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URUGUAY - INDIOS CHARRÚAS - GENOCIDIO - RIVERA, FRUCTUOSO - RIVERA, BERNABÉ - ELLAURI, JOSÉ - ZORRILLA DE SAN MARTÍN, JOSÉ - SALSIPUEDES -

Uruguay: los primeros desaparecidos*


Roberto Echavarren

El flamante primer Presidente General Fructuoso Rivera, instado por otros miembros del Superior Gobierno, decidió hacer con ellos un castigo ejemplar. En abril de 1831 se encaminó en persona, rodeado del ejército nacional, hacia la región donde merodeaban los charrúas. Organizó con todo cuidado un operativo de genocidio sin atenuantes

El nacimiento del estado uruguayo coincide con un genocidio. En esa matanza consiste nuestra tradición, aunque no necesariamente nuestro destino como individuos.


Al crearse el nuevo estado, por 1830, y ya antes de aprobada la primera constitución del Uruguay ese mismo año, se concibió el proyecto de aniquilar a la única tribu organizada del país en ese momento, los charrúas. Los estancieros se quejaban de los gauchos delincuentes y de las incursiones de los indios, que robaban las caballadas y el ganado. Varios personajes del primer gobierno de la República coincidieron en la necesidad de una política de aniquilamiento de los charrúas. Había que organizar el país según la ley y el orden, había que dar seguridad a los estancieros que pedían mayor control y vigilancia por parte de la autoridad central para que su explotación pecuaria pudiese ser rentable y prosperase sin contratiempos. Había que domesticar el interior todavía turbulento, amenazado tanto por los gauchos delincuentes como por los indios que saqueaban el ganado. Tal vez los estancieros se quejasen más de los gauchos bandidos que de los propios indios, pero éstos en particular fueron considerados inasimilables. Si bien se pensó por parte de algunos rodearlos y llevarlos a la Patagonia
(un proyecto inicial parecido al de los SS de embarcar todos los judíos a Madagascar) o empujarlos hacia el Brasil, prevaleció el criterio de su eliminación lisa y llana.

Una visión aniquilada


Los charrúas, una etnia de cazadores nómades, eran los pobladores originales del territorio, conservaban su idioma y se desplazaban en grupos por las zonas de Río Grande y de la Banda Oriental. El flamante primer Presidente General Fructuoso Rivera, instado por otros miembros del Superior Gobierno, decidió hacer con ellos un castigo ejemplar. En abril de 1831 se encaminó en persona, rodeado del ejército nacional, hacia la región donde merodeaban los charrúas.
Organizó con todo cuidado un operativo de genocidio sin atenuantes. La trampa final consistió en atraerlos, infundiéndoles la mayor confianza y asegurándoles su buena disposición y amistad hacia ellos, a un terreno conveniente para llevar a cabo una acción de sorpresa en su contra. Los invitó a juntarse con él para discutir el plan de un supuesto robo de ganado en el Brasil. Los indios llevarían a cabo el secuestro. El Presidente prometía darles cobijo a su vuelta dentro de su recién inaugurada jurisdicción territorial. Pese a los recelos de algunos caciques, los charrúas aceptaron al fin reunirse con el Presidente y el ejército en las puntas del Queguay, en los potreros del arroyo Salsipuedes.

Antes de atacarlos, las tropas que los cercaban se apoderaron de sus armas y caballos. Un escuadrón se lanzó veloz sobre las chuzas y algunas tercerolas de los indios., apoderándose de su mayor parte y arrojando al suelo bajo el tropel a varios hombres. Apenas el Presidente, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, hubo observado el movimiento, dirigiéndose a Venado, el cacique principal, le dijo con calma: "Empréstame tu cuchillo para picar tabaco." El cacique desnudó el que llevaba en la cintura y se lo dio en silencio. Al recogerlo, el Presidente sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado. Esta era la señal convenida para el ataque y la matanza. El segundo regimiento buscó su alineación a retaguardia de los que habían avanzado sobre las chuzas, y los demás escuadrones, formando una gran herradura, estrecharon el círculo y picaron espuelas al grito de "Carguen" y con sus sables y bayonetas los sorprendieron y comenzaron a atacarlos en su campamento y ahí mataron tanto a hombres como a mujeres y niños sin consideración ni piedad. Los sobrevivientes fueron hechos prisioneros y llevados a pie casi trescientos kilómetros hasta Montevideo, los hombres con las manos atadas a la espalda, y repartidos entre algunas familias de pro que no tenían recursos para comprar esclavos.

José Ellauri, Ministro de Gobierno del General Rivera, organizó el reparto. Se reservó para sí mismo dos inditos adolescentes. Varios fueron entregados a los capitanes de barco surtos en el puerto. Quien recibía una india joven debía también aceptar una vieja; y no se admitían devoluciones. Así terminaron los charrúas, su etnia, su lengua, su modo de vida , su visión de las cosas.

Esa tan uruguaya capacidad de destruir


En otros países como Argentina o los Estados Unidos el genocidio de los indios adquirió a la vez características más variadas y escala diferente, y se prolongó a lo largo de más de un siglo. La política de los Estados Unidos con sus indios, en concreto, inspiró la del Führer con los judíos y otras nacionalidades o minorías, según declaraba su lugarteniente Himmler, pero en Uruguay el exterminio tuvo el valor de un gesto único y ejemplar, simple y terminante, una operación relámpago bien pensada y bien realizada, redonda y casi perfecta, emblemática además porque su ejecutor fue el recién elegido Presidente de los orientales en persona. Los pocos indios que se salvaron de la encerrona fueron perseguidos en los meses siguientes y cazados como "gatos de monte" por el sobrino del Presidente, Bernabé Rivera.

El Uruguay como país nació de un genocidio. Ni siquiera se pensó moderar la matanza con la creación alternativa de reservaciones u otros dispositivos que asegurasen si no el mantenimiento de la cultura indígena al menos la supervivencia de los individuos. No: todo el territorio, sin falta, bastante disminuido es cierto por los robos del Brasil, debía ser para los blancos explotadores del agro. La ignorancia del genocidio o la visión etnocéntrica que han mantenido los historiadores durante el pasado siglo y medio es un índice de cierta capacidad de destruir sin miramientos, de eliminar al otro en tanto diferente, que recubre a los sacrificados de un olvido impasible, como la condición de nuestra misma existencia.


La matanza como tradición


Después, en busca de lo propio, autóctono y nacional, poco quedó para romantizar, salvo el gaucho, que vino a sustituir al indio en el rol de representante de la patria. Más glamoroso pareció el gaucho malo, de costumbres violentas, indomable, nómade, que vivía a monte y de robos ocasionales. Pero la figura del gaucho fue un pastiche. Ni el gaucho dionisíaco y lleno de rulos de Acevedo Díaz o Javier de Viana, ni el gaucho pícaro o sabio, acceden a una virtud autóctona, que fue aniquilada en el momento mismo de nuestro nacimiento como país independiente. Pienso que con la eliminación de la etnia charrúa nos hemos quedado sin un chamanismo auténtico, sin una comprensión de los espíritus de la tierra. Esa fuente no occidental ni cristiana ha sido tapiada para siempre, porque una autoridad cínica basada en el dogma de su superioridad racial y en la defensa impiadosa de sus exclusivos intereses asesinó a los indios.

En esa matanza consiste nuestra tradición, aunque no necesariamente nuestro destino como individuos: hoy en día indios ecuatorianos por ejemplo vienen a darnos lecciones sobre la experiencia de la ayahuasca. Pero ningún charrúa nos da ya ninguna lección. Sólo queda el lugar común de una estúpida y fraudulenta metáfora de la "garra charrúa" que hipostasia lo desaparecido y lo aniquilado. ¿Donde están los indios? "Esto de indio no está dando," decía hace poco un aborigen disfrazado de tal en una fiesta criolla.

Para completar el bochorno, se ha erigido un falso indio vestido por José Zorrilla de San Martín, un artefacto de museo con algunas hermosas estrofas basadas en sonidos autóctonos del guaraní que ilustran los nombres de la flora y de los lugares nativos. Pero esa nostalgia blanda y sentimental por un indio muerto le otorga una madre blanca. Es un indio travestido desde una perspectiva etnocéntrica, un indio de ojos celestes, un Al Jolson, atractivo según el gusto cursi y supremacista de colonizadores asesinos.

* Publicado originalmente en Revista Crac, Nº 2 (Dicicembre 2001)

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