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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LITERATURA - BEST SELLERS -


A la sombra de los best sellers en flor*

Manuel García Viñó

 

La pregunta que quiero plantear en este ensayo es la siguiente: ¿es necesario ser retrasado mental para triunfar en España como novelista? Entre los cientos de pruebas que podría aportar de la evidencia de que así es, voy a ofrecer una selección.


Juan Luis Cebrián, Antonio Gala, Almudena Grandes, Javier Marías, Muñoz Molina, Rosa Montero, Maruja Torres, Elvira Lindo.

Lo mejor de la novela española actual es
que combina calidad literaria y éxito de ventas
.
Francisco Rico.-
El País, 12 de junio de 1988.


Martín Rees a Dennis Sciama:
¿Te has enterado? Stephen se lo está cargando todo.

Stephen Hawking.
A life in science Viking
,
New York, 1991.


 

(Nota previa a la publicación de este trabajo en julio de 2012.- He encontrado las siguientes notas en un disco de 31/2 de los primeros tiempos de La Fiera Literaria de papel. He buscado y he comprobado que no se publicó. Es más, por lo que se ve al final, ni siquiera lo terminé. No estoy en onda para terminarlo ahora, pero, por otra parte, pienso que el trabajo realizado no merece quedar inédito. Para hacer ver lo que quiere hacer ver, que constituye uno los fines de nuestros trabajos, sirve, y no poco, lo que sigue.)

La pregunta que quiero plantear en este ensayo es la siguiente: ¿es necesario ser retrasado mental para triunfar en España como novelista? Entre los cientos de pruebas que podría aportar de la evidencia de que así es, voy a ofrecer una selección. Proceden todas de los Cuadernos de Crítica del Centro de Documentación de la Novela Española y de su boletín mensual La Fiera Literaria, donde aún no se han publicado las conclusiones de los críticos del Círculo de Fuencarral sobre otros autores como Pérez Reverte, Juan Manuel de Prada, Espido Freire, Eduardo Mendoza, Lucía Etxeberría, Ruíz Zafón, Javier Cercas, Juan Marsé, etc. Cuando lo hagan, este ensayo tendrá una segunda parte.

De los autores mencionados y de los contemplados en estas páginas ya se ha demostrado en las citadas publicaciones que carecen de estilo; que su lenguaje es paupérrimo, dándose el caso de que, en numerosas ocasiones, confunden el significado de las palabras, atropellando en otras las más elementales normas de las sintaxis; que ignoran que novelar es algo más que ponerse a contar cosas; que no están en posesión de una cosmovisión ni de una poética personal, ni siquiera epocal; que se mueven dentro de un costumbrismo obsoleto; que, en la exposición de su débil conato de pensamiento, ignoran las leyes de la lógica y, muchas veces, del buen gusto; que escriben, en fin, para satisfacer a las mentalidades más romas y no muestran otro interés que el de tocar unos temas –todos se ve que están en el error de creer que el tema, el argumento, la peripecia, etc. son los ingredientes principales de una novela– “que vendan”, e ignoran o parecen ignorar las calidades intelectuales y estéticas que el género novelístico alcanzó en la primera mitad y un poco más del siglo XX.

Todo esto ha quedado demostrado. En este opúsculo voy a ampliar lo referente a la endeblez del pensamiento de estos autores, a los que el marketing desaforado, que emplea con sus obras la industria cultural, ha llevado a la fama y a que vendan desorbitadas cantidades de ejemplares. Una endeblez que muchas veces supera, como se verá, la inmadurez: los ejemplos que he seleccionado y que, en la mayoría de los casos, comentaré, no lo son de muestras de pensamiento inmaduro, sino de franco retraso mental.

Comienzo por el contenido de la primera ficha que seleccioné con vistas a este libro:

1.- En la página 362 de Malena es un nombre de tango, de Almudena Grandes, nos encontramos con un respetable trasero y sus circunstancias, que la autora describe así: “Aprecié la calidad de su carne, su espalda inmensa, lisa, un trapecio perfecto, y las huellas circulares de los riñones como dos hoyos casi colmados, sobre un culo perfecto, el mejor, el más hermoso de todos los culos que he visto nunca, redondo y rotundo y carnoso y plano y duro y firme y elástico y claro y suave y amasable y mordible y engullible y deglutible como ningún otro culo haya existido jamás”.

Es sujeto caro a la autora, que ya lo había tocado en la página 9 de su exitosa novela –más de treinta ediciones, críticas unánimemente elogiosas– Las edades de Lulú, donde se enfrentaba a un hombre desnudo y en la poco airosa postura que señala: “Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. / La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, autónomo, tan distinto del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable”. Dejando al margen la estupidez de las descripciones, que a todas luces quieren parecer “modernas”, asombra pensar en la cantidad de culos que ha tenido que contemplar esta mujer para permitirse sentencias tan rotundas. Pero, en este punto, prefiero transcribir el comentario que hizo en su día La Fiera Literaria, más indulgente y menos mordaz que el que yo haría: “Como se ve, Almudena Grandes es, además de un óptima escritora, una experta en culos, que, como ha dicho el teniente coronel Tejero, es lo más grande que se puede ser en este mundo, después de ser español. Es también culiadicta y fetichista de culos. No quisiera tener yo mi nalgar en las proximidades de su dentadura, en el momento en que a Almudena le diese el volunto de engullir glúteos y deglutirlos./ No cabe duda de que, para captar las muecas de un ano, no solamente hay que ser muy observadora, hay que haber observado atentamente muchos culos. Ante semejantes portentosas cualidades, no sabe uno qué parte descubrirse, ni si exclamar chapeau! o caleçon!

2.- Al respetable y excepcional trasero, con el que hemos trabado conocimiento en el punto anterior, empiezan a propinarle azotes. La dramática circunstancia hace que emerja con fuerza la poetisa que Almudena Grandes lleva dentro y escriba: [Los azotes en el culo se hacían cada vez más violentos] “y estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las murallas de Jericó”. La gilipollez de expresiones como ésta no ha sido señalada por ningún crítico literario ni fue advertida por los miembros del jurado que otorgaron a esta novela de costumbrismo sexual casposo el premio “La sonrisa vertical” de literatura erótica: Camilo José Cela, Luis García Berlanga, Rafael Conte, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay y Beatriz de Moura, que demostraron tener tanto gusto de viejos verdes como nulo conocimiento del erotismo.

3.- “Su culo –sigue en clave lírica Almudena– temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas”. Ante estúpidas generalizaciones o afirmaciones sin fundamento como ésta, a que tan aficionados son los fabricantes de best sellers, sobre todo Muñoz Molina, como veremos, uno no tiene más remedio que preguntarse por cuántas vírgenes añosas habrá sorprendido Almudena Grandes en su noche de bodas para saber que les tiemblan los muslos. Expertos en vírgenes añosas me han asegurado que lo que les tiembla es el mondongo.

4.- El del sexo es uno de los campos más frecuentados por los más vendidos. Aunque volveré sobre Almudena Grandes, cuyo venero de patochadas es inagotable, quiero fijarme ahora en Javier Marías, para quien no caprichosamente han pedido el Nobel cerebros tan poderosos como Eduardo Mendoza, Guillermo Cabrera Infante, Rafael Conte, Miguel García Posada y el propio Javier Marías. Lo que sigue puede encontrarse en la página 145 y siguiente de su novela Todas las almas:

Tengo la polla dentro de su boca, pensé al tenerla.
“Que tenga la polla en la boca de Muriel es incomprensible.
“Ahora no bebe ni fuma ni dice nada, porque tiene mi polla en la boca y está distraída, y sólo eso cabe. Yo tampoco hablo, pero no estoy distraído, sino que estoy pensando.
“Con ella no echo en falta lo que siempre hecho en falta cuando me acuesto con Clare: que la polla tenga ojo.
“Tengo la polla en su boca o ella tiene su boca en ella, puesto que ha sido su boca la que ha venido a encontrarla
”.

Algún exaltado ha sentenciado que quien escribe esto es un capullo, pero bueno, tampoco hay que exagerar ni oponerse a la libertad de expresión. Téngase en cuenta además que un grupo de sesenta especialistas españoles, entre los que se encontraban sabios como Fernando Savater, José María Castellet, Rafael Conte, Ramón de España, Miguel García Posada, J.A. Masoliver Ródenas, Santos Sanz Villanueva, Darío Villanueva, Robert Saladrigas, Luis Suñén, Andrés Trapiello, Jorge Herralde, Esther Tusquets, José María Guelbenzu, Javier Marías, Vicente Molina Foix, Rosa Montero, Maruja Torres, Luis Goytisolo, Antonio Muñoz Molina, y Pere Gimferrer, declararon esta novela la mejor publicada entre 1975 y 1991, después de que otros y varios de éstos le otorgaran el Premio de la Crítica de 1993 y la Real Academia Española, el Fastenrath de 1995. Todo el libro está escrito, y tal vez ello explique muchas cosas, como el último párrafo entrecomillado, que es todo un homenaje a la sintaxis y a la lucidez en la expresión. ¿Y qué decir de la clarividencia de un observador, que se da cuenta de que tiene algo en la boca cuando lo tiene, aunque en el fondo le resulte incomprensible? Si el mejor crítico de España, García Posada, ha declarado el endecasílabo de Luis García Montero que reza: “Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi”, el verso emblemático de la poesía española del siglo XX, yo reclamo el mismo honor, en el campo de la prosa, para la frase de Marías: “Tengo la polla en su boca, pensé al tenerla”.

5.- Vuelvo a Almudena Grandes para comentar una ingeniosa ocurrencia suya que por sí sola la acreditaría como protagonista principal de este libro, si no estuvieran los otros. Se puede encontrar en su novela Malena es un nombre de tango, que, para los miembros del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, pasó a llamarse “Almudena es un nombre de chotis”. Resulta que llega a casa de Malena su hermana melliza Reina para darle el parte sexual de la jornada. Y le informa que Germán y ella hace tiempo que no follan; que ella le pidió que la follara y él le respondió que ya no le interesaba follar. Malena, en un arrebato de solidaridad fraterna, mordiéndose la lengua hasta necesitar varios punto de sutura, pregunta indignada con los signos de interrogación mal puestos comme d´habitude: “¿Qué le pasa, que ahora, en lugar de polla, tiene entre las piernas una prueba irrebatible de la existencia de Dios?” Apuesto el brazo que no perdí en Lepanto a que la gran escritora creyó, al escribir eso, que estaba siendo muy atrevida, aguda, original, avanzada y sorprendente. Ignorante sin embargo, estoy seguro, de que con las pruebas irrebatibles de la existencia de Dios se ha jodido en la historia a mucha gente. Lee eso Franz Brentano y se retira a un convento.

6.- Todas las “bestselleradas” son dadas a este tipo de ocurrencias, especialmente en el ámbito de su imaginario sexual. A la heroína –a todas luces ella misma, siempre entre evocaciones de lo que pudo haber sido y no fue– del libro de Maruja Torres, Un calor tan cercano, la llaman para decirle que su madre ha muerto. Ella duda entre si asistir o no al sepelio de la autora de sus días. Se decide por el “no”, pretextando que “la muerte me da siempre ganas de joder”. Como Almudena Grandes, es seguro que pensó que, con semejante declaración, iba a impresionar al lector. A mí, por lo menos, no, pues conozco muchos casos de personas que sufren semejantes efectos cuasi sinestésicos. El más cercano, el de una charcutera de Lavapiés, a la que le ocurre lo mismo, pero en dirección contraria: apenas le pellizcan una teta, se pone a entonar un responso.

7.- Aunque normalmente dice tonterías, Maruja Torres, si se pone, es muy aguda. Especialmente cuando ejerce la crítica social de gauche. En El País del 27 de mayo de 1999, publicó un artículo titulado “Narices”, en el que decía, con toda razón, que, con lo que estaba pasando en la antigua Yugoslavia, en el África negra y en América Central, “dos llamados médicos norteamericanos hayan dedicado parte de su tiempo y del dinero ajeno a estudiar si es cierto que, cuando mentimos, nos crece la nariz”. Y, para dar ejemplo de lo que tiene que hacer una buena ciudadana en circunstancias de guerra y calamidades varias, el resto del artículo, más de medio, lo dedicaba a informar de que a ella, cuando mentía en los lances de amor, diciendo, por ejemplo, “te querré siempre”, le crecían los labios exteriores. Y de que a los múltiples varones con los que había cohabitado –sin duda, sin dejar de tener presente durante el festín Kosovo, Tanzania y Guatemala–, cuando fingían pasión para llevársela a la cama, les crecía el miembro. Hay crecimientos y crecimientos, y los que afectan a Maruja Torres son los correctamente humanitarios y progresistas.

8.- Y, ya que estamos con agudas ocurrencias, veamos una de Javier Marías en el libro de casi cuatrocientas páginas –Negra espalda del tiempo–, que escribió para exaltar otro suyo, que se desarrolla en Oxford y que ya he mencionado. Dice que a los profesores de Oxford a quienes no citó, se sintieron “molestos y ofendidos”, porque “lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo”. Una gran verdad, tengo que admitirlo. En los tiempos en que trabajé como bombero tuve ocasión de comprobar, muchas veces, que el gran pesar de los supervivientes de una catástrofe era no figurar en la lista de fallecidos en la que tuvieron la posibilidad de figurar.

9.- Pero sigamos con las genialidades de tema sexual, que son las que más se llevan. Quien se autobestsellereda con la aventuras de Manolito Gafotas (llamar Manolito Gafotas al heroino de cuentos infantiles ya estaba anticuado en tiempos de Elena Fortún), Elvira Lindo, llamada, según cuenta en sus crónicas, Viruca Lindurri por sus amigas Bicoca del Fresno, Isabel Sartorius, etc., asiduas como ella del gimnasio donde, según también la interesada ha escrito (El País, 11 de marzo de 2001), “se reúne el cogollito del Barrio de Salamanca”, es muy dada a las confidencias sobre los temas más íntimos, convencida, se advierte, de que cuanto a ella le ocurre le interesa a todo el mundo. El 15 de abril del citado año, informaba al orbe de que a ella no le gustan los hombres que la tienen pequeña, sino los que, como Francisco Rabal, “la tienen grande y partida en dos”. Para demostrar que no ha desaprovechado el tiempo en el curso de pollas comparadas añade que ella sabe que Bardem la tiene más grande que Banderas, por lo que prefiere al primero. Pese a todo, da a entender que hasta el presente ha sido fiel a “su santo”, como llama a su marido, el conocido académico Muñoz Molina, personaje importante de esta historia, una docena de veces en cada artículo. Sobre la base de una típica moral posmoderna contaba el 1 de julio, en clave de humor pueblerino y anticuado, que estando tomando un gintonic con un tal Joaquín Oristrel, que debía de ser de su agrado, cómo se contuvo. No se pusieron a joder en seguida, como por lo visto es preceptivo en los ambientes vanguardistas que ella frecuenta, sino que se abstuvieron –aquí el rasgo de humor– “con una fidelidad hacia nuestras parejas rayana en la santidad”. La continencia en la vida cotidiana de esta santa, que con virtuosa sencillez informaba al pueblo español (15 de agosto) que suele leer la prensa mientras hace de su persona, y el mariscal de campo se ducha a dos metros escasos, la obliga a “hacerse pajas mentales” (15 de abril), cuando yace en el lecho marital junto a su santo (más que santo, manso, diría un Cela de ésos malversados). En estos casos, Lindurri suele informar de la buena marca del colchón y de las almohadas, como en otras ocasiones hace con sus braguitas, sus compresas, sus chales... Como aquella ropa Benarroch que llevaba el día que –supremo gesto de sinceridad– confesó a sus lectores haber padecido un ataque de almorranas durante una representación de Parsifal. Hubo de salir corriendo dolorida hacia su domicilio donde, merced a la aplicación por su santo de una crema, sintió un alivio tan grande que gritó: “¡Gracias, Hemoal!”. Pero no sólo presume de ropa y de chismitos, también de sí misma, dando a entender que está muy buena, por lo que “sus criados”, cuando hablan con ella, le miran las tetas (20 de agosto). Muy propio todo de una de las más importantes intelectuales del grupo PRISA (
Promotora de Informaciones Sociedad Anónima), que en memorable ocasión (11 de febrero de 2001) confesó que prefiere ir de compras a leer.

10.- Pero ni una línea más sin traer a estas páginas, que inmortalizarán al cogollito de la novela española hodierna, a la niña de mis ojos, Rosita Montero, quizá Rosa de Pitiminí en el gimnasio al que acuda. Ella se lo merece todo, dada su continua y benéfica influencia en los asuntos mundiales. Recuérdenlo: apenas escribió –primera línea de una columna memorable–  “Estoy harta de oír hablar de Eliancito”, el presidente Clinton reunió en el despacho oval a los de la mesa redonda y entre todos modificaron la política usaca en el Caribe. Voy a comentar in exténsibus continenti praeclaro et in incarnatione coñóvimus el primer capítulo de su extraordinaria novela La hija del caníbal, mediante una selección de lo que será en su día el exhaustivo ensayo de Mary Luz Bodineau “El padre de la caníbal”. ¡Qué bien lanzada estuvo la magna obra por Espasa!... ¡Aquella rosa miles de veces florecida en las grandes superficies, que eclipsó durante meses a la del PSOE.

11.- El primer párrafo de la novela de Rosa Montero, La hija del caníbal (en adelante, Caníbal), después de unas confusas líneas de filosofía troglovital, concluye con estas líneas: “Cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas”. Bueno, dejando de lado que lo que se descubre no es la curación sino el remedio que conduce a ella, hay que comprender que cada uno cambia su vida donde y como puede. Lo importante es señalar que la alusión a la analítica trascendental kantiana que, hasta el presente, no le ha cambiado la vida a nadie, constituye lo que en el Centro de Documentación de la Novela Española llamamos un pinito cultureta para uso de retrasados mentales, algo que siempre resulta chocante, cuando no ridículo. En este caso, viene a ser además un claro homenaje de la autora a su maestra, Almudena Grandes, tal aficionada ella a demostrar su sapiencia.

En el segundo párrafo, nuevo toque almudentarra: “Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años viviendo juntos”. Queda patente su progresía. ¡Estaría bueno! ¡Casarse antes de compartir mesa, lecho y habitáculo! Lo malo de estas progres es que, al cabo de una década corta, caen en lo convencional católicoadministrativo. Pena que Rosita no aclare, como hubiese aclarado su maestra, si Ramón follaba mucho o no follaba nada, si lo hacía encima o lo hacía debajo, ni si le gustaban o no las mollejas. “¿Cómo se puede cohabitar, ha dejado escrito Almudena Grandes, con un hombre que desprecie las mollejas? Cfr. Malena es un nombre de tango, por nosotros comentada como “Almudena es un nombre de chotis” (pp 312-313).

12.- Un buen ejemplo de ejemplo: Malena, el celebérrimo personaje de Almudena, va a visitar a su tía monja a un convento madrileño. Como suele ocurrir cuando el visitante es pariente cercano de la profesa, la recibe en pie, en la capilla, cabe el altar mayor. Henchida, como su creadora, de sentimiento didácticos, le cuenta la historia santa Ágreda. Una docena de veces emplea para ellas, la virtuosa hermana, la palabra “tetas”, como parece ser preceptivo cuando se conversa en lugar sagrado; ni una sola pechos o senos. Cuando el relato alcanza su punto más dramático, la sobrina de la instructora, sobrecogida por el drama y en arrebato cariñoso, grita: “¡Tú no te cortes las tetas!”. La buena monja, que sin duda no había considerado siquiera la posibilidad ni en uno de sus peores momentos –tampoco las monjas se están cortando las tetas todos los días porque lo hiciera santa Ágreda– lo que sí quiere es que la sobrina se entere bien de lo sucedido. Se levanta hasta el cuello el hábito de burda estameña, se saca su hermoso par, lo coloca sobre el ara sacra y, simulando con la diestra pequeña guillotina o cuchillo grande, ilustra el relato con espectacular demostración. Es lo que en el entourage almudenense se considera una escena valiente.

13.- Seguimos en Caníbal, pág. 9: “A Ramón se le ocurrió ir al servicio” informa Montero. ¡Hay que ver las ocurrencias que tenía Ramón!, piensa el lector. A Rosita, según informa, esta ocurrencia no le hizo mucha gracia, aunque se tranquiliza pronto: “Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta segundos de mi asiento”. Por esta precisa lección de geografía aeroportuaria (en la primera versión del libro, estaba prevista la inclusión de un plano), se adivina que Rosita se propone introducirnos a través de una fantacientífica star gate.

Pág. 10: en cuestiones de fondo, Rosa discrepa de su maestra, cuya afición a los culos mapamúndeos ya conocemos: encuentra a su marido “sobrado de nalgas”. “Ah, pequeña saltamontas, le hubiese dicho Grandes, de eso nunca tienen bastante”. / Id.: En la etopeya que de su cónyuge traza la celebérrima novelista, aprovechando el tiempo que él dedica a sus labores, lo pone a parir un burro. Tan mal deja al eventual, meando (y/o cagando), que uno llega a la conclusión de que si lleva con él diez años, tiene que tener más estómago que una vaca tibetana. / Pág. 11, primer motivo de estremecimiento para el lector desprevenido: Ramón tarda demasiado en salir del urinario. ¡Menos mal que Rosita entretiene la espera pensando en la Venus de Willendorf (se creían ustedes que una discípula de Grandes iba a pensar en la de Milo...), lo cual no le impide llevar la cuenta de lo que tardan otros hombres en llevar a cabo su micción: “Del servicio de caballeros –informa– entraban y salían los caballeros (si era un servicio de caballeros, Rosita, ¿quiénes iban a entrar y salir? ¿Los escuderos?), todos más diligentes que mi marido”. Lo cual no parece razón –aunque simpatizo con tu causa, te le digo sinceramente para que “empieces a odiarle”. / En vista que continúa sin aparecer, dice: “dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos (al tema, al asunto, no “a lo llenos”, Rosita) que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos”. Nada como una reflexión profunda para mantener la mente despejada. Tan horadante es la reflexión monteresca que emplea veinte líneas en contarnos los que sienten las viejas –si no lo sabe Rosa, ¿quién lo va a saber? y resulta ¿quién lo hubiera dicho? que las viejas son todas unas malvadas. / En representación de todas las perversas vejestorias que por allí pululan –en gran cantidad, como ya sabemos que sucede últimamente, una, a la que Rosa “estaba contemplando a hurtadillas”, “levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: ‘Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda’, dijo con una vocecita fina pero firme, y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas”.“Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme”. ¿Se le habrán atragantado las amplias nalgas en el inodoro?, se pregunta el lector solidario.

Págs. 11-12: nuevo homenaje a Almudena Grandes, o quizá a Maruja Torres que todavía ha tenido más amantes (el último, dicen, un alabardero de Fernando VII). Relata: “Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex amante”. ¿Es o no es el escamante?, se pregunta nervioso el lector verecundo e inocente. “Por momentos se me parecía a él como una gota de agua”. Extraña gota, se perfila el lector para entrar al quite, que se parece a un ser humano. ¿O será que lo que quiso decir Rosita es que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua? Rosita continúa observando al presunto ex: “el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el mismo pelo largo y recogido en la nuca con una goma, la misma línea de la mandíbula, los mismos ojos ojerosos como (aquí falta los de) un panda, las mismas generosas nalgas, el mismo documento nacional de identidad”... ¡Coño, muchacha, no lo dudes más! ¡Es él! Pero Rosita es difícil de convencer: “Tan pronto me convencía su presencia (¿por qué te tenía que convencer la presencia? ¿No era evidente?) y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo ajeno”. (¿Por completo? Si fuera “por completo” no te hubiera recordado a Coletas I. Y ¿ajeno? ¿Ajeno a qué? Querrías decir “diferente”).

Págs. 12 y 13.- ¡Llamada para su vuelo! Bolsas en ristre, Rosita se dirige hacia la puerta de los watercloses. Está nerviosísima, lo que se dice despendolada. Pese a ello, acierta a darse cuenta de que un cincuentón que sale del servicio, a juzgar por su gesto, tiene problemas de próstata. “La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper al tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno) y entré resueltamente en el habitáculo”. (Sic, lo juro, nadie vaya a pensar que miento para reforzar mi teoría del retraso mental de esta gente. Por el contrario, llamo la atención sobre el hecho de que, entre tanta chorrez, hay una observación atinada: lo arbitrario del tabú de los retretes masculinos, en tanto en los femeninos puede entrar quien quiera, sea del sexo que sea. Machismo por todas partes, que Rosita, que a continuación lleva a cabo la prolija descripción del sancta sanctorum, hace bien en denunciar. Entra, como no podía ser menos, y: “Perdón, perdón, voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento”, clama Rosita en un alarde de ironía fina, luego de su inspección transgresora, de su inspección del santuario de la masculinidad. (Pasma la amplitud de miras que tienen los miembros de la cuadrilla de los más vendidos. Palmira Gadea, la protagonista de Más allá del jardín, de Antonio Gala, tras un disgusto familiar, decide “ponerse a disposición del mundo”.) Ésta le pide excusas, mientras por su marido siente odio. Un odio que, a juzgar por sus palabras, es como un Winchester 73: “odio de repetición, seco y fulminante”. Uno de esos odios, adorna, “que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad”.

El extravío de Ramón, pues por perdido hemos de darle, se compensa con un aumento del número de Iberia junto a la puerta de embarque: “desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados”. (Precisión por encima de la angustia, como aconsejaba el estagirita.) Una de las mujeres, “supongo que con la pretensión de consolarme”, le dice: “No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo”. (¿Por qué “por ejemplo”, Rosita? ¿Es que otros aparecen también comidos? Bajo juramento declaro, yo, miembro emérito del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, que me he entrevistado con el director de Iberia, quien, con una mano en la Biblia y otra en el Cuaderno de Bitácora, me ha asegurado: “Los empleados de esta compañía están programados para no decir tales sandeces. Tomaré medidas”.) Mas, siguiendo la aventura: ¡lo que faltaba! El ánimo de Rosita está, como es de suponer, por la moqueta. Y entonces va la niñata uniformada, que pronto causará baja en la plantilla ibera, y le dice: “Señora el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido [...] Y a mí siempre me ha deprimido que me llamen señora”. ¡Cuánto ensañamiento! Sobre viuda de ipso, nominada “señora” el mismo día. Mas no pasemos por alto otra prueba de de la endeblez mental monterónea: la empleada se expresa –“el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido”– exactamente igual que si el piloto, la portezuela entreabierta, estuviese gritando: “¡Venga, que es la hora!”. / Ante lo irremediable, Rosita sólo tiene tiempo de aclarar, a la que dijo lo de “luego resulta que aparecen bebidos”, que su “Ramón es abstemio”. Hizo bien. No se iba a emborrachar con Gatorade. Pero la del traje a rayas es más descarada e impertinente de lo que ella habría podido imaginar, y le dice a una compañera, aunque en voz lo suficientemente alta como para la frustrada viajera se entere: “O se ha marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para el fin de semana con su secretaria?” Sospecho que, para los parlamentos, en especial los de los empleados de Iberia, Montero contó con la colaboración de Javier Marías. A pesar de las garantías que ello supone, a mí me plantean algunos problemas:

    • ¿Cómo supieron los empleados, por muy cotillas que    fuesen, que aquel señor tomó otro vuelo?
    • ¿Era precavido, en contra de lo que se pensó, y estaba en lista de espera?
    • ¿Quién les informó de que se marchó exactamente por un fin de semana?
    • ¿Cómo descubrieron que se largaba con otra mujer?
    • ¿Cómo, que esa mujer era su secretaria? ¿Llevaba el signo del secretariado en la frente?
    • ¿Quién es tan improvisador como para esperar a canjear mujer por secretaria en campo tan inseguro como el vestíbulo de un aeropuerto?
    • ¿Quién tan tonto como para escribir tales cosas?

Rosa no logra “reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso”. Estoy con ella. Entre otras razones porque, según he podido averiguar, nunca ha tenido secretaria.

A pesar de su angustia, la minuciosa autora le otorga tiempo y espacio para que dedique un largo comentario a las consecuencias que la desaparición de Ramoncito tiene para la compañía aérea y al estado de ánimo de los empleados: irritado, si queremos ser precisos. Interviene un policía, que no parece dar demasiada importancia a la desaparición de un marido. “Mire, señora –dice después de haber inspeccionado los retretes y no haber encontrado “nada raro”-, yo que usted me marchaba a casa”. Filosóficamente, añade: “Seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa”. ¿Qué? Se pregunta el lector. ¿Qué desaparezca un marido o que alguien lo haga por un bajante, después de tirar de la cadena? Con la afición de Rosita, como de todos los bestsellerados, a las frases hechas, me he llevado un buen susto. Nos cuenta que la supervisora aprovecha su turbación “para quitarse el muerto de encima”. Por un momento, pensé que Ramón había caído fiambre sobre ella, desde el plafond. Al cabo de varias horas –sospecho que Rosita es lenta–, “al fin la certidumbre de que no iba a volver a aparecer se fue abriendo paso en mi cabeza”. Pero sus conclusiones, en cambio, son tan rápidas como claras: “Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas”. Aunque... –Rosita duda– “Aunque su secretaria tiene sesenta años”. Eso no es óbice, mujer, los hay con gustos muy extraños. Como para salir pitando con una jamona desde el retrete de un aeropuerto. La otra posibilidad en la que piensa Montero es la de que, “en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en una esquina” (sin duda, quiso escribir “rincón”). Pero –se pregunta avispadamente–,  “¿cómo habría podido hacer todo eso sin abandonar el urinario?” Rosita coge por fin un taxi, se va a su casa y... “Ramón tampoco estaba allí”. Por la noche en la cama, “insomne y desasosegada” echa de menos “los ronquidos y las toses de Ramón. Teme que, a la mañana siguiente, nostalgiará también el momento en que él “se frotaba la calva con monoxidil”.

14.- Volvamos a Almudena Grandes por alusiones. Almudena, una escritora capaz de sorprendernos con frases como ésta: “por un instante, rocé mi brazo con el suyo, y la hiperbólica sensibilidad que desarrolló mi piel en el curso de un contacto tan breve me dejó perpleja”. Son dos adolescentes los que hablan –pág. 173 de Tango–, pero criaturas de una intelectual de la talla de Grandes se expresan siempre con solemnidad y altura, de aquesta guisa: “la irritante arbitrariedad de sus afirmaciones, la taxativa estupidez de esas sentencias radicales...” Cosa no de extrañar en un libro en el que, páginas antes, hemos visto a la cocinera y a la asistenta hacer un análisis exhaustivo de la época franquista, que ya lo quisiera para sus editoriales el director del El Mundo. Continúa la quinceañera: “Comprendí que su crisis, de la clase que fuera, había pasado”. Durante varias páginas, Malena se muestra como una psicóloga tan aguda, que el lector experimenta el deseo apremiante de pedirle hora. Conste que las frases y las consideraciones plenipotenciarias no las reserva Almudena para la política y la psicología: también para el sexo: “...mientras sus dedos se aferraban a mis pechos como un ejército de niños desesperados y hambrientos [...], antes de que mi sujetador cayera al suelo como un cadáver de trapo.” En el mismo contexto (p. 189), algunas frases no son sólo plenipotenciarias, son, además, mayestáticas: Malena mira a Nené “con la característica sonrisa que algunos dioses reservan para su eventual tropiezo con los groseros mortales”. Analícese a fondo esta frase: “característica”, “algunos”, “eventual”... O Almudena ha contado con el asesoramiento de Mircea Eliade y James Frazer o es medio tonta. ¿No contó con que le podían preguntar por cuántos dioses ha tratado para conocer sus características?

15.- Como cabía esperar, en una escena narrada por esa mujer moderna y liberada que es Almudena Grandes, pulvis coronat caput. Y, como de costumbre, no puede evitar demostrar una vez más que es una progre, que disfruta del retraso a que alude el subtítulo de este libro. Anuncia el solemne momento del desvirgamiento de Malena, incompatible por cierto con la información suministrada con anterioridad de que ya “ha follado con un tío, Marciano” (aclaremos: Marciano de nombre, aunque terrestre de nacimiento), precisando que el acontecimiento tuvo lugar “en el agro extremeño” (195-196). Pero esta vez es distinto, ahora todo queda en familia: se trata de su primo Fernando, que, por lo que se nos cuenta, es un mozo bien dotado. Malena intenta “reunir la punta de mi pulgar con la de los otros dedos” (192) en torno al pene fernandiano y no lo consigue. Digo yo: o mano pequeña o un auténtico Penélope. Mas lo mejor viene a continuación: ya los tenemos follando (209), aunque sin dejar de lado, en plena faena, su culta conversación sobre todo lo divino y lo marrano. Aunque él se aplica a fondo, no puede dejar de sobresaltarse ante cierta afirmación de ella y grita: “¡No jodas!”. No se comprende cómo Almudena no hizo replicar a su heroína: “¿En qué quedamos?

16.- La alusión a la hiperbólica sensibilidad de la piel grandesca, el ejército de niños desesperados y hambrientos aferrándose a su tetal y esa sublime metáfora del sujetador que cae cual cadáver de trapo me ha llevado a pensar en don Antonio Muñoz Molina, auténtico rey de las comparaciones elaboradas y de los afiligranados tropos. Su novela El invierno en Lisboa, única que he leído se él, amén de otros desastres reseñados por Isidoro Merino en su ensayo “Mal tiempo en Lisboa”, está constituida por varios miles de comparaciones y metáforas, cada cual más peligrosa para la salud mental del inocente leyendo, náufrago en tenebroso piélago de rebuscadas imágenes y pedantes adjetivos. En ella nadie hace nada como Dios manda; en ella nada es como mandan los cánones. Un rostro “ofrece una sumaria dignidad vertical” (10); unas manos “se mueven a una velocidad que parece excluir la premeditación y la técnica” (id.); el aspecto de una persona “es el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo” (14); quien huye lo hace “como si huyera sin convicción de un despertar mediocre” (41); mirar a una mujer es “como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia” (51)... A veces, sin embargo, el gran escritor es más claro y dice cosas perfectamente comprensibles: “Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias” (57). Perfecto. ¿Quién no se entera de cómo hablaba nuestra lengua el tal Morton, si le dan explicaciones tan claras? Debo reconocer lo mucho que ha influido esta manera de escribir con mi manera de expresarme. Dos días antes de redactar esta página, una de mis hijas me pidió que fuera a recoger a mi nieto mayor, que hace un curso acelerado de uruguayo en una escuela de idiomas. Me pidió que me informase de cómo le iba al niño. A su pregunta, después, sobre qué me había dicho el profesor le respondí: “Me ha dicho que habla uruguayo como un trapecista que anda bajo de triglicéridos y transaminasas y sufre prurito anal, por lo que sube y baja las escaleras a toda velocidad, haciendo escarnio del ascensorista”. “Comprendo”, dijo mi hija, y le arreó un bofetón a la criatura.

17.- Pero no sólo de tropos vive el arte de Muñoz. Características suyas son también las generalizaciones chorras. A propósito de un fulano que, por cierto, habla varias lenguas y “se traslada de una a otra con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso” (57) dice que “en un hotel, nadie le engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida” (17-18). El bueno de Muñoz no tuvo en cuenta la cantidad de cuernos que se fabrican en los hoteles. La primera generalización que encontramos en el libro, abundoso en ella, es esta de la página 10: “Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez”. Sé de un lector de treinta y siete years old que, al leer esto, se cabreó y salió corriendo a ponerle un telegrama a Muñoz: “¡Claudicarás tú, gilipollas!”. “Un músico sabe que el pasado no existe. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros”. ¿Cómo, Muñoz, si no existe?

18.- Después de presentarse, durante cinco páginas, como un tipo cosmopolita y versado en todos los trances de la vida, dice: “Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando”. La verdad es que todo se puede esperar de un oscarwilde que escribe cosas como ésta, página 14: “Me he librado del chantaje de la felicidad. [...] De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le viene a uno del catecismo y de las canciones de la radio”. Me pregunto qué hay que escribir en España para que a un tipo, en vez de nombrarlo académico, lo declaren simplemente tonto del culo. Un amigo de Muñoz se aparta de Muñoz “junto al resplandor helado de la telefónica”. Como Spiderman, supongo. Pero regresa, y Muñoz comenta: “cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver”. O sea, que John Wayne, con una novela en el bolsillo, tiene una intensa sugestión de carácter, ¿no Muñoz?

19.- En esta novela, repito, nada sucede de una manera normal. Nadie en ella, por ejemplo, oye música y le tiemblan los tímpanos, no: “es como si [...] se extraviara en la niebla y lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la luz” (41). Y no se trata sólo de complicación: es que no dice nada, no comunica al lector ninguna imagen de la realidad novelística; palabras, sólo palabras. Si alguien escucha una canción, ésta no le resulta agradable o desagradable, sino que encuentra que “no era más que la pura sensación de tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal”. Y es que, por lo general, los personajes, cuando quieren oír algo, no lo hacen, como tú, lector, con atención, sino “con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada” (61). Ante estos ejemplos, no puede extrañar que si un personaje muñozniano se toma una copa de aguardiente no lo haga echándosela al coleto, sino “con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño” (118) o que, si se quitan las gafas, no sea para limpiarlas, “sino para mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén” (121). Juro que así todo el libro: es lo que un bestsellerado (= retrasado mental) cree que es hacer literatura. ¿Pensará esta gente, pensará Muñoz antes de escribir? Pág. 48: Lucrecia saca del bolso, informa el novelista, el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, las llaves... Y Muñoz apostilla: “todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres”. Completamente absurdas, es verdad. Porque si Lucrecia quiere fumar, maquillarse, limpiarse la nariz o abrir la puerta de su casa, ¿para qué demonios quiere los cigarrillos, el lápiz de labios, el pañuelo o las llaves? Menos absurdo sería que llevase un cogollo de lechuga y una vinagrera, por si se encuentra a Muñoz y le quiere obsequiar con una ensalada.

20.- Estas líneas de la página 97, que tanto dicen de la expresiva sencillez de Muñoz, se comentan solas: “Floro Bloom conducía con la serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo, en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora”. De un personaje que cuenta a otro sus andanzas, no dice éste, por ejemplo: “se le notaba cabreado”, sino “era [el efecto del relato] como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo” (123). Biralbo entra en un bar (126), pero no como cualquiera, metiendo primero un pie y luego el otro, sino “como quien cierra los ojos y se lanza al vacío”. Y, una vez dentro, ¿qué es lo primero que ve? Pues que de una puerta “más al fondo, salió un hombre ciñéndose el pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario” (127). Por lo demás, a estas alturas, resulta hasta lógico que quien entra en un bar como entró Biralbo, vaya hasta el fondo “sintiendo que atravesaba un desierto”; más aún, “cruzó toda la lejanía del salón para llegar al lavabo [donde] pensó que había pasado mucho tiempo desde que se separó de Malcolm” [el que lo acompañaba en la apasionante aventura]. Se acerca y ¿ya está? ¡Qué va! Lo hace “como si nadara contra una corriente entorpecida de malezas”. (Será, en todo caso, “por las malezas”). / Y otro ejemplo de generalización cachupidenta: “nada une más a dos hombres que haber amado a una misma mujer”. (Debió escribir esto después de haber leído la noticia de uno de los mil trece asesinatos cometidos, durante el año en curso, de un hombre por otro colega en amores). Y otro, más grave: “los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan”. Me ofende personalmente. ¿Se atrevería Muñoz a sostener en mi cara que, porque no establezco ningún vacío, yo no soy un verdadero solitario? Más adelante (186): “Tenía el aire de ávida soledad de quien acaba de bajarse de un tren”. Este tío me hace sentirme un bicho raro: hace unos días, me bajé de un tren y no tenía aires de nada. Ni los aceptables –e inocentes– tranvías lisboetas se libran de los atentados metaforizantes de Muñoz. Pasan “como buques a la deriva” (143). Biralbo, que está en la acera, no por precaución, sino “como en la cornisa de un edificio por el que fuera a desplomarse” (¿él? Desplomarse parece más propio del edificio) (144). Consecuentemente, el acerado “se queda inmóvil, con los ojos y la boca muy abiertos, con sudor en la cara y saliva manchándole los labios”, y mira al digno representante del transporte público, “como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido”. Decide echar a andar y “caminar hacia él como (en esta novela hay más “comos” que comas) hundiéndose a cada paso en una calle de arena” (una de tantas calles de arena que hay en la
UE).

21.- Bien, pues resulta que quien tantas aventuras corre por mirar un tranvía forma parte de un cuarteto de modestos músicos que tocan en un bar. Cuando llega al bar, tras atravesar, al menos mentalmente, el Sahara, el Gran Cañón del Colorado y navegar por el Yenisei, se dispone a actuar con sus compañeros. De los cuatro, uno sale “como el que sale a que se lo coman los leones”. Otro, “con el rápido sigilo de ciertos animales nocturnos”. El tercero, “con un gesto de desprecio impasible”. Finalmente, para nuestro amigo el aventurero, poner las manos en el teclado del piano “fue como asirse a la única tabla de un naufragio (querría decir “a la única que quedaba”, porque un naufragio da lugar a muchas tablas). Y todavía queda otro –¿se trata de un quinteto?–, que “se detiene al filo del escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si avanzara a tientas o temiera despertar a alguien”. Y llega la hora de empezar a soplar, aporrear o lo que se tercie (180). Uno se lleva la trompeta a la boca “como si se estuviera preparando para recibir un golpe”. Otro da la señal de empezar “como si acariciara un animal”. Un tercero “siente que le estremece una sagrada sensación de inminencia”. Un cuarto toma su instrumento –el musical, es de suponer– “ávidamente esperando y sabiendo”. Al último, “le pareció que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta entre los árboles” (181).

Abandono a Muñoz no sin pesar –Muñoz, el de la RAE–, uno de los dos principales protagonistas de la gran estafa que ha cometido la industria cultural en general, PRISA en particular, con los inocentes lectores españoles de la llamada democracia–, para ocuparme del otro: Javier Marías.

22.- Alguien, en el Centro de Documentación de la Novela Española, se ha preguntado seriamente si no será Marías una especie de Forrest Gump de la literatura: alguien que, con un coeficiente mental de menos de setenta por ciento, triunfa en una sociedad dominada por el marketing, la publicidad y los valores económicos. Creo que voy a probar que así es, en efecto. Para comodidad del lector, empleo las siguientes abreviaturas de los títulos de las novelas de las que extraigo la perlas de sabiduría y las gemas de sutil humor: TA: Todas las almas; HS: El hombre sentimental; TH: Travesía del horizonte; CB: Corazón tan blanco; MB: Mañana en la batalla piensa en mí, y NE: Negra espalda del tiempo.

23.- Como se verá, algunas de las patochadas de Marías se potencian por su tremenda incapacidad para expresarse con claridad y de manera gramaticalmente correcta. Adviértase la finura de su humor, la sutileza de su razonamiento y la agudeza de su ingenio en afirmaciones o comentarios como los siguientes: “Se murió en seguida, de golpe, a lo mejor para no despertarme” (TA 13); “Era muy joven y por tanto no elegante” (id. 25); “Tampoco recuerdo cómo le dirigí la palabra” (id. Id.) Pues seguramente, apunto, abriendo la boca y emitiendo sonidos más articulados que su prosa; “El adulterio lleva mucho trabajo” (TA 32); “su vida personal era un blanco” (TA 38), queriendo decir que no se sabía nada de ella; [Los estudiantes se preparan para salir] “en cuanto haya certeza de que la noche ha llegado” (TA 136). ¿Cómo se adquirirá la certeza de que ha llegado la noche? En el punto 4, me referí a la felación que, de manera sublime, describe Marías en las páginas 144-145 de esta excepcional novela que el comité de “de los 60” declaró la mejor de una década. Pero no dije que, en plena faena, el protagonista se pone a informar al lector de que, cuando niño, jugaba con plastilina, y a preguntarse si el niño de Clare lo hará también; “Cromer Blake y Ryland además han muerto, por lo que mi parecido con ellos también ha disminuido” (TA 241). Sutil; “Barcelona es mala ciudad para morir en ella” (HS 75). Me pregunto por qué dirá esto; he conocido a muchos que han fenecido en la Ciudad Condal y no han presentado ninguna queja; en la página 96 de esta misma novela, se declara dispuesto “a convocar una puta en mi habitación”. No aclara si lo hizo mediante papel timbrado; “Manur esperó cuatro días para empezar a morirse” (HS 161); en la misma página, habla de un personaje que se suicida “con una pistola de su propiedad”. Como debe ser, supongo; seguro que Marías conoce a muchos que se han suicidado con una pistola de alquiler y se han lucido. Para demostrar la buena conducta “actual” de un tal Kerrigan, un personaje le dice a otro, en la página 161 de TH: “¿Sabe? Kerrigan no ha vuelto a matar a nadie desde que acabó [la semana pasada] con Reginald Holland”; una muchacha se suicida “con la pistola de su propio padre” (CB 11). ¿Se imagina el lector lo que hubiesen cambiado las cosas si se llega a suicidar con la pistola del padre de una amiga?; “Quizá porque fue un matrimonio tardío, mi edad era de treinta y cuatro años cuando lo contraje” (CB 18); la esposa del protagonista se muestra “cuanto más corpórea y contínua, más relegada y remota” (CB 33); quizá por eso (34), “a la mañana siguiente, su cuerpo volvería a ser corpóreo”; en la página 53 de CB, se refiere a “una vaca benefactora y amiga”. Sin duda se trataba de la vaca de la Central Lechera Asturiana; “Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados” (CB 145); “[los domingos, absolutamente todos los traductores de español de la ONU] sólo pueden dedicarse a [...] pasear un poco, mirar desde lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros [...], leer el New York Times gigantesco durante todo el día hasta beber zumos energéticos de tuttifrutti” (CB 159); “Estuvo casada cuando era más joven” (CB 162). Lo que haga cuando sea más vieja ¿cómo lo vamos a saber, Marías?; “Estaba inmóvil, luego no cojeaba” (CB 173);  “la postura dejaba las bragas al descubierto y esas bragas a su vez las nalgas en parte, eran unas bragas menores” (MB 17); “uno no sabe qué está ocurriendo en una casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo” (MB 47); “Estaba descalzo y de este modo no se puede actuar ni decidir nada” (MB 63). Una gran verdad. Por eso los jueces y los primeros ministros siempre llevan zapatos; [las prendas del niño quedan, colgadas, a respetable distancia del suelo del armario. Apunta el avispado autor: “así quedarían hasta que fueran creciendo” (MB 65); “No podemos estar más que en un sitio al mismo tiempo” (MB 69); En la página 97 se refiere “a la que fue aún más niña pero mucho mayor más tarde”. “Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora” (MB 204). Hay teléfonos desconsiderados, no cabe duda; Marías filosofa sobre todo en su elegante prosa: “Los hombres tenemos la capacidad de meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan desde hace siglos. Es todo chulería” (MB 219); “Las mujeres nunca nos conceden lo que les pedimos cuando nos llaman por nuestros nombres” (MB 250). No le preguntes, lector, en qué basa esta estúpida generalización: lo pondrías en un aprieto; Marías llega, en espionaje nocturno, al dormitorio de su ex mujer, observa y concluye sagazmente: “en la cama no estaba yo, sino otro hombre” (MB 262). “Prefirió incorporarse. Es difícil comunicar una muerte tumbado” (MB 286); “Con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al respecto” (MB 293); Téllez hace delante de Marías “diversas llamadas telefónicas con pretextos varios” (MB 302). Tal vez Marías esperaba que llamase siempre para lo mismo. Está Marías solo, a las doce de la noche, en un descampado, a varios kilómetros de las casas de un suburbio; y dice: “Encendí un cigarrillo con mis propias cerillas” (MB 329). Debería comprender que, en aquellas circunstancias, difícilmente hubiera podido encenderlo con las cerillas de Teodoredo.

Me queda todavía por contemplar otro libro –jamás diría novela– de Marías, Negra espalda del tiempo, la prueba de más peso que puedo aportar en demostración de la tesis de este libro. Pero me voy a dar un respiro, que aprovecharé para liquidar, en la grata compañía de Almudena Grandes, su relato de las andanzas de Malena Lope de Zúñiga y Argote Carrión de los Condes Alcántara Garcimontero, que más o menos así se llama la fijosdalga.

24.- La abuela de Malena, la protagonista del best seller grandesano, fue la única mujer catedrático de aquella generación española (pág. 249). Puesta a tener una antepasada excepcional, al lector le complace que haya elegido la senda de la docencia, que no la de la delincuencia juvenil o el tráfico de influencias. Única catedrática en la España de su tiempo (252), no es de extrañar que la abuela Sol fuese también la única burguesa de izquierdas de los felices treinta. Por si el lector no se lo cree, ella misma enumera todo aquello de lo que era partidaria: la reforma agraria, la abolición de los latifundios, la enseñanza obligatoria y gratuita, la ley del divorcio, el estado laico, la nacionalización de los bienes de la Iglesia, el derecho a la huelga y el fichaje de sólo dos extranjeros por equipo. Probablemente, esta hoy venerable anciana fue la musa de Besteiro, Prieto y Largo Caballero, aunque se olvidase del horario de treinta y cinco horas y de las falanges macedónicas. ¡Pero esto es una novela, doña Almudena, o pretende serlo! Y en una novela no se puede (debe) dibujar el pasado de un personaje mediante tales simplezas, tomadas de un folleto de quiosco sobre ¿Qué es el socialismo?

25.- Los gloriosos antecedentes progres de la parlanchina dama no fueron únicamente políticos. Precisamente conoció a su marido “una noche de juerga en el café Gijón (253) [en que] bailaba medio desnuda sobre una mesa y él se acercó a mirarme” y a rozarle un pesó, según dice luego. ¡Qué mujer! En España, donde hasta las putas son decentes y devotas de algún santo ella se empelotaba encima de una mesa... Pero (pág. 254) ¿por qué lo haría? ¿Para demostrar algo? ¿Para luchar contra la moral burguesa? ¡No! Ella lo que pretendía “era impresionar a Chema Morales”. Aunque a quien finalmente impresiona es al abuelo (260), aunque no, dice Almudena, por sus tetas ni por su culo, sino por “su pasión por la Edad Media, que siempre le había parecido el segmento más interesante de la historia de España”. Desde luego, a la hora de elegir pareja para toda la vida, no hay nada como compartir con ella un buen segmento.

26.- Págs. 274-275.- Los sedicentes modernos son al cabo más machistas que el huevo de Colón. Él se harta de tener aventuras prematrimoniales. Ella tiene derecho a hacer lo mismo, aunque sólo en teoría y con el fin de “conservar mi propia identidad”. Porque si de verdad algún fulano “la mira al escote en una fiesta”, el moderno “se ponía de una mala leche que no había quien lo aguantara”.

27.- Quede claro (279) que los abuelos, ateos y de izquierda, no celebraron nunca la Nochebuena, pero sí la Nochevieja. ¡Faltaría más! Lo contrario nos hubiese escandalizado. Como nos escandaliza que les pusieran Reyes a los niños. ¡Por Bertrand Russell! Almudena es consciente del desaguisado ideológico y obliga a la vieja a excusarse: “ya ves tú, que absurdo, en el fondo era estúpido, porque no éramos creyentes...” La que es estúpida y absurda, Almudena, es esta explicación vergonzante, que ofende la inteligencia del lector hispano, partidario de los magos y de sus roscos, sea creyente, sea de la rala lagarterana, bética, de secano o carmelita descalza.

28.- Malena idea reconquistar a su primo Fernando el germano a base de anuncios por palabras en el Hamburguer Rundschau, el más ingenioso de los cuales reza así: “Si sólo te sirvo para follar, llámame. Iré a follar contigo y no haré preguntas”. La autora no dice cuánto le costó a la nena la campaña y es un dato que yo, por lo menos, eché de menos. Ni si se informó con anterioridad, porque si el díscolo, hubiese sido lector del Hamburguer Herald Tribune, se luce. A lo que parece, no obtuvo respuesta. Menos mal, porque si a la campaña de publicidad mediática, hubiese tenido que añadir un billete de Lufthansa, habría sido el polvo más caro de la cristiandad. (pág. 293).

29.- Tras las gratificantes experiencias habidas con su primo en el agro extremeño, no es de extrañar que Malena caiga de lleno en la jododependencia. Eso sí: siempre exigente: “nunca debe una acostarse con un hombre al que no le gustan las mollejas” (312-313). A su propio marido –con el que también folla algunas veces–, le reprocha (316) que no grite “¡Hala, Madrid!” mientras se corre.

30.- Con sencillez digna de su maestro Muñoz Molina, Almudena no oye palabras, como cada quisque, sino (pág. 341) una “combinación de fonemas que habían dicho y escuchado miles de veces, siempre aplicada a un mismo campo semántico”.

31.- A Malena le advierte “un sexto sentido”. Sin embargo, dice: “fui incapaz de prever el peligro”. Pues, para esos resultados, te bastaba con los cinco de toda la vida.

32.- Hay conflictos matrimoniales que tienen difícil solución. Pocos, sin embargo, tan trágicos como el que estalla entre Malena y Santiago. Cuando se unen mediante los sagrados lazos del matrimonio eclesiástico, ella “ya sabía que no comía vísceras –recordemos la terrible escena de las mollejas–, ni siquiera callos, aunque hubiese nacido en Madrid”. ¡Vicioso repugnante!, piensa el lector solidario y cocidista! Y eso que no se han enterado de lo peor: “Poco a poco, cuenta Malena, fui descubriendo que tampoco comía percebes, ni ostras, ni almejas, ni bígaros, ni erizos de mar, ni caracoles, ni angulas, ni chanquetes, ni pulpo, ni las frituras variadas de los bares. Tampoco probaba la cencina, ni el codillo, ni la oreja, ni el morro, ni las manos de cerdo, ni el cochinillo asado, ni el rabo de buey, ni la caza, con la única excepción de las codornices de granja, porque de todo lo demás –patos, liebres, perdices, faisanes, jabalíes, corzos o ciervos- no sabía nada, ni cómo, ni dónde, ni quién, ni con qué manos, limpias o sucias, lo habrían abatido y recogido del suelo. Por razones similares (tan alterada está Malena, que no recuerda que no ha dado ninguna razón), rechaza los productos de matanza casera”. (367). Se comprende el drama de Malena. ¿Qué se puede hacer con un individuo así, salvo tenerle jamón de york, pan de molde y yogures en el frigorífico? Y si quedase ahí todo: el problema, cuya exposición ocupa página y media de la importante novela, se agrava por lo siguiente: “No se atrevía con algunas verduras frescas, ni espárragos, ni acelgas, ni remolachas, y naturalmente, tampoco con las setas, con la única excepción de los champiñones de lata, los únicos que le ofrecían garantías suficientes de haber sido bien lavados, y descuajeringaba lechugas, lombardas, repollos y escarolas con precisión neurótica, poniendo cada hoja debajo del chorro del agua fría y frotando las manchas de tierra con el cepillo cilíndrico que yo usaba para fregar los vasos, hasta que encontraba una lombriz, y entonces, tiraba la planta entera a la basura, así que muchos días nos quedábamos sin primer plato, de buenas a primeras”. ¿Qué pasaría los días que no encontraba una lombriz? ¡Nos dejas sumidos en atormentadas dudas, Almudena! Mas no se crea que con esto hemos llegado al final de esta calle de amargura tan bien descrita por la que Santos Sanz Villanueva, Conte y García Posada han comparado con Jane Austen. Para no privarse de cometer ningún crimen, el desdichado “¡aborrecía los picantes!”. Mi pensamiento vuela conmiserativo hacia el juez al que toque dirimir una demanda de divorcio por desavenencias culinarias graves o sevicias estomacales, si se prefiere. ¡Cuanta maldad en Santiago! Que hemos de considerar imperdonable cuando nos enteramos de que no la empleaba con su digna esposa porque sí, sino (p. 368) por “la secreta ambición de abarcar los extremos del universo”. No logro entender qué pueden tener que ver las vísceras con tan descomunal propósito, pero sí acierto a descubrir que esta caricatura tan chorra es también estúpidamente inconsecuente, pues docenas de veces, con anterioridad, la alimentariamente avasallada nos ha hablado de las muchas veces que ha estado con el presunto criminal en bares y cafeterías y de las otras tantas que no iba a casa al mediodía y se quedaba a comer en cualquier restaurante cercano a su trabajo, sin señalar que hubiera de llevar a cabo limpiezas especiales de vasos, tazas, cuchillos ni tenedores, ni que se le plantearan problemas de picantes, lombrices, cagarrutas ni leches merengadas.

33.- Cuando, para hacerse entender, Almudena no cuenta con la Teología, acude a la Física teórica. Aparcada la batalla alimenticia, de la que nada había dicho en las trescientas páginas anteriores y de la que nada volverá a decir en las doscientas cincuenta que vienen después, la cojonuda Malena (ella se autotitula continuamente, a lo Emily Bronté, de “tía conjonuda”, y nosotros no tenemos por qué dudar de su palabra) disfruta de una merecida paz, pero... “Disfrutaba de una paz tan profunda que tardé semanas en darme cuenta de que, en flagrante contradicción con las leyes de la física, no me bajaba la regla”. Y es que quien tan remilgado se muestra con lo que le entra por la boca no lo es tanto con lo que le sale del pito y se niega a ponerse un profiláctico, pese a lo cual, y dado que Malena “se pone encima” (393-396) siguiendo los consejos de su tía monja, la culpa no es de él, sino de Sir Isaac Newton: falla la ley de la gravedad, en la que Malena jura que no volverá a creer (398), en un memorable párrafo en el que hasta el mismísimo Dios entra en danza: “la penetración era lo más grandioso que se le había ocurrido inventar a Dios después de colocarle al hombre una polla” (397). Por cierto que el verbo “follar” en todas sus formas, incluidas las de la conjugación perifrástica y las de la segunda revolución industrial es empleado en esta novela tan incontable número de veces, que si hubiese un concurso lo ganaba Almudena Grandes ex aequo consigo misma.

34.- Cuando Malena se dirige a un bar en el que ha quedado con Ernesto (408) tiene el presentimiento de que “iba a pasar algo y que, bueno o malo, sería algo extraño y único”. Bien pues lo “extraño y único” que le pasa a esta insaciable folladora es (414) que el del culo comestible que ya conocemos le echa un polvo –uno más–, precipitadamente y sin mediar palabra, en el pasillo que conduce a los retretes.

35.- Cualquier frase de Almudena Grandes suscita infinidad de reflexiones, tan sugerente es. En la página 438, dice que Malena se siente “como un burro ciego, sordo y mudo que no ha visto más mundo que la noria...” A uno le gustaría haber conocido, como ella seguramente, un burro mundano. Aunque, por otra parte, ¿qué tiene de malo un burro mudo? A mí me parece que as algo maravilloso, al menos para quien, como yo, no disfrute precisamente con los rebuznos. ¡Ojalá todos los burros, ora cuadrúpedos, ora bípedos, fuesen mudos.

36.- Según la tía monja, a la sazón vuelta al siglo, las cohabitaciones del padre de Malena con su esposa eran algo así como la desintegración del átomo o el efecto mariposa: “cada vez que la follaba, hacía mucho más que eso: se follaba a todo el mundo entero entre sus piernas, se follaba a las leyes de la lógica, y a las de la buena crianza, y a las del destino...”. No puedo imaginar qué dirían la lógica, la buena crianza ni el destino si pudieran expresarse como Dios manda. Tampoco puedo pensar en que dirían otro terrícolas apocados y cejijuntos. Sólo puedo hablar por mí: a mí no me folló don Jaime. La que me viene jodiendo, desde hace más de cuatrocientas páginas, es su hija.

37.- Se beneficiase o no al mundo entero, al destino, a las leyes de la lógica y al ente autónomo Televisión Española, don Jaime debió de hacer lo suficiente para granjearse cierta fama. Según la ex monja, la policía franquista lo conocía por Picha de Oro, algo que enorgullece a su hija cuando se entera, por lo que pide detalles, que le son suministrados (464): “Siempre le habían llamado así, desde antes de casarse con tu madre, porque a los catorce, o a los quince años, no me acuerdo, le había echado un polvo a la dependienta de la farmacia y después ella no había querido cobrarle lo que él había ido a comprar, y además le había regalado dos cajas de condones y no sé qué más, después de decirle que volviera cuando quisiera...” Desde luego, no cabe duda de que alguien así se merece el apelativo de Picha de Oro, Pito Áureo, Cojón Dorado o lo que sea.

38.- Puesta a informar, la tía le cuenta a la sobrina que, además de un artista de la polla, un auténtico aristócrata del pene, el que tantos quilates atesoraba acullá era asimismo un auténtico hijoputa, mala persona, putero, drogadicto, juerguista, bebedor, chulo, adúltero, corruptor de menores, mal marido, mal padre y, en fin, todo cuanto de malo se podía ser bajo el nacionalcatolicismo, excepto socio del Real Madrid; todo con lujo de detalles y demostraciones de que el autor de los días de Malena era un auténtico cabrón. A continuación de lo cual, y en un alarde de imbecilidad propio de una retrasada mental, dice (465): “No me gustaría que esta historia cambiara la opinión que puedas tener sobre tu padre, Malena, si fuera así no podría perdonármelo nunca”. ¡Hay que joderse!, como decía Cisneros cuando le relataban alguna travesura de don Fernando el Casto.

Los saltos que voy dando de un autor a otro en este libro no obedecen a ninguna cuestión de método. Se trata sólo de darle variedad al discurso, in ordine chorrentis cum feraperturbatio apropincuata, aunque a veces la translatio venga impuesta, o al menos sugerida, por el tema. Ahora se trata simplemente de que me apetece traer aquí a Antonio Gala, aparcado desde hace demasiado tiempo.

39.- ¿Quién no ha oído hablar de La pasión turca, mas bien pasión en Turquía, que es la historia del arrebatado amor de Desideria, prima inter pares de un terceto de mañas –oscenses para ser precisos–, por un guía de turismo de Estambul. Lo primero que hay que señalar, en orden a la demostración del retraso mental del autor es, aparte de la totalidad del libro, que antes de la página 50 ya nos ha endilgado Gala cinco conferencias sobre temas que tienen tan poco que ver con las pasiones y con Turquía, como éstas: 1.- Completísima descripción de Colombia. 2.- La fabricación de velas, cirios y otros adornos de cera.. 3.- Las diferentes razas caninas, las virtudes del perro como mejor amigo del hombre y los defectos del hombre como potencial amigo del perro. 4.- Sobre el matrimonio, supongo, aunque el autor no lo dice expresamente, que en el planeta Marte. Y 5.- Sobre obesidades y adelgazamientos.

40.- Siempre “en erudito”, Gala imparte, en la página 48, una lección de coprolalia, esto es, de la práctica de hablar guarradas en el tálamo, durante el acto sexual. Una de las baturras, la más progre, escandaliza a sus amigas relatándoles: “Yo le digo a mi marido cosas tan finas como éstas: `Me gusta tu polla, cabrón. Cuánto me gusta... Ay, no te vengas tanto que me vas a matar. Así, hijo de la gran puta”, y otras por el estilo”. Supongo que, no obstante el carácter fantacientífico del pasaje (la coprolalia se da, pero no como Antonio Gala cree), las damas lectoras de Antonio Gala se dirían unas a otras antes de ir a la agencia de viajes a sacar un billete para Estambul: “En ésta está atrevidísimo”.

41.- Pues lo dicho: que van a Estambul, y a Desideria no se le ocurre otra cosa que la que ya se la ha ocurrido a un millón y medio de menopáusicas de vacaciones. Enamorarse del guía. Pero tan repentinamente y con tal ímpetu que, apenas lo ve subirse al autocar, se le corta la digestión y vomita y se mea. Como lo leen. Aunque ella lo dice más poéticamente: “Tuve la impresión literal de que me derretía. No sabía si mi falda podría ocultarlo”. (Pág. 96). Lo que se dice en ciertas regiones limítrofes “cagarse de gusto”.

42.- De vez en cuando, eso sí, Gala compensa la vulgaridad de su relato con originales metáforas. La primera vez que la baturra (104) le echa mano al “sexo turgente” del otomano, piensa: “es mi cetro”.

43.- Con la maña oscense enamorada del morenazo peludo, según nos lo describen, se puede esperar cualquier cosa. Una de ellas es que ella se embobe oyéndole hacer al guía patrióticas proclamas como aquesta: “Cuando ustedes aún estaban en la oscuridad de la Edad Media, nosotros vivíamos en un mundo de placeres y voluptuosidades...

44.- Cuando Desi se dispone a engañar a su baturro por primera vez, tiene enfrente una ventana. (125). Y a la muy inoportuna no se le ocurre otra cosa que decir que por ella veía parte del Cuerno. Si le hubiese puesto el apellido –Cuerno de Oro– al lector no se le vendría con tanta facilidad a las mientes el chiste fácil.

45.- El primer conflicto otomano-aragonés estalla cuando ella se entera de que Yamam está ya casado con una compatriota, “muy fea, pero riquísima.” (176).

46.- Pág. 209.- Cuando el turco le echa un buen polvo, la apasionada le grita: “¡Torero, torero!”. ¿Recuerdan que la Malena almudentarra exigía que su marido, al correrse, gritase “¡Hala, Madrid!” Cuestión de aficiones.

47.- Pues resulta que se corre la fama, no sólo entre la colonia española, sino también –no se dice cómo– entre quienes, en el ibérico solar, se disponen a conocer Santa Sofía y el Bósforo, de que la Desi está viviendo en Estambul “una gran pasión”. La admiración, entre las mujeres, desborda los límites de lo imaginable. Desideria, siempre triste y siempre seria, como en la zarzuela, asume sin embargo su papel con encomiable modestia. Ella no es más que una provinciana que no ha hecho nada especial –objeta ruborizándose–, a lo que Gala responde por medio de un personaje episódico: “¿Le parece poco, querida mía, en los tiempos que corren, dedicarse a vivir una gran pasión?” Por lo visto, una gran pasión no sólo es algo a lo que una puede dedicarse en el extranjero, sino también algo recognoscible en la gran apasionada, incluso a distancia, por una serie de atributos que no admiten variantes y todo el mundo puede advertir.

48.- En la escena a la que pertenece el parlamento citado, que tiene lugar en el consulado español, donde han sido convocadas por la consulesa unas cuantas señoras interesadas en las grandes pasiones, Desi perora: “Sin embargo, no estoy convencida de que lo mío sea una gran pasión, como asegura nuestra anfitriona (y presentadora, añado), no sé con qué propósito. De lo que sí estoy convencida es de que las grandes pasiones no son las que cuentan las novelas... Debe quedar muy claro que yo no soy una mujer especial, que no tengo ningún vigor, ni pretendo vivir como una Mata Hari. Yo era una provinciana como tantas otras...”, etcétera, etc.. Más y más líneas del manual para el aprendizaje de los grandes apasionamientos, en medio de los cuales advierte la oradora, ante el grupo, creciente por momentos (la colonia española de Estambul debe de ser muy nutrida): “No admiren sin embargo a la provinciana que fui; cuando sacó los pies del plato no tuvo ningún mérito, simplemente porque aquella que llevaba hasta entonces no era su vida, es decir, no era la vida que soñaba y con la que yo me tropecé cuando lo conocí (señala a Yamam). Sólo con conocerlo dio la vuelta a mi vida como un calcetín.” (Desde luego, no hay como la alusión a una prenda de vestir para elevar el tono poético de un relato).

49.- Al turco, se ve que las catilinarias, verrinas o filípicas de la Desi no le impresionan. El es un hombre práctico y lo que pretende es que su pareja aporte algo para gastos. Y así, cuando aparecen los celos, no se pone en plan de Otelo, sino, más bien, del mercader de Venecia. Y le espeta: “Como ni sabes turco ni te sale de las narices aprenderlo, te he buscado un empleo...” Ni Flaubert ni Dumas, ni Eurípides ni Shakespeare, ni el abate Prevost ni Pirandello comprendieron que, en medio de una gran pasión, nada hay como las clases de idiomas y el remedio contra el paro. Una ampliación del horizonte existencial, en todo caso, que la Desi, visto el éxito de su conferencia en el consulado, aprovecha para dar cumplimiento a su recién descubierta vocación de oradora. Su fama de ex provinciana convertida en amante apasionada se ha extendido tanto, que ahora es ante unas viajeras andaluzas ante las que se ve obligada a disertar, en el vestíbulo de un hotel sueco, recién inaugurado, según precisa el autor. En el coloquio, una malagueña salerosa expresa su admiración así: “Hija, corazón, qué amor tan grandísimo tiene que ser ése para arrastrar a una mujer de una vez a una tierra como ésta”, versión galana del coloquial ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

50.- Sin dejar de vivir su gran pasión, Desideria, mujer práctica donde las hubiere y se detectaren, no sólo tiene tiempo de amar apasionadamente, como las pobres Julieta, Margarita Gautier, lady Chatterley, madame Bovary, Fedra, etc., monográficas ellas, sino también de dar clases de idiomas, educar niños ajenos, comprar tapices, vender alfombras, testificar en actos de donaciones, ir a la compra, hacer la comida, planchar camisas, etc.. ¡Hasta de viajar a su país de origen! ¿Para qué? Para comprobar si una polla española le satisface tanto como la de Yamam (p. 232) y mantener un diálogo socrático con una amiga sobre la moralidad. Sólo dos días necesita la apasionada para comprender (236) “que mi sitio estaba en Estambul o dondequiera que estuviese Yamam”. Lo que no es de extrañar, dada la omnipresencia y omnipotencia sexual de que hace gala éste: apenas Desi se empieza a adormilar, cuando ya siente las manos llenas de los testículos de él y su boca llena con su pene. Muy elástico debía de ser.

51.- A mí me gusta imaginar la última noche de la Desi en Madrid, en una pensión cercana a Cibeles, al estilo de Miguel Gila:
Suena el teléfono. Conferencia de Estambul.
-¿Digal?
-Oigal. ¿Vive ahí una que está viviendo una gran pasión?
-Yes.
-Se ponga.
-¿Mande?
-Desi, er Yamam que te vengas, que tié gana echarte un porvo.

52.- Ya en la página 66, a la sazón de encontrarse la maña con su marido en El Cairo –dieciséis millones de habitantes–, ¿a que no sabes, lector, a quién se encuentra? Pues al mejor escritor español del momento, al que tanto admira, según dice. ¿Quién puede ser? Pues quién va a ser: Antonio Gala, que tiene para ella unas palabras amables y un par de buenos consejos. Y lo que son las cosas: unos meses después, en Estambul, en el Gran Bazar –doce mil tiendas, tres mil pasillos–, se vuelve a encontrar con el gran escritor que tanto admira –Antonio Gala, claro–, quien, como la vez anterior, no hace mutis sin haber previamente instilado, en los oídos ávidos de la oscense, unas gotas de su sabiduría y buenos consejos. A Gala lo acompañan en esta ocasión su secretario y una periodista tan mal educada que, apenas la incontrolable Desi se dispone a disertar sobre sus experiencias pasionales turcas, le corta diciéndole a gritos: “¡Mira, guapa; yo me he comido más pollas que tú, así que no presumas!”, ante la desaprobación, es justo decirlo, de Antonio Gala, que entra al quite y restablece la paz en la reunión. Agradecida Desi, le hace al maestro esta advertencia: “Los turcos son unos calientabraguetas”. Como diciendo: “¡Cuidado, don Antonio!” Pero, en voz tan baja, que el secretario no la oye, y la suya y algo más se pone al rojo, en beneficio, según ha de seguirse, del ambidextro Yamam.

De Gala a Maruja Torres. Dos portentos, cada uno en su género, que no es la novela. Dedicaré unas pocas páginas al gran best seller de ésta, Un calor tan cercano, que tan del gusto fue de la crítica literaria española en pleno.

53.- Al lector, que debe de haber oído hablar de los sermones torreznos sobre la castidad, no le extraña encontrársela en la segunda página en un ascensor con un colega y, arrebatada por súbita –y cercana, claro– calentura, yéndose con él a una habitación, donde al final se fuma un Ducados, como escribe Maruja con incorrecta mayúscula. Antes de esto, un lingua-lingus, si se me permite la expresión, como advirtiendo que la autora no tiene pelos en tal lugar (vamos, que tiene la valentía, según expresión acuñada por la revista de incultura Qué leer, de “hablar de sexo sin tapujos”), virtud que corrobora, en este caso, fumando tabaco negro y nacional. En la página siguiente, da un gigantesco paso atrás y empieza a contarnos su niñez: siete añitos y ya es sobada por el director del colegio. La verdad es que no cabía esperar menos de su sino tatatá y su carácter inverecundo. Y algo más, todavía más raro (pág. 42): “me hundía en la lectura de mis tebeos y, poco después, empezaban a caer paredes”. Su ojos, evidentemente, tenían los mismos efectos que los de Fu-Manchú.

54.- Dice que su madre y su tía eran unas perversas, que ejercían su perversión prohibiéndole, no que leyese cuentos, chupase caramelos o fuese al cine, sino que frecuentase las casas de putas del barrio, las pensiones de citas, las tiendas de condones y los bares de alterne, como se suele dejar a los niños. ¡Habráse visto! No es de extrañar que se criase retraída (pág. 43).

55.- Uno de los personajes más importantes de esta importante novela es el tío Ismael, de quien se nos está diciendo continuamente lo sabio que era. Que entendía de todo y de todo opinaba con agudeza. Hasta de música, como lo demuestra en la página 61 con esta aguda observación: “Verdi fue un gran hombre y nos dejó una gran música”. Aunque esto no es nada comparado con los momentos en que este Cleóbulo redivivo toma a su mando una excursión (110) y empieza a opinar sobre la mojama, la casera, la forma de enfriar ésta, etc. Todo con mucho detalle, pues Torres es detallista, aunque a veces recurra a la metáfora, como cuando (112) informa de las páginas de La Vanguardia, “convenientemente troceadas, servían para envolver toda clase de objetos y para que nos limpiáramos el culo”. Nadie crea, sin embargo, que, leído esto, ya se ha enterado de todo. En la 115, se nos informa de que a Tomeu lo pelaban al rape cada seis meses. Y no es el único portento que se nos hace conocer, dicho sea en honor a la verdad.

 

* Una versión de esta nota está publicado originalmente en <www.lafieraliteraria.com/>
 

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