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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



AGUANTE - AGUANTE COMO STREAP TEASE - RÍO DE LA PLATA - FAIR PLAY - LIMPIEZA DE JUEGO - LIMPIEZA DE IMAGEN - TÓTEM - ALIENTO - HINCHA - BARRAS BRAVAS - HÉROES - LA OLA - REVANCHA PERPETUA - TELEVISIÓN - TELEJUGADOR - PASIÓN - MADRES Y ABUELAS DE PLAZA DE MAYO - MELODRAMA - EVITA -

Sin novio ni épica: breve arqueología del aguante (madre de todas las cosas) (II)*

Amir Hamed
¿Dónde, entonces, el nexo del aguante como actitud política, como acto de reivindicación ciudadana por el cual gremios y asociaciones civiles asaltan las plazas, es decir, las ágoras y cabildos (rebautizándolas como "del aguante"), con este enconado resistir, que es un culto, alimentado por sustancias, saltos y cantos de posesos, que es asimismo la búsqueda de un éxtasis?


Tótem, aguante,
televisión: el fin del deporte

A fines de 2000, El Aguante, programa argentino de Torneos y Competencias, cubrió el clásico final del campeonato uruguayo y entrevistó, dentro de la barra brava de Nacional, a cierto sexagenario que confesó haber defendido, varias décadas atrás y a pesar de su fanatismo bolso, a Peñarol, e incluso haber averiado con goles el arco del bolsillo. El ex futbolista, reconvertido en hincha, renegaba de su pasado y, con furia de converso, aborrecía su propia vida, negando incluso la meta básica de los deportistas que son o aspiran a ser profesionales, ésa de mejorar su estándar de vida y triunfar, no importa defendiendo qué colores. Su pretérito desempeño con lo pies ya no era siquiera locuras de juventud sino estigma que, pasados los años y ante cámaras, lo ponía al borde del llanto. Un yo pecador que (según confesión de parte) había hecho algo "horrendo", algo que él mismo "no se podría perdonar nunca en la vida". Los costurones de la herida, de la infamia de haber infligido un golcito ocasional al equipo de los amores (en divisiones menores), acaso no pudieran borrarse siquiera con la semanal penitencia de quedar al borde del síncope bolso, desgañitándose en la tribuna; todo ese aliento incondicional hace incandescente la brecha que se abrió entre deportista (y deporte) e hincha, aunque ambos participen de la misma biografía.

El deporte, avatar lenificado de la
guerra pero también modelo de la vida ciudadana, se vio sustituido por el culto, por el desplazarse (y reconocerse a sí mismo) a través del aliento, del grano estrangulado de la voz, por un "estar ahí", no importa el resultado en el césped. Así como el juego ya no es tal, y se transforma en una actitud, en una impronta ética, vitanda, del mismo modo se borraron aquellas primeras y frangollantes identificaciones de clase en favor del partidismo menos segmentable (sociológicamente hablando) del aliento, del corazón hecho un vapor que se adhiere a la casaquilla. Igual que, desde hace décadas, los pudientes rugen con Peñarol y los desarrapados afonizan en la hinchada de River, en un mismo movimiento el espacio sacro del campo de juego se hizo vacuidad, hojarasca verde, mera heráldica de la retirada del deporte y, en su lugar, advino una cultura urbana que ya no reconoce competencias.

En rigor, este buen señor arrepentido no debe recordar que eso que le cambió la vida y lo hizo abominar de sí mismo es un movimiento envolvente, posterior a su memorabilia de balompedista, ya que fue en la década de 1970 en Argentina, y durante la siguiente en Uruguay, que las hinchadas pasaron a reconocerse a sí mismas a partir de la agresión, y a corear con afán identitario "soy bostero (gallina, manya, bolso -término despectivo que pretendió mejorar al bolsillo, que ya no venía cosido sino pintado en la camiseta de Nacional)". La afrenta pasaba a asumirse como tótem benefactor de la tribu (la vencida gallina, el bolsillo fetiche, residuo de aquello que venía adherido a la blusa, la bosta que asperjaba el bajo fondo, el excremento como vianda) y a ser adoptada como grito de guerra.

Por un lado, había saltado definitivamente el tapón eufemístico de los deportócratas; por otro, se extinguía el deporte, al menos eso que veintidós individuos de pantalón corto disputaban con una pelota; el protagonismo era asumido por la horda que se apiñaba, en el estadio, en los tablones; los jugadores habían desaparecido tras pantallas de
televisión. Al respecto, cabe recordar que el penitente supra accedió a las cámaras recién en su investidura de hincha, porque en sus épocas de atleta reinaba una épica que era más bien un murmullo, la de la radiotelefonía, donde los héroes eran un amasijo de nombres ya que, antes de la televisación en directo, quienes asistían a los partidos eran apenas fracción minúscula de los pretendidos conocedores de fútbol; los relatos deportivos, o las fotos de prensa, amplificaban las leyendas, convirtiendo a los futbolistas en héroes de mitologías pordioseras o grandilocuentes. El relato radial convenía una gesta -la del juego- a los millones que no lo atestiguaban desde las gradas y hacía de jugadores como Abbadie, Corbatta, Santamaría o Sanfilippo figuras menos vistas que imaginadas. Aquellos que llegaban al estadio eran los testigos de ese chimento, los que a su turno estarían a cargo de repetir, siempre magnificando, lo que sucedía en un caldeado campo de juego. Ya como testigos, ya como escuchas, el estadio era una especie de templo que daba lugar a una ceremonia abigarrada pero secreta, un cuchicheo que desaguaba en el mito.

Lo trastornó todo la televisión, sin embargo, y se podría tomar el mundial México 1986, conocido por muchos argentinos como "de la mano de Dios", como mojón que fija el desplazamiento. Entonces, Steven Spielberg sustituyó la ceremonia inaugural por un mediometraje; las reglas mudaron hacia el fair play (limpieza de juego, limpieza de imagen) y ya las cámaras no dejaban lugar a equívocos: fue con la mano que Maradona le ganó a los ingleses.

En ese mundial, también, los mexicanos exportaron para el mundo futbolístico una práctica que incorporaron de las ligas de béisbol de
Estados Unidos: la ola. El calor del partido se había retirado de esa cancha vacía y derivaba hacia la tribuna, ungida en la estrella del espectáculo; los jugadores, patrocinados por multinacionales, pasaron a cortejar las cámaras, mostrando camisetas por debajo de la que defienden, coreografiando sus goles para el receptor, publicitando su comerciable individualidad, que se escinde de las reglas solidarias del team que los reducían a un número más dentro de once (en vez de a este colorinche carismático y satelizado). Así como están proyectados hacia fuera del estadio (en las salas de millones de hogares y receptores, participando de las sobremesas o las papas chips, pensándose a sí mismos, más allá de la jugada, en otra toma insuperable, en el mejor ángulo que aparecerá, fatalmente, en cámara lenta), por contrapartida, dentro de la cancha verde, no hay nadie. "Estar pintado", en la jerga del Río de la Plata, implica una participación meramente decorativa; desde que se globalizó el fútbol, a través del satélite, los jugadores se tiñen, decoran o afeitan: están "sacados" hacia la cámara, hacia el telespectador(9).

No en vano, las
barras bravas del Río de la Plata transcurren de espaldas al partido, saltando, corriendo; se hacen sentir, pero no están ahí para mirar, porque nada queda para ver. En el vacío en que quedó la cancha (término que en Argentina incluye las graderías) se instaló la hinchada, que tribaliza el juego inscribiendo la anatomía en los colores que alienta, ya pintándose el cuerpo, ya investida en las mismas camisetas que debería utilizar el espectral equipo que, alguna vez, estuvo entre el verde y dos metas y que ahora es menos parecido a once humanos que a un holograma, a los figurines de un videojuego (de fútbol) o a un tótem traslúcido(10).

Dado que, fagocitado por el telespectáculo, el fútbol había cancelado el sentido de la victoria o la derrota dentro de un emporio de torneos y partidos que había hecho de la revancha algo perpetuo, el espectáculo encontró una prótesis compensatoria, que además de devolver densidad al evento, y brindarle banda sonora, redefine al hincha, haciéndolo parte de la tribu.

Cuanto más profesionalizados deportistas y eventos, más comparece el aguante como exaltación de sentimiento desinteresado: a diferencia del viejo espectador
(que machacaba el trasero en las graderías, y del telespectador, que se encastilla en su sofá, que disfrutan las jugadas y se descargan festejando un gol o insultando el arbitraje), el hincha tiene una misión, que es la de tener o proveer aguante: salta, corea, alienta, insulta a los adversarios, reta a la barra rival para combatir fuera del estadio, o diputa centímetros de la ciudad para consagrar su sentimiento en paredes y muros. Se atribuye protagonismo, pero su gloria no necesariamente coincide con el resultado deportivo; más aún, en ocasiones le va en contra.

Si, para la crónica deportiva, el campeonato que ganó Racing en 2001 marca el regreso a la victoria de un "grande" que llevaba siete lustros suscrito al perdedero, para la hinchada es exhibicionismo cuántico de la pasión: 35 años de aliento en la derrota
(11). Se trata de un flashing del sentimiento; a diferencia del público, la barra brava ni siquiera mira el partido: es ciega al match como es ciego el amor (y como el amor, necesita ser gritado, coreado, compartido; en definitiva, proclamado). Ni bien reconoce el descalabro que ha provocado, Edipo, se arranca los ojos; nuestro amigo el bolso sexagenario ya no mirará el juego que amó. Su purificación la buscará en el turbión ronco de la barra brava, arrebatándose en el hervidero de orillas lanzadas al agujero negro en que quedó reconvertido el centro. Ciego y autolacerado, Edipo se convierte en figura arquetípica del sufridero; pero Edipo era figura trágica, que desaparecía de la escena. Aquí, por el contrario, rige el desvelamiento de la aflicción, la obscenidad del melodrama, género que suplantó a aquella épica nacional que coagulaba en el deporte.

La pasión manda

Si bien le brinda mayor capacidad de exposición y, por lo tanto, vuelve más tactable el sentimiento (y es por eso uno de los eventos más acariciados por el aguante), sería imprecisión considerar la derrota algo deseado; el aguante, por sobre todo, es un alevoso streap tease de la resistencia y por lo tanto el revés, sea deportivo, sea bélico, no es más que un percance. Aguantar es transcurrir por barrios o provincias tras los colores que han teñido definitivamente el soplo, baleándose con barras rivales, faenándose en escaramuzas o patoteando a los que se internan por el territorio propio, aunque estos no sean más que peatones desprevenidos (esto implica una embestida, de todos modos, contra la integridad de la adhesión y amenazaría la reconversión de calles, barrios o villas miserias en espacio público, tabú para barrabravas cuyos tótems, contrariamente a lo que hubiera pensado Freud, están lejos de la prohibición del incesto). "Batallar", por ejemplo, para infinidad de montevideanos poco privilegiados, es una forma de vida, consistente en salir en busca del vino o el desayuno, evadiendo el arnés del laburo, cuyo balance es apenas menos instantáneo que las evaluaciones del I Ching: "hoy gané/hoy perdí, mañana se verá".

¿Pero dónde, entonces, el nexo del aguante como actitud política, como acto de reivindicación ciudadana por el cual gremios y asociaciones civiles asaltan las plazas, es decir, las ágoras y cabildos (rebautizándolas como "del aguante"), con este enconado resistir, que es un culto, alimentado por sustancias, saltos y cantos de posesos, que es asimismo la búsqueda de un éxtasis? Según el aguantar de la barra brava, que no puede quedarse quieta y se avecina a la bacante, a la manía (al punto que no sabe de exclusiones de género y que, parejamente pintadas, o camiseteadas, las mujeres se pelean en las plateas de las damas(12)), quien no salta y celebra es un "amargo", por ejemplo el plateísta que observa arrellanado y obediente: ¿por dónde, por tanto, el parentesco con una institución tan poco dionisíaca como las Madres y Abuelas de mayo? Si gallinas, manyas, quemeros, bolsos, leprosos o bosteros clamorean, partido a partido, su enemistad con la polis y su brazo sometedor -la policía-, autoexaltándose como criminales(13) y minimizando a los rivales bajo el rubro "vigilante"(14), ¿cómo recuperar esta agitación de posesos en actitud política?

Por irresistible o tentador que resulte acusar a la globalización de esfumar distancias entre patria y bandolerismo(15), en rigor es incluso más difícil excluir, como hipótesis vinculante, al imperio del melodrama. Al respecto, baste recordar que, entremés primero, metódico festín del cáncer después, Evita, es decir, la pasión de Evita, le dio un espesor emocional al peronismo y que, por más amargas que se las vea -o precisamente cuanto más desafectas a la satiriasis o el raterismo- las Madres y Abuelas, tomadoras atávicas de la Plaza hoy conocida como "del Aguante", son la heráldica misma de la pasión: su legitimidad proviene del sufrimiento, consagrado en un pañuelo blanco(16), y con ella se hacen voz política. Del mismo modo que desapareció el dirimir arbitrado del deporte, en el foro ciudadano, en tiempos de escasez ideológica, el dolor, reconvertido en ideología -o el sentimiento hecho narrativa maestra-, devino argumento excluyente: se tiene razón si duele; la pasión manda(17).

Dentro de la lógica del aguante, ya sea cívica, ya pelotera, lo pasional deviene enunciación privilegiada, trance y reclamo ético. Así, a cambio de amor y sufridero megafónico, de ese estar siempre ahí y no borrarse, entre otras cosas, el futbolista se ve obligado a proveer dinero para que la hinchada, además de comprar el vino y demás estimulantes, lo apoye durante el partido.

Si es protagonista del espectáculo y autoasumido sostén moral del equipo, es impensable para el barrabrava pagar entrada: si la directiva no las provee(18), interpelando al prójimo a través de un pansentimentalismo, de su "vivir en el sentimiento" (y no de la solidaridad), limosneará hasta que haya monedas que se la paguen. Totalizados detrás de los colores, estos saltarines extáticos reclaman, como las hieródulas, favores por su trance: sirven al templo y de él viven.

Por contrapartida, Madres y Abuelas, totalizadas en su pasión de genitoras desposeídas del fruto, exigirán en nombre de esa prole difunta que, por una suerte de arrebato mediúmnico, habla en ellas(19). En una argumentación, ese trance es coartada áurea para descalificar y reducir a escombro moral al adversario, y en adversario puede convertirse quien no participe del júbilo por un acto de violencia. Más aún, su pasión las vuelve inimputables (en tanto, quien exponga disenso se transforma, en el mejor de los casos, en avatar del amargo): si el barrabrava está más allá del trabajo, de las reglas vulgares de la economía y del requisito de abonar entrada, los actos o declaraciones de una Madre, a su turno, están más allá de pedidos de aclaración(20). Un rasgo no menor del aguante es ser blasón de la supervivencia (en la más cristiana de sus acepciones: testimonio, mudo o charlatán, de un padecimiento).

(sigue)

 

Notas:

(9) Ver Amir Hamed, "Metamorfosis del balompié", Brecha nº658 Año 12 ( Montevideo: 16 de Mayo de 1997).

(10) De cuán incorpóreos se han vuelto cancha y deportistas es recordatorio el partido final del Clausura, que a fines de 2001 daba a Racing la oportunidad, disputando un partido de visitante, de volver a ganar un torneo argentino tras siete lustros; dado que las entradas se agotaron en la cancha de Vélez, se instaló una pantalla gigante en el Presidente Perón, estadio de Racing, para que decenas de miles de hinchas pudieran ceremoniar su adhesión en el templo.

(11) Ver nota 10.

(12) Esto es frecuente en los estadios de Buenos Aires y, en rigor, estas peleas no son unisex ni están confinadas a la platea. También las damas pelean en las tribunas, y arremeten contra los hombres. Consígnese, de paso, cierta anécdota, que muestra cómo esto es una actitud que trasciende las graderías. En 1988, en un pub de Rosario, a Fernando Gamboa, entonces zaguero de Newell's Old Boys, se le ocurre cortejar a una muchacha y le informa su condición de futbolista. Al detallar los colores que lo han contratado, ella, recíproca, lo abofetea y explica que jamás saldrá con un leproso.

(13) Baste como ejemplo uno de los cantos de la hinchada de River, que va presentándose y enumerando sus virtudes: "el que no es chorro es criminal/ el más cobarde mató a su madre/y el más valiente, ´pa que vamo´a contar/ Cuide señora su gallinero, porque esta noche vamo'a afanar").

(14) Así, para limitarse a una muestra, este añejo cantito de la barra gallina que dice "no somos como Boca que son vigilantes/a River yo lo sigo porque yo lo quiero/no somos tira tiros como los bosteros/Porque tenemos huevos vamos a todos lados/ Siempre de la cabeza, todos descontrolados". O este, que explicita el término "tiratiros": "Los bosteros son así, son todos putos y vigilantes/ cuando tienen que aguantar, salen corriendo por todas partes/ Es mi ilusión volver a verte, y en cualquier cancha correrte/ sos un botón sos un cagón, sos como el Rojo, sos como el Ciclón/Ay che bostero, yo no te entiendo, vos ves a River y salís corriendo/Ay che bostero, yo no me olvido, que vos a River le tiraste tiros". De todas maneras, esta sintaxis es enteramente transitiva. Por ejemplo, la barra de Boca canta "Quiero jugar contra River/y matarles el tercero/quiero correrlos de nuevo/de la Boca al gallinero/River vos sos un cagón/porque no tenés aguante/los pibes están en cana/porque vos sos vigilante".

(15) Alabarces y Rodríguez (op.cit.) han señalado como hecho simbólico el regalo, por parte de América TV, de una bandera gigante "con los colores argentinos, el logotipo del canal impreso en su parte inferior, y una leyenda que rezaba Argentina es pasión (siendo el lema del canal América es pasión)" como gesto que pretendía apaciguar localías y tribalismos. "La bandera símbolo por excelencia de la patria, metonimia de la Nación, señalaba la unidad nacional al tiempo que se transformaba en territorio de los sponsors. Mientras tanto, amparados por la cobertura momentánea, decenas de rateros amenazaban a los espectadores que se hallaban debajo de ella para que les entregaran sus pertenencias. Así -concluyen-, entre la sponsorización del patriotismo y la delincuencia, circulan nuestros argumentos nacionales".

(16) Aquí, lo irresistible es recordar que, hasta la década del cuarenta, en Uruguay ni siquiera se gritaban los goles y los partidarios de Nacional, para festejar, agitaban pañuelos blancos.

(17) Por ejemplo, la senadora uruguaya Marina Arismendi, hija del desaparecido secretario general del Partido Comunista del Uruguay, en tiempos de elecciones reconvierte lo que otrora fuera -dentro de su discurso- lucha de clases por un pánico dolor ante los niños pobres, las madres que van a pedir leche a centros de asistencia etc.

(18) Generalmente, las barras bravas tienen connivencia con las directivas, que les dan las entradas. Ocasionalmente, esta relación se rompe, y quedan expuestos a conseguir por sí mismos pasaporte al santuario.

(19) Se recordará la tenaz oposición de las Madres a que Charly García realizara un simulacro, durante un recital, de los desaparecidos siendo arrojados al Plata. Ese momento, que hubiera sido tolerado, e incluso celebrado, si expuesto en una película, debía ser prohibido en un evento. Porque sufrían, las madres tenían razón: la ciudadanía argentina, y las demás que padecieron el Plan Cóndor, no podía "vivir" ese momento de la historia argentina. De haberse realizado lo que proponía García, en muchos hubieran podido "hacer carne" lo que, por definición de la gramática imperante del melodrama, es patrimonio de los parientes.

(20) Aquí basta recordar a Hebe de Bonafini, reduciendo con el convencional "lacayo del imperio", variante política del bostero o leproso, a Horacio Verbitsky cuando éste criticara el festejo público de la Madre por el atentado terrorista del 11 de setiembre de 2001, en Washington y Nueva York.


* Publicado originalmente en Revista Iberoamericana Enero/Marzo 2003 VOL. LXIX (pp 15 a 29).

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