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                Un nuevo actor entró hace cierto tiempo al paisaje urbano 
                - como quien dice un fantasma 
                recorriendo Montevideo: 
                el carro de la basura. Del otro lado del tiempo, especie de antiovni, 
                aparecido en pleno centro, amontonando, deteniendo, congestionando, 
                molestando, afeando, hiriendo, nos obligó a ser rehenes 
                de su soberana indiferencia. 
              En otras palabras. Un 
                nuevo actor entró al paisaje 
                urbano -vengador del futuro- para destruirlo, para provocar la 
                explosión silenciosa del propio paisaje, del escenario 
                y del pequeño teatro (¿burgués?), para desnudar en su inutilidad 
                la mirada fotográfica 
                del urbanista, del esteta 
                y del sociólogo.  
 
                Exhibición grosera de tridimensionalidad: un paisaje 
                que sólo es capaz de hablarme de sus propias reglas de 
                composición, de pronto se concentra, se amontona, se coagula 
                en un objeto que salta de la superficie, que rompe las reglas 
                de composición precisamente porque las ignora; un objeto 
                con demasiada información, que habla (grita, 
                gesticula), desde 
                su más trivial superficialidad, del subdesarrollo, de las 
                formas sórdidas del mercado, del rebusque y de ocupaciones 
                raras, pero también de la mala vida, e incluso de los nuevos 
                circuitos póstumos de las cosas. 
              Esta concentración 
                nos ha involucrado, nos ha arrancado del "punto de vista", 
                de la mirada tranquila del paisajista, 
                y nos ha envuelto, nos ha rodeado, con olor, con ruido, con opacidad. 
                Nos ha devuelto el carácter atmosférico del mundo. 
              El carro mutante del hurgador 
                es una máquina opaca, 
                artefacto de bricoleur. Un asiento más una caja más un eje más 
                ruedas más un caballo más basura 
                más un mercado del requeche. Máquina de desplazarse, 
                máquina de carga, máquina de afear, máquina 
                de sobrevivir. Pero también y es lo que me interesa aquí, 
                máquina de destruir, o por lo menos, de desconstruir, de 
                despertarnos. Es un amontonamiento, un nudo, un proceso entreverado. 
                Su indiferencia tiene como correlato nuestra imposibilidad de 
                ser indiferentes: la vieja sensibilidad paisajística se 
                destruye. 
              Pero mientras tanto, hasta 
                su modo de generar discurso, asociaciones e ideas, parece maquínico. 
                Cruce complicado de culturas, 
                de emociones. Para decirlo de otra manera, cuando el carro deja 
                de ser máquina para 
                volverse signo y representación, para ingresar al mundo 
                del studium y del lenguaje, 
                lo hace de un modo oscuro y opaco, entorpeciendo el tránsito 
                tranquilo y dominguero de las ideas. 
              En primer lugar puede 
                ser signo e iconización 
                del decline and fall, del deterioro social, de una pérdida, 
                de aquello que alguna vez tuvimos. Signo en el que el augur de 
                un futuro de distopía, 
                una curva descendente que se intenta conjurar en un ubi sunt, 
                baladas nostálgicas y melindrosas: el centro estaba limpio 
                y prolijo y era transitable los fines de semana después 
                de las ocho, demolieron la casona de Rivera y Bulevar, exorcisaron 
                a los parroquianos del Sorocabana, ya no se lee 
                sino tonterías, la poesía 
                y la creación no se difunden. Las calles se llenan de carritos 
                de basura. A éstos me gustaría llamarlos regresistas. 
              En segundo lugar. El carro 
                es también signo e iconización, pero no de la decadencia 
                sino del atraso social, 
                del pasado, de aquello que hay que superar y dejar atrás 
                en nombre de un futuro. El carro deja así de ser un "nuevo 
                actor" y empieza a ser una pervivencia pegajosa y extemporánea, 
                incrustación cancerosa del pasado en el cuerpo 
                del presente, que impide la utopía 
                (llámese 
                desarrollo suizo o socialismo), 
                que detiene la marcha hacia el futuro. El carro es, en todo caso, 
                máquina torpe, máquina lenta: complica el tánsito 
                en el centro, complica el fluido del pensamiento, complica la 
                marcha hacia la utopía. 
                A éstos quiero llamarlos progresistas. Mientras 
                que el regresista, ante la parición del carro, ponía 
                cara de dónde-iremos-a-parar, el progresista dice "parece 
                mentira que aún hoy". 
                A diferencia del regresista, que lo ve invariablemente con molestia 
                y desagrado, la carga afectiva con la que le progresista teoriza 
                el carro puede ser múltiple y contradictoria: simpatía, 
                culpa, odio, pena, temor. 
              Ahora bien, es difícil 
                determinar cuánto hay 
                de regresista en el progresista, cuánto de lo que en 
                el reaccionario era anticipo de un futuro atroz, se ha convertido 
                - cambiando de signo - en el pasado residual intolerable del progresista, 
                solamente para volverlo cuerpo extraño, extemporáneo, 
                excepción, fantasma. Cuánto de lo que muchas veces 
                se combate con el nombre de "atraso social" es no solamente 
                distribución mala e injusta de bienes y riquezas, sino 
                la incompletud de un proceso sociocultural evolutivo cuya terminal 
                es el libro, la teoría (¿qué 
                es la utopía, sino libro, 
                escritura?) 
                -en cualquier caso, la estabilidad de una teoría sobre 
                las luchas sociales es mejor que los accidentes y las contradicciones, 
                trágicos o cómicos, 
                de las propias luchas; el análisis de la composición 
                de la sociedad en clases y el mapa 
                de la distribución de clases es mejor que describir 
                los procesos de lucha. 
              Tercero. El carro del 
                revoltoso puede ser también heráldica soft 
                del ambiente mutante, su 
                postal, su estampita. Lo que antes era futuro terrible o pasado 
                intolerable, ahora se fija, vuelve a ser paisaje instantáneo, 
                rasgo folclórico, objeto de una mirada estética. 
                Recuerdo el clip publicitario del diario El Día 
                ("el común y el 
                diferente") y, 
                algo menos alejado, el del diario El País ("el grito del canilla"). El primero, liviano y diurno, 
                componía en un collage el agradable folclore de la microinteracción urbana 
                al comienzo del trabajo y del día (madre 
                despide a hijo escolar, negocios abren, desayuno familiar, diario 
                tapizándolo todo). 
                Perdido y confundido entre tanto optimismo productivo, residuo 
                nocturno, un carro de basura pasa, ya travestido 
                en rasgo exótico de Montevideo, en atracción turística, 
                trazo identitario el Cerro o el perfil del Palacio 
                Salvo. 
              El segundo era gótico: la noche, las fogatas, el viaducto, 
                la crónica roja, el mutante, el travesti. 
                Y allí, devueltos por fin a su hogar estilístico, 
                los carros de basura. Esto es, propiamente, un intento reaccionario 
                de traducir el ambiente mutante 
                en estética, en poesía. Intento de darle un grosor, 
                un estilo, estatura lírica 
                y grandeza. Intento de meter el carro de basura en la biblioteca 
                del poeta. Intento de convertir el ambiente en paisaje, de bidimensionalizar 
                el espacio. 
              Paisaje 
                marciano, hermoso 
                y hostil, que los terráqueos miran -sin respirarlo- mientras 
                el poeta y el decorador adjetivan, describen y comentan -convertir 
                a Montevideo en Cuidad Gótica, 
                decorado (signo estético 
                de lo feo y lo bizarro) 
                que finge la monumentalidad de las pirámides. Pero en el 
                ambiente mutante nada parece haber de inmemorial, ni siquiera 
                de perdurable. Sólo hay ciudades 
                instantáneas dentro de la ciudad, ciudades de papel y de 
                bolsa, provisorias, sin pasado y sin futuro y sin ninguna grandeza 
                -la feria vecinal, la calesita, 
                la pensión, 
                el carro de basura. 
              La poesía del lumpen 
                y del desclasado, la estética 
                del no terapizable, del inclasificable, del mamado, del que 
                no cabe en la ciudad ni en 
                el futuro, ya no tiene el menor sentido: el mutante y el carro 
                ya no son rarezas sobre las que solamente quepa o bien hacer poesía 
                o bien ciencia. 
              Finalmente. El carro, 
                igual que en el caso anterior, es sacado del tiempo y del relato, 
                para volver a ser clavado por la mirada, 
                pero esta vez no del esteta, sino del técnico y del científico. 
                Aquel decora y trasviste, convierte lo feo en Mad Max; 
                éste asea y bautiza, convierte lo feo en útil, en 
                rol, en función. Deseo des-comunal de empadronar el carro, 
                de inscribirlo, de escribirlo. Deseo ingenuo de teorizar al revoltoso, 
                de comprenderlo contra un fondo de estabilidad. El progresista 
                decía "el hurgador y el pichi no tienen lugar en 
                el futuro", el técnico complementa observando 
                que mientras no podamos acabar con la pobreza, 
                lo mejor sería esconderla. 
            Su forma de esconder
            al hurgador consiste en darle el título nobiliario de
            clasificador, como hiciera la Intendencia de Montevideo. 
              Instalemos el carro en 
                la cadena productiva, invistámoslo de dignidad, hagamos 
                de la máquina de sobrevivir una máquina de clasificar, 
                de limpiar como de reciclar, de ecologizar. 
                El circuito póstumo de las cosas: yo te reciclo. Asistente 
                social, engagée y culposo, que intenta neutralizar 
                con un discurso sobre roles ocupacionales y especialización 
                laboral, sobre la técnica y la división 
                del trabajo, una máquina sociocultural, lenta y opaca 
                y mutante que lo supera. 
             
            * Publicado
            originalmente en La República de Platón
            Nº 3
          
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