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ISSN 1688-1672

 



LEIBNIZ, GOTTFRIED, W. - DESCARTES, RENÉ - CÁLCULO INFINITESIMAL - DE PRINCIPIO INDIVIDUI -


G. W. Leibniz y la naturaleza del alma (I)*

Adrián Icazuriaga
Leibniz entabla contacto con los mayores intelectuales de la época, Huyghens, Arnauld, Malebranche y Mariotte, entre otros. De cada uno obtendrá un aporte decisivo, sea en el campo de la óptica física, en el de la teología u obrando simplemente como un interlocutor privilegiado, aquel que sabrá luego integrar todos estos aspectos en un único y genial descubrimiento: el cálculo infinitesimal


Cuando Isaac Casaubon, célebre literato y
restaurador del siglo XVI, contempló al fin el viejo anfiteatro de la Sorbona, no pudo menos que sentirse observado, con escrupulosa paciencia, desde las ruinas mismas del pensamiento: "He aquí un lugar donde se ha disputado desde hace siglos" -le señalaron; y él respondió sin desviar la mirada- "¿y cuál ha sido la conclusión?".

Resulta curioso que en el
pensamiento filosófico moderno, y en particular en los autores modernos a partir de Descartes, pueda hallarse, por regla general, en la cumbre de sus grandes proyectos (donde de otro modo debieran suponerse sus más caras victorias), el germen insoslayable de lo anodino. Como si el andar sobre principios sólidos, eso que los geómetras llaman método apodíctico y que en filosofía es el pensamiento lineal, tuviera en la reverberación de una idea, nada más que al comienzo, su único aserto. Pensemos en el propio Descartes y en las misteriosas pesadillas que lo acosaron la noche del 10 de noviembre de 1619, a orillas del Danubio, y que algunos interpretan como el verdadero comienzo de su carrera filosófica. O en un más que casual y providencial encuentro con el matemático Isaac Beeckman, unos pocos meses antes en Holanda, y que cambiaría tan radicalmente su visión de las ciencias abstractas. De más está decir que estos sucesos son demasiado relevantes como para pasar inadvertidos y no demasiado frecuentes como para justificar una revelación. Aunque si en algún caso se justifica, esta línea más directa con la verdad, es en el de Rousseau, que vio toda la injusticia humana al sentarse a descansar quince minutos bajo una encina.

Desde luego que algunos sistemas avanzan hasta hacerse ascéticamente insoportables
(Schopenhauer) o deliberadamente complejos (Hegel). Pero ninguno engloba en un único principio, como la mágica visión presocrática de un ápeiron celeste o el ocasional daimon de Apuleyo, el estamento último de toda verdad. He ahí la razón por la cual se haya hecho más atractivo a los ojos del público la historia de las ideas y no la filosofía misma o los grandes cánones filosóficos. Por lo pronto, nos conformaremos con apuntar que esto es sencillamente lamentable, y una afortunada excepción en la figura de Leibniz.

I. Vida


G. W. Leibniz nació un 1 de julio de 1646, en Leipzig, Alemania. Tuvo ese detalle inconmovible y decisivo que es un padre
lector y moralista, aunque lo sobrevivió la idea de que su hijo era demasiado joven para la orfandad. Supo, sin embargo, salir adelante, y en 1653 ingresó como pupilo en la escuela Nicolai, heredando de la vasta biblioteca paterna su pasión por los clásicos. Fue allí donde aprendió el latín y conoció de primera mano a los autores y griegos y latinos, Platón, Aristóteles y el poeta de Mantua fueron sus constantes lecturas, en una época en la que aún nadie presumía de literatura infantil -"sin duda felizmente para los niños".

De su carácter y primeras aficiones, que tenuemente aventuramos por aquella época, se destaca el deseo de enfrentarse con las tempranas inquietudes de su tiempo y, no menos, con las trasnochadas ideas de la generación anterior. Sin duda en espera de una mejor suerte. Aunque otro, si no la consecuencia de este
deseo, y de apariencia un tanto banal, es el que en verdad nos interesa. Proviene del hecho comúnmente asumido de que el pensamiento lo impregna todo. Es así que cuando la meditación hace a nuestros hábitos regulares, entre todos ellos no es el menos frecuente caminar al aire libre. Si bien en el caso de los filósofos esto es prácticamente una constante, en el de nuestro autor es tanto más una inclinación prematura: con apenas quince años lo vemos, con su andar encorvado, patizambo y de complexión un tanto robusta, como una familiar presencia en el bosquecillo de Rosenthal, a las afueras de Leipzig. Y, más concretamente, en el verano de 1661 sabemos que meditó bajo esas sombras el provecho que habría de sacar a sus reiteradas inmersiones en la escolástica (Santo Tomás, Suárez y Fonseca). Dudando si era conveniente o no conservar las formas sustanciales, tan en decadencia desde la Edad Media, frente a la nueva y atrayente teoría mecanicista.

Más adelante veremos cómo la noción de sustancias simples o mónadas creadas completa y hasta sustituye en su nuevo sistema estos conceptos ya un tanto anticuados.
Con apenas diecisiete años escribe una tesis de bachiller, Diputatio Metaphysical De principio individui, donde defiende el nominalismo frente al problema de los universales
(genero, especie, etc.) y prefigura la unidad sustancial del individuo. De 1663 a 1666 estudia matemáticas y jurisprudencia en Jena, bajo la dirección de Erhard Weigel. Escribe un artículo sobre el arte combinatoria y termina doctorándose con una obra de interés jurídico, De Casibus Perplexis in jure. Casi al mismo tiempo, rechaza una cátedra universitaria en Altdorf y comienza a interesarse por la alquimia y los rosacruces. Sin embargo, con el mismo carácter adventicio, acepta un puesto de confianza en la corte del arzobispo de Mainz, el príncipe elector Johan von Schönborn.

De aquí en más la carrera de Leibniz nos podría parecer definitivamente enmarañada en vanas cuestiones de estado
(hasta donde la historia es una cuestión de estado, y hasta donde ganarse el sustento es vano), y tal vez fuera así si no estuviera tan reñido con los hechos. No queremos decir con esto que su interés cívico fuera un asunto lateral o baladí, ni mucho menos, creemos recordar que hizo cierta apología de la seguridad pública. Pero afirmaremos sí, con el permiso de Chesterton, que "se sentía aún lo bastante joven para pensar en sus opiniones políticas en vez de tratar, simplemente, de olvidarlas."

Su madera de político y cortesano sólo se vio amenazada por el gusano de la
ciencia. Y si sucumbió a ésta, con reiterada incredulidad, fue nada más que para dejar sentado que con el tiempo los hombres se harían mejores (algo que tendremos el tacto de no recordarle).

Lo cierto es que si sus trabajos como diplomático fueron o no un obstáculo para su avidez científica, nunca se sabrá; podemos asegurar no obstante, y es casi una costumbre reiterarlo, que le permitieron, en una época de ideas polarizadas, relacionarse directamente con todos aquellos hombres que de una forma o de otra representaban la tenue avanzadilla de la Aufklärung o 'época de las luces'.

Aún al servicio del príncipe Elector, Leibniz viaja a París en 1672 con una oscura misión diplomática, convencer a Luis XIV de la necesidad de evangelizar Egipto. Aunque en realidad se tratara de otra cosa, distraer la atención de quien se sabía la mayor amenaza para el Sacro Imperio Alemán y, por otro lado, no sin cierto candor, a Leibniz se le impusiera como una oportunidad única para llevar a cabo uno de sus grandes proyectos: la reunificación de las Iglesias. De más está decir que nunca fue recibido.

Tras una dilatada estancia en París, que se alargó a algo más de tres años, un período "no demasiado breve para la contemplación de la erudición, la política o las costumbres"
(como nos recordara Samuel Johnson a propósito de Milton), Leibniz entabla contacto con los mayores intelectuales de la época, Huyghens, Arnauld, Malebranche y Mariotte, entre otros. De cada uno obtendrá un aporte decisivo, sea en el campo de la óptica física, en el de la teología u obrando simplemente como un interlocutor privilegiado, aquel que sabrá luego integrar todos estos aspectos en un único y genial descubrimiento: el cálculo infinitesimal. A este respecto comparte la autoría y el mérito con Newton, aunque la polémica del hallazgo persiste, si bien Leibniz fue el primero en publicarlo, en 1684, y su nomenclatura es la que se utiliza aún hoy en las escuelas. Lo que sabemos es que Leibniz realizó un fugaz viaje a Londres a principios de 1673 donde medió una breve relación con Newton, algo que no ha ayudado precisamente a aclarar las cosas, sino más bien a alentar el desacuerdo entre sus respectivos biógrafos.

Durante sus años en París Leibniz mejora la máquina de calcular de Pascal, se centra en el estudio de las cónicas y comienza el desarrollo de su innovadora doctrina de la fuerza: la dinámica, un campo estrechamente relacionado con todas las vertientes de su filosofía. A la vez, descubre la conservación del momento
(p=cte.) y cree descubrir otra ley que pasó inadvertida para Descartes, la conservación de la vis viva o cantidad de fuerzas (mv2). Sin embargo, no es sólo avidez o inquietud intelectual lo que demuestra en cada una de sus controversias, con mucho y en gran medida es la permanente búsqueda de un interlocutor. Leibniz concebía el conocimiento como un diálogo infinito, more socrático, y para ello echó mano de la correspondencia, del debate personal, de la réplica inteligible. El único intelectual de su tiempo que rehuyó su trato fue Locke, y lo pagaría muy caro. Tras su muerte, Leibniz lo resucitó bajo el nombre de Filaletes y dialogó con él a lo largo de las seiscientas cuarenta páginas de sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano.

En noviembre de 1676 emprende el regreso a Alemania, donde aceptará un puesto de trabajo nada acorde con sus posibilidades
(y que a la larga será la ocupación de sus días) como consejero e historiador de la casa de Hannover. La historia lo habrá juzgado, quizás, como uno de esos casos en que una vana empresa ocupa el tiempo y las energías de una mente poderosa, hasta morir, como un león encantado por una mosca, en el olvido y el silencio, mientras un poco más allá la sabana se agita con el renacer de la vida.

Si bien aún tendría tiempo para fundar la
Academia de Ciencias de Berlín y realizar pequeñas contribuciones en campos tan variados como la Arqueología, la Agronomía y las Matemáticas. Sin olvidar que en su viaje de regreso a Alemania pasó un mes en Holanda, donde se entrevistó con Spinoza y discutió con éste los aspectos más polémicos de sus escritos. Aquella entrevista, que tuvo lugar entre octubre y noviembre de 1676, dejaría en el erudito de Ámsterdam una grata impresión de aquel "espíritu liberal y versado en todas las ciencias".

Finalmente, parece necesario admitir que el sólo hecho de homenajear a alguien que firmaba sus escritos como "el autor de la armonía preestablecida", implica algo más que una simple combinación del azar y las
palabras. Tal vez sí se disculpe recordar un encuentro memorable: Johann von Goethe, quien habría de ser la única mente universal que le disputara los lauros a Leibniz, visitó las montañas de Harz en septiembre de 1789. El mismo lugar donde nuestro filósofo ensayó uno de sus ingenios quijotescos, cien años antes.

"Todo lo que vive encuentra alimento y ayuda, y aunque el hijo, después de la muerte prematura de su padre, no tenga una juventud tan cómoda ni tan propicia, quizá con eso mismo adquiera más rápida
educación para el mundo." (Johann von Goethe, Las afinidades electivas, libro 2, c.XII)



Bibliografía:

- Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Introducción y
traducción de J. Echeverría Ezponda, Ed. Alianza, Madrid 1992.
- Tratados Fundamentales, incluye Nuevo sistema de la Naturaleza,
Monadología, Principios de la Naturaleza y de la Gracia, etc.
Ed. Losada, Bs. As. 1946.
- Discurso de Metafísica, Introducción y notas de Julián Marías, Ed.
Alianza, Madrid 1986 (artículo original en "Revista de Occidente",
1942).
- Teodicea, ensayo sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el
origen del mal, Ed. Claridad, Bs. As. 1946.
- Observaciones críticas sobre los Principios de filosofía cartesianos, Ed.
Gredos, Madrid 1989.

ESTUDIOS Y CONSULTA

- RUSSELL, Bertrand, Exposición crítica de la filosofía de Leibniz, Siglo
Veinte, Bs. As. 1977.
- BURNHAM, Douglas, G. W. Leibniz (1646-1716) Metaphysics, The
internet Encyclopedia of Philosophy.
- COPLESTON, Frederick, Historia de la Filosofía vol. IV, Ariel, Barcelona 1996.


* Artículo publicado originalmente en la Revista "mandala" -cuaderno de artes y letras-, abril 2002.
(*) La primera fue una secta adoradora del hashish. Nació en Arabia en el siglo XI y a sus jefes se les daba indistintamente el apelativo de Hombre Viejo de la Montaña. Asolaron Siria bajo las órdenes de Hassan ben Sebbah y asesinaron, propiamente, al cruzado Conrad de Montferrat. (Hay testimonios de ello en el libro Description of the World, atribuido a Marco Polo). Respecto al dictador de Alba, nos referimos a Meto, despedazado por dos cuadrigas. Traicionó a los romanos en tiempos de Tulio Hostilio ("Albano infiel, ¿por qué no cumplías tus juramentos?" Eneida, VII, 705). Por último, Antíoco Epífanes mandó exterminar a los judíos aproximadamente en el siglo IV a.C. (Véase Primer libro de los Macabeos).

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