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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



PRESLEY, ELVIS - LUMPEN - REVOLUCIÓN - MÁRTIR -

Elogio ocasional de la traición*

Amir Hamed
La imagen de Elvis que perduró y que reiteran como apóstoles vencidos miríadas de imitadores fue la de su ocaso público



El fervor maniqueo de las revoluciones
(y de sus cronistas, en general predicadores tajantes como todo avatar de Savoranola) sólo atiende a la "figura de la hora". Se puede decir que las revoluciones son el gran teatro, que se construye para que la figura, en su instante, comparezca para proclamar su voz llena de furia y de sonido, justo antes de incendiarse. Así John Lennon, cuando estipuló que previo a Elvis (que ya estaba perdido en Las Vegas) nada había, estaba él mismo a punto de desvanecerse entre los repliegues japoneses de Yoko Ono (habría de emerger, tenuemente, un tris antes de que una bala lo transformara en una olla de sangre).

Y en cuanto a Elvis, hasta el agotamiento se ha repetido que el chico de Memphis se perdió, que abandonó su gran revolución pelviana por películas baladíes y baladas edulcoradas. Que Elvis fue el de los cincuenta, el adelantado del rock and roll previo al gorro militar y que el resto -es decir, su resto- poco importa.

Sucede que, como rescate a la fugacidad de los que alzan la voz justo antes de que les bajen el telón, las revoluciones genealogizan sus precursores, figuras a menudo pulverizadas por esa misma fuerza que han desencadenado y que quedan reducidas a esa otra exigencia de los revolucionados: el martirologio. Así se buscó hacer de Elvis -quien cuando la gran explosión del rock and roll estaba exiliado en Las Vegas, cantando como un canario obeso y patilludo- un mártir de su manager, el Coronel Parker. Pero como ni los martirologios ni las revoluciones son el arte, lo cierto es que, como artista, Elvis nunca fue más grande que allí, cuando hinchaba los flecos del pecho para delicia de señoras platinadas y se retiraba, embalsamado en su propia leyenda, sin gritar Revolution sino Glory, glory aleluya.

En algunos de esos viejos recitales se puede percibir que estaba tocado por el ángel -del arte-: en ellos se hace visible que Elvis cantará un poco más pero que, fatalmente, habrá de aniquilarse. No en vano -a despecho de cualquier periodización historiográfica- la imagen de Elvis que perduró y que reiteran como apóstoles vencidos miríadas de imitadores fue la de su ocaso público (la de su esplendor artístico).

De todos modos, es preciso consignar que la del mártir es una figura benévola ya que, como se sabe, los revolucionarios modernos acuñaron otra moneda para aquellos que carecen de conciencia revolucionaria: el lumpen, aquel por definición traidor a las expectativas de los que revolucionan. Pero, por el contrario, se podría pensar que se necesita una buena dosis de lumpenaje -o de falta de conciencia revolucionaria- para desencadenar grandes fenómenos culturales. Seductor al respecto -para seguir con la música popular- el ejemplo de Gardel, semitraicionando el tango-canción que había inventado, solicitando un banquito para subirse a un caballo y mentirse gaucho, abandonando el gacho por la robe de chambre y arrabaleando desde Broadway sus rubias de New York.

En último término, es dable balbucear aquí un ocasional elogio de la traición: el artista, por devoradora fidelidad hacia su propio arte, suele ser traidor hacia su entorno, hacia lo que esperan de él, hacia lo que otros le exigen. Es revolucionario a pesar de sí, sencillamente porque escribió, cantó, compuso o pintó lo que debía escribir, cantar componer o pintar. El resto son crónicas.

* Publicado originalmente en Insomnia, separata cultural de la revista Posdata.

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