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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MODA - DANDY - ESTILO - ANDROGINIA - TRABAJO/CAPITAL -

Trabajo, fetiche, capital (II)*

Roberto Echavarren
En principio no hay límite para los saltos del estilo. Constatamos un rebasamiento constante. Sólo que la moda tiende a domesticar el estilo. A hacerlo más manso, y a reiterar las tautologías, esas diferencias aparentemente radicales: un hombre es un hombre es un hombre, y una mujer idem

Capital

Las sociedades marxistas y, al menos en parte, las sociedades nazis o filonazis consideraban al estilo como un instrumento de propaganda, o bien lo suprimían. Podemos preguntarnos qué pasa en las sociedades capitalistas. Aquí aparece la noción de moda. Todo tiende a explicarse por la moda. Es cierto que ésta es un fenómeno no ajeno a las sociedades marxistas, pero allí depende de las tiendas del estado, y de un diseño desde arriba casi confundido con los designios de la jerarquía política, o se limita a los vestigios elitistas de las tiendas especiales.

En el capitalismo el flujo del mercado se abre a diseños que tienen una genealogía aristocrática. Si consideramos por ejemplo la clase alta francesa -el rey y la nobleza- previa a la Revolución, advertimos que la moda era algo que los modistos, en connivencia con el poder real, creaban para la misma realeza y para los estamentos más encumbrados y poderosos de la sociedad. Un aristócrata era un bicho muy diferente en su aspecto a un burgués, a un artesano, a un campesino. Se vestía a la moda, vivía rodeado de objetos, muebles, adornos que dependían de una puesta al día de la moda, y así se habla del modelo Luis XIII, Luis XIV, XV, XVI, que todavía se venden en nuestras mueblerías.

Desde las pelucas, hasta la ropa, hasta los colores con que se pintaba un cuarto, el
arte que era apreciado, que se consideraba interesante o vigente, la moda era el imperio de un diseño que venía de arriba, que concernía antes que nada a las castas superiores, y que iba cambiando.

Cada rey, cada momento del poder, traía su acento particular. La moda era el arte de diseñar el mundo desde arriba, desde los poderosos y los ricos. Con el predominio decimonónico de la burguesía, la moda se convirtió en el arte de vestir y adornar a los burgueses, junto a los restos de la aristocracia. Vestir a quien tenía dinero.

Pero entonces surge algo diferente, un nuevo tipo que no era discernible del todo dentro de las esferas aristocráticas del siglo anterior. Ese nuevo tipo es lo que se empieza a llamar el dandy. El dandy se desprende del núcleo señero, pero ya no es un mero aristócrata, y también resulta una anomalía con respecto al mundo burgués, a cómo se vestían los burgueses. En el ensayo titulado "El pintor de la vida moderna" Baudelaire afirma que el dandy posee una cierta nobleza o aristocracia, pero no es la nobleza de la sangre. Trata de discernir en qué consiste esa distinción, esa nobleza que no es de casta, de familia. Llega a decir que un dandy puede ser "un Hércules desempleado que se pasea por el Bosque de Bolonia".

Aquí emerge otra situación,
la del marginal, la del desempleado. Pasamos de la moda como una din mica del aspecto y el comportamiento, una escuela del gusto, atuendo y actitudes, opiniones y sentimientos, que tiene que ver con las clases elevadas, a esta otra cuestión de la apariencia del dandy que tiene que ver con el marginal, con el desempleado, ni siquiera con el obrero, menos con el burgués medio. Se están tocando vertiginosamente los polos.
Por un lado, el alto polo de la moda y, por otro, el polo que, a través del dandy y su tangencia marginal, es el del estilo. El estilo aparece en Baudelaire ligado a la falta de dinero, al desempleo, al no trabajo, a un lujo marginal o un lujo de pacotilla, efímero o sin valor, y al derecho a la pereza, que también roza, o puede rozar, la prostitución.

El socialista Paul Lafargue, en su ensayo El derecho a la pereza, de 1880, denuncia las largas jornadas de trabajo que se exigían a los obreros entonces. Intenta convencer a los patrones que jornadas más cortas, como las que ya eran ley en Inglaterra (diez horas como máximo), no disminuyen la productividad sino la aumentan, ya que un obrero menos cansado trabaja mejor. Piensa que tres horas de trabajo al día por persona es suficiente, o debería serlo, para asegurar un nivel satisfactorio de producción. Insta a los patrones a convertir a sus obreros en consumidores de los bienes (en muchos casos suntuarios) que fabrican, en lugar de competir por mercados externos alrededor del mundo. Arenga a los obreros para que, en vez de reclamar un derecho al trabajo con un máximo de horas, reclamen un derecho al ocio, con lo cual serían capaces de disfrutar de la vida y de eliminar el desempleo, ya que otros obreros se turnar n para completar los horarios en que ellos dejan de trabajar. Según Lafargue, las máquinas eliminarán progresivamente la necesidad de los operarios, o al menos disminuir en el tiempo que ellos dedican al trabajo.

El dandy constituye una nueva aristocracia, no de la sangre, señala Baudelaire, sino del estilo. Encarna al individuo que se crea a sí mismo, que adopta un estilo de vida que le permite disfrutar de cada momento, abandonarse a una investigación y formulación de un modo de ser nacido de un ejercicio de discriminación y de una desvergonzada aceptación de sus propias inclinaciones. En vez de producir para el patrón, para el sistema, se produce a sí mismo.

Esto se revela en el aspecto que adquiere, su modo de vestir, de presentarse, de caminar, de vivir, los lugares donde se lo encuentra y las horas a las que concurre. No incorpora las virtudes burguesas y/o obreras de la previsión y el ahorro. Gasta lo que no tiene, o todo lo que obtiene se lo echa sobre el
cuerpo. Depende en muchos casos de la generosidad de los otros. No tal vez según un régimen de prostitución organizada sino según cierto espíritu vividor.

En efecto, los dandies ingleses de principio del siglo XIX solían provenir de familias empobrecidas que habían accedido sin embargo a la educación, a los colegios de la aristocracia, y que se codeaban y jugaban a las cartas con sus amistades más ricas. El dinero que procuraban era a través de los juegos de azar, con sus rachas de fortuna ayudados por la destreza, o la posible pérdida y compromiso a deudas que por sí no podrían pagar. Dependían de una noche de suerte o de la generosidad de sus amigos ricos.

El dinero que obtenían era gastado ipso facto en su propia apariencia. Se distinguían, llamaban la atención por un singular porte, una elegancia en estado puro, sin respaldo de dinero o títulos, sin la solidez de una familia aristocrática. Eran mantenidos, entretenidos y entretenedores, ya que adquirían valor como especialistas en el arte de gustar, especialistas del ocio y la diversión. Sentaban el tono, eran la sal de las reuniones, de las excursiones, de los desfiles o de los paseos en carricoche. Eran los que más se lucían y los que realzaban los lugares y los ambientes.

Los dandies cuando envejecían terminaban en la más extrema y abyecta pobreza, como chicharras que no sobrevivían a su propio verano, arruinados y olvidados de todos cuando terminaba su juventud y ese período en que estaban en boga y apogeo.

Observador de la urbe, de las calles de París, Baudelaire, un poco más avanzado el siglo, ya no ubica al dandy en las reuniones aristocráticas sino en las aceras. El dandy es un fenómeno callejero que encontramos en un nuevo boulevard abierto por Hausmann, entre las multitudes. Destaca su figura, destaca por algo, quizá por el corte del abrigo, por el modo en que cae un pliegue, un no sé qué. Y ese no sé qué es discernido por alguien que, si no es él un dandy, es al menos un conocedor, un especialista en dandies. Ese especialista es el pintor de la vida moderna, el que ve los rasgos nuevos y los puede pintar, el artista a quien se refiere Baudelaire en su ensayo.

El dandy es el singular, el diferente. El estilo es un rasgo, una aberración, y nunca una moda en el sentido de que no se generaliza. La moda es un diseño que tiende a la uniformidad, sea para un grupo o el conjunto de los ciudadanos: ahora se usa esto o aquello.

En el poema de Baudelaire "A una pasante" se capta el frenesí, el golpe de efecto que produce alguien que emerge de entre la multitud y atrae por sus características singulares. Pero no se llega a conocerla, el observador no llega a hablarle. Ella se da toda en un momento, en un aspecto y un modo de caminar. Alguien a quien no se conoce y tal vez nunca más, en la turba anónima, se volverá a ver. Y sin embargo capta nuestra visión, es una
mirada que nos mira, nos convoca y toca o descubre algo que está dentro de nosotros, un secreto para nosotros mismos. Es una aparición cuasi alucinatoria, como si fuera el objeto de un sueño nuestro.

El que discierne a alguien fuera, a su paso rápido, lo discierne porque de alguna manera está dentro de él. Ahí estamos nosotros, ahí fuera, extrañados. Es una radiografía de lo que ya conocíamos de modo oscuro y ahora reconocemos: el aire, el gesto, el movimiento, algo nuestro y ajeno, entrañable e inaccesible a la vez, próximo y en fuga. Algo que escapa, aunque lo rescatamos con un interés propio. El que descubre el estilo se reconoce a sí mismo en ese rasgo anómalo que otro expresa y que le llega desde fuera, le llega por sorpresa como la cifra de lo que él quisiera ser, o le fascina porque es un misterio de su propia alma, próximo e incomprendido hasta entonces por él mismo.

Podría aquí recuperarse el término de fetiche, sin que estemos obligados a agregarle explicaciones. Queda para cada cual la aventura de desentrañarlo, de arrancarle una interpretación, o de dejarlo en suspenso, sin palabras, sin explicaciones que lo profanen.

Baudelaire incluye en el ensayo un
viaje de su artista a Estambul. Allí descubre lo que para él es el ápice del estilo. Se trata de un derviche, un místico que alcanza el éxtasis bailando como un trompo. Esta aparición es intrigante porque tiene el pelo largo, unos faldones peculiares, y resulta imposible decidir si se trata de un hombre o de una mujer. Con esta singularidad desconcertante, esta aberración extrema, culmina el ensayo de Baudelaire.

El estilo, lo vemos en este ejemplo, es algo que rebasa los límites, la suposición de un límite. Borra lo que antes se podía distinguir, o separar. Los versos de la "Oda a la alegría" de Schiller dicen: "Tu magia vuelve a unir/ lo que la moda había con
fuerza (o determinación, o nitidez) separado" (Deine Zauber bindet wieder/ Was die Mode streng geteilt).

El estilo sería esa magia que rompe los límites. Vuelve ambiguo lo que era claro y distinto, rompe con nuestros hábitos de percepción. En este sentido lo podemos vincular con lo que Sklovski y los formalistas rusos consideraban era el efecto artístico: el extrañamiento
(ostranenie). Y si, según Kant en la Crítica del juicio, cada obra de arte establece, o debería establecer, sus propias reglas, el estilo encarnado sienta las propias reglas de ese individuo, un modo de ser.

El estilo es un modo de ser que se aparta de las prescripciones genéricas de la moda. Bajo este aspecto es el adversario de la moda, la cual está guiada por valores de prestigio. La moda va a lo seguro, consagra el poder adquisitivo, los modelos privilegiados por caros, la conformidad con lo que se ve bien, la variación dentro de lo esperable. El estilo en cambio es un modo de ser singular, es un diferir y, en tanto existe o se manifiesta, hace política. Pero no una política partidista entendida como la estrategia de un grupo o de una clase en vistas al control o toma de un poder central, de un gobierno, sino la política como surge en los Estados Unidos en los años sesenta: los movimientos de minorías que abren un espacio propio, con sus consiguientes derechos. Trátese de la música, las tecnologías y conductas asociadas con ella y los lugares, vehículos o canales por donde se la oye, o el momento del día o de la noche, o el número de horas de su escucha o de su práctica. O de los grupos y ámbitos que consumen drogas, en relación o no con la música, las drogas de elección, la frecuencia, los canales de abastecimiento, el espíritu o actitudes con que se las consume. O de los grupos de mujeres que siguen tal o cual estrategia para lograr o bien una paridad de derechos con los hombres, o nuevas modalidades de vivir independientes o en familia. O los
homosexuales, que después de Stonewall se organizaron en grupos de activistas, con sus marchas y sus múltiples tareas en vistas a forjarse una comunidad y la tolerancia y aceptación por parte de los demás. O los negros que salieron de sus ghettos para luchar por la integración racial a través de pacíficas demostraciones o de grupos armados como los Black Panthers, y exasperados llegaron a incendiar los centros de algunas ciudades. O los indios quienes se rebelaron contra la vida reglamentada de las reservaciones, o volviendo de las ciudades procuraron revivir un espíritu autóctono repoblando algunas reservaciones en decadencia como Pine Creek, con los costos subsiguientes de vidas en su lucha contra las maniobras del FBI.

No intento canonizar las minorías en entes inamovibles. No creo que pueda hablarse de cultura de los homosexuales, o identidad gay. Me parece un error de procedimiento el intentar describir identidades. Es adecuado en cambio hablar de identificaciones momentáneas o durables en tanto guían una acción práctica, un ciclo o cadena de decisiones orientadas. Esas decisiones resultan transversales con respecto a los variables integrantes del grupo, ya que implican a unos más que a otros, y aún recorren direcciones divergentes dentro de cierta problemática. Baste pensar en las opciones estratégicas varias que pueden adoptar individuos pertenecientes a una raza, a una preferencia sexual.

Las tendencias que sigue cada microgrupo serán de diversidad o singularidad creciente. Hablaremos de un componente de raíz negra en ciertos fenómenos artísticos o de estilo, hablaremos de un componente homoerótico, o bisexual, con respecto a otros fenómenos. Pero no es cierto que los homosexuales en cuanto tales, o las mujeres en cuanto tales, tengan un estilo. Los estilos se elaboran al sesgo de los contingentes de la población. Se trata entonces de considerar no las minorías en sí, sino las estrategias lábiles, las crispaciones y explosiones de accidentes o decisiones que reconfiguran un contexto.

El estilo es una apuesta de vida, una serie de estrategias para expresar actitudes o modos de ser que habían sido previamente suprimidos, censurados. Pone en escena aspectos, prácticas que antes resultaban inconvenientes o impensables. Frente a la moral positiva dictada por una supuesta revelación religiosa, o imbricada a partir de una teoría del derecho natural, o requerida como comportamiento laboral impuesto por los patrones, el estilo es la punta de lanza que rompe con esas exigencias.

Es una excrecencia sorpresiva, una
monstruosidad excedente que se manifiesta de un momento a otro y persiste hasta deshacer lo que antes era corrección o conveniencias. Burla y sobrepasa el moralismo religioso, los requisitos (corte de pelo, vestimenta, actitudes) reclamados para tal o cual trabajo, el modo de vestir o actuar requerido por los padres a los hijos en el seno de la vida familiar. La lucha entre el estilo y la moda es permanente y microscópica, desde el uso o no de una corbata por un empleado bancario, desde el cortarse o no el pelo un adolescente para entrar a trabajar en un supermercado o una oficina.

Las innovaciones estilísticas invaden nuestras vidas desde diversos campos: el deporte, la ciencia ficción, la música. La vestimenta relacionada con la práctica de deportes hizo mucho para cambiar la vestimenta general. Hasta principios de siglo las mujeres debían usar largas e incómodas faldas para andar a caballo o jugar al tenis. A partir de los años veintes se vuelve aceptable el usar faldas cortas para la cancha y pantalones para cabalgar. De la ciencia ficción derivan algunas vestimentas y aspectos como por ejemplo la imagen de David Bowie en la etapa de Ziggy Stardust, imitada por sus seguidores. Los mutantes del espacio exterior pueden ser correlatos de los mutantes terrestres.

La música, a lo largo del siglo, pero sobre todo desde Elvis Presley en adelante, ha promovido una serie de estilos que fueron blanco de ataques por parte de las autoridades civiles y religiosas y por grupos de opinión pública. Presley fue el epicentro de un sismo cultural. Su primera etapa, antes de sufrir un corte de pelo e iniciar el servicio militar, resultó la más inquietante.

Sus fotos en las revistas provocaron un escándalo mayor. Las chicas aullaban como ménades y se revolcaban en los conciertos. Cuando aparece en televisión, en el show de Ed Sullivan, que era un programa popular, la cámara no puede fotografiarle las caderas, se limita a enfocar desde la cintura para arriba, porque esas caderas se agitan demasiado y un hombre no las puede mover así, por más que sea al son de la música que él mismo compuso. En sus primeras películas, como Jailhouse Rock, siempre otros hombres le propinan unas palizas terribles, como si debiera pagar, nuevo San Sebastián, por la atracción inadmisible que suscita. La agresión masculina es un modo de responder a esa magia imantada, de Dionisos doble.

El relieve de cierta foto del Che Guevara exhibida a perpetuidad, ubicua, en afiches y camisetas, el atractivo de esa estampa, tiene más que ver con la latencia ambigua de un fetiche que con las acciones o decires del personaje. Esos rasgos son descifrados en un verso de la "Oda al Che Guevara" de Allen Ginsberg: "femenino lampiño radiante pibe". Esta y otras declaraciones merecieron al poeta su expulsión de Cuba durante los años sesenta.

En los cincuentas fue escandaloso el jopo o pompadour de Elvis y lo que entonces se consideraba pelo largo. En los sesentas el estilo se vuelve aún más inverosímil. Los hombres se dejan el pelo más abajo de los hombros, usan joyas, se visten de cuero al estilo de los motociclistas que Marlon Brando lleva al cine, usan telas como el raso, o colores antes asociados en exclusiva con las mujeres, botas de plataforma, abrigos de piel femeninos de segunda mano, y todo esto generado en ciertos enclaves, que no son los enclaves del diseño de la moda, sino donde surge la música de rock o el estilo hippie, por ejemplo Haight Asbury, en San Francisco.

Estas manifestaciones no dependen de un diseño de moda, sino que la moda, después, busca apropiarlas, o tamizarlas, para ofrecer una versión aceptable que vender en proporciones masivas.

En los sesentas corren paralelos la alta costura, los desfiles de los diseñadores famosos, emblemas de elegancia según la moda como Jacqueline Kennedy o la modelo Twiggy, con algo más, los aspectos contrastados de los estilos callejeros, que brotan y se articulan al margen del diseño de moda. Esta se apropia de rasgos de estilo, los coopta pero los banaliza, los priva de una inscripción contextual y en cierto modo auténtica, vinculada a los modos de ser de grupos en ciertos enclaves. Pagando más dinero se puede encontrar la versión "refinada" de los estilos callejeros. Pero el diseño de moda es oportunista y frívolo, y los estilos, alterados o no, resisten a la moda como armazones que se adhieren a ciertos modos de vida, a cierta música.

La vieja noción de moda resulta inoperante para describir los nuevos fenómenos de estilo. Libros como los de Roland Barthes, El sistema de la moda, son ciegos a la lucha del estilo contra la moda. Gilles Lipovetski, en El imperio de lo efímero, considera al estilo bajo la óptica de la moda y no llega a discernir el importe y el peso que tiene en cuanto opositor de la moda. A través de los fenómenos de estilo se registra una mayor individuación, o progresiva singularidad, hasta que se construye escalón por escalón una textura densa de estilos que podemos discernir sobre todo a partir de los años cincuenta, explotando en los sesentas y continuando. Tenemos el estilo del rock psicodélico al final de los sesentas y primeros setentas, el estilo punk de la segunda mitad de los setentas, el glam de los ochentas y el grunge de los noventas.

Pero además, y sobre todo, tenemos ahora, y desde cierto tiempo, la posibilidad de coexistencia sincrónica de varios estilos. Encontramos en un curso de la secundaria a un punk, con cresta armada y endurecida con gel o jabón, ropa negra y camisetas de cierto grupo de rock que prefiere, o chicos de pelo largo y aros en las orejas y otras combinaciones que tienen que ver en cada caso con una elección propia o la elección de un grupúsculo de amigos, afinidades que van cristalizando por caminos particulares.

Para muchos jóvenes estadounidenses de los ochentas la inspiración del estilo vino a partir del grupo Kiss de los setentas, cuyos integrantes diseñaban su rostro con maquillaje como si fueran bestias o demonios, no humanos, no hombres, no mujeres, algo que a lo sumo evocaba las pinturas rituales de una tribu. El aspecto glam de los ochentas hereda de Kiss el despliegue de la pintura facial, aunque al servicio de un glamour antropomórfico, pero que sin embargo no distingue entre lo masculino y lo femenino. Hereda también de Alice Cooper, que tuvo su etapa más cumplida en la década de los setenta. Y recupera componentes del estilo visual de David Bowie y de los New York Dolls, de principios de los setentas.

El glam es el estilo que ha ido más lejos para desinvestir la imagen masculina de los rasgos biológicos secundarios y de cualquier moda que permita reconocer a un hombre en oposición a una mujer. Basta que piensen en varios grupos de Los Angeles, como el aspecto original de Poison. O en Michael Monroe de Hanoi Rocks, o en cierta etapa de Motley Crue, o en Steve Tyler de Aerosmith, que resurgió, despu‚s de una interrupción, durante el período punk, para volverse uno de los iconos más notorios de los ochentas.

El énfasis en la imagen de estos grupos, que jugaban con lo llamativo aberrante, hizo que algunos los llamaran poseurs, más dandies que músicos. Pelo largo, batido, teñido, pulseras o esclavas que recubrían toda o casi toda la extensión del brazo, uñas pintadas de malva o violeta, fundación fluida para homogeneizar el rostro, lápiz subrayando ojos y labios, pendientes largos en ambas orejas, o grandes aros, camisas sueltas de telas brillantes, pantalones collants de cuero o de goma o plástico, botas con muchas hebillas. Ocasionales polleras o quilts tableados, como las que solía usar Axl Rose y otros.

Y sin embargo, cosa que hay que notar, estos personajes no parecen travestis, nadie los tomaría por tales. Un travesti, un transformista, o un transexual sólo fortalecen los polos opuestos del hombre y de la mujer. Se mimetizan o se transforman en las apariencias del contrario biológico y cultural de un hombre. Simulan una mujer que puede resultar excesiva, exagerada, más mujer o más adornada que una mujer verdadera, pero en definitiva crean la imagen de una prostituta femenina.

Este traspaso, que se practicaba de modo clandestino en el siglo diecinueve y comienzos del veinte, se vuelve más frecuente y notorio en los clubes nocturnos de Berlín durante la segunda década del siglo. Mujeres disfrazadas de hombre, hombres disfrazados de mujer.

Uno de los testimonios más notables en este sentido, aunque algo posterior en el tiempo, también referido a Berlín, es las memorias de un travesti, Charlotte von Mahlsdorf, tituladas Yo soy mi propia mujer.
(12) Charlotte fue un adolescente bajo Hitler, y bajo Hitler se vestía de mujer y era arrestado por la policía. Mató a su propio padre, que era una nazi violento. Su tía se vestía de hombre durante la primera posguerra y tenía una amante que había sido enviada a un campo de concentración.

Desde principios de siglo y entre las dos guerras funcionó en Berlín el Instituto de Investigaciones Sexuales, fundado y dirigido por un homosexual, Magnus Hirschfeldt, quien reunió una amplia documentación, tanto acerca de las aberraciones biológicas como acerca de los travestis. Esos materiales fueron destruidos por los nazis cuando ocuparon el Instituto.

Pero los fenómenos estilísticos de la segunda mitad del siglo hacen ver al travesti como algo anacrónico. Esa primera transgresión mantiene los polos, el hombre es diferente de la mujer, sólo que un hombre puede adquirir, mediante la ropa y el maquillaje, el aspecto de una mujer, y una mujer el de un hombre. Las diferencias de género no se rompen, al contrario, parece que se las quiere reforzar. Un travesti resulta anacrónico en la medida en que hoy las mujeres se han vuelto más andróginas y los hombres asimismo se han vuelto más andróginos. El acento, el énfasis puesto en el travesti como hipermujer queda algo descolocado.

El film reciente de Robert Altman, Pret a porter, sólo reconoce como manifestación indumentaria la moda, sin tomar en cuenta casi los hechos de estilo. Sólo el diseñador negro que aparece en el film parece apreciar el estilo callejero, apropiándoselo para diseñar sus modelos que expone en una estación del tren subterráneo. Gilles Lipovetski, en su ensayo El imperio de lo efímero, aunque no considera al estilo como una práctica autónoma, va bastante lejos al reconocer que desde los años sesenta la moda tiende a igualar los sexos. No examina la relación de lo que él llama moda con maneras de ser o modos de vivir.

No dice por qué hay modas que tienden a borrar, sin eliminar, la diferencia entre los sexos. No relaciona lo que él llama nuevas modas con estilos de vida, estilos que tienen que ver con la música, con las
drogas, con la vida sexual.

Le parece que la última palabra la tiene siempre el diseño.
Y a cierto nivel tiene razón. Al nivel del diseño de moda se mantiene siempre una diferencia que parece última, que parece insuperable, entre el hombre y la mujer.

Sólo que Lipovetski, quien escribe este libro al final de los ochentas, admite que en ese momento los hombres pueden llevar pendientes en las orejas, pelo largo, pero no pueden ni usar pollera ni maquillarse. Cosa desmentida por el look glam del rock de los ochentas. Es difícil maquillarse m s, o de un modo más notorio, que ciertos rockeros glam. No sólo ellos adoptaron o adoptan las polleras. En los clubes de Nueva York por esa época se veía a los chicos con faldas largas tipo sarong, y zapatos de plataforma de corcho, una vuelta a las plataformas de los primeros setentas, usadas en el calzado masculino, y no sólo femenino, como las plataformas de finales de los cuarentas. Lipovetski no lo ve desde París, decrépito centro de la moda.

Formula un non plus ultra que suena ingenuo, pueril, y sí, papal. Parece aterrado por posibilidades de confusión de géneros y proclama su encíclica refugiado en los biombos de la moda: no habrá faldas ni maquillaje para los hombres. Si Lipovetski, por otra parte, hubiera escrito su libro en los años cincuenta habría afirmado que los hombres no podrían jamás ponerse pendientes en las orejas, no podrían jamás dejarse el pelo largo, porque los diseñadores de moda no lo aceptarían.

Y de hecho otro francés, Baudrillard, cuando escribe América jamás habla de los fenómenos musicales y de los estilos ligados a la música en Estados Unidos; habla del paisaje, de la arquitectura, pero su visión de las ciudades y de las actitudes urbanas no supera la mirada atolondrada de un turista. En un ensayo posterior, La transparencia del mal, menciona a Michael Jackson sin relacionarlo con el ámbito de la música, y con torpeza igualadora que no tiene en cuenta diferencias entre las opciones de estilo y sus contextos, lo asimila a una supermujer como la Cicciolina, o a los travestis.

En principio no hay límite para los saltos del estilo. Constatamos un rebasamiento constante. Sólo que la moda tiende a domesticar el estilo. A hacerlo más manso, y a reiterar las tautologías, esas diferencias aparentemente radicales: un hombre es un hombre es un hombre, y una mujer idem.

Lipovetski reconoce la crisis de la alta costura, que ya la moda no es sólo la moda para la aristocracia, o para la gente que tiene dinero. Reconoce la primacía de lo que él llama la moda joven, que lo más importante no es hoy día usar ropas caras sino parecer joven. Llega, además, a reconocer, aunque sólo a través de la moda, cierta afirmación de los valores raciales. Cita el caso del rastafarian, el estilo de pelo de una secta jamaiquina, o de Bob Marley y el reggae. También reconoce que puede haber una moda que sea la expresión de la fealdad (él considera el estilo punk una moda). Pero no puede dar el paso hacia lo ilimitado del estilo.

Se arriesga apenas a utilizar el término antimoda, pero dentro de un juego interno a la dinámica de la moda. No llega a concebir un estilo autónomo y por así decir previo al diseño de moda.

No es que las diferencias en el aspecto del hombre y de la mujer vayan a desaparecer, pero tampoco van a desaparecer, pienso, las diferencias entre mujeres y mujeres, o entre hombres y hombres. No hay un límite para lo que un hombre pueda hacer, o los recursos que pueda emplear para devenir otra cosa que hombre sin confundirse con una mujer, sin copiar cabalmente la imagen de la mujer. Un estilo, justamente, configura una singularidad, una diferencia, lo diverso, en que cada cual asume un modo de ser.

El estilo parece jugado de un modo vertiginoso a trastrocar cada límite, cada punto de resistencia, que la moda, y de un modo más general la convención, citan como infranqueables, entre el hombre y la mujer.

Es más permisiva nuestra sociedad y se tolera más el narcisismo también, pero creo que cierta preocupación por el aspecto personal no es sólo un síntoma de narcisismo, como piensa Lipovetski. Al representar un modo de ser que, por representado, deviene otro, el estilo se abre a una pérdida de identidad, a un desdoblamiento. Es una grafía, un tatuaje indetenible que rebasa la mera réplica especular. A pesar de que es o puede ser deliberado, con una dirección que implica decisiones netas, los resultados son experimentales, transitivos. Insiste, o se repite, según módulos fatales y a primera vista misteriosos, pero esas recurrencias resultan encontradas, sorpresivas. Es homólogo de expresiones como la escritura o la creación musical.

No pueden atribuirse esas tareas estéticas sólo al narcisismo, al menos entendido en el sentido corriente y banal en que parece usar el término Lipovetski. El mismo pone en cuestión su propio criterio cuando afirma que hay una moda de la fealdad. Si yo quiero parecer feo como un grotesco punk, hay un desafío, una provocación, entonces no soy sólo narcisista, no quiero ser lindo en el sentido convencional del término. Articulo y exhibo, a través de mi aspecto, el supuesto proceso de mi experiencia. Construyo un modo de ser contextual, un jeroglífico de mi elección y actitud: confronto y represento, más allá de las expectativas, una deriva que arrasa con la mera complacencia.

Los límites y las diferencias no van a desaparecer, no vamos hacia la uniformidad. Hacia la uniformidad iban las sociedades socialistas, iba por ejemplo la China de Mao: todos debían ponerse la chaqueta azul, hombres y mujeres. Al contrario, el estilo busca establecer la máxima diferencia. Pero esas diferencias pasan siempre por lugares distintos. No hay un non plus ultra. Los límites están siempre siendo rotos. Las diferencias se reconstruyen, pero son otras, en campos diversos. Por lo tanto no se puede erigir una frontera fija, como pretende Lipovetski, una especie de
fin de la historia de estos desarrollos. No podemos decir lo que ser el aspecto de la gente dentro de cinco o de diez años.

La moda, aunque está en crisis la alta costura, será dictada desde un punto de vista superior, por el que pone en circulación esas ropas para el consumo. Esa persona diseña tautológicamente para no asustar demasiado, mantiene una cierta continuidad para que la gente compre los artículos de vestir. De otro modo no los usar nadie, o muy pocos. Esta es la estrategia del diseñador, por audaz que quiera parecer, por excepción, en ciertos modelos gratuitos, la firma de su extravagancia y de su ingenio. Pero un estilo no surge del diseñador, sino de una cultura que viene de abajo. Si no ya del mundo obrero, como pensaban las sociedades socialistas que de ahí venía la inspiración, sí del desempleado, del lumpen, del marginal.

La moda ha tendido en ciertos momentos a borrar la diferencia entre los hombres y las mujeres. Piensen en la invención del traje sastre que perfeccionó Cocó Chanel en los años diez y veinte. El usa traje y ella usa traje, pero el propósito de acercar los sexos es facilitar el ingreso femenino al mundo del trabajo. El tailleur es una ropa respetable pera la secretaria o la ejecutiva. Se trata del traje diseñado por Jaumandreu para Eva Perón, quien lo usaba con el severo rodete para atender en su despacho. La moda por decreto de las sociedades socialistas también neutraliza, o masculiniza, a las mujeres, porque los dos, hombre y mujer, con la chaqueta azul de Mao, se parecen bastante: son masas uniformizadas de trabajadores. El estilo, al revés, tiene que ver con el desafío del desempleo y la celebración. Compone un lujo de pacotilla, con baratijas realzadas por una expresión de efluvio erótico y de malgasto, que no es exhibición de lo caro, sino exceso y derroche de lo que no tiene precio, de lo desdeñable.

Mientras la moda construye identidades - ecretaria, ama de casa, matrona de fiesta, obrero, ejecutivo, estudiante, profesor- el estilo socava esa noción. No tiene que ver con lo que los sociólogos llaman status. Un hombre tiene identidad, una mujer tiene identidad, un obrero tiene identidad. En Estados Unidos corre un cliché que dice: tal novela o película relata la
búsqueda por parte de algún personaje de su identidad. Pero si iba en busca de algo singular, por un camino diferente a otros, constante en la creación de diferencias, ¿qué tiene que ver eso con la identidad?

Que es el concepto de algo estético, algo que permanece igual a sí mismo, que no admite variación. El estilo, que ofrece un aspecto de contumaz perseverancia opuesto al dictado frívolo de la moda, no construye sin embargo una identidad, sino que abre vías de realización que antes no existían. Rompe con lo conveniente, con lo correcto, con lo esperable, y nos deja en un lugar abierto donde podemos de modo creciente explorar nuestro propio ser ambiguo, tendencias que nos han de sorprender a nosotros mismos.

No pienso que la androginia del estilo consista en la eliminación de las diferencias, entre otras la eliminación de las diferencias sexuales. Veo al andrógino como una rotura de lo que se consideran identidades, y apenas una dirección. Adorno escribía: el arte es la única utopía que tenemos, porque no creía en el proyecto utópico de las sociedades socialistas. Y agregaba: es poco, pero es algo.

El estilo consiste en una autoformación, una creación equivalente a lo que llamamos obra de
arte. Lo andrógino entonces, en lo que tiene que ver con el estilo, es apenas una dirección, nunca un objeto en sí, más bien un campo de cambios posibles, que mantiene el dinamismo de esos cambios. Si el hombre y la mujer tienden al andrógino, serán dos andróginos diferentes, cada cual sobrepasando los límites históricos de su sexo y condición.

12 Versión castellana en Barcelona, Tusquets, 1995.

* Este texto es la segunda parte del capítulo I de Arte andrógino: estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).

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