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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



AUTORETRATOS - IMAGEN - MÁSCARA - IDENTIDAD -


La última mirada (Autorretratos de las postrimerías)

Eugenio Trías
La última mirada del rostro a punto de iniciar su definitivo Gran Viaje aparece bajo la forma de un Icono


La pintura halla, quizás, su prueba decisiva en el autorretrato. Este parece restablecer el carácter especular que constituye, quizás, su más secreta verdad. En el reto que el espejo suscita al pintor éste parece desprenderse de toda adherencia adjetiva; alcanza, por fin, el desnudo integral. Y la pintura tiende hacia el desnudo como el imán hacia el hierro.

Todo cuadro pictórico nos muestra siempre un relato, una narración; eso sí, quintaesenciada en la pátina de una imagen pura, bidimensional, en la que la pintura descubre su propio elemento. Y en el autorretrato el pintor trata de mostrar, en imagen, el propio relato y narración que determina su propia identidad. Una identidad en estado perpetuo de cuestionamiento y crisis. Los escritores recurren a diarios, dietarios y apuntes diversos para cerciorarse de su propia narración, de aquella de la cual son arte y parte; los pintores, los grandes pintores, recurren al autorretrato.

Pero éste adquiere un carácter muy peculiar cuando se produce en las postrimerías de un largo relato biográfico de creación. Entonces el desnudamiento es más cabal, o se realiza más a conciencia. Rembrandt es, en este sentido, el paradigma insigne de esa forma postrera de captación especular de su propio rostro; de su mirada; de esa mirada que él mismo arroja sobre el cuadro, en el cual el acto de mirar queda, de esta suerte, objetivado, produciéndose la plena identidad del sujeto y del objeto.

Es como si, de este modo, el pintor nos ofreciera el propio acto a través del cual muestra eso mismo que nos muestra. Se capta en el autorretrato la propia mirada que produce esa captación. En ella se alcanza, en el plano sensible, el más radical filosofema aristotélico, aquél relativo a una inteligencia que en el propio acto de entender se "intelige" a sí misma. Quizás sea éste uno de los modos humanos que más se aproximan a esa definición aristotélica de la divinidad.

La humanidad, y su carácter limitado y mortal, se manifiesta en el estigma de imagen sensible en que esa captación especular y reflexiva acontece en el autorretrato.
En las postrimerías de la vida del pintor parece que la presión del límite es radical. Y eso genera una forma muy peculiar de presentación en los autorretratos. Esa forma es perfectamente visible en la colección que en esta exhibición se muestra. Tal forma es, a mi modo de ver, la de una rigidez hierática de gran solemnidad, en la que todo rastro de lucha, o de agonía, con su cuota emocional de angustia, miedo o temor ha sido, casi de forma íntegra, sublimada.

No es que no queden huellas de esa lucha convulsa, agónica, que el pintor viviente libra con y contra su propia sombra, o en relación a una muerte que se le aparece próxima, casi hermana. Pero esos rastros y esas huellas han sido, como digo, sublimados. Y en esa sublimación sobreviene una especie de quietud sagrada, o una aquiescencia de un orden oculto sacro en el cual, de forma claramente liminar y limítrofe, la última mirada del rostro a punto de iniciar su definitivo Gran Viaje aparece bajo la forma de un Icono.

Como si se tratara de un rostro plenamente objetivo, externo y casi ajeno a las vicisitudes históricas, pasionales y narrativas del personaje que lo encarna. O como si esas vicisitudes del acontecer se hallasen condensadas en una máscara definitiva en la que resaltan, al modo de un Pantocrátor, o de un Ídolo africano, la magnitud desmesurada de unos ojos que se salen algo de sus órbitas en la expresión de la magnitud de lo que perciben: la inmensidad sin límites de lo sagrado.

Más que autorretratos semejan máscaras. Los personajes revelan en esos autorretratos efectuados en el estribo o el umbral de la propia vida a punto de extinguirse su naturaleza icónica de máscaras; máscaras en cierto modo exentas, casi ajenas, en relación a quien les concede vida y sustento. Que sin embargo está hecho y derecho, como en un jeroglífico único y definitivo, en ese rostro en el cual, quizás, podemos reconocer su más íntima y recóndita identidad.

Resuena a través de esas máscaras el silencio hierático de lo sagrado, que invade el rostro y los ojos hasta fijarlos en una especie de reposo rígido y majestuoso. No hay el menor atisbo de movimiento ni de dinamismo, o de fuerza potencial que pudiera ser desplegada, en esos rostros convertidos, en su travesía del límite, en auténtico material sagrado.
Persona significa en latín "máscara": aquella a través de la cual "resuena" la voz del actor o protagonista personare.
Estos dramatis personae que en esta exhibición se muestran tienen en común lo que a través de sus máscaras resuena: ese silencio hierático que invade el espacio de su travesía hacia el más allá del límite del mundo.

No hay en esos rostros ya alegría ni dolor; placer ni displacer; felicidad ni amargura. Todo el complejo y tupido relato de los cambios emocionales de fortuna e infortunio ha sido trascendido.

Estos rostros nos miran desde más allá de la tragedia y de la comedia. No ríen; pero tampoco lloran. Están ahí para que los contemplemos en un acto que trasciende la pura fruición estética. O que sublima ésta hacia el acto de veneración propio de la actitud religiosa ante lo que posee virtualidad y valencia sagrada.

Esos autorretratos de pintores de tradición inequívocamente moderna parecen recuperar, en el último aliento de su creación postrera, el hieratismo solemne del icono, de manera que modernidad y tradición religiosa descubren, en el límite, una conjunción in extremis. Como si al llegar a la última verdad de la existencia el tiempo se curvara sobre sí y, al igual que en el recinto sagrado del Grial, según lo testimonia Wagner en su Parsifal, el tiempo se volviera espacio.

* Publicado en Insomnia

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