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ISSN 1688-1672

 



METÁFORA - LENGUAJE -

Metáfora, 'explicación', y enseñanza del lenguaje (III)

Aldo Mazzucchelli
Los hábitos lingüísticos son una fuerza económica que permite hacer más y más eficiente el conocimiento, la manipulación y la comunicación en lo real. Reducir el sentido de un lenguaje a su semántica, es acaso reflejo de esa necesidad de eficacia en el dominio del conocimiento lingüístico

C- Metáfora y 'apertura de mundo'

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Metaforizar es nombrar, nombrar es bautizar. Sólo puede bautizarse una vez. Por tanto, la metáfora está condenada a morir en lo habitual. La vida del ser, la vida del espíritu, es la vida en la metáfora. La metáfora es la respiración del ser inmerso en el mundo por descubrir, y los cambios del ser que se dan en la interpretación del texto por excelencia, que es la metáfora, son el modo característico de darse al ser el incremento de conciencia en que puede decirse que consiste vivir.

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Cuando se es hablado por el decir social, el decir colectivo, la lengua en sus oraciones habituales, el hombre vive en su capacidad de manipular, pero está como muerto para el descubrimiento del sentido.

Repite lo que otros descubrieron y quedó fijado en las relaciones operantes de la lengua, y parecería que no tiene suficiente intensidad de percepción propia como para fundar el propio mundo, la propia patria de significados. Cuando vive en la metáfora, se adentra por caminos que nunca antes ha recorrido, contribuye al incremento de conciencia de sí y de todos al dotar al lenguaje de nueva referencialidad. No sólo los poetas viven en la metáfora, sino todo hombre. Sobre el 'lenguaje', tal vez sólo pueda decirse que la metáfora verbal es el modo en que el lenguaje humano empuja al ser a ampliar su capacidad perceptual.

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En la vida de la metáfora
(en el evento circular de la interpretación) el ser se enriquece al aumentar la perceptividad. En la vida del hábito, el ser se afirma en lo estático al autoconfirmar-se el mundo. La vida del sentido considerada en tanto 'reglas del lenguaje' ('semántica'), es la tendencia que todos tenemos a comprender lo dicho como lo ya oído.

Los hábitos lingüísticos son una fuerza económica que permite hacer más y más eficiente el conocimiento, la manipulación y la comunicación en lo real. El intento de reducir el sentido de un lenguaje a su semántica, a un sistema semántico estructurado y ordenado, es acaso reflejo de esa necesidad de eficacia en el dominio del conocimiento lingüístico.

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Es cierto que existe una poderosa habitualidad en el lenguaje, pero ésta consiste en que determinados sonidos o grafismos son parte de (y no "son asociados con") determinados estados existenciales. De no ser así, la frase que inserto a continuación: "El elefante enroscó su trompa hacia el ocaso" no nos despertaría las asociaciones visuales y espaciales que sin duda les despertará a los lectores (y a algunos, incluso, ciertas vagas referencias equívocas a Julio Herrera y Reissig), aunque nunca hayan visto semejante bizarro espectáculo.

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Esta habitualidad es uno de los componentes necesarios del lenguaje. Pero ello no nos autoriza a sacar la conclusión de que se puede comprender el significado del lenguaje estudiando su forma habitual.

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El lenguaje no es una cosa, sino un evento, el cual no se explica de ninguna manera (el lenguaje no puede "explicarse" de ninguna manera, después de todo) describiendo sólo esa polaridad. La descripción de proteicas fuerzas enfrentadas se manifiesta de modo completo -y también por ello y en ello tiene en parte la forma de lo teorético- siempre en el lenguaje usado para algo. Y para la enseñanza, esto es clave.

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Las fuerzas enfrentadas en el lenguaje son la creatividad y el hábito, y una no puede existir sin la otra. No tiene sentido decir que el lenguaje "crea" si no vemos que para crear lo nuevo debe presuponer y apoyarse en lo anterior, en lo ya conocido.

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Por todo lo anterior, la creatividad es a la metáfora lo que el hábito a la 'semántica'. Así como no puede predecirse qué aspecto tomará un signo en la interacción basándose sólo en su esqueleto o esquema semántico (porque la expansión del signo se da exclusivamente en la acción intencional de usarlo), así también podemos decir que nada nuevo se nos dará salvo que esté basado en el esqueleto sólido de lo habitual, o sea, el mundo ya nombrado hasta hacerlo no lingüístico, sino sólo (en apariencia) directamente perceptible.

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Las discusiones pedagógicas en torno al lenguaje a veces oscilan entre considerar lo que ocurre en la enseñanza del lenguaje como una cuestión de enseñanza de una técnica, o como integración del sujeto a una tradición. Ninguna de ambas cosas, en el supuesto caso de que puedan hacerse, podrían hacerse sin que el sujeto se plantee resolver alguno de sus propios problemas. No es que resolver problemas no lingüísticos se logre adquiriendo alguna técnica de lenguaje: cualquier cosa que podamos llamar 'técnica de lenguaje' se adquiere, más bien, en el mismo acto de resolver problemas propios. Y no es entonces que el conocimiento del lenguaje sea una herramienta democráticamente 'dable' en la escuela a través de un método. El aprendizaje y el lenguaje no son elementos de esferas diferentes, sino los modos recíprocos de darse el conocimiento según lo hacemos sonidos y lo hacemos cambio de mundo.

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Conocimiento del lenguaje y aprendizaje son cosas que se hacen mutuamente. Están a servicio mutuo del siguiente modo: conocer es ampliar el mundo aprovechando y en cierto sentido borrando todos los significados del mundo anterior. El lenguaje, porque es móvil en lo que se intuía estructuralmente como 'valor', permite tomar esas nuevas formas que se dan con el nuevo conocimiento. El lenguaje se viste cada vez de nuevo haciendo que todo encaje, porque el crecimiento del lenguaje significa que éste reordena todas las -y todas sus- relaciones.

Pero ver todo eso como una estructura de relaciones, implica olvidar lo que la vivifica, su ser como reenvío mutuo permanente. Por eso si se puede decir y describir un aspecto del lenguaje en la analítica de las formas, a la vez ese decir obtura en su forma el decir algo con sentido pleno.

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Toda la analítica del lenguaje pierde su poder al desarrollarse, porque al hablar reduce su objeto a un ejemplo del 'objeto' del que quería hablar.

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El lenguaje da y quita, y en ello es exactamente como Jano.
Cuando no queremos que nos dé, nos da -es decir, cuando vamos directamente más allá de él, y al no mirarlo no aceptamos que nos escamotee lo nuevo a través de lo viejo-. Es el símbolo lingüístico, habitual, cuando es eficaz.
Cuando queremos que nos de, nos escamotea -presentándonos lo nuevo sólo teñido y manchado por lo anterior.

Es la metáfora, un chispazo que se apaga justo cuando estábamos a punto de develarlo del todo porque no podemos mirar para adelante sin estar a la vez mirando para atrás. No de otro modo le ocurrió a Orfeo, poeta pero al final sirviente de Apolo -del logos-, que miró en el último momento hacia las sombras, hacia atrás.

El rastro de esa luz es el incremento posible, aunque siempre manchado, de ser en la experiencia, que parece consistir en dar forma y hacer propio a lo dado como voluntad y llamada, muda y cambiante.

Referencias bibliográficas

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