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URUGUAY - INTENDENCIA MUNICIPAL DE MONTEVIDEO (IMM) - MINISTERIO DE EDUCACIÓN Y CULTURA (MEC) - CULTURA - AUTONOMÍA DE LA CULTURA - INDUSTRIA CULTURAL - ESTADO/NACIÓN - ESTADO - ARTE - ARTISTAS -


Aquí no hay durante ni después*

Carlos Rehermann
Uruguay no puede ser un país con industria cultural, como no puede ser un país con industria automotriz o aeronáutica. No es a través de la fantasía industrial que puede ordenarse la gestión estatal de la cultura. Si alguna vez instalamos industrias culturales, serán como las plantas automotrices que tenemos: cadenas de montaje importadas para armar objetos diseñados en el extranjero


De qué hablamos cuando hablamos de cultura



El director del Departamento de Cultura de la Intendencia Municipal de Montevideo
(IMM), Gonzalo Carámbula dice que "[...] la cultura es una necesidad básica, una condición insoslayable para toda construcción de futuro individual o colectivo y, simultáneamente, un capital inalienable [...]".

Para el director de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), Agustín Courtoisie, es importante "[...] el papel de coaligante que posee la cultura en la sociedad. La cultura es un factor de unión y armonía, y hay que ubicarla por encima de todo lo que divide, partidos políticos y corporativismos incluidos".

En general las definiciones de cultura son tan interesantes como vagas. Para el Estado, casi invariablemente la cultura es algo para, o un factor de. Se trata de visiones instrumentales de la cultura, que, mientras tanto, seguimos sin saber qué es.

En 1872 uno de los fundadores de la Antropología, el inglés Edward Taylor, definió cultura como un "complejo de conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos que el hombre adquiere como miembro de la sociedad". Los antropólogos definieron luego otros conceptos involucrados, como las categorías culturales
(arte, técnicas, creencias, etc.) y las esferas culturales (subgrupos dentro de una cultura considerada como totalidad).

Una acepción laxamente antropológica comenzó a circular a partir de mediados del Siglo XX, desde que Lévy-Strauss, otro antropólogo, encendió la mecha del estructuralismo. El concepto antropológico de cultura se convirtió en poco tiempo en la estrella académica de las humanidades, que se lanzaron a una furia analítica de la televisión, la historieta y la publicidad.

En 1996, el entonces director de la Dirección de Cultura del MEC, Thomas Lowy, alertaba acerca de una definición de cultura tan abarcadora que sirviera de coartada para la inacción estatal.
(¿Qué pasa con la cultura? Políticas culturales de la DC del MEC).

De modo que antes de comenzar a hablar de cultura es necesario dejar claro el significado se le adjudica a la palabra. La definición antropológica es inoperante: partiendo de ella podríamos concluir, por ejemplo, que los gestores de cultura deben preocuparse por los hábitos de defecación de la comunidad, un rasgo cultural relacionado tanto por las conductas alimenticias como por la altura de los retretes. En efecto, un país de carnívoros tiene tendencia al estreñimiento; el estreñimiento tiene relación directa con el cáncer de colon; ergo, es fundamental que el Estado atienda la cuestión escatológica como grave y urgente. ¿Pero no sería mejor que de ese asunto se encargara una Secretaría de Salud Pública, antes que un gestor de cultura?

Conviene no reírse de los ejemplos disparatados, porque si el Departamento de Cultura de la IMM no se ocupa del estreñimiento de los ciudadanos, sí debe hacerlo con el de los elefantes
(la oclusión intestinal de una elefanta fue noticia hace algunos años), ya que tiene a su cargo un zoológico.
La visión instrumental es peligrosa aunque restrinjamos la acepción de la palabra cultura. Últimamente hay cierta algarabía ante la constatación de que la cultura genera circulación de dinero en cantidades apetitosas.

¿Habrá, pues, que definir la cultura según su contribución al producto bruto del país? Semejante visión nos impondría cerrar la Biblioteca Nacional y todos los museos nacionales y municipales, la Comedia Nacional, las orquestas municipales y ministeriales, las escuelas de música y teatro y las Casas de Cultura, instituciones financiadas por el Estado que no generan más que gasto.

Esto es cultura, animal

Un verso de Fernando Cabrera dice:

Se engaña quien crea la verdad

Se trata de una frase que no sirve para nada: no informa, no describe, no califica; sin embargo, produce algo en quien lo escucha. El mundo no se puede ver de la misma manera antes y después de escuchar ese verso (y la canción que lo contiene, La casa de al lado). Y pese a la evidencia de sus efectos, la canción sigue siendo un aparato inservible. Pertenece a la clase de objetos que llamamos arte, una palabra con la que intentamos alejar la dificultad de definir aquel algo que nos produjo el verso.

El arte permite percibir la complejidad del sustrato estructural del mundo, y allí radica su importancia crucial: la expresión artística perturba la estabilidad de la percepción, cambia los modos de ver, y por lo tanto resulta especialmente adecuada para poner de manifiesto los sinsentidos de la estructura.

Cultura, para un gestor estatal, debería significar arte. Ni los fiscales
(MEC), ni los animales enjaulados (IMM), ni los guardavidas (IMM), ni el turismo (IMM), ni el registro civil (MEC) deberían estar bajo la administración de los gestores de cultura. Dicho en términos antropológicos, la categoría cultural que importa gestionar desde un organismo específicamente dedicado a la cultura, es el arte. Las categorías culturales ciencia, técnica, creencias, deportes, educación, etc., deberían ser atendidas por gestores especializados, tal como se hace con la salud, la economía, el trabajo o el turismo.

Pero la identificación entre arte y cultura, a los fines de la gestión, difícilmente sea aceptada por el Estado, porque para lo que pide un gobernante
(herramientas que resuelvan problemas), la cultura no tiene ninguna utilidad. Su signo de puntuación preferido es la interrogación.

Una de las principales funciones del Estado es autopreservarse. ¿Cómo puede gestionar, entonces, una actividad que tiende a destruir lo establecido?
La tensión no radica en la necesidad de recursos y la escasez de fondos, sino en la contradicción entre la necesidad de autonomía de la cultura y la funcionalidad que le exige el Estado.

El reino de la cantidad y el silencio sobre la calidad


La gestión estatal de cultura en Uruguay ha evolucionado positivamente desde 1985. Los apoyos a los artistas antes de los años setenta se limitaban a subsidios como el que Torres García recibía del Ministerio de Instrucción Pública, o el cargo de Director de Bibliotecas Municipales con que fue condecorado Onetti: aberrantes buenas acciones, que se justifican porque el Estado no disponía de adecuadas herramientas administrativas. El retorno a la democracia marcó el inicio de cambios en la administración tanto de la IMM como del MEC, que lanzaron, durante los años 90, programas específicos de apoyo a diferentes manifestaciones culturales. Casi todos estos programas han desaparecido: el Fondo Nacional para el Teatro
(MEC) se otorgó por última vez en 1997; el Fondo Capital (IMM) en 1999; Cultura en Obra (MEC) en el 2002 y el Plan Piloto (MEC) en 1997.
La caída de esos programas deja a la vista la indecisión esencial de un Estado incapaz de desprenderse de una visión instrumental, a pesar de haber iniciado un camino de racionalización de la gestión.

Entre los intentos que los gestores estatales realizan para obtener fondos y justificar gastos, especialmente en un país que comenzó el desarrollo de la gestión cultural a la salida de una dictadura, se encuentran discursos que ponen en la misma frase las palabras democracia y cultura; insensiblemente, sin embargo, "democracia" se convierte en "cantidad de público".

Los llamados a proyectos culturales que han realizado hasta ahora los gestores estatales siempre piden a los proponentes que describan el "impacto" que tendrá su propuesta.
Los proyectos que los gestores pueden defender ante los ordenadores del gasto son aquellos que muestran grandes números de convocatoria de público, y por lo tanto es natural que, especialmente en tiempos de crisis, los artistas favorecidos con apoyo estatal sean los que ya tienen una carrera establecida y pueden garantizar una atención más o menos numerosa de espectadores o consumidores.
¿Cómo medir el impacto de un hecho artístico? Gonzalo Carámbula propone una evaluación parecida a la del impacto ambiental.

La evaluación del impacto ambiental se funda en criterios cuantitativos: cuántos huevos han puesto los estorninos este año, qué cantidad de gorgojos de algodón hay por hectárea, cuánto cloro hay por metro cúbico de agua de río. Los modelos se basan en tablas de rendimientos, valores esperados de reproducción, tasas de mortalidad: números.
Pero la verdad es que no sabemos siquiera cómo evaluar el impacto de Dante o de Shakespeare; sólo podemos reconocer su grandeza. Si nos empeñamos en evaluar el impacto cultural, deberemos disponer de herramientas de valoración específicas de cada disciplina. Habría que poder decir que determinada obra es buena o no lo es, antes que nada, desde la obra misma.

Pero todos los gestores estatales dicen, con acierto, que el Estado no puede juzgar las realizaciones, sino que tiene que dar libertad a los creadores. Así como definir cultura con demasiada amplitud justifica la inacción, defender la libertad de creación puede servir de coartada para evitar el compromiso y por lo tanto el apoyo.

El diálogo exclusivo con grupos organizados que lleva adelante la IMM
(y en algunos proyectos el MEC) es la consecuencia de esa postura en contra de la valoración. Los gestores postulan su ecuanimidad a través de un sistema de relaciones interinstitucionales que los libera de la valoración de las manifestaciones que apoyan.

Lo que ocurre, entonces, es que no se valora pero se legitima. ¿Cómo puede entonces establecerse un criterio de evaluación del impacto cultural?

Hasta ahora, tanto la IMM como el MEC se han preocupado por mostrar cifras: cantidad de artistas que se presentan con su auspicio, cantidad de público de espectáculos gestionados por el Estado, cantidad de funciones realizadas en salas estatales.

Más que medir cantidades de público, el Estado debería comenzar por mapear la diversidad de ofertas que permitan luego establecer puntos de contacto entre artistas y público. Conocer grandes números puede servir para prever resultados electorales, pero tiene poco que ver con el fomento de la cultura.

Menúes y plato del día


La IMM se ha preocupado por facilitar el acceso del público al arte, a través de varios programas de subvención y descentralización. Pero ¿cómo promovemos el acceso de los artistas al público?

Mejorar el acceso del público al arte no necesariamente es democratizar la cultura. Si todos pueden votar pero hay una sola lista, no hay democracia.

Democratizar no es masificar. La cantidad de entradas vendidas, el rating de los programas de televisión, la ocupación de una sala no hablan de los gustos de las personas sino de las preferencias dentro de un paquete ofrecido. De paso, las grandes cifras suelen servir de justificación para la mala calidad y la pobreza conceptual, tal como quedó expresado hace años con alegre soberbia por Ángel Luna, desde su cargo de director de programación de Canal 10
(auténtico puesto de gestión cultural): en un coloquio organizado por la Cinemateca Uruguaya dijo que "si la gente me pide basura, yo no tengo más remedio que darle basura".

Las elecciones del público se realizan siempre a partir de una estructura de menúes -carteleras de cine y teatro, bateas de discos, anaqueles de libros-. Los artistas hacen, informan que hacen, y la gente selecciona lo que más le interesa. Sólo después juzga, y entonces recomienda o censura. La gente no pide basura ni joyas. No selecciona lo que quiere ver, sino lo que puede.

De manera que la modalidad de menúes administrados tanto por el Ministerio como por la IMM debe ser examinada cuidadosamente. La experiencia muestra que la gestión estatal de cultura tiende a ser restrictiva y sesgada.
El Ministerio puso en funcionamiento un programa denominado Cultura en Obra, a través del cual artistas de todo el país eran seleccionados para integrar un menú de actividades. Las Intendencias Municipales, de acuerdo a sus propios criterios, seleccionaban las actividades del menú. Todo el peso de la gestión para que una Intendencia seleccionara una actividad quedó, pues, en manos de los artistas, cuyos vínculos con los gobiernos departamentales determinaron sus posibilidades de resultar elegidos. El otro programa que funcionó desde el Ministerio fue el Plan Piloto, que juzgaba proyectos de grupos que mantenían alguna clase de vínculo con el Ministerio o las Intendencias, lo que implicaba una fuerte gestión anterior por parte de los artistas.

La IMM realiza ofertas de menúes de teatro en los que pueden participar solamente grupos o personas afiliados a gremios profesionales de teatro. No hay espacio para quien no pertenezca a alguna corporación. Los responsables aducen que la Intendencia debe relacionarse con organizaciones, porque atender a grupos no agremiados superaría su capacidad administrativa. Nuevamente, queda a cargo de los artistas el peso de la gestión
(en este caso, adquirir influencia dentro de las corporaciones que se relacionan con la IMM). Y otra vez los gestores reconocen el problema pero aducen que, aunque quieren hacer las cosas de otra forma, no se puede.

Sin embargo, la propia IMM realizó el Fondo Capital, y cualquiera podía presentarse en igualdad de condiciones a ayudas económicas para proyectos culturales que eran juzgados por comisiones independientes integradas por expertos. El recorte presupuestal que redujo a la mitad el rubro de cultura de la IMM provocó la caída de ese programa, lo cual parece una elección clara a favor del control de los menúes y en contra de la apertura de ofertas basadas en la calidad y no en la fuerza de tal o cual agremiación. También el MEC tuvo esporádicos sobresaltos aperturistas, aunque no pasaron de sustos.

Estado competidor y defensa del más fuerte


La situación de exclusión de muchas manifestaciones culturales se agrava cuando el Estado se asocia con empresas comerciales en competencia directa con privados, como hace la IMM al participar en la empresa Socio Espectacular.

La Intendencia ofrece sus servicios
(260 funciones por año de la Comedia Nacional, ingrediente esencial para el funcionamiento de Socio Espectacular) a precios muy inferiores al costo, el mismo dumping que Uruguay condena en la Organización Mundial de Comercio. Las instituciones privadas (como de hecho ha ocurrido con algunos grupos teatrales que se vieron obligados a retirarse de la empresa) le pedirían a Socio Espectacular más dinero, el necesario para poder funcionar.

Aunque muchos teatristas opinan que Socio Espectacular genera severos perjuicios al teatro independiente, la Intendencia valora como positivo que un gran número de personas
(unas 6.000) pueda acceder a espectáculos baratos. Ese beneficio se impone sobre la reducción de la diversidad y la amenaza de desaparición de numerosas obras de arte y artistas.

Los recortes del presupuesto para cultura se tornan graves para los privados cuando los organismos del Estado son a la vez productores de arte. La caída de fondos que sufrió la Comedia Nacional la obligó a salir a buscar apoyos de empresas e instituciones del medio. El elenco oficial dispone ahora de un cargo de Productor, que gestiona apoyos en competencia directa con los grupos independientes. Debido al dumping que practica, sus producciones son más espectaculares, pueden estar más tiempo en cartelera
(no pagan alquiler de sala y no importa si la taquilla da pérdidas), y al espectador le cuesta lo mismo o menos que una entrada a una función de teatro independiente; como además forma parte de Socio Espectacular, cualquier empresa preferirá dar su dinero a la Comedia que a un grupo que no puede dar garantías de permanencia ni de cantidad de espectadores. También la elección de textos sufre por la falta de recursos; quizá no habría habido tantos autores franceses y alemanes en los últimos años si no se hubiera necesitado el dinero que ambos países pusieron a su disposición.

Cuando quien debería dar apoyo se convierte a su vez en buscador de recursos en el mismo yacimiento que quienes deberían recibirlo, se favorece a tres clases de productores de bienes culturales: primero, a quienes tienen capacidad de negociación -por ejemplo, personas cercanas al poder político o empresarial-; segundo, a quienes dirigen grupos de presión -por ejemplo, personas con habilidades de dirección de corporaciones profesionales-; tercero, a quienes tienen capital, sea financiero o inmobiliario -por ejemplo, personas que pueden invertir en publicidad, o heredaron el edificio de un teatro -. Alcanza con tener alguna de estas cualidades; porque no tiene el menor valor la calidad del trabajo artístico que producen, ya que no existen mecanismos de evaluación.

Pero justamente el rol del Estado debería ser el de compensar la falta de habilidad de gestión de los artistas, y neutralizar las diferencias debidas a la pertenencia o no a determinada corporación, o la tenencia o no de capital. El Estado debería defender al más débil.

Sistema Nacional de Cultura: instituir el control


Desde 1996 se han realizado varios encuentros de Directores de Cultura, tanto departamentales como ministeriales, en los cuales se produjo cierta discusión y el principio de una coordinación que apenas pudo funcionar debido a dificultades quizá económicas. En 2003 se realizaron los últimos encuentros
(Asamblea Nacional de la Cultura), donde Gonzalo Carámbula presentó su idea para la creación de un Sistema Nacional de Cultura.

Como su concepto de impacto cultural, su Sistema es una metáfora ecológica. Lo compara con un ecosistema.
En una primera visión la idea es seductora: en un ecosistema diversos organismos interactúan transformando la energía del sol en una multiplicidad de manifestaciones que llamamos vida. Carámbula propone convertir los agentes productores de cultura y los agentes reguladores y gestores estatales y privados en integrantes de un sistema parecido.

El problema de las comparaciones es que no sirven. Los ecosistemas son abstracciones, simplificaciones y reflejos de una idea
(un axioma, es decir, un principio del que no interesa demostrar su verdad) de equilibrio universal. En el sistema social como en el propuesto falta un ingrediente esencial: lo que algunos llaman homeostasis planetaria, mecanismo de autorregulación de la Tierra. ¿Cómo funciona la homeostasis en un sistema de cultura? ¿El Estado es capaz de facilitar el equilibrio entre los diversos nichos culturales? ¿Y la fuente inagotable de energía que el ecosistema se encarga de transformar, el sol, dónde está en el sistema de la cultura? ¿Es el dinero?

La ecología es una metáfora idílica. Un ecosistema es más parecido a un infierno en guerra permanente: ocupación de nichos a la fuerza, devoración del más chico por el más grande, desgarramientos, mordeduras, aplastamientos, robos y usurpaciones. Todo ese desastre de pelea y muerte ni siquiera termina en un equilibrio, sino que produce un cambio
(cambio y sucesión son las palabras clave de los ecólogos) permanente, una deriva hacia otra cosa, azarosa, impredecible y quizá destinada al fracaso (la extinción de una especie, por ejemplo).

Puestos a discutir mediante comparaciones, nos perderíamos en ajustes de definiciones que no conducen a nada. Dejemos la ecología para los ecólogos. Después de todo, la especie humana se caracteriza por romper conscientemente las redes de intercambio de los ecosistemas. ¿Por qué habríamos de hacer lo contrario en el ámbito de la cultura?

La idea de sistema se origina en la necesidad de coordinar aparatos complejos constituídos por partes con cierta autonomía. Quizá los primeros que percibieron de esta forma la realidad fueron los generales aliados que planificaron la invasión de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial. La computación es un ejemplo de funcionamiento de sistemas: miles de programas independientes funcionan coordinadamente bajo un mismo Sistema Operativo. La sociología ha aplicado el concepto de sistema con cierta utilidad, especialmente para explicar un fenómeno denominado sinergia, concepto tomado de la fisiología, que significa estrictamente colaboración de varios órganos para realizar una función. Carámbula toma la acepción más común del término
(el resultado es mayor que la suma de los resultados de las partes), que no es el de la sociología, que sólo habla de un resultado distinto al de la suma de las partes.

Lo que se pretende cuando se propone una visión holística o gestáltica de este tipo es lo mismo que quiere un general antes de una invasión o un operador de computadora al ejecutar un programa: mantener el control. Pero ¿control para qué, de quién, sobre quiénes?

La fantasía de la industria


Los políticos piden industrias culturales, porque han aprendido que la cultura puede generar dinero. En su admirable inocencia, parecen creer que a diferencia de la industria automotriz o aeronáutica, la industria cultural no necesita capitales. Piensan que basta con ser finos creadores para competir con las redes salvajes de la industria internacional del entretenimiento. De modo que están más dispuestos a apoyar lo que se parece formalmente a los productos industriales internacionales, con la esperanza de que así se produzca algo de dinero. Pero la industria cultural tampoco garantiza que la cultura mejore; allí también habría que diferenciar esferas culturales: entretenimiento, propaganda, arte. El problema es que la industria del entretenimiento tiende a acaparar las redes de distribución y no deja espacio para las otras esferas culturales. En términos de metáfora ecológica, ya que estamos, la industria del entretenimiento es un depredador omnívoro capaz de adaptarse a cualquier nicho.

Uruguay no puede ser un país con industria cultural, como no puede ser un país con industria automotriz o aeronáutica. No es a través de la fantasía industrial que puede ordenarse la gestión estatal de la cultura. Si alguna vez instalamos industrias culturales, serán como las plantas automotrices que tenemos: cadenas de montaje importadas para armar objetos diseñados en el extranjero.

Por eso, deberíamos procurar la difusión de lo nuevo y lo diverso, la facilitación del acceso a lo marginal y lo infrecuente, la difusión de opiniones acerca de lo extraño y lo difícil. Porque lo conocido, lo igual, lo central, lo frecuente, lo común y lo fácil se promociona solo, se difunde por reacción en cadena, y tiende a reafirmar lo existente. Quizá es lo que queremos; hablamos tantísimo de nuestra alta formación cultural que tal vez estamos muy contentos con lo que somos, y entonces llegó el momento de dejar de hablar.

* Publicado originalmente en el Semanario Brecha (abril de 2004).

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