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URUGUAY - FERIA DE TRISTÁN NARVAJA - RASTRO - FERIAS -

La feria de Tristán Narvaja y un prólogo de Susan Sontag (I)*

María José Santacreu

"Pequeños tesoros" pueden ser objetos, obviamente, pero también flashes visuales irrepetibles, olores mezclados, frases rescatadas del bullicio, un vértigo de estímulos encontrados, contradictorios, agradables, molestos, insólitos, frecuentemente demenciales


"Es la entrada a un rastro. No se paga. Acceso gratis. Gentes desaliñadas. Vulpinas, jaraneras. ¿Por qué entrar? ¿Qué esperas ver? Veo. Compruebo qué hay en el mundo. Lo que ha quedado. Lo desechado. Lo que ya no se valora. Lo que tuvo que ser sacrificado. Lo que alguien creyó que podía interesar a otro. Pero es
basura. Si allí, aquí, ya lo han escudriñado. Pero aquí puede haber algo valioso, aquí. Valioso no es la palabra. Algo que yo quisiera tener. Quisiera rescatar. Algo que me habla. Para mis anhelos.

Que hable a, hable de. Ah...
¿Por qué entrar? ¿Te sobra tanto el tiempo? Mirarás.Te extraviarás. Perderás la noción del tiempo. Crees tener tiempo suficiente. Esto siempre toma más tiempo del que tú crees. Luego tendrás prisa. Te enojarás contigo. Querrás quedarte. Sentirás tentaciones. Sentirás asco. Las cosas están mugrientas. Algunas rotas. Mal pegadas o sin pegar. Me hablarán de pasiones, fantasías de las que nada necesito saber. Necesito. Ah, no. De todo esto no necesito nada. Algunos los acariciaré con la mirada. Otros los sostendré en la mano, los tocaré suavemente. Mientras me observa, experto, el vendedor. No voy a robar. Lo más posible es que tampoco compre.

¿Por qué entrar? Sólo para
jugar. Un juego de reconocimientos. Saber qué y saber cómo era, cuánto debió ser, cuánto será. Pero quizá no para hacer una oferta, para regatear, no para comprar. Sólo mirar. Sólo vagar. Libre de preocupaciones. Sin nada en mente.

¿Por qué entrar? Hay muchos lugares como éste. Un campo, una plaza, una calle recóndita, un arsenal, un aparcamiento, un muelle. Podría estar en cualquier parte, aunque se da el caso de que está aquí. Lleno de todos los demás lugares. Pero yo entraré por aquí. Con mis jeans y mi blusa de seda y mis zapatillas de tenis: Manhattan, primavera de 1992.

Una experiencia rebajada de pura posibilidad. Éste con postales de estrellas del cine, aquélla con su bandeja de anillos navajos, este otro con el perchero de cazadoras de aviador de la Segunda Guerra Mundial, el de más allá con los cuchillos. las maquetas de coches de él, los platos de cristal tallado de ella, las sillas de junco de él, los sombre-ros de copa de ella, las monedas romanas de él, y allí... una joya, un tesoro. Podía suceder, podía verlo, puede que yo lo quisiera. Podría comprarlo como regalo, sí, para alguien. Por lo menos, habría sabido que existe y que apareció aquí.

¿Por qué entrar? ¿Ya basta? Podría descubrir que no está aquí. Dondequiera que se encuentre, a menudo no estoy segura, podría devolverlo a su lugar en la mesa. El
deseo me guía. Me digo lo que quiero oír. Sí, ya basta.
Entro."

Susan Sontag



Montevideo,
verano del dos mil. O Manhattan, primavera de 1992, tal y como fecha Susan Sontag el prólogo a El amante del volcán y que reproducimos como introducción a esta nota. "Hay muchos lugares como éste", dice Sontag, "podría estar en cualquier parte", continúa. Un domingo cualquiera en Tristán Narvaja, por ejemplo.

La feria de Tristán Narvaja es interesante de una manera resonantemente obvia. Es decir, hay muchísimas razones que se pueden citar, esgrimir, blandir para defender una nota sobre un lugar como éste. Pero si usted piensa que habrán varios libros que recojan su historia y rescaten sus personajes o que simplemente podrá saciar su curiosidad encaminando sus pasos al servicio de publicaciones de la Intendencia, bueno, sencillamente se habrá equivocado.

Un libro de Antonio Vivalda, publicado por Arca en 1996, uno sobre el barrio del Cordón de la Intendencia y otro de la Fundación Banco de Boston también sobre éste barrio y poco más encontrará el curioso. Y notas de prensa como ésta, que, gracias a dios, se perderá irremediablemente.

"Dijo el basurero a la ensaladera: yo también soy ecléctico."

El aforismo de José Bergamín es cruelmente gracioso: el eclecticismo no es necesariamente una virtud. Pero para quien alberga un espíritu de hurgador, un basurero puede ser el paraíso.

La Feria todo lo junta, lo más alto y lo más bajo, la antigüedad valiosa y el desecho irredimible, el turista adinerado y el más pobre y desastrado de los individuos. La fascinación que puede ejercer sobre una persona a la que le guste encontrar pequeños tesoros (subjetivamente valiosos) puede ser infinita. Esos "pequeños tesoros" pueden ser objetos, obviamente, pero también flashes visuales irrepetibles, olores mezclados, frases rescatadas del bullicio, un vértigo de estímulos encontrados, contradictorios, agradables, molestos, insólitos, frecuentemente demenciales.

Libros viejos, juguetes de plástico, animales embalsamados, pelucas, armas, encajes, alimentos enlatados, fonógrafos, animales amaestrados, banderines, lechones, termos, sirenas, discos, revistas de cine, espejos, animales fabulosos, cuchillos y tenedores -algunas cucharas-, perros sueltos, pipas, billetes, postales, animales que se agitan como locos , pilas, madejas de lana, lentes, botellas, porcelanas, animales innumerables, bastones, platos, biblias, sombreros, animales dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, posters, rulemanes, diskettes, chorizos, regaderas, animales que acaban de romper un jarrón, carteras, sellos, botones, animales incluídos en esta clasificación, manteles de hule, fotografías fotocopiadas, flores, animales que de lejos parecen moscas. Y que de cerca, son moscas. Etcétera.

Lo anterior no quiso ser pretencioso sino mostrar como la insólita clasificación borgeana de los animales de la "cierta enciclopedia china", no desentonan con un catálogo de objetos posiblemente hallados en Tristán Narvaja (bueno, o casi. Todos hacemos trampas y los "animales pertenecientes al Emperador" lo arruinaban todo.) No creeemos exagerar si decimos que el comienzo de El idioma analítico de John Wilkins lo que provoca en el lector es la avidez por seguir leyendo la enciclopedia china de la cual Borges sólo nos da un atisbo, de entrar en el maravilloso mundo donde tal enciclopedia es posible.

(Dos muchachos medio dormidos en un portal. A sus pies duerme un perro viejo, sin raza definida, bastante cansado y tranquilo. En su cuello está atado un gran cartel de cartón que parece no alterar su reposo. Se vende.)

El paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección

El gran atractivo de la feria puede ser esa belleza de la que hablaba nuestro manoseado Conde, esa que nace de los encuentros fortuitos e insólitos, de juntar lo que está irremediablemente separado y producir una nueva chispa de sentido. Pero también en tanto abre un espacio de libertad y caos a quien se deja perder en sus vericuetos.

Es asi que el elemento lúdico cumple en muchos casos un papel primordial. La feria es, más allá de la obviedad del aserto, la suma de sus partes: una especie de
puzzle, un modelo para armar de acuerdo al gusto del consumidor. Puedes guiarte por el azar, puedes trazar tus recorridos, puedes ir sin rumbo y optar por desconcertar a un perseguidor imaginario. Puedes comprar las frutas para la semana e irte a tu casa. Puedes sentirte amenazado por la multitud o protegido por ella. Puedes odiar a cada uno de los que pasan a tu lado. O los puedes ignorar como si no existieran. Un espacio de posibilidades.

Exactamente eso es lo que sucede en todo momento, la apertura de un haz de posibilidades que incluye la estafa, el hallazgo sorprendente, el asco, los rostros extraños, la oferta imposible, el robo o un montón de conversaciones extravagantes.

El visitante asiduo tiene sus circuitos: los libros, las casas de antigüedades en un día particularmente equilibrado, las cercanías de 18 de julio cuando se siente parte de la fiesta, los sucios arrabales en un día miserable, la feria "en sí" cuando se está dispuesto a las más violentas oscilaciones de ánimo.

La calle de los libros, Paysandú, parece ser solo una gran mesa de ofertas indiferenciadas, pero luego de un tiempo de frecuentarla uno sabrá qué libros aparecen de cuando en cuando y cuales nunca han estado alli, aunque desconozca la razón. Se puede estar medianamente seguro que con muy poco de tiempo uno podrá conseguir el Psalmo a Venus Cavalieri de Roberto de las Carreras, editado por Arca y a un precio exiguo.

Con un poco de paciencia se podrá casi completar la obra de J.G. Ballard e inclusive se puede tener la certeza que tarde o temprano aparecerá, por ejemplo, Morfología del cuento de Vladimir Propp. Pero es casi imposible encontrar nada de Salinger o Lispector, es difícil hallar Bernhard o DeLillo y prácticamente imposible encontrar a Gombrowicz. No es que no se encuentren libros de estos autores en Montevideo: simplemente no están en la feria.

(- ¿Cuánto sale?
- Cinco pesos
- ¿Cinco pesos vale esta porquería?
- Ahora vale diez y la única porquería que yo veo es a Usted...)

Historia de ferias y de esta feria

Cuando uno se imagina el mundo antiguo hay una feria como telón de fondo y lo que varía son las mercaderías y el idioma del regateo, aunque si estamos de ánimo hollywoodenese podremos vislumbrar polvorientos toldos caqui en el desierto y a rayas azules y blancas en el mediterráneo.

Las ferias fijas se consolidaron bajo el Imperio Romano y fueron éstos quienes las introdujeron en la Europa del norte para promover el comercio con los territorios conquistados. Cuando el Imperio Romano de Occidente cayó en el siglo V, virtualmente todo el comercio organizado en Europa ceso hasta el siglo VII. El comercio revivió bajo Carlomagno y las ferias evolucionaron desde los mercados locales, particularmente en puntos de
tránsito de viajeros y donde la gente se congregaba para fiestas religiosas.

Las primeras grandes ferias fueron la de Saint-Denis, cerca de París, en el siglo VII y las ferias de Pascua en Colonia, Alemania, en el siglo XI. A partir del siglo XII y por cientos de años, las ferias de Champagne, Francia, fueron las más populares de Europa.

La feria de Tristán Narvaja también tiene su historia, porque no siempre fue lo que es ni estuvo donde está. Pero dejemos que sea Antonio Vivalda quien se refiera a ella, que para qué intentar contar de nuevo lo bien contado, sobre todo cuando relato posee el atractivo extra de denominar "utopía finisecular" a la feria en sus origenes y "jurista de mérito" a Tristán Narvaja.

Vivalda, establece que el origen de la feria se remonta a la proposición de Luis de la Torre a la Comisión de Agricultura de creación de ferias semanales agrícolas: "Así, el domingo 15 de abril de 1878 con la presencia del Gobernador Lorenzo Latorre y sus ministros, fue inaugurada la primera feria semanal en la Plaza Independencia. la misma que con el tiempo se extendió por el comienzo de la Av. 18 de Julio, tenía por entonces dos elementos característicos que hoy nos resultan particularmente extraños: el primero era que a las diez de la mañana un rematador subastaba todos los productos no comercializados y el otro era que existía en la feria una sección destinada para que los propios agricultores que venían a ofrecer sus frutos pudieran comprar allí mismo los insumos que demandaba su tarea: semillas, granos, instrumentos de trabajo y hasta literatura agrícola.

Pronto se vio que para hacer posible esta especie de utopía finisecular, mezcla tempranera entre feria y remate, se necesitaba de mayor flexibilidad tanto en el horario -que fue acercando su finalización hacia el mediodía- como en una forma de comercialización que sustituyera a la rígida subasta. Por aquellos tiempos la feria era principalmente eso, una feria. En ella, además de un mercado, permanecía el recuerdo de la tradición europea de las ferias medievales concentradoras de todas las novedades del mundo conocido. (...)

La feria de antaño era una verdadera feria de novedades. Naturalmente se vendía de todo, pero además existían atracciones en teatrillos o se hacían demostraciones de forzudos, se tiraba al blanco y se exhibían placas fotográficas estereoscópicas que la mayor parte de las veces eran de dudoso gusto. Este sistema cayó pronto en desuso por lo que las autoridades intentaron alejar la feria hacia los suburbios, disponiéndose el cambio primero a las inmediaciones de la Plaza Cagancha (primero en la calle Queguay, llamada Paraguay luego de 1915, y con posterioridad en la calle Ibicuy al Norte, que hoy es denominada Rondeau) y luego a un terreno baldío que existía donde hoy se levanta el Palacio Municipal, antes de dividirla en dos aún más alejadas.

A partir del domingo 3 de octubre de 1909 una se extendería por la calle Cuareim desde Av. Agraciada a la calle Guatemala, en el barrio de la Aguada. La otra, desarrollada en el barrio del Cordón por la calle Yaro desde 18 de Julio a la Paz no es otra que nuestra mismísima feria antes de que las calles de la zona de los alrededores de la Facultad de Derecho cambiaran sus denominacion primitiva, de naturales nombres indígenas de origen guaraní, por otros propios de algunos juristas de mérito.
"

(Un hombre tiene un modesto puesto. Vende objetos de diversa índole, prolijamente colocados en un paño en el piso. A su derecha ha colocado una inmensa cabeza de jabalí embalsamada. "¿Cuánto?", pregunta un hombre. "A no, eso no lo vendo. No sabe lo que me costó que se quedara así de quieto...")

* Publicado originalmente en Insomnia Nº 113

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