuevo show, su nuevo estadio biológico.

La vida de MJ, sueño de la razón moderna y de su delirio perfeccionista, termina por ser un himno antimoderno.
No es un proyecto, no es un recorrido orientado hacia algo, y por lo tanto, a pesar de History, no es una historia, en el sentido de un plan diegético con un origen, una peripecia y una utopía. No es sino rutinas, automatismos, ciclos biológicos. Una nada rutinaria, incesante, intolerable, como la longevidad (¿inmortalidad?) de Louis o de Lestat. Nada parece haber en el fatigoso itinerario de la inmortalidad.

Solamente vivir, durar. Perder, en el mejor de los casos, la cuenta de los años y de los siglos. Ya nada se espera, nada trascendente, ninguna experiencia mística, nada en qué creer. Excepto, como Jerome, el obsesivo de Leclaire, mantener la esperanza de que quizá algún día, con un poco de suerte, sobrevenga esa dicha, esa bendición, ese alivio final llamado muerte.

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