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Amir Hamed
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URUGUAY - CULTURA - INDUSTRIA CULTURAL - INDUSTRIA DEL OCIO - INTELIGENCIA - ARTE - OCIO - TIEMPO LIBRE - INDUSTRIA DEL ENTRETENIMIENTO - REVOLUCIÓN INDUSTRIAL - CAPITALISMO INDUSTRIAL - DESEO -

Industria cultural: conjunto vacío*

Carlos Rehermann

 

El mundo del análisis de mercado es un mundo anclado en el pasado. Se basa en análisis de fenómenos de consumo que ya han ocurrido. El análisis de mercado es incapaz de decir nada acerca del arte, porque este fenómeno es por definición impredecible


Un eufemismo burgués


En Uruguay existe la creencia de que sus habitantes son magníficamente ilustrados, superiores en todo punto a esos franceses o austríacos que ¡atrevidos! no saben dónde queda Montevideo
(en cambio, evidentemente, cualquier niño que mendiga en un semáforo de esta cultísima ciudad sabe que la capital de Tuvalu es Fongafale, aunque desconozca el sabor del churrasco, lo que por otra parte es una ventaja: ya se sabe que el exceso de carne roja es perjudicial para la salud). Esa superstición encantadora nos ha hecho creer que basta con ser inteligentes para tener una industria cultural, con lo cual hermosamente demostramos que no somos inteligentes.

Por lo demás, ¿puede existir algo como una industria cultural? Más allá de la arbitrariedad congénita del significado del término cultura, casi siempre que se dice "industria cultural" sólo se intenta dar valor al conjunto de servicios y productos que se consumen durante el ocio.

Esta palabra viene del latín, con el significado original de "reposo". La acepción de ocio como tiempo en el que simplemente no hay obligación de hacer algo, adquirió su actual sentido luego de la Revolución Industrial. Salvo el sector parásito que siempre formó parte de las clases dominantes, antaño, cuando la gente no trabajaba lo que hacía era descansar, pero el capitalismo industrial inventó el tiempo libre de los trabajadores cuando dio origen a la desocupación, fenómeno antes desconocido.

De manera que "ocio" se ha convertido en "tiempo libre", una definición bien burguesa -libertad es una palabra que se multiplicó a tasas bacterianas simultáneamente con el desarrollo de la industria-. El tiempo libre es una consecuencia de la organización industrial del trabajo. El capitalismo necesita el tiempo libre para asegurar un reposo mínimo que permita dos cosas esenciales: la conservación de la integridad física y la reproducción de la fuerza de trabajo.
Buena parte de las conquistas de la clase trabajadora
(horarios laborales, seguridad social, protección de la salud y de la familia) se basaron en el uso del discurso burgués acerca de la libertad.

Pero el ocio es fundamental para el capitalismo por la misma esencia del proceso de reproducción del capital: el tiempo libre es el espacio social destinado para el consumo, meta inmediata de la producción industrial.

El ocio es un requisito para la construcción de una sociedad de consumo, pero para el capitalismo, paradójicamente, es una mala palabra. No hacer nada está mal, es un desperdicio de oportunidades de acrecimiento del capital.
Para convertir el ocio en un concepto respetable hubo que inventar una expresión que contuviera la palabra más valiosa del orden burgués
(industria), y ajustar la definición con alguna expresión de prestigio aristocrático (arte, cultura): industria cultural.

Industria del ocio


Lo que debería producir una industria cultural, en caso de que existiera, es arte; lo que produce la industria del ocio es entretenimiento. Me adelanto a quienes supongan que considero que el arte es superior al entretenimiento: no establezco jerarquías entre ambas esferas. Son simplemente asuntos distintos. Pero la industria del entretenimiento sí se esfuerza por estar en la misma bolsa que el arte, debido a su característico complejo de inferioridad.

El problema de una hipotética industria cultural es que el beneficio económico es casi imposible de prever; en cambio, la industria del ocio dispone de sistemas de prospección con márgenes de seguridad similares a los de cualquier industria. El arte no toma en cuenta las apetencias y expectativas de la gente; la producción para el ocio, por el contrario, se basa en el estudio de los deseos de la gente, para producir sobre esa base.

El mercadeo cultural, que en teoría consiste en dejar en libertad al creador y luego, en posesión del objeto artístico producido, buscar la porción de mercado que podría estar interesada en él, tiene enormes márgenes de incertidumbre. El arte, para un inversor razonablemente cuerdo, tiene un riesgo inaceptable.

El capitalismo acepta el arte sólo en cuanto sea capaz de convertirse en capital. La costumbre aristocrática del coleccionismo de arte, heredada por la burguesía, favoreció el desarrollo de instituciones generosamente dotadas de fondos públicos: los museos de arte y las bienales, generadores a su vez de una fuerte demanda de carreras universitarias especializadas, y una robusta industria editorial de sucedáneos para pequeñoburgueses
(incapaces de invertir en originales).

Para los poseedores de objetos de arte -cuyo valor está en principio sometido a los vaivenes del gusto- es de primerísima importancia que la academia sacramente el arte. El choque entre la valuación de los objetos de arte y su valoración artística se resuelve adjudicando por un lado prestigio social a quienes se interesan por el arte, y poder a quienes son dueños de los objetos.

Los analistas de mercado aseguran que la gente sabe lo que quiere
(o más bien que ellos saben lo que la gente quiere); los artistas sostienen que es imposible saber que se quiere o no se quiere algo que no se puede concebir de antemano, como característicamente es el arte.

El mundo del análisis de mercado es un mundo anclado en el pasado. Se basa en análisis de fenómenos de consumo que ya han ocurrido. El análisis de mercado es incapaz de decir nada acerca del arte, porque este fenómeno es por definición impredecible. Esta limitación esencial del mercadeo tiene dos consecuencias: por un lado, sólo es capaz de referirse al arte del pasado
(la obsesión global por la protección del "patrimonio artístico" -obsérvese la terminología asociada a la posesión de un capital- responde a la necesidad de mantener las cotizaciones bajo control); por otro lado, cuando informa acerca de lo que es posible hacer, sólo es capaz de generar productos para el ocio que son sistemáticamente más de lo mismo. La industria exige planificación y el arte no admite planes. Por eso es imposible que exista en este mundo una industria cultural. Se trata de un conjunto vacío.

En el principio, el arte


Sin embargo, hay una relación entre arte y entretenimiento, parecida a la que hay entre ciencia y tecnología: la industria del entretenimiento se alimenta del arte, y no puede desarrollarse donde no hay un robusto movimiento artístico.
Cuando se hacen análisis económicos del sector entretenimiento en Uruguay -donde no hay industria, sino importación y artesanado del entretenimiento-, cuando algunos políticos se entusiasman con esas cifras y comienzan a hablar de "industria cultural", es el momento de delimitar los campos de acción.

Así como el desarrollo tecnológico es impensable sin una política de investigación científica
(aunque por cierto, la mayoría de los gobernantes uruguayos aun no lo han percibido), del mismo modo, si queremos una industria del entretenimiento nacional debemos estimular el desarrollo del arte.

Por otra parte, es necesario entender cómo funciona el negocio del ocio implantado en el país. Hay que entender lo que está ocurriendo con la distribución de cine, con la distribución de libros, con la distribución de discos, con la financiación de obras de dramaturgos europeos a través del trabajo de embajadas e institutos culturales. Hay que entender qué forma tienen las empresas que se dedican a esos sectores, de qué manera canalizan los flujos de dinero, cuál es su comportamiento fiscal. Hay que preguntarse si una multinacional del libro que gira miles de millones de dólares tiene que tener las mismas exoneraciones impositivas que una editorial nacional.

Porque cuando no hay medidas específicas de protección, la distribución de entretenimiento tiende a sofocar e impedir la distribución de arte. Como en otras áreas del comercio, la regla del negocio de distribución es el cierre, el bloqueo y el copamiento. Las cuotas de pantalla
(intercambio de exhibiciones de cine nacional en el extranjero y cine extranjero en el país), que en otros países regula en Estado, lo imponen en Uruguay las empresas de distribución. El tiempo de antena en radio y televisión también obedece a criterios impuestos por algunas empresas.

Se dirá que las medidas regulatorias limitan la libre competencia, cierran el mercado y por lo tanto dificultan la llegada de capitales de la industria del ocio.
Pero lo cierto es que aun con la situación actual
(no hay ninguna regulación), en Uruguay la inversión brilla por su ausencia. Nuestro país difícilmente podrá desarrollar una industria y una red de distribución capaz de imponerse en los mercados internacionales, pero si se insiste en pensar en esa posibilidad, empecemos por el principio: estimulemos la producción artística, protejamos el trabajo de los artistas nacionales, fomentemos la formación de gestores y agentes artísticos.

* Publicado orginalmente en Quincenario 2030 (abril de 2004).

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