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ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - EDUCACIÓN - CRÍTICA - PLAN CEIBAL - CEIBALITAS - MANAGEMENT CORPORATIVO - ONE LAPTOP PER CHILD - RAMA, GERMÁN - TABARÉ VÁZQUEZ -

El Plan Ceibal y las máquinas verdes. La revolución sin drama del management corporativo*

Gustavo Espinosa

 

La maniobra más espectacular y emblemática de esta colonización de la educación por el mercado es percibida unánimemente como la heroica operación de rescate, aquella que vino a salvar la educación uruguaya del anquilosamiento, de la ineficiencia y de la inequidad. Se trata del Plan Ceibal.


El desmontaje de los aparatos de reproducción ideológica del Estado fue, durante parte del siglo veinte, uno de los objetivos de la crítica, y parte de la épica de aquellos tiempos. Ahora que toda épica parece haber sido clausurada ("Volvamos a jugar a que el mundo nos necesita", invita un reclame de Coca-Cola), recordamos con cierta melancolía aquellos dispositivos que se han convertido -lo he escrito varias veces- en aparatos de reproducción oncológica del mercado.

Es el caso de los sistemas educativos públicos, que desde las últimas décadas del siglo pasado vienen siendo intervenidos por ciertas políticas transnacionales, designadas genéricamente como "Reformismo". El capítulo uruguayo de este movimiento comenzó con la reforma educativa de 1996, conducida por el sociólogo Germán Rama (quien en su momento reivindicaba la inverosímil originalidad de su plan). Algunos de los formatos y contenidos que intentaron imponerse entonces, y que configuran una matriz hegemónica y globalizada, se siguen verificando en cada uno de los muchos proyectos educativos nacidos, abortados y vueltos a nacer en los últimos tiempos. La crítica más tenaz y pertinente que han recibido el Reformismo y sus episodios locales señala que se trata de una transferencia al campo educativo de una serie de prácticas y discursos generados desde la producción y el mercado.

Por un lado, el lenguaje que fundamenta y propone los cambios educativos se impregna de retórica postaylorista: descentralización, trabajo en redes, flexibilidad, calidad, eficiencia, excelencia. Esta discursividad invasiva se ha diseminado en la burocracia pedagógica, favorecida por las bajas defensas críticas de buena parte del cuerpo docente, y a través de una proliferación incesante y caótica de proyectos y microproyectos, los cuales a su vez generan cursos, cursillos, encuentros, relevamientos, etcétera. Muchas veces esta licuación propia del capitalismo tardío se infiltra a la manera de una infección oportunista, solapada en consignas que han formado parte de las reivindicaciones duras de la resistencia antirreformista: son frecuentes por ejemplo, las apelaciones a la autonomía y a la educación permanente. Pero estos conceptos son banalizados o pervertidos de tal modo que el principio de autonomía (según el cual la educación pública se emancipa de lo partidario, instituye su propio presupuesto, decide qué y cómo enseñar) es presentado como una especie de autogestión toyotista que un liceo cualquiera ejerce respecto de la centralidad del sistema del que forma parte.

En enseñanza secundaria esto se tramita mediante proyectos de centro conducidos por directores convertidos en líderes o gerentes, cuyo objetivo, generalmente, es revertir indicadores negativos (repetición, deserción) mediante la adaptación del currículo al mercado. Por ejemplo: aquello que se enseñe en Bella Unión sólo será significativo si puede vincularse de alguna manera al cultivo de caña de azúcar; en tanto que en un liceo público de Punta del Este, todo (ecuaciones cuadráticas, Heráclito, el paleolítico) deberá relacionarse con la vida real, es decir, con el turismo. Esta especie de municipalización cerebral intentó, en tiempos del primer impulso dispendioso del Reformismo, enajenar la subjetividad (y aun la afectividad) de los profesores mediante invocaciones al compromiso, a la excelencia, a la pertenencia. También se puso a los liceos a competir entre sí, para obtener el financiamiento de tal o cual provecto de centro.

Mientras tanto, el concepto de educación permanente (frecuentemente asociado a la famosa necesidad de adaptarse a un mundo continuamente cambiante) impone un culto a la incertidumbre, una ansiedad, una sensación de incompletitud, muy funcionales al consumo de consignas y modelos didácticos -o al menos de jergas que remiten a ellos- efímeros y descartables como las canciones pop en el hit parade: anteayer había que combatir la deserción, ayer se habló de desafiliación y hoy se debe hablar de desvinculación.

Por otro lado, más allá de las mutaciones del lexicón, o de otras instancias del derretimiento generalizado, ocurren operaciones de mercado mucho más evidentes y crasas. La anatemización de la transmisión de contenidos desemboca en un metodologismo que marcha detrás de la consigna "aprender a aprender"; entonces las ciencias de la educación, las colecciones y las empresas editoriales dedicadas a ellas jamás han tenido tanto éxito como ahora (cuando se enseña y se aprende tan poco). Ni Platón, ni Hegel, ni Shakespeare, ni Cervantes han sido citados tantas veces, ni con tanta reverencia, como lo han sido -en tiempos de reforma- los señores Jimeno Sacristán y Ángel Díaz Barriga. Las bibliotecas liceales están abrumadas por la fluorescencia satinada de manuales y libros de (poco) texto, en los cuales frecuentemente los nombres de los autores apenas asoman por detrás de una marca transnacional, verbigracia: el Santillana III.


A la sombra del mercado
 

Y, sin embargo, la maniobra más espectacular y emblemática de esta colonización de la educación por el mercado es percibida unánimemente como la heroica operación de rescate, aquella que vino a salvar la educación uruguaya del anquilosamiento, de la ineficiencia y de la inequidad. Se trata del Plan Ceibal. Tal vez no haya habido, desde el final de la dictadura, un acontecimiento que haya suscitado euforias tan dispares (desde Lacalle a la lista 1001).

El plan, cuyo nombre remite sin inocencia a la flora y a la heráldica oriental, no es autóctono. Es la aplicación nacional de un operativo global, proyectado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y presentado por el ingeniero Nicholas Negroponte en el Foro Económico Mundial de Davos, a principios de 2006, con el lema One Laptop Per Child (OLPC). La empresa es apoyada por Google, Brightstar Corp, Red Hat y Advanced Micro Devices (AMD) y News Corporation. Sus objetivos son políticamente correctísimos: nada menos que combatir la brecha digital, o sea democratizar el acceso a internet. Para eso, OLPC propone vender directamente a los gobiernos del tercer mundo computadoras baratas (hechas en China, como todas las cosas), por cantidades nunca menores a 10.000 unidades. Esa forma de venta (que evita intermediarios, publicidad, packaging costoso, etcétera) es, al parecer, la única que hace posible la universalización de la computadora de cien dólares, la máquina verde o -entre nosotros- ceibalita. También se inventó (no sé si aún se practica) otra estrategia, denominada Get one, Give one (G1G1), dirigida a clientes del primer mundo, quienes podían obtener una de estas computadoras y, en el acto, donar otra para un niño pobre, por la módica suma de 199 dólares.

Difícilmente pueda imaginarse una maniobra de marketing tan eficazmente representativa de las modalidades actuales del capitalismo, que con una irreprochable cosmética humanitaria se esparce globalmente, inmiscuido en redes de ONG, o -como en este caso- en los aparatos estatales. La invención del producto, la magnificación de la necesidad del producto, la espectacularización del operativo como un hiperbólico melodrama filantrópico: todo parece articulado con precisión, en una perfecta simultaneidad. La izquierda no frenteamplista(1) intentó confrontar a OLPC difundiendo una genealogía pavorosa que no se privaba de nada: la CIA, el prontuario infame de la familia Negroponte, ciertas sociedades secretas y la intención de instaurar un ciberestado imperial. Pero no hubo éxito: el discurso ultra tiene poca difusión y no encontró un registro verosímil. Sucede que algunos rasgos del Plan Ceibal (la generosidad masiva con los niños pobres, el entusiasmo tecnolátrico que estimula) forman un blindaje contra los más suspicaces detectores de conspiraciones; cualquier intervención crítica(2) al respecto corre el riesgo de ser interpretada como el gesto propio de un reaccionario, de un analfabeto informático o de alguien que no ama a los niños.

El proyecto y sus supuestos efectos pedagógicos han sido amplificados por sus ejecutores (por motivos obvios), por algunos aliados estratégicos y ocasionales (para resaltar lo que sus propios adversarios no hacen o hacen mal) y por la oposición (tal vez por un encandilamiento propio de los recién llegados ante las TIC). En los tramos finales de su gobierno, mientras en Uruguay la campaña electoral transcurría rumbo al segundo período del Frente Amplio, Tabaré Vázquez decía ante la Organización de Estados Americanos que "en un rincón en el Sur de esta América, tan pródiga en levantamientos y enfrentamientos armados, está ocurriendo una revolución pacífica [...] el Plan Ceibal es mucho más que asignar a cada niño una computadora [...] es una revolución en términos de enseñanza y aprendizaje como antes lo fueron el lápiz, el cuaderno y el libro...".

Se sabe que para cierta opinión pública uruguaya, una de las fuentes de legitimación que se percibe con más euforia es la televisión argentina. Ni siquiera eso le ha faltado al Plan Ceibal: Jorge Lanata, estrella del infotainment y stand up comedian del Maipo, evaluó -creo que con el propósito más o menos oblicuo de demostrar la maldad de los gobernantes argentinos- que el Plan Ceibal era "la medida política más importante de los últimos diez años en el mundo". La imprecisión de estos anuncios está menos en la sobrevaloración desmesurada que en la atribución de una naturaleza política al plan. Hasta ahora, cuando ya hace tiempo que el proyecto se completó en Primaria y buena parte de Secundaria, no parece que la distribución de una computadora por niño haya suscitado una agencia de subjetividad inaudita o haya mejorado las condiciones para que ese nuevo sujeto político irrumpa (que es lo que hacen las revoluciones). La exaltación de Tabaré Vázquez, que contrapone el reparto pacífico de computadoras portátiles a otras peripecias cruentas de la política (levantamientos, enfrentamientos armados), propone, en definitiva, una bondadosa sustitución del drama político por la gestión progresista y el management corporativo.

Alma Bolón afirma que la incorporación al aula de tantas computadoras como alumnos haya en ella favorece las didácticas de lo lúdico, lo cual implica un ocultamiento de la crueldad (inherente a las relaciones sociales que nos determinan) mediante la abolición de ciertos aprendizajes complejos y trabajosos. Ese es el correlato pedagógico de la revolución desdramatizada que propuso Tabaré Vázquez, sustentada, tal vez, en una versión infantil del mito de la sociedad de la información: bastaba con darle una XO a cada escolar para fundar -sin conflicto, sin peripecia- un territorio emancipado e igualitario. Y por si todo esto fuera poco, el reparto de ceibalitas nos iba a integrar de una buena vez al mundo, nos iba a abrir a él como lo hizo en su momento el Oscar de Jorge Drexler (autor e intérprete del jingle institucional del Plan Ceibal) o, más recientemente, el segundo puesto de Uruguay en el ranking FIFA.
 

Continuidad del desastre
 

Mientras tanto, en lo específicamente educativo, los mecanismos de evaluación propios del Reformismo (pruebas estandarizadas cuyos resultados seccionan la realidad en quintiles y generan una numerología prestigiosa) no señalan que la aplicación de OLPC haya provocado transformaciones relevantes en los aprendizajes: dígito más o menos, el desastre sigue ocurriendo. Profesores y maestros, quienes generalmente sólo han recibido -junto con su propia laptop- una instrucción somera y permeada de propaganda, suelen señalar que la proliferación de computadoras en el salón de clase ha pulverizado todo resto de capacidad de concentración y atención de los escolares, y ha contribuido a colocarlos definitivamente fuera del control remoto de la didáctica. Es comprensible que esto ocurra cuando un espacio acotado, centralizado por la autoridad del docente (el aula) es ocupado por una red sin centro ni jerarquías. El Plan Ceibal parece ser, entonces, nada más que una máquina autotélica cuyo funcionamiento sólo produce expertos en operar las computadoras del Plan Ceibal.

La educación concebida del modo más tradicional (reproductivista y conservador, si se quiere) es una actividad mediante la cual se transmiten ciertos contenidos civilizatorios, ciertas verdades. Otra tradición concibe la educación como una práctica liberadora, que posibilita la crítica, el desmontaje de los procesos de verificación y -a partir de eso- la construcción del conocimiento. Sea como sea, se trata siempre de un espacio de suspensión -y aun de subversión- de los modos de devenir naturalizados, de las inercias según las cuales transcurre la vida: para aprender una verdad hay que detenerse a contemplarla; para criticarla hay que distanciarse de ella, dar un paso al costado, descentrarse. El Plan Ceibal hace estallar ese espacio introduciendo allí también (con las consignas de educar para la vida, para el trabajo, para un mundo cada vez más cambiante) el vértigo del mercado, la urgente obsolescencia de todo, el flujo incesante de la circulación.
 

Notas:
 

1.  Gustavo Salles, 'El Uruguay inconcebible" en
<elpolvorin.over-blog.es/article-33107318.html>

2.  Conozco unas pocas, todas hechas por profesores: Alma Bolón, Estela Acosta y Lara, Carlos Hipogrosso, 'Sobre el Plan Ceibal' en <elpolvorin.over-blog.es/article-uruguay-brecha-en-el-lejanisimo-2008-me-lo-receto-el-presidente-54519920.html>. Juan de Marsilio, 'El abecedario en los tiempos del Plan Ceibal' en revista Estudios, Xo 123, julio de 2009.
 


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Publicado originalmente en la separata de la revista Caras y Caretas, Tiempo de crítica Nº 12, 8º de junio de 2012.

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