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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - EDUCACIÓN - LENGUAJE - NEOESPERANTO  -EDUCACIÓN SECUNDARIA URUGUAYA - REFORMISMO - CASANDRA - MUJICA, JOSÉ - SANGUINETTI, JULIO MARÍA - RAMA, GERMÁN - 

Casandra*

Gustavo Espinosa

 

 

Hay quienes -por defender intereses de clase, o embanderados de buena fe en un utilitarismo de cabotaje- sostienen que esta opción por la razón instrumental (la que excluye el Siglo de Augusto para dar lugar a la mecánica agrícola) es lo que se necesita para salvarnos de la catástrofe cultural. Esta concepción parece encastrar cómodamente con el posibilismo antiutopista (antipolítico) y el desdén por las humanidades del presidente José Mujica

I) La muchacha que nos ayuda con el Yónatan


La sintomatología del capitalismo tardío afecta también el lenguaje. Una enmarañada red de organizaciones no gubernamentales, que es designada a veces como “la sociedad civil” (y que acaso sea la concreción institucional de la fantasmática multitud de Hardt y Negri) viene difundiendo un lexicón transnacional en el que se destacan el “empoderamiento”, la “gobernanza” y el “cabildeo”. En ese universo de sentido la “pobreza abyecta”, aquello que para un neófito pudiera parecer una expresión casi interjectiva de condenación o de espanto (equivalente, digamos, a “miseria atroz”) es una categoría precisa en los sistemáticos conteos de pobres que elaboran estas ONG. Así, lo políticamente correcto, tramitado desde estos y otros espacios, ha vulgarizado la costumbre del eufemismo, que empieza por satanizar como la más imperdonable de las canalladas al verbo “discriminar”, continúa por prescribir obligatoriamente la duplicación de los artículos (los/las), y termina imponiendo una proliferación de “adultos mayores”, “afrodescendientes”, “capacidades diferentes”, y “trabajadoras sexuales”.

Hace un tiempo, Amir Hamed escribía que, de continuar esta tendencia (impulsada también por la revolución conservadora de la edición, que estandariza el lenguaje literario), acabarían por publicarse títulos tales como El adulto mayor y el mar por Ernest Hemingway, La caída de la solución habitacional de los y las integrantes de la familia Usher de Edgar Allan Poe, y El príncipe con capacidad diferente por Fedor Dostoievski. Este neoesperanto del progresismo se actualiza también en ámbitos más coloquiales: las familias de clase media con cierta sensibilidad de izquierda suelen referirse a la niñera como “la muchacha que nos ayuda con Facu” (o Mati, o Pato o Flo, o cualquier otro niño convenientemente mesocrático y apocopado. Es comprensible: sustentar un nicho social pequeñoburgués, poder responder con soltura a las ofertas (las demandas) del mercado, cumplir con sus arduas exigencias de hedonismo, exige también un vaciamiento del tiempo familiar (que es, básicamente tiempo pedagógico), y nos pone en riesgo de asumirnos como padres abandónicos o de ocupar el lugar más culpable en una relación de servidumbre. “La muchacha que nos ayuda con Facu” resulta, desde todo punto de vista, imprescindible. Sucede, sin embargo, que la niñera también debe satisfacer necesidades y deseos análogos a las de sus empleadores, con todas las circunstancias agravantes que su clase social le impone. Es necesario, por lo tanto, que alguien se haga cargo de sus hijos, para que la propia vulnerabilidad no los convierta en un peligro para sí mismos y para los demás. Esta es, precisamente, la principal -y cada vez más exclusiva- función que desde hace años viene cumpliendo la educación pública: la baby sitter pobre de los pobres, la muchacha que nos ayuda con el Yónatan.

Esta alegoría o fabulita no es un mero cuadro de costumbres; no describe (aunque sea de un modo parcial, precario) solo una circunstancia uruguaya. Desde las últimas décadas del siglo pasado, ciertas poderosas agencias del statu quo capitalista (entre otras, ni más ni menos que el Banco Mundial) decidieron que era hora de hacerse cargo de ciertos daños estructurales generados por sus propias prácticas. La pulverización de las políticas sociales, el debilitamiento de los Estados convertidos en mayordomos del capital y, en fin, la aplicación globalizada de la agenda neoliberal, suscitaron -por todas partes- contingentes de parias desconectados de cualquier cadena productiva, espacios de penuria donde el mercado no puede desarrollarse. Para protegerse y posibilitar su expansión, el capital reconvierte los sistemas educativos públicos que pasan a ser dispositivos de contención y asistencia. La educación, tal y como la conocimos (la que transmite contenidos civilizatorios, la que crea subjetividad, la que no incuba consumidores, sino que forma ciudadanos), se privatiza. Mediante esta operación -que por un lado, vende educación a quienes pueden pagarla, y, por otro, intenta neutralizar la rémora o la amenaza de los excluidos del consumo- el campo educativo se transforma en mercado educativo, y esto también se verifica, entre otras prácticas, en el lenguaje.

Pululan –amén de las evaluaciones cuantitativas y econométricas- las aspiraciones a la calidad y a la excelencia, la flexibilidad, las gerencias, la fetichización de la gestión y de las TICS, la competencia entre centros (liceos o escuelas) para que sus proyectos logren ser financiados, etc. Como suele ocurrir con este tipo de maniobras imperiales, el modelo (conocido entre sus críticos como Reformismo) se ha venido aplicando extraterritorialmente, sin atender a las peculiaridades de tal o cual contexto, ni a las tradiciones educativas nacionales. El diseño y la implementación de estas políticas son, entonces, unívocos y transnacionales. Sin embargo, estas mismas políticas (placebos de control social blando en packaging de pedagogía) intentan imponer –bajo la consigna de la descentralización y de la educación para la vida- la atomización de los sistemas educativos nacionales y su currículum, sustituidos por grillas de vagos contenidos supuestamente funcionales al entorno productivo o socioeconómico de cada centro. Verbi gratia: para los adolescentes que viven en la cuenca arrocera de Treinta y Tres, la Divina Comedia, la física cuántica o el Imperio Romano son meros artefactos bizantinos e inútiles cuyo funcionamiento no vale la pena entender: más vale utilizar el tiempo pedagógico extendido en instruirlos en el análisis de una rastra cotorrera; de ese modo tendrán mejores oportunidades de convertirse en funcionarios eficaces de la agroindustria, y podrán comprarse, por fin, una moto china y algún aparato pequeño y poderoso para reproducir la obra de "Los Wachiturros".

Hay quienes -por defender intereses de clase, o embanderados de buena fe en un utilitarismo de cabotaje- sostienen que esta opción por la razón instrumental (la que excluye el Siglo de Augusto para dar lugar a la mecánica agrícola) es lo que se necesita para salvarnos de la catástrofe cultural. Esta concepción parece encastrar cómodamente con el posibilismo antiutopista (antipolítico) y el desdén por las humanidades del presidente José Mujica. Pero la verdad es que este modelo (reduccionista, alienante, perpetuador de las desigualdades) tampoco está funcionando. La supuesta obsolescencia e inutilidad del enciclopedismo humanista no ha sido sustituida por el eficientismo tecno, más allá de la retórica. Lo único que el indeterminismo errático de nuestro sistema ha podido poner en práctica es una banalización de toda complejidad, una abolición del sentido que busca adaptarse ridículamente (como un viejo vestido con la ropa que su nieto ha descartado) a la tosquedad de cierta cultura adolescente, diseñada –como se sabe- por el mercado. Más que un objetivo de política educativa, lo que se percibe es una ansiedad retentiva. Así, la AsambleaTécnico Docente (ATD) de Educación secundaria realizada en Noviembre de 2011 censó 34 planes y programas diferentes que se están aplicando en el Ciclo Básico de Educación Secundaria. Todos ellos se designan con eufemismos resonantes, reductibles a una abstrusa muchedumbre de acrónimos. Pero generalmente no son más que maniobras de desesperación para que los estudiantes no huyan de los liceos.


II) Casandra o la corporación


El Reformismo llegó a la educación secundaria uruguaya durante la segunda presidencia de Julio Sanguinetti, y se impuso escandalosamente en medio de la tensión entre el autoritarismo malhumorado de su paladín, el sociólogo Germán Rama, la resistencia de los docentes y el ruidoso rechazo de los estudiantes. En aquellas vísperas de 1996, los profesores de Educación Secundaria desde sus colectivos sindicales y técnicos (FENAPES, ATD) comenzaron a organizar su oposición tanto a los contenidos, como a los modos de implementación de aquella reforma. Desde 1999 la ATD constituyó una comisión de profesores que –con distintas denominaciones- ha venido funcionando hasta ahora, cuya producción ha desarticulado críticamente el sustento teórico y político del reformismo, y sus actualizaciones en la educación uruguaya. Así, los profesores se han instituido como una especie de voz de Casandra: sus anuncios han sido desatendidos persistentemente y, de todos modos, el reformismo ha seguido adelante. Lo ha hecho, con matices y contramarchas mediante una modalidad de proliferación, superponiendo planes, reglamentos, diseños curriculares y panaceas, cada uno de los cuales contribuye a enredar más intrincadamente el caos burocrático y se resuelve en una esporulación de siglas (el último avatar de este reformismo mutante es el PROFIME). En cada uno de estos episodios el profesorado ha intervenido para resistir, para amonestar a los reformadores y expresar enérgicamente que ese no es el camino indicado para transformar la educación.

El desastre actual debería darle la razón a esa obstinada resistencia, sin embargo la profusión de proyectos de idéntica matriz continúa. Y, además, una operación mediática (cuyo único mecanismo de verosimilitud es la recurrencia goebbelsiana) responsabiliza a los profesores de la catástrofe. Según esta campaña, el rechazo de los docentes –convertidos en una corporación irresponsable y atrabiliaria- a todo aquello que de cualquier manera se ha hecho con la educación pública, es lo que ha generado la destrucción de ésta. Por ejemplo, en una columna de El País
(1/2/12, pag. A7), aparecen, suscritos por un tal Pepe Preguntón, los siguientes enunciados: “…puertas adentro se había acordado devolver a la política el gobierno de la educación que hoy detentan los sindicatos (…) ¿Por qué el presidente no quiere problemas con los sindicatos y no está decidido a quitar a las corporaciones el poder que ha destruido la educación?”. Se sabe además que –en un estilo menos payasesco que el de la prensa de derecha- también desde algunos espacios oficialistas se ha intervenido en esta satanización de los profesores, abandonando todo escrúpulo realista.


III) Unos pocos inadaptados


Cuando ciertos periodistas deportivos glosan compungidamente alguna infamia cometida por las hinchadas, siempre se encargan de acotar que, en realidad, sus proferencias condenatorias refieren a un grupo muy minoritario de inadaptados y delincuentes que nada tienen que ver con la enorme mayoría de la verdadera parcialidad que concurre pacíficamente a los estadios.

Aquí es necesario realizar un deslinde similar. Hay una gran cantidad de docentes que no participan de la crítica ni de la resistencia.

El deterioro de la educación pública (y uno de sus agentes más relevantes: el Reformismo) se ha extendido también a la formación docente. En 2005, días antes de asumir el primer gobierno frenteamplista, un informe de la ATD nacional de Educación Secundaria (la misma que propuso declarar una situación de “emergencia cultural”, la misma que diseñó el funcionamiento del Debate Educativo y del Congreso Nacional de Educación) sostenía lo siguiente: “La emergencia social ha generado entonces una catástrofe cultural que la retroalimenta. (…) El sistema educativo público, y particularmente la enseñanza secundaria, no han dado respuestas efectivas a la situación. Por el contrario: han contribuido a profundizar el desastre. (…) En la práctica, la Educación Secundaria ha reducido sus fines a la contención social; no solo porque solo pretende (sic) mantener a los estudiantes dentro de los liceos, sino porque ha intentado transformar la profesión docente en una forma de salida laboral para los jóvenes. La enseñanza media se convierte en un escenario masificado y perverso que contiene a los adolescentes anómicos, que ocupa a jóvenes mal formados y peor remunerados, que dispensa dinero y visibilidad política a gerentes y tecnócratas, pero que enseña poco y mal” (el subrayado es mío).

Lo que ocurrió, desde fines del siglo pasado, fue que en determinados contextos de pobreza (para los que también hay un eufemismo: “el Uruguay profundo”) tuvieron gran éxito ciertas modalidades comprimidas de formación de profesores, que aseguraban alojamiento, alimentación, transporte, acreditación para enseñar más de una asignatura, e inserción laboral inmediata, en solo tres años. En ese escenario confluyeron muchísimos jóvenes que generalmente provenían de lugares alejados de toda tradición letrada, en los cuales –ante la necesidad- la vocación no es más que una entidad anacrónica o fabulosa, y, en cualquier caso, inútil. Una vez egresados, estos docentes han sido los aplicadores funcionales y acríticos de las concepciones educativas para las que fueron formados. Casi siempre se han mostrado indiferentes, cuando no reactivos, tanto a los reclamos sindicales de índole estrictamente laboral, como a las demandas de participación en el diseño de políticas educativas. Que no todos los males vengan de aquellos centros de formación de profesores, que unos cuantos de los egresados de allí hayan completado con responsabilidad su formación y se hayan comprometido en la defensa de la educación pública, no invalida las generalizaciones planteadas. Cuando aquella “emergencia social” parece haberse superado (aunque persiste un 30 % de niños que viven en la pobreza), cuando la formación docente se ha unificado (al menos en lo formal), el sistema educativo ha metabolizado en su inercia a los productos de aquellas pedagogías reformistas.

Por otra parte, también los docentes se han involucrado en la vorágine consumista que afecta –y acaso define- el Uruguay de los últimos años. La electrocución jubilosa de la ciudadanía en la ansiedad del mercado y de la usura, no solo no favorece a instituciones esencialmente modernas, como la escuela, sino que genera docentes sobreocupados, sin tiempo ni voluntad para asumir críticamente y con seriedad su propia profesionalización.
Esta situación, que se verifica en un ambiente de hedonismo, de lujuria consumista, de horizontalidad hiperconectada y de desgarro social, coloca a los colectivos docentes (las malhadadas corporaciones) en un nudo de tensiones complicadas. Por un lado, los profesores organizados debemos enfrentar nuestro afuera, llevar adelante nuestras reivindicaciones laborales como cualquier sindicato. Por otro lado, los docentes conformamos también un colegio profesional que debe intervenir en la elaboración teórica y en la implementación práctica de las políticas educativas. Para articular estos dos aspectos de su identidad, los profesores tenemos que hacernos cargo de –digamos- nuestro frente interno, y asumir sin hipocresía el menoscabo profesional que padecemos, y que nos debilita a la hora de enfrentar la catástrofe.

 


 

* Publicado originalmente en el semanario Brecha el 9 de marzo de 2012.

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