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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



THE CATCHER IN THE RYE - EL GUARDIÁN EN EL CENTENO - SALINGER, JOHN - LECTOR IMPLÍCITO - LECTOR COMO FELIGRÉS - DAMA GORDA -

Salinger: los Siete Santos de Vidrio (I)*

Sofi Richero
"Esta mañana a misa. Creo que voy a confirmarme. Mi idea, esta mañana, es que hay amor en nuestra concepción; que no nos amasó una pareja en celo en un hotel de segunda. Puedo reprocharme el ser neurótico y disimular mis deficiencias litúrgicas, pero eso no me llevará a ninguna parte"


Gracias a Dios estas páginas están en blanco. Claro que ahora, y gracias a este "Gracias a Dios estas páginas están en blanco" ya no lo están más. No, no están en blanco en lo absoluto. Comenzarán a hablar, con una apremiante y desorientada verborrea, de J. D. Salinger, ese escritor tan infinitamente denso y breve y concentrado como la misma manzana del origen.


Es eso lo que, principalmente y si es que queremos ser sensatos, deberíamos decir primero: la obra de este eremita que se ha escondido en New Hampshire marea hasta la náusea, revuelve y asfixia y pincha todas las plácidas y cómodas conceptualizaciones occidentales, que por tradición irremediable, y con trabajo, alegría y saludable aleccionamiento hemos logrado reunir, como tiernos cachorritos, alrededor de nuestro inflado sillón de adultos. Seguridades sobre el Conocimiento, la Vanidad, la Alegría, la Inteligencia, el Amor, la Sabiduría y todos los demás absolutos con mayúscula que el lector tenga en mente.


Hay un momento en que el conocimiento aturde; es el momento de regresar, de jugar con sólo dos o tres pinochas sobre la baldosa, limitarse a ellas y sus posibilidades de movimiento, y así, de lo simple y aparentemente controlable, empezar concéntricamente a intentar escalar los círculos complejos. Vaciar y empezar de nuevo. Esto es lo que sucede con Salinger si es que se lee de un tirón. Embriaga y obliga a silencio. A desarmarse. ¿Cómo definirlo así, en cuatro líneas graves? ¿Cómo hacer que Jerome David Salinger se sienta cómodo aquí, en esta obligación sintética del comienzo? ¿Y de qué hablar, cómo cortar la manzana? ¿Que ha entregado su vida a una ejemplificación tan mística como paradójica de lo que significa suicidar el concepto de autoría intelectual, y que es el paradigma del eremita literario del siglo XX o qué (como quieren otros) es el mayor operador publicitario que conocieran las letras del siglo XX?

De acuerdo, es un comienzo bastante arrogante. Lo bastante sensacionalista como para impresionar a quienes el nombre de Salinger remite simplemente a un adolescente con visera roja rondando una Nueva York en los 1940's en un libro que se llama The Catcher in the Rye (El guardián en el centeno o El cazador oculto en español) y que hizo que un hombre que no importa, alegara estar inspirado en sus páginas cuando asesinó a John Lennon. ¿O decir eso no importa, qué importa, e ir a hurgar sólo en su obra? Y de su obra: ¿qué? ¿Su desesperado, casi demente rodeo sobre en qué consiste la vanidad de los hombres, de dónde viene y a qué conduce? Esa machacona y urgida meditación sobre los pequeños egos de cuantos tienen la horrible y pueril necesidad de ser considerados para después considerarse Alguien? ¿O tal vez inquirirlo con pompa orientalista, sobre la inevitable actualización del Zen a Occidente, acosarlo en esa bella y triste indigesta del Nuevo y el Viejo Testamento, los textos del Taoísmo y el Zen clásico, y los escritos del Budismo Mahayana?

¿Hablar mejor del amor, del verdadero amor que hay en sus páginas por los niños y todos los demás seres un poco frágiles que son sublimemente sabios y sublimemente inconcientes de su sabiduría? ¿Decir, con Seymour, su personaje mesiánico, que las páginas de Salinger, una vez que las tocas, dejan cicatrices de por vida en tus manos?


I

Después de todo había que comenzar

Quien enfrenta la tarea de escribir un artículo sobre J. D. Salinger se enfrenta a las mismas dudas y problemas que se enfrenta todo el que desee escribir cualquier artículo, y también a aquellas que provienen de querer redactar unas páginas decentes sobre un autor que lo conmueve. (El lector ya habrá advertido que el aserto es cobardemente tramposo: hace firuletes para declarar una admiración y no tener que recurrir a la primera persona). Esas dudas y problemas provienen del hecho de que, cuando un autor conmueve de verdad, obliga a quienquiera haya sido el conmovido lector, a un martirizante esfuerzo por respetar, en la medida de las naturales posibilidades, la difusa pero espesa ética que este lector cree reconocer, primeramente en su obra, y luego (y esto es más complicado) en el modo en que este hombre ha querido y ha podido plantarse como artista en este "planeta conmovedor".

El hecho es que, con este autor en particular, las cosas se complican aún un poco más (agudizan las dudas y problemas del articulista). Eso sucede desde que J. D. Salinger renunció categóricamente a la publicación y a la reedición, al antologamiento indiscriminado, a las citas y refritos abusivos, a las fotografías de portada y a las fotografías en general, y -por supuesto- a las entrevistas, charlas, mesas redondas, conferencias, ferias y todos las demás formas conocidas de publicidad literaria.

Todo esto se precipitó después de 1951, fecha de publicación de The Catcher in the Rye (una verdadera excentricidad en la historia de la edición: es uno de los best-sellers de Estados Unidos por excelencia, y al mismo tiempo la mayor obra de culto de la narrativa norteamericana). Aunque, como señala Warren French
(1), uno de sus críticos más atendibles, Catcher "no obtuvo inmediatamente el éxito enorme que el plantel de sus adoradores imagina retrospectivamente, fue escalando penosamente peldaño tras peldaño durante dos años hasta llegar a establecerse en la cumbre del montón de chatarra de la literatura de posguerra."

Fue durante ese período de tiempo que Salinger comenzó a reconocer una suerte de agitación que no disminuiría, y que resolvió su mudanza a Westport (Cornish, New Hampshire), en donde aún vive, a la vera de un camino de tierra, protegido por un alta valla que él mismo construyó. Y, se presume, escribiendo todavía entre las cuatro paredes del pequeño refugio de cemento armado que ideó, según conjetura French no sin cierta libertad imaginativa, a la manera del estrecho castillo de Muzot en donde Rainer María Rilke (uno de los 'sagrados' de Salinger) escribiría las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo.

La digresión ha sido abusiva, así que tal vez el lector haya perdido el hilo: lo anterior viene a cuento porque la reclusión de Salinger y su militante entrega progresiva a dejar de existir como autor, compromete, para quien escribe sobre él, algunas quisquillosas -y también ociosas- dudas: ¿deben, o mejor, interesa publicar sus dos o tres fotografías disponibles en el incontrolable mundo electrónico? ¿No sería eso, en cierta forma, traicionar la única y legítima petición que un hombre honestamente arrepentido, tiene para hacernos? Al margen, completamente al margen de todo ese embrollo teórico tan ruidosamente fascinante de la vida pública vs la vida privada: ¿no hay algo en el gesto literario de Salinger que nos está enfrentando directamente con nosotros mismos y nuestra rudimentaria sed fetichista? ¿No le está hablando directamente a nuestros ojos para aconsejarles sobre donde depositar la mirada?

Por muchas raras razones, la evolución de la obra de Salinger (de comenzar a publicar en un formato "inteligentemente comercial" en las revistas conocidas como slick -Story, Collier's, Esquire, el Saturday Evening Post, Mademoiselle, Cosmopolitan- , pasar luego a la retórica definida del New Yorker, y dentro ya de esa retórica, trascenderla completamente) marca un cambio, progresivo pero radical, de lo que los críticos literarios suelen definir en su jerga como "lector implícito". Esto es, el lector presupuesto por la naturaleza misma de la obra.

El lector presupuesto por Salinger en su última producción es, directamente, un adepto. Un hermano. Un feligrés que pertenece a su y a nuestra comunidad religiosa, a nuestra comunidad ética, y estética, y todo lo demás. Esta última declaración, naturalmente discutible, busca tan sólo expresar esa agudización de dudas y cuestionamientos éticos que referíamos en un comienzo. Salinger nos enfrenta con la ética artística casi todo el tiempo. También con la ética, así, sola en la frase. Por ausencia o por presencia él es, no puede dejar de serlo, el Gran Predicador. Y estará observándote.

 

II

Uno no debe temer a J. D. Salinger

Uno no debe temer a J. D. Salinger por muchas razones que atañen a la lógica más pura: porque no es un espantapájaros; porque no es un sacerdote; porque es dogmático de un dogma desparramado y huidizo como el aire y por lo tanto inaprensible en tanto dogma; porque no es, nunca, sectario, siendo siempre escalofriantemente moral; porque es un asesino sólo de su autoría; porque es un criminal (ambiguo y contradictorio) sólo de su ego; porque ama las almas huérfanas de vanidad y la sabiduría de quienes sólo encuentran el placer que demuestran en sus caras sin ningún mínimo atisbo de desear demostrar nada con ellas; porque cree en los niños de una manera que raya en la idolatría, y porque se cortaría las manos antes de endigarles un abuelo como el de Heidi; porque escribió algunas de las páginas más tiernas, furiosas, ambiguas, tan minadas de preguntas y contradicciones últimas, tan dulces y tan al mismo tiempo desmoralizadoras, y que activa la savia de todas las preguntas que andan corriendo por las venas de quienes creen que ya saben algo. Uno no debe temer a J. D. Salinger por esas razones. Pero uno puede temer a Salinger por otras.
Uno puede temer a J. D. Salinger porque todos quienes se han parado delante de su Vanidad y le han declarado la guerra, y han sacado la espada y herido de muerte sólo algunas partes, y dejado a otras susurrando un poco todavía, suplicantes; esos hombres, quienes han luchado con su Vanidad, y aunque la hayan herido a medias, y sean o no escritores, dan miedo. Sobretodo si se trata de hombres que necesitaron ser consecuentes con su obra, a pesar y mas allá de las contradicciones, dan miedo.

Alguna vez, Salinger confió en los hombres. Una vez que decidió no quería ser Truman Capote, ni Norman Mailer, ni ninguna otra cosa que se emparentara con la clase de escritor superstar. Mas o menos cuando el éxito de Catcher se lo estaba comenzando a tragar. Mas o menos cuando decidió que no sabía lidiar, sin que eso significara una profunda estafa a sí mismo, con la vida declaradamente pública y publicitada de un escritor de éxito. Entonces confió en los hombres; se atrevió con las esferas más dominables y pequeñas de la publicidad literaria. Optó por el mundo y el éxito mas o menos comunitario y doméstico de los alrededores. Fue cuando se mudó a Hampshire.

El ya citado Warren French se demora en los pormenores de la amistad que trabó entonces con algunos estudiantes secundarios; asistía a partidos de básquetbol con ellos, los recibía en su casa para escuchar música. Fue entonces cuando concedió una entrevista (célebre entrevista) a Shirley Blaney, una entrevista que -la chica se comprometió a ello- se publicaría en la página de noticias del colegio secundario del Daily Eagle de Claremont, New Hampshire.

Shirley Blaney (o quien fuera que la haya intimidado, no importa) no hizo eso, y la entrevista fue editada como el
GRAN EDITORIAL de la publicación. Eso fue en 1953. 1954 se lo reservó para sí mismo. Y todos los demás años de su vida, siguen siendo su reserva. Pasa muchos días en bufetes de abogados, atento a posibles casos de violación del copy-right. Ganó el juicio que le realizó a Ian Hamilton y a Random House, responsables de In search of J. D. Salinger, biografía que integraba fragmentos de algunas de las historias voluntariamente no-reeditadas por Salinger, y un grupo de cartas del autor encontradas durante la investigación en bibliotecas públicas. Exigió también a Luke Seeman, autor de The Holden Server, una página que reproducía grandes citas de Catcher en pantalla, a retrirarlas del servidor. Cosa a la que Seeman accedió, no sin antes declarar públicamente la injusticia.

Nada pudo hacer hasta ahora, sin embargo, con Joyce Maynard (aunque es probable que siga estudiando el caso), joven periodista que a principios de los 70's sostuvo un breve affaire con el escritor, y ha decidido que vale la pena sacarle provecho al asunto editando un libro de memorias, At Home in the World
(1988), obscenamente excusado en su relación con Salinger. Maynard remataría más tarde un set de catorce cartas que el escritor le habría enviado durante la relación, a doscientos mil dólares. J. D. Salinger antes tenía una pelea con la Vanidad. Ahora tiene una pelea inacabable para que se respete su pelea, su legítima pelea, con la Vanidad.

Este artículo no quiere extenderse mucho más en este asunto, porque probablemente acabaría tragándose todas sus páginas, y todavía no hemos dicho nada, o hemos dicho muy poco, de su literatura. Sólo una última cosa: J. D. Salinger destinó su vida a encarnar el ejemplo de lo que escribió, realizó la tarea que sus personajes predican (quiso con mayor o menor éxito, suicidar su ego, ver a Dios en "el vaso y en la leche", "verter a Dios en Dios", amar a "la Dama Gorda", comprender que todos somos "la Dama Gorda", Dios incluído) y sin embargo la vida (el contexto) le devolvió el
HORRIBLE MALENTENDIDO.

El silencio de Salinger fue la publicitación perfecta; una de las mayores operaciones de marketing literario. El silencio cuando hacer ruido (si hasta parece un koan-zen de lo más berreta). Esto es lo que pasa en Occidente cuando viras de camino, cuando quieres retornar, cuando tienes la peregrina idea o necesidad de ser otro. Tal vez hubiera sido mejor el Anonimato, desde un comienzo. Pero lo hecho está hecho, así que Salinger recogió todo eso y lo anudó en una bolsa y se lo llevó consigo a casa. Ahora, ese manojo del pasado, sólo evidencia. Es la más clara (y didáctica) evidencia de que el pasado se cobra caro, y de que el presente no tiene, ni por asomo, lo que se dice escrúpulos o simple respeto.

(1) French, Warren. J. D. Salinger. Los libros del Mirasol, Compañía General Fabril Editora, S. A., Buenos Aires, 1969. (En este libro el lector encontrará fechada y comentada toda la obra de Salinger no disponible en volumen. También puede recurrir a los sitios de Internet 'The Holden Server' y 'Bananafish', fácilmente encontrables si inicia la búsqueda a través de"J. D. Salinger.")

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 101

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