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LITERATURA - LUGARES COMUNES - GÉNERO - LIBROS DE AVENTURAS - LEIBNIZ, GOTTFRIED W. - VOLTAIRE - CÁNDIDO O EL OPTIMISMO - EPOPEYA - INMORTALIDAD - SWIFT, JONATHAN - VIAJES DE GULLIVER - DEFOE, DANIEL - STEVENSON, ROBERT LOUIS - CUENTOS DE LOS MARES DEL SUR - VERNE, JULIO -

Un océano de páginas*

Jesús Cano Henares
La primera epopeya y también la primera obra literaria escrita que se conoce, el Poema de Gilgamesh, no es sino un viaje en busca de uno de esos territorios hoy aún no conquistados: la inmortalidad. En esta obra de hace aproximadamente 4.500 años se da cuenta ya del mito del Diluvio Universal, recogido más tarde en el Génesis


La
literatura también tiene sus tópicos, clichés, lugares comunes o como queramos llamarlos. Aparecen, normalmente, cuando el lector se empeña en estudiar las obras literarias antes que en sentirlas. Viene esto a cuento de una pregunta de una periodista a un joven escritor a propósito de la publicación de su novela. Enterada la periodista de que había escrito una obra de aventuras, sin pensárselo dos veces largó una pregunta que no puede ser más tópica: "¿Por qué cree usted que estas novelas están reservadas para un público infantil y juvenil?". ¿Qué podía responder yo sino que, en efecto son un tipo de novelas para todos los públicos? Pero no porque estén permitidas a los menores sino porque también las leen con enorme placer los adultos.

Sin duda constreñir las
obras de aventuras y de viajes, que lo uno va con la otro, a una determinada edad es ignorar su verdadera dimensión, su ubicuidad en todos los géneros. Sí, porque al contrario de lo que se cree, los libros de aventuras no constituyen un género, sino muchos; o, mejor dicho, conforman y están presentes en todos ellos. Lo mismo que sus protagonistas recorren procelosos océanos, alcanzan las más altas cimas, vencen los desiertos más inhóspitos, así las aventuras constituyen el pentagrama sobre el que se han compuesto muchos y grandes relatos: igual la historia de un gran amor que las peripecias de un pícaro, así una novela corta pero intensa como una picadura, caso de El corazón de las tinieblas, como una interminable y tediosa novela bizantina. Voltaire (François-Marie Arouet), convirtió las aventuras (o más bien desventuras) de Cándido (Cándido o el optimismo) en un alegato contra la filosofía del "Vivimos en el mejor de los mundos posibles" que defendía Leibniz.

Un
autor como Joyce decidió llevar a la práctica lo que, en su momento, debía parecer una idea descabellada: convertir en toda una odisea un día cualquiera de la vida cotidiana de un personaje gris, y terminó por crear una de las novelas que revolucionaron la Literatura. Pero si hay un personaje que nació porque un día su autor decidió echarlo al camino, ése es sin duda el Quijote. Cervantes coloca al ingenioso hidalgo en los ásperos llanos de la Mancha y al lector en camino de descubrir y hasta admirar esa parte de locura que todos tenemos. Y ello mediante una de las aventuras más prodigiosas jamás contadas.

Y podríamos seguir así, tomando un ejemplo tras otro para demostrar que las aventuras, más que
género, son un modo de hacer literatura, una herramienta de escribir extraordinariamente útil con la que es posible llegar a todos sitios. Eso no impide que entre esos múltiples propósitos uno de los más comunes sea divertir y aleccionar al lector con el descubrimiento de las maravillas de lejanas tierras. Pero esa intención puramente novelesca, esa sistematización de la aventura, surgió hace apenas dos siglos y caeríamos en un error de apreciación si considerásemos que los únicos libros de aventuras son los escritos por Walter Scott, Julio Verne o Emilio Salgari.

Lo cierto es que las aventuras están presentes en la
Literatura desde sus mismos albores, cuando aún se desconocía la letra escrita. Aquellas primitivas narraciones orales que precedieron a los mitos tienen su raíz en las aventuras que vivieron algunos hombres más audaces, más inquietos o, simplemente, más locos que el resto de su tribu, primitivos exploradores en busca de nuevas rutas, mentes inquietas que perseguían ya por entonces, en la lejanía del horizonte, respuestas a las preguntas que hoy todavía somos incapaces de responder. Esa fascinación por lo desconocido no ha perdido vigencia; todo lo contrario, hoy, como hace miles de años, seguimos buscando la última frontera, que ahora se sitúa en Marte. La búsqueda de lo que está por llegar es uno de los sentimientos más fructíferos de la Humanidad, porque la ha impulsado a ponerse en marcha y le ha reportado multitud de beneficios en todos los ámbitos, entre ellos la Literatura. De esa inquietud por encontrar otros territorios, físicos y espirituales, nació la epopeya, considerada madre de la narrativa.

La primera epopeya y también la primera obra literaria escrita que se conoce, el Poema de Gilgamesh, no es sino un
viaje en busca de uno de esos territorios hoy aún no conquistados: la inmortalidad. En esta obra de hace aproximadamente 4.500 años se da cuenta ya del mito del Diluvio Universal, recogido más tarde en el Génesis. La Biblia tiene también mucho de relato de aventuras. ¿Qué es el éxodo sino un viaje en el que se narran las peripecias de todo un pueblo en busca de un destino común? El mismo camino que Moisés y los suyos, pero unos siglos antes, recorrió el protagonista de El cuento de Sinuhe, la historia de un funcionario que debe huir de Egipto a Palestina para no verse mezclado en una conspiración palaciega.

Si avanzamos un poco más en el tiempo, encontramos aventureros en la misma base de nuestra civilización. Primero en Grecia, donde Ulises, Hércules o Jasón se echan al camino para cumplir altos cometidos. Luego en Roma, donde encontramos a Eneas, ese hijo perfecto que cualquier madre
(patria) querría tener. Aparecen aventureros también en la literatura medieval, sobre todo en tierras cristianas, desde los libros que hablan de los mitos artúricos, hasta el Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, pasando por el Libro de las maravillas de Marco Polo, una obra más literaria que histórica, por lo mucho de fantástico que posee. Otra gran obra que podríamos calificar de "libro de aventuras" es la Divina Comedia, aunque aquéllas transcurran por territorios evanescentes. Muchos autores creen que Dante se inspiró nada menos que en una tradición atribuida a Mahoma, según la cual el profeta realizó un viaje nocturno o Isra, una aventura que termina, nada menos, que frente al trono divino.

Y ya que hablamos de los árabes, hay que recordar que su literatura medieval es bastante menos fecunda en lo que a aventuras se refiere que la literatura cristiana. A pesar de haber sido, y ser todavía en muchos casos, estupendos comerciantes y, por tanto, grandes viajeros los árabes han hecho poca literatura de viajes. Entiéndase: sus obras clásicas repiten una y otra vez los mismos temas, que tratan, básicamente, de asuntos de corta distancia; la que media entre los labios de dos amantes, la que hay entre un poeta y el rey que recibe sus loas o la que existe entre una
mano que escribe y un vaso de vino. No se puede decir que haya demasiados relatos de aventuras. El lector se acordará, sin duda, de los viajes de Simbad el marino. Pero Las Mil y Una Noches no son más que una excepción que, además, en lo que a aventura se refiere, bebe de fuentes indostánicas o iranias, más que árabes.

Pero, retomemos el hilo de la Historia, superando ya la Edad Media, para llegar al tiempo de los grandes descubrimientos. En los siglos XVI y XVII encontramos, paradójicamente, pocas novelas de viajes. No es ésta época de aventuras literarias aunque sí de crónicas sobre el Nuevo Mundo narradas en un
estilo crudo pero apasionante por quienes entonces conquistaban (o arrasaban) paraísos perdidos. Si en esa época, al menos en España, se cuentan aventuras, éstas son las protagonizadas por los pícaros, personajes que deambulan sin tregua por los caminos, bregando con el hambre, el frío y la negra miseria, enemigos peores, por reales, que aquellos otros imaginarios contra los que pugnaban los caballeros andantes. Visto así, podemos colocar aquí al Quijote, una especie de antítesis del pícaro que, sin embargo, sufre sus mismas vicisitudes. Quién sabe por qué pero, durante esos dos siglos en que los europeos exploraron la mayor parte del Mundo, la Literatura no hizo ni la menor cuenta del filón argumental que suponían las andanzas de quienes llegaban del Otro Lado del Mundo. Una explicación de tantas sería que aquella Europa, demasiado ocupada todavía mirándose el ombligo en guerras continentales, no acababa de comprender que esas otras tierras estaban esperando ser descubiertas también para la Literatura.

Tuvo que llegar el siglo XVIII para que alguien supiera sacarle partido a ese filón. Uno de los primeros que lo hizo fue Daniel Defoe, un inquieto comerciante que se metió a periodista para salir de la ruina económica. Y lo consiguió gracias al testimonio de Alexander Selkirk, marinero inglés abandonado en una isla del archipiélago de Juan Fernández, frente a las costas de Chile, en 1704. Al poco tiempo nació Robinson Crusoe y el arquetipo literario del náufrago. Contemporáneo de Defoe es el irlandés
Jonathan Swift autor de Viajes a varios lugares remotos del planeta, obra más conocida como Viajes de Gulliver. Podemos relacionar esta obra sin miedo a equivocarnos con las novelas de Voltaire, que ya coloca a sus personajes en el Nuevo Mundo. Defoe, Swift o Voltaire fueron algunos de los primeros escritores que incorporan la aventura en primera persona a sus libros. Faltaba poco para que llegaran las historias de piratas en la isla de la Tortuga, de aventureros aguerridos que atraviesan continentes enteros, de marinos que luchan contra la fuerza de las galernas en el Cabo de Hornos o de pueblos salvajes comedores de carne humana, temas todos que acabarán por incorporarse al imaginario colectivo occidental durante el siglo XIX.

Por primera vez los europeos comienzan a mirar más allá de sus fronteras. La literatura de viajes experimenta un auge sin precedentes. Coincidiendo con la irrupción del espíritu del Romanticismo, muchos escritores recrean la Edad Media, la Roma Imperial o el Egipto de los faraones y, en el caso que nos atañe, comienzan a descubrir otros continentes y otros pueblos, sus mitos, sus leyendas y, sobre todo, el lugar que el hombre europeo ocupa, después de varios siglos de colonización, en esos territorios ya no tan extrañas. Uno de estos aventureros románticos es Stevenson. Su más genial novela recupera el tiempo de los bucaneros y sus Cuentos de los mares del Sur significan, en el fondo, una huida hacia delante desde occidente hacia otra realidad incontaminada.

Pero la auténtica erupción de las novelas de aventuras llegó después, en la segunda mitad del XIX, con un recrudecimiento del
colonialismo y en consonancia con una nueva mentalidad positivista, mucho más prosaica que la romántica. Coincide esta edad de oro de la literatura de aventuras con nuevas exploraciones por el Pacífico y los Polos, con mejoras en la navegación y, sobre todo, con la sistematización científica de los descubrimientos. A esa segunda oleada de descubrimientos se unen los escritores: en unos casos desde su gabinete, caso de Emilio Salgari o Julio Verne, en otros, viviendo en sus propias carnes la aventura, con autores como Herman Melville, Joseph Conrad o Jack London.

El auge de la prensa y las expediciones naturalistas sufragadas por las numerosas sociedades científicas que florecen entre los siglos XIX y XX disparó la demanda de aventuras literarias, argumentos que hicieron suyos bien pronto las nuevas artes y medios de comunicación de masas: La fotografía, el cine, el cómic y, por fin, la televisión. Nació así una variante de la aventura, la ciencia ficción, que hoy parece cada vez menos ficción, cuando vemos las imágenes llegadas de Marte o conocemos cada día nuevas noticias sobre la clonación de células humanas. ¿Hay tanta diferencia entre el replicante de Blade Runner y Gilgamesh?

 

* Publicado originalmente en el Nº 21 (enero-abril de 2004) de la Revista El fingidor de la Universidad de Granada.

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