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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



AMBIENTE - MÁQUINA - GOLEM - ESCRITURA - ANDROIDE - SUJETO - PRÓTESIS -

Máquinas, Prótesis


Sandino Núñez

La extirpación, la eliminación de lo que sobra o cuelga y desborda sus propios límites (Lorena Bobbit realizó la impecable penectomía de su marido para eliminar no lo inútil sino lo excesiva y agresivamente útil), es una operación quirúrgica que la filosofía moderna realiza a través de la escritura

 

Simulación

El Golem es un adefesio antropomorfo creado por un rabí y animado por la magia y la cábala. El monstruo de Frankenstein es, propiamente, la máquina-monstruo: partes de procedencia diversa unidas por ciertas técnicas de ensamblaje, a las que se va acoplar otra máquina: un motor.

En este caso, luego del motor místico que anima al Golem (s. XVIII) viene un motor tecnológico: literalmente, un motor eléctrico (s. XIX). Entre lo mágico-místico y lo tecnológico no había (menos hay, aunque por otros motivos, ahora) una diferencia clara. Con impulsos eléctricos se podía estimular y provocar movimientos en patas de rana. La electricidad, hace ciento y tantos años, da vida, es soplo.

Aún hoy (sobre todo hoy) es maná, manitú, flujo energético que anima a la máquina, que mata o da vida, entre lo explicado y lo inexplicable, entre el proyecto y lo imprevisible, entre el control conciente y el automatismo pulsional natural.

Una compleja máquina de dar vida tiene como terminal a la máquina-monstruo de Frankenstein. Conexiones y polos lo atan a un complicado ingenio de grandes bobinas, de cajas negras, de pesados interruptores-palanca (hasta el esfuerzo físico que demanda el ingenio habla del carácter artesanal y mecánico de la tecnología, énfasis retórico que separa la ciencia y la magia, pero también medida de la magnitud del invento).

Todo, finalmente, fluye hacia el techo, hacia el cielo: un pararrayos -la otra terminal de la máquina- se estira esperando la descarga. Mientras tanto, la electricidad, madre nutriz, agita el cielo: dispara sus fogonazos entre truenos y ráfagas de viento y lluvia y ayuda a escenificar el gótico, la tormenta, la gran máquina natural desatada. Tormenta del alma: la locura y la psicosis, el desenfreno, la psicodelia y los alucinógenos (los Shelley en la casa de Byron). Tormenta cerebral: la epilepsia, las narco y las catalepsias de Poe. Víctor Frankenstein, cientista loco-poseído, incontenible instinto fáustico de experimentación y búsqueda, hibris, desafío a la máquina trascendente. Cae el rayo. La máquina, acostada sobre la mesa de disecciones, abre los ojos.

Una de las misiones más importantes y fatigosas de la cultura occidental moderna ha sido la de construir un hombre (Touraine). Cartesius lo diseña como materia más espíritu (contenidos ideatorios formales). Kant mejora el diseño sustituyendo el espíritu por una inteligencia categorial, por un sistema operativo -se trata, de hecho, de la primera máquina cognitiva. La revolución industrial le va agregando un cuerpo, brazos, piernas, fuerza de producción (medicina, tratados de anatomía). Las revoluciones políticas le dan una soberanía y una existencia jurídica, lo abisman en un individuo al tiempo que lo ensamblan a máquinas externas (éticas o jurídicas) de regulación y administración. Hegel lo provee de una conciencia histórica y Marx le agrega una conciencia social. Freud le da un inconsciente, un pasado y un sexo.

La máquina, el monstruo ensamblado, estaba, por así decirlo, completo. El problema es que cada uno de estos ensamblajes en cadena, reclaman, en algún momento, el lugar de teorías explicativas sobre una supuesta unidad.

Las fabricaciones parciales tienen que ver con la complejización de las distintas partes. La conciencia histórico-social en Marx debe justificarse y legitimarse dentro de una máquina más grande: la gran máquina narrativa de la historia. El complejo ensamblaje de la máquina social, más un motor, la lucha de clases. Son ejemplos típicos de máquinas externas. Internas son, clásicamente, las máquinas cognitivas (y más tarde, tema romántico, lo afectivo-expresivo vuelto máquina al aspirar al ámbito científico y clínico).

Lo que las ciencias cognitivas contemporáneas llaman simuladores, aproximaciones y mapeos del funcionamiento de la mente humana desde modelos artificiales, técnico-computacionales o teórico-formales, son una de las más viejas aventuras culturales de occidente: simular al hombre con las prácticas y el saber tecnológico disponible y dominante, construir al androide.

No tendría el menor sentido, desde este punto de vista, la objeción de Searle a la simulación, argumentando acerca de la intencionalidad de los procesos humanos y anotando que la computadora no es mejor (ni peor) mapa de las "actividades superiores" que, digamos, "una centralita telefónica o un motor de vapor" (no digo que sea falsa, digo que no tiene sentido; Searle, naturalmente, se niega a ser simulado tecnológicamente -tengo un plus que ninguna técnica podrá captar, mis acciones son intencionales, tengo un espíritu) (1). Entre ese plus y la cadena de montaje, entre una fenomenología de la conciencia y las funciones neurobiológicas, no hay nada que agregar, no hay ninguna sutura a realizar: o bien soy una máquina o bien soy un espíritu.

Simular las actividades superiores (cognitivas) resultaba entreverado, digamos, en tiempos de Russell o de Turing: la gigantesca computadora ENEAC, cintas magnéticas, tarjetas perforadas, inexistencia de pantalla, reprogramación a través de manipulaciones hechas sobre el hardware, entrando literalmente a la máqina, sustituyendo circuitos, ajustando y aflojando tornillos. Chafe, de la generación del personal computer y de la miniaturización, puede proponer un simulador bastante simple, compuesto por un scanner, más un procesador digital, más un sistema de archivo en el que la información se organiza metafóricamente (grafos, dibujos, diagramas) o metonímicamente (historia, relatos, adición) (2). Naturalmente, no conocemos, hoy o ayer, mejor (ni peor) al hombre o a sus actividades superiores: graficamos, con las técnicas que tenemos a mano, aquello que esas propias técnicas permiten o hacen verosímil.

El problema clásico de la ciencia cognitiva, esto es, dar una solución simple y verosímil a la ecuación mente-cerebro, parece heredar la vieja cuestión cartesiana de resolver la discontinuidad de la res cogitans y el espíritu en tanto plusvalía inexplicable en la cadena material de montaje -conectar la química cerebral y la incesante tormenta neuronal del córtex, con signos, semiosis, categorías, gramáticas. En fin, conectar el espíritu y la materia, poner el fantasma en la máquina. Los niveles de descripción se han ido afinando al extremo de que el sistema nervioso central ha ido desplazando al espíritu. Pero no completamente.

Cuando se enciende la pantalla (es decir, el campo visual) del RoboCop, las interferencias, los desajustes cromáticos, los sobreimpresos, las coordenadas y las cuadrículas, un cursor o una mira que recorre enloquecidamente la pantalla, realizando antojadizamente violentas aproximaciones del foco (zoom mode, titila en el ángulo inferior izquierdo), eso, además de simular la tormenta neuronal de un bebé, nos quiere decir que alguien hay "atrás", "adentro", o "antes", de esa compleja prótesis óptico-eléctrica.

Esta metáfora se capta rápidamente en la economía de la anécdota: romántico, el drama de RoboCop no es otra cosa que la desgracia de un fantasma en la máquina, las penas de un espíritu en un mundo material. Pero exactamente el mismo procedimiento se usa con la máquina de asalto Terminator 101. La máquina tiene cerebro pero no tiene mente. El filme usa el recurso de la simulación: mostrarme el mundo a través de los ojos del Terminator. Una pantalla monocroma sepia o ladrillo me muestra el mundo.

Ordenadas y abscisas grafican y componen el espacio. Focos y círculos residuales ayudan a medir y a calcular la distancia, el movimiento y las posiciones futuras de los objetos. Cuando le toca dialogar e interactuar, la pantalla despliega un set de respuestas posibles: un cursor las recorre ansiosamente hasta seleccionar una, que queda titilando un segundo, antes de ser dicha por el monstruo: fuck you asshole!

Pero el Terminator no es un cyborg sino un robot, una máquina antropoide, pura materia, una montaña de fierro. ¿Por qué, entonces, está escrita la pantalla? ¿por qué graficar, diagramar, seleccionar frases con un cursor? ¿quién lee "dentro" del androide (además, por cierto, del espectador de la película)?

Acá sí uno sospecha: quizá hay una violenta prohibición cultural de pensar los monismos radicales. Hay una verdadera resistencia a resignarse a que detrás de las prótesis, de las máquinas, de los artefactos y las tecnologías (la escritura, los libros, la biblioteca, el archivo, la televisión, la computadora, las fibras ópticas, el satélite, el microchip) no hay, necesariamente, alguien. Así, el Terminator 101 es propiamente la máquina transparente, obediente, funcional: menos que ver lo que ella ve, yo leo lo que ella hace porque dispongo de registros de su actividad mental.

Curiosamente, el Terminator 1000, máquina mimética, acrobacia inexplicable de la futura tecnología del ensamblaje y la animación, está hecha de metal líquido. Es un policía, una pared, un flujo mercurial, las losanjes de un piso. No hay simulación posible para comprenderla: ninguna cámara puede mostrarme lo que la máquina ve. No podemos meternos y ser la máquina, pues la animación tecnológica no es discernible ya de la mágica: se ha vuelto al Golem.

El recorrido se invierte: del 80 al 90 vamos del monstruo de Frankenstein al Golem, del siglo XIX al XVIII. La máquina espiritual Terminator 1000 es, otra vez, dualismo, materia organizada y plusvalor de la inmaterialidad que no puede ser explicada sin magia o sin pensamiento religioso.

La máquina interna, desenchufada, parece estar destinada a colapsar. Por eso, para sostenerla, se recurre frecuentemente a hipótesis fantasmales: contenidos mentales innatos, alma, Dios.

La máquina cognitiva, para Kant (gran materialista moderno), era un DOS, un dispositivo que conecta, categoriza, mide y compara. Pero es una máquina desenchufada: ha sido arrojada a un mundo de objetos, provista de ciertos procedimientos de registro de ese mundo, bajo un modelo esencialmente visual del conocimiento (mirada, contemplación, ocio). Piaget agrega a la máquina kantiana la capacidad de manipular sobre el mundo: la máquina categoriza, tematiza y abstrae no ya objetos puestos a su contemplación sino sus propias operaciones de manipulación. El modelo del conocimiento ya no es visual sino accional, pero la máquina sigue siendo algo inexplicablemente distinto y separado, en medio de un mundo indiferenciado de objetos.

Los interaccionistas (Vigotsky) modifican menos la máquina cognitiva que el mundo en el que le toca operar, pero esta modificación altera catastróficamente el ensamblaje, el funcionamiento y el sentido del movimiento de la propia máquina cognitiva. El mundo ya no es natural y objetivo, sino artificial, cultural, propiamente maquínico. La máquina no se enfrenta a objetos sino a vínculos e interacciones. La máquina ya no interesa. Interesan sus límites, sus zonas de intercambio, su ensamblaje con otras máquinas y con la enorme máquina social.

La máquina externa social y la máquina interna psicocognitiva se reconectan, se envuelven, acompasan sus movimientos. El sentido del flujo entre ellas parece ser externo-interno. La máquina social inventa, diseña y ensambla a la máquina psico, le permite existir en lugares de retiro, de repliegue. Nadie concibe a la máquina social como la vasta sumatoria de las máquinas psicocognitivas -ni siquiera como su composición, organización y coordina-ción a través de máquinas intermedias como las instituciones. Ya no hay, en definitiva, interno-externo, adentro-afuera. El círculo de la sociogénesis parece un buen antídoto contra la obsesión por el origen.

No mucho es ya lo que recorta la positividad del hombre sobre un fondo de entidades (naturaleza, objetos, mundo, sociedad). Tanto se lo ha descrito y enriquecido como máquina interna, se lo ha conectado con tantas otras máquinas, otros dispositivos y otros ingenios, parejamente ricos y microscópicamente descritos, que el hombre, como algo objetivo, provisto de interioridad, exterioridad y límites, no se reconoce. De verlo allí, en la mesa de disecciones, nadie diría que ese hombre es algo distinto de las máquinas a las que está conectado. Nadie diría, de hecho, que eso es un hombre conectado a otras máquinas.

Prótesis

Freud siente lo unheimlich en el autómata, en el androide, en las repeticiones, las compulsiones y los automatismos, puertas hacia lo otro y marcas estilísticas de la locura.

Parece que la experiencia primordial de la locura tiene que ver con una sospecha atroz: soy (o alguna parte de mí es) una máquina. Esta experiencia se extiende al olvido, al lapsus, al sueño, al chiste. De alguna manera, todos somos cosa, autómata, máquina: los síntomas cotidianos están ahí para que no lo olvidemos. El cuerpo grotesco o el cuerpo barroco delata la materialidad horrenda y obscena de la res extensa -mi cuerpo es aquello que cargo, como un fardo. La experiencia moderna del cuerpo empieza también con el trazado del límite de lo estrictamente humano, en un formato discursivo ya inocultablemente dualista.

Pues la enfermedad y la locura, casos de degeneramiento, parecen exigir hipótesis de deshumanización, de maquinización o de zoologización (para el caso es lo mismo, pues la experiencia maquínica vive en la torpeza psicomotriz: monos, niños, ciertos enfermos, están mucho más cerca de la máquina que los adultos humanos).

La máquina anatómica parece requerir una atención y un discurso cuando es insuficiente o excesiva, cuando desobedece, cuando se distrae, cuando se nota, cuando se hace opaca -cuando se vuelve, en suma, un monstruo. El lapsus, la repetición compulsiva, el olvido, el sueño, el síntoma histérico, parecen hablar de que algo en mí, que no soy yo, está pasando.

Ese algo (enfermedad), lo no familiar, lo siniestro freudiano, es la aparición intrusiva y empecinada de la máquina (del autómata) en la cultura moderna. La enfermedad y la disfuncionalidad orgánica son uno de los momentos más intensos de experimentación de la otredad (como "maquinidad") en culturas cartesianas.

El cuerpo, como el lenguaje, es una máquina que nuestra cultura hace desaparecer en un ideal de funcionalidad y obediencia: son máquinas-vehículo, grados-cero, no deben verse o notarse, ambos son recipientes eficaces de la res cogitans, del soplo espiritual. Un grano, un dolor, un ruido, un olor, hacen opaco al cuerpo, lo delatan y al mismo tiempo me arrancan de él, me separan del autómata. Verifico, con horror, que mi cuerpo hace cosas que yo no he ordenado o que yo no quiero que haga (eso no es mi cuerpo, yo no soy mi cuerpo).

Cuando Proust, en un extenso pasaje del Swan, reflexionaba largamente sobre un grano que le había salido en la mejilla, orbitaba mansamente con su escritura alrededor de esa protuberancia inflamada y dolorosa, sin querer caer víctima de su atracción gravitacional. Aquí, una verificación rotunda y empecinada pretendía resumir el evento: eso no soy yo.

Ese grano, paradójicamente, lo acercaba y lo alejaba de sí mismo. Ponía a su cachete en un cuadro de interés, de atención mórbida, en un centro de vigilancia, y posteriormente, de discursividad. Pero esa misma operación lo discriminaba, lo alejaba, funcionaba como una especie de cirugía discursiva. Esa cirugía cubría una doble función protectora, de tal manera que si una fallaba, la otra se activaba automáticamente: a. ese punctum doloroso, esa pústula, ese foco de necrosis, pequeño escándalo alojado en medio de mi cachete, no es mi cuerpo; b. pero si debo resignarme a la idea de que eso (esas fallas, esas fisuras, esas averías) es también mi cuerpo, puedo alejarme nuevamente: Yo no soy mi cuerpo.

La extirpación, la eliminación de lo que sobra o cuelga y desborda sus propios límites (Lorena Bobbit realizó la impecable penectomía de su marido para eliminar no lo inútil sino lo excesiva y agresivamente útil), es una operación quirúrgica que la filosofía moderna realiza a través de la escritura. O mejor, en el laboratorio de la escritura. Se trata de una verdadera magia: la escritura no es sólo el instrumento de la operación, es sobre todo el territorio virtual sobre el cual se verifica una operación que expandirá hacia lo real. Así como los alfilerazos en el cuerpecito del muñeco en el vudu dañan el cuerpo de mi enemigo. Así como los movimientos remotos de un joystick, un mouse o un control se verifican en la pantalla. Representación como simulación.

Proust pudo distinguir ese grano de su cuerpo, pudo extirparlo, pudo sacar del cuerpo propio el cuerpo extraño. O, cirugía más gruesa, pudo -como Cartesius- extirpar su propio cuerpo de sí mismo, de su yo, de su conciencia, de como se llame. Ese cuerpo siempre aloja la posibilidad de ser otra cosa, de ser masivamente extraño a partir de sus pequeños empecinamientos, sus accidentes o sus descontroles. Un punto de pus con una aureola rosada, un dolor en la espalda, una uña encarnada, una calvicie prematura, estrías, placas adiposas, caspa, un cálculo biliar, prefiguran el inquietante tema del autómata.

El cuerpo moderno se concibe como una prótesis: yo soy Yo más un ingenio perceptivo-motor con piernas, brazos, ojos, oídos, nervios y vísceras. Cyborg es una palabra extravagante de la ciencia ficción: una composición parasintética entre organismo (biológico, natural) y cibernética (un ingenio artificial, electromecánico).

El cyborg es, quizá, una de las más dramáticas metáforas de la teoría del conocimiento, y un chispazo de la cultura de masas para resolver una vieja querella filosófica afincada en el dualismo, es decir, en la metáfora de los dos mundos. Un poco groseramente, podría sintetizarse así: un hombre enchufado a ingenios culturales, ensamblado a ambientes artificiales, perdido en una prótesis, no puede dejar de hablarnos de un hombre en un momento anterior, mitológico, propiamente humano, un hombre arcaico, pastoril, anterior a toda prótesis, libre, cogitante, natural. Es el ideal estable del s. XVIII. O las utopías, detención final de la máquina histórica, del siglo XIX.

La teoría del conocimiento o la antropología, rara vez han evitado caer en la tentación de dar (de querer dar) con un hombre rigurosamente desenchufado, ab origine, anterior a las prótesis, solamente equipado de sí mismo, ante la faraónica empresa de conocer, conquistar y organizar el mundo, lo real, la natura naturata, lo estrictamente exterior.

Desde ese Padre, fundacional y desnudo, podríamos suponer que la lógica instrumental de las prótesis (ir poniendo cosas sobre su desnudez) sigue una estricta línea evolutiva, de perfeccionamiento, que especulariza la supuesta maduración de su propia conciencia.

La herramienta se suele concebir como la proyección y la materialización de una inteligencia, como un esquema anticipatorio de uso: la herramienta se convierte en una prolongación del sistema motor (prótesis), pero solamente por haber sido una proyección mágica del sistema cognitivo (espejo). En el discurso antropológico la prótesis seguirá estrictamente los avatares de esta última magia proyectiva de la conciencia y del espíritu, perfeccionándose, depurándose, independizándose del inventor para realizar la metamorfosis de herramienta en máquina, en el sentido de autómata.

Este esquema, de memoria hegeliana, es, naturalmente, mítico y abstracto. Por el contrario, Marx, y luego, McLuhan, insistían en considerar a la tecnología como extensiones o prolongaciones, y no como proyectos, proyecciones, como prótesis y no como espejos. Quizá, hoy, también debamos abandonar tales nociones (como prótesis o prolongaciones).

La propia metáfora de la prótesis no cesa de exhibir su falla principal, y es, a fin de cuentas, tributaria de esta vieja y moderna circunstancia cultural. El cyborg es una ingeniería material o un ensamblaje que rodea, protege, apoya y prolonga, como un nicho uterino, a algo específicamente humano, en el sentido de no maquínico. Pero prótesis, máquina o ambiente intentan pararse exactamente al margen de la problemática del origen: ésa es, quizá, su única virtud.

El problema, típicamente marxista, adquiere una vigencia especial: no es posible pensar la producción al margen de sus condiciones sociales. Y las propias condiciones de producción ya son, de hecho, prótesis, vale decir, am-bientes artificiales, tecnológicos.

En otras palabras, no puede pensarse un hombre (o un sujeto, modélico, cognitivo, metafísico) que sea anterior a su relación con otros hombres. Esta relación, que no es fundacional sino fenomenológica, tiene un nombre rim-bombante: ambiente. El ambiente es, rigurosamente, artificial. No existe posibilidad alguna de pensar a un primer hombre puesto ante la naturaleza, ante una objeti-vidad en estado puro (a partir de la cual se fundaría una cultura, una discursividad, una civilización), ya que ese hombre está mediado por el ambiente (o, si se prefiere, por un ambiente), por ciertas condiciones tecnológicas de apropiación "del mundo" (se me disculpará el exceso), por una división del trabajo y de los roles, por técnicas de conservación del saber, por formas de autogobierno. Esto es, por una máquina social.

Solamente ignorando o violentando esta hipótesis es que buena parte de las ciencias antropológicas articulan su discursividad en la relevancia de la oposición y la dialéctica naturaleza y cultura. No hay dialéctica: todo es cultura (o todo es naturaleza) o nada lo es. No hay un primer hombre que rompa el silencio precultural del universo. Todo enunciado replica (en forma más o menos compleja u oblicua) a otro enunciado. Todo texto se enchufa a otro texto y no a entidades no textuales que estén afuera o antes del texto. No hay, decía Derrida, un hors-texte (¿Ur-texto?).

Por otro lado, el reconocimiento, la tematización y la ontologización de un Sujeto (y por tanto, también, de un objeto, de una cosa o una naturaleza, de aquello-que-está-afuera), ocurren como posibilidades discursivas del funcionamiento de una máquina (productiva, cultural, cognitiva, institucional, etc.).

Digamos, groseramente: si hay un sujeto, es porque hay discursos que lo objetivan, lo topicalizan, lo predican. Debemos pensar que en algún momento la cultura occidental se vio en la necesidad y estuvo técnicamente en condiciones (posiblemente sea la misma cosa) de inventar una ficción filosófica a la que bautizó con el nombre de Sujeto. De seguir algunas sugerencias de Carothers, McLuhan, Ong o Tannen, este pequeño milagro está muy relacionado con la expansión de la linealidad y la segmentación de la tecnología de la escritura, de la impresión tipográfica de libros, o, para decirlo con una terminología más reciente, del logocen-trismo.

El procesamiento visual "del mundo" cambiaba dramáticamente: la perspectiva albertiniana, la organización causal del espacio, la costruzione legittima, toda una tecnología al servicio de la representación planar del espacio, de su organización racional. Aquello que era una envoltura se transforma en un espectáculo, el ojo que aguarda: el ambiente (en una acepción más bien trivial), separado, alejado por técnicas ópticas de simulación, se convierte en paisaje.

Del otro lado del paisaje, el ojo se ha convertido en la gran trascendencia filosófica. Al margen de todo compromiso, de toda implicatura, el ojo, altísimo ojo inscripto en un triángulo, forma misma de la ubicuidad, pudo organizar la objetividad de lo mirado. El ambiente es devuelto en forma de objeto paisajístico, y la trascendencia del ojo pudo preparar la gran tópica metafísica del sujeto.

Así como la dialéctica naturaleza-cultura mostraba ser absolutamente pueril, el par individuo-sociedad, de la tópica sociológica clásica, no puede absorber los problemas de la relación sujeto-ambiente. Ambiente es una categoría (no quiero abusar de las palabras) fenoménica. Es una primitiva, un irreductible (esto no quiere decir que no se trate de una ficción, de una metáfora de algún tipo). Sujeto es una derivada de Ambiente. La relación primitiva-derivada (aunque no es exacta, pues habría que suponer, en rigor, la posibilidad de extraer infinitas derivadas de una sola primitiva), no es dialéctica. Ambiente, y sobre todo, máquina y prótesis, o aún tecnología, son palabras que resultan agresivas y sangrientas para una vocación humanista: estas palabras no son meras categorías teóricas neutras o inocentes, no están desprovistas de gestualidad ni al margen de discu-siones y polémicas.

El humanista no siente que su discur-sividad, es decir, la discursividad que hereda o que copia, sea una tecnología: él siente, íntimamente, que es una magia (¿hay algo más ambiental que la magia?).

Detrás de las tecnologías, más acá de cualquier ambiente, hay la esperanza de encontrar una sustancia humana: un alma para el romántico, una res cogitans para el clásico, una soberanía y una independencia intelectual para el liberal. Lo difícil es admitir que tanto la res cogitans como el alma como la soberanía individual son, antes que nada, tecnología, artefactos discursivos, efectos especiales de la escritura moderna.

Dije que los ambientes son, irreductiblemente, artificiales, vale decir, humanos. Esa observación, aunque necesaria (pues no deja de estar fabricada por el deseo de discriminarse de las hipótesis mitológicas ab origine de la gnoseología o la antropología), es completamente inútil. Pues evidentemente, en este punto buena parte de la tópica biplanar del discurso filosófico moderno infarta y pierde sentido: espíritu-naturaleza, cultura-naturaleza, physis-thesei, organismo-prótesis, biológico-artificial, individuo-sociedad.

Todo es artificial o nada lo es. Todo es un casco de realidad virtual: la escritura, la lectura, la biblioteca, son una cápsula artificial tan helada como la televisión. Y rigurosamente hablando, la escritura es la forma misma de una cápsula helada, pues dispara la lectura en voz baja, o interior, la intimidad, la individuación, la conspiración silenciosa, la masturbación siempre solitaria, el civismo, la distancia hegeliana del intelectual. La televisión en cambio (invirtiendo los adjetivos macluhanianos), es más caliente, próxima, gregarizante, tribal.

Siempre, lo que se dice siempre, hemos estado conectados a innumerables prótesis. Sobre ellas -se dice- construimos u objetivamos sucesivas etapas históricas. Estos períodos tecnológicos constituyen verdaderos ambientes que no son visibles, en el sentido de objetivables o tematizables, sino vividos. Cabe aplicar, sobre ellos, todas las negligencias, las inercias, las regularidades y los eleatismos de las hipótesis y las leyes naturales. Esta naturalización de las prótesis, que acompaña su propiedad de ser asimiladas por el organismo biológico, de convertirse en organismo, de mimetizarse, de desaparecer (característica fenotípica que se inscribe en el genoma), hace que la tecnología crezca de acuerdo a una ecuación exponencial. Barroco tecnológico: prótesis de prótesis de prótesis.

Una prótesis (ese terror es absurdo) no deconstruye a la anterior, ni la desplaza ni la sustituye ni la amputa. Por definición se agrega, se ensambla a ella como a un ambiente natural. Los medios electrónicos de comunicación no son pensables sin la esccritura, sin la tecnología del texto, son texto. Si nuestras sociedades no escribieran no podrían procesar, por ejemplo, las técnicas retóricas más elementales del montaje cinematográfico.

Curiosamente, es esta misma naturalización la que dificulta el ensamblaje de nuevos artefactos culturales y tecnológicos sobre los ingenios ya establecidos y ambientalizados. A la ley de exponenciación o fuga debe oponérsele una fuerza contraria, inercial, residual: son las visiones que hacen de su condición ambiental un lugar ideal e inmemorial a conservar. Con frecuencia las viejas prótesis empecinan su "naturalidad" más allá de su propia resistencia (más allá del juego de su verosimilitud), para rechazar, como a un injerto peligroso, la siempre excesiva artificialidad de la nueva tecnología, del nuevo ensamblaje, de la nueva prótesis.

Puedo cerrar un libro, juzgar conceptual o estéticamente un texto, y aún negarlo violentamente, pero no puedo salirme de la escritura, de su dinámica social, de su tecnología, de sus trucos y efectos. Ni bien lo expongo, caigo en la trampa que pretendía denunciar: el logocentrismo es más fuerte. La escritura como ambiente comunicativo dio masivamente una crítica "interior", dentro de sus efectos especiales, de sus tópicas y contenidos, de los sujetos que la sostienen y la legitiman, del mundo ficcional que contiene, de su propia organización necesaria (de todo lo que un filósofo podría llamar como las trascendencias de la escritura).

Solamente en momentos limítrofes o críticos aparece una advertencia sobre la escritura no como objeto sino como medio, como una ingeniería tecnológica, como retórica, como una máquina capaz de crear (simular) objetos, sujetos y organización. Los debates intelectuales librescos sobre los nuevos medios (la televisión) adolecen de la falla de trasponer las categorías ficcionales de la crítica literario-filosófica (objeto o referente como realidad ficcional manifiesta, ideología como realidad axiológica latente, sujeto o agente del discurso televisivo, en fin) a un objeto nuevo, sin advertir que ese objeto constituye un (y está mediado por) un ambiente nuevo.

Si la ley de fuga instalaba el barroco tecnológico (pliegues de pliegues de la tecnología, indiscernible ya, por su carácter exponencial, de la magia), la ley del residuo instala un barroco cultural: la coexistencia de distintos ambientes en un mismo momento y en un mismo punto, cruzándose, mezclando sus líneas argumentales, sus categorías, sus metáforas.

NOTAS:

(1) "Además de un nivel de estados mentales, como las creencias y deseos, y un nivel de neurofisiología, no se necesita nada que rellene el hueco entre la mente y el cerebro, porque no hay hueco para rellenar. Como metáfora para el cerebro, el computador no es probablemente ni mejor ni peor que anteriores metáforas mecánicas. Aprendemos tanto sobre el cerebro diciendo que es un computador como diciendo que es una centralita telefónica, un sistema telegráfico, una bomba de agua o un motor de vapor", Searle, J. Mentes, Cerebros y Ciencia. Cátedra, Madrid, 1985.

(2) Ver Chafe, W. "The Deployment of conciousness in the production of a narrative", in The Pears Stories: Cognitive, Cultural and Linguistics Aspects of Narrative Production. W. Chafe (comp.). Norwood, New Jersey, Ablex, 1980.

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