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              El monstruo, me dicen, 
                se parece a la máquina. 
                El monstruo compone, suelda, anuda partes de diferente naturaleza 
                y origen, hasta coagular la figura final multiestilística 
                de un organismo complejo. La arquitectura morfológica barroca 
                se contrapone a una arquitectura funcional deslumbrante: una máquina 
                de matar, una máquina de aterrorizar, una máquina 
                de desear, de ser deseado, 
                de odiar, de amar, de no 
                morir. 
              Jean Paulhan decía 
                que "nada se parece tanto a la mediocridad como la perfección". 
                Por eso, morfológicamente, todo monstruo es, por definición, 
                un exceso. El romanticismo da a ese exceso una escenografía 
                gótica: un enano deforme aparece y desaparece, entre 
                gárgolas, en un campanario; un noble rumano, decadente 
                y melancólico, mira el paisaje hostil y hermoso desde una 
                ventana de su castillo en los Cárpatos; un fantasma 
                enmascarado se descuelga desde la tiniebla superior de las bóvedas 
                del teatro, o emerge de un teatro subterráneo de ventilaciones, 
                cloacas, y habitaciones 
                ignoradas; debajo de París hay catacumbas 
                - en las noches silenciosas es posible oír, desde la superficie, 
                el murmullo de los rituales secretos e informes. 
              El exceso del monstruo requiere 
                la oscuridad de su coreografía, de su decorado, de su puesta 
                (monstrum). Una línea divide, excluye 
                y nos aisla del contramundo y de la contrautopía 
                en la que el monstruo vive -los hace lejanos y tranquilos, ligeramente 
                inquietantes, ejemplos y advertencias distantes de lo que pudo 
                haber sido o de lo que podría ser. 
             
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              Un dios ha separado el 
                cielo y la tierra, un centinela cuida que el infierno y la tierra 
                no vuelvan a reunirse, la policía cuida y protege el orden: 
                los géneros y los estilos 
                deben conservarse puros, reconocibles, inteligibles. Un grupo 
                de personas festeja su reencuentro con los brazos en alto, la 
                funcionaria de una biblioteca se estira para alcanzar un libro, 
                los jugadores de volley bloquean una pelota: el desodorante 
                en barra, pequeño centinela, verifica que estos rituales 
                se cumplan en orden, cuidan que el monstruo no se muestre. Este 
                monstruo es el Gran Monstruo (la 
                gran máquina), 
                siempre aludido y siempre evitado: el cuerpo 
                -su química nauseabunda prefigura un mundo atroz que podría 
                ser o que pudo haber sido. 
              Una hermosa muchacha se 
                desliza veloz por el pasamanos de una escalera, saluda en una 
                coreografía de aerobics a un grupo de ejecutivos, 
                juega tenis luego de una jornada de oficina. Todos compartimos 
                su secreto atroz: está en su período menstrual: 
                por estos días la sangre y los flujos vaginales arrastran 
                su carga improductiva de huevos infecundos -lo 
                residual como excesivo, como monstruoso; backstage, 
                la escena interior e inferior, la escena fuera de escena, fuera 
                de cuadro, fuera de estilo. 
              La opacidad de la línea 
                divisoria entre stage y 
              backstage (entre el living y la letrina, la ciudad de 
                arriba y la ciudad de abajo) 
                asegura la inexpugnabilidad de este mundo: el monstruo, sangrante 
                o fedorento, no aparecerá, pues el centinela, el higienista 
                superior, es mercadería y fetiche 
                (signo representamen): las toallas protectoras, el milagro 
                cilíndrico de un desodorante. 
             
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              Esa línea tiende 
                a ceder. Ya sospechábamos que la verdadera monstruosidad 
                no es el monstruo, sino su manisfestación en este mundo, 
                su contrahabitación, la carnavalización. El monstruo 
                será arrancado de su ambiente estilístico, y colocado 
                abruptamente en medio de la ciudad, 
                en medio del día, en medio del living -el monstruo, sumado 
                a su nuevo contexto, formará otro monstruo, más 
                terrible e ilegible. El alien (un 
                monstruo) crece 
                dentro del cuerpo de un varón 
                humano que fue violado, inseminado, embarazado (este 
                monstruo, más complejo, contiene al otro; este acoplamiento 
                es barroco, es 
                la forma misma de lo monstruoso). 
                El predator es ostensiblemente gótico en su ambiente, 
                en su nave, con su armamento y su armadura; cuando cruza la línea 
                del estilo y aparece en este mundo es nada, un viento que mata 
                en la selva centroamericana, una viscosidad en el aire de un callejón 
                en Los Ángeles. 
              La vieja idea es que toda 
                metamorfosis, toda mutación, todo proceso 
                (el embarazo en Alien, 
                la mimesis en Predator), son catastróficos, monstruosos: 
                lo abierto se opone a lo concluido, a la perfección, al 
                punto terminal de un proceso que termina por ocultar al propio 
                proceso.(1) 
              El minotauro en su laberinto, 
                el monstruo en su escenario, como espacio calusurado y vigilado, 
                no es monstruoso; lo monstruoso es cuando nuestro escenario no 
                puede impedir que se transparente su backstage, el lugar 
                del monstruo superpuesto al mío. Foucault 
                le hubiera dado a este translugar un nombre rimbombante: heterotopía. 
                (2) Cuando la utopía (ciudad celeste) y la contrautopía (ciudad gótica subterránea) no tienen una divinidad que las 
                separe y mantenga sus órdenes, empieza un proceso, un embarazo, 
                una mutación, un cambio catastrófico, una monstruosidad. 
                El día del orgullo gay parece funcionar, acá, 
                como una especie de halloween: menos que gays 
                (dentro de todo formas correctas de la homosexualidad) 
                se aglomeran travestis, 
                mutantes excesivos, barrocos, 
                omnisexuados. 
            Los presos se amotinan
            en un infierno llamado Libertad -la noticia policial se convierte
            en una razón de Estado, provoca a políticos y legisladores,
            los involucra: los géneros se confunden, nuestro escenario
            no puede ocultar su backstage. 
              El gusto neobarroco 
                (3) por el monstruo no deforme o multiforme, 
                sino informe, amorfo, metaforiza y metaboliza la violencia cultural 
                de todo proceso. En el cine es el metal líquido del Terminator 
                1000, que le permite ser un policía, una madre, un sable, 
                baldosas negras y blancas, es decir, no ser. En el Olimpo del 
                rock y pop internacional es la mutación quirúrgica 
                perpetua de Michael Jackson, 
                su incontrolable tendencia tanática. En el pequeño 
                mundo de la política uruguaya, periódicamente, la 
                encuesta y la consultoría se concentran en dibujar la figura 
                del indeciso, del descreído, del monstruo irresuelto, para 
                que luego el político trabaje sobre el invento; el político 
                electoral transparenta (se 
                diría que casi deliberadamente) lo que en la jerga se conoce como "doble 
                discurso". 
              Finalmente, toda escritura fuerte, conviene saberlo, 
                es monstruosa. 
             
 
            Notas: 
            (1) Mijail Bajtín, La
            cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barral,
            Barcelona. 
            (2) Michel Foucault, Las palabras y las cosas (Prólogo),
            Planeta/Agostini, Barcelona. 
            (3) Omar Calabrese, La era neobarroca, Cátedra,
            Madrid. 
             
            * Publicado
            originalmente en la República de Platón Nº
            38
          
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