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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ENAMORADO - LÍRICA - YO - SUFRIMIENTO -

Secretos del corazón


Sandino Núñez

El mal de amores es wertheriano. Es una máquina narrativa dolorosa, con final infeliz, entre un narcisista y un obsesivo. El objeto amado se escabulle, se esconde, juega a la indiferencia, aparece y desaparece en un horizonte imposible. Es impenetrable y hermoso. Irreal, como la ruina tibetana. Mientras, del otro lado, la otra pieza de esa máquina asfixiante, yo sufro, yo lloro, yo me afeo, yo me muero



1.

Toda la poesía lírica, decía un señor francés llamado Ruwet, puede ser interpretada como una vasta perífrasis sobre un solo enunciado: Yo te amo. Y éste, a su vez, puede ser entendido como una paráfrasis de otro: yo sufro.

El enamorado es siempre extemporáneo -o mejor, inactual. Es un loco, un monstruo, un enfermo, un alienado (el amor es un síntoma). Es un subversivo en estado puro, es la forma misma del nomadismo y la errancia. Pero, por el contrario, también es la forma más complaciente del asentamiento, recitador hueco del guión de la mitología social: me enamoro, me caso, soy fiel, le doy hijos a mi patria. A un lado o a otro, a derecha o a izquierda, a liberales o conservadores, a revolucionarios o reformistas, el enamorado es completamente inútil.

Hace un tiempo, el corto publicitario de un antigripal mostraba a un enamorado. Aunque el tiempo del corto fuera una cita o un simulacro (el retro, y el retro romántico, bastante al uso en ese momento: la canción de Favio, la flor en la mano, la cita en la esquina, la lluvia, la espera de la amada que nunca llegó) él era la forma de lo inactual. Era el fantasma de un enamorado (todo enamorado, en realidad, es un fantasma).

Ese espectro (lo inactual) es siempre tierno: no se puede dejar de mirar a ese enamorado como si fuera un hijo, o una foto de cuando éramos chicos ("pobrecito, qué cómico estaba con ese pelo"). Pero este espectro también es siempre solitario, valiente y solemne, lleno de anacrónica grandeza: no se puede dejar de mirar a ese enamorado como si fuera un padre (o mejor, un abuelo), el Quijote, el héroe, el último romántico del mundo.

En la unión de estos dos rasgos descansa la melancolía del enamorado, su patético. Solo en la esquina, empapado por la lluvia, con una rosa en la mano derecha y la ingrata que no aparece, expuesto a la gripe y a las miradas curiosas, a los comentarios y a las burlas, el enamorado es, en suma, vulnerable. Él está en medio de una catástrofe. Sin embargo, no piensa sino en acomodar, obsesivamente, un mechón de pelo fuera de lugar, una arruga en el saco. (Alternativa, casi compulsivamente, mira la hora y se alisa el peinado lamido, mira la hora y se arregla el saco, etc.) "La ciudad se derrumba y yo cantando", cantaba el cubano Silvio Rodríguez.

El mundo se desmorona y él está afligido por la rebeldía de un mechón de pelo que lo afea. He ahí al enamorado, crecimiento mórbido de lo privado, de lo no generalizable, especie de militante del anticompromiso, figura antipolítica (por eso, entre otras cosas, me referí, más arriba, al enamorado como un "subversivo en estado puro").

Los hilos de tintura negra para el pelo empiezan a surcar el cuello del cadáver de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia. Mientras, el amado, pequeña travesura mortal de Narciso, juega a adoptar un aire ausente, huidizo, inapresable. Aquello con lo que el vejete solitario se emperifollaba, aquella prótesis con la que pretendía gustar y quitarse años, es ahora un empecinamiento grotesco, monstruoso e inútil, como el crecimiento póstumo de las uñas y el pelo.

El mal de amores es wertheriano. Es una máquina narrativa dolorosa, con final infeliz, entre un narcisista y un obsesivo. El objeto amado se escabulle, se esconde, juega a la indiferencia, aparece y desaparece en un horizonte imposible. Es impenetrable y hermoso. Irreal, como la ruina tibetana. Mientras, del otro lado, la otra pieza de esa máquina asfixiante, yo sufro, yo lloro, yo me afeo, yo me muero.

Esta máquina es animofágica. La belleza del otro, mágica crueldad, parece alimentarse y crecer de mi propia energía, de mi espíritu. Mientras el otro embellece yo voy perdiendo compostura. Las lágrimas se van llevando mi maquillaje (incluyendo cualquier postura muscular facial, cualquier pose). Finalmente, pierdo, real y definitivamente, todo maquillaje, todo tono muscular, toda compostura -me muero. Mi afeamiento, así, parece ser una especie de desnudamiento, grotesco strip tease, pérdida de maquillajes y prótesis.

2.

Ni bien el amor (o el mal de amor) me altera, también me abisma, me ensimisma, me inventa un alma. Me hace escritor, onanista, me aburguesa. Cuando me enamoro, también, en algún momento, necesito espacio. Quiero estar solo, reflexionar, escribir, decir Yo.

Un poco más arriba escribí: "El objeto amado se escabulle, se esconde, juega a la indiferencia (...). Mientras, del otro lado (...) yo sufro, yo lloro, yo me afeo, yo me muero."
Esto quiere decir que puedo simular la voz reflexiva del enamorado neurótico y sufriente, hacerme cargo de su interioridad, jugar su propio juego imaginario, ser su Yo -pero no puedo ser su otro, ese alien impenetrable que con cierta sabiduría se bautiza con el nombre de "objeto amado".

Esta voz primordial, la primera persona lírica, se me antoja precisamente como el contrapeso de la tragedia, de la catástrofe de estar sumergido en situación amorosa, de estar "metido como sombrero de bobo", de verme arrastrado, y, en suma, resignado, a la deriva del juego patológico del amor. Pues a veces el amor parece doler, precisamente, por la proximidad, porque me involucra y me enchufa, porque desdibuja mis límites y me lanza, alocadamente, sin calcular costos ni consecuencias, a la busca de ese Otro.

Decir "yo sufro" me hace sufrir menos. O pone a mi sufrimiento, por lo menos, al alcance de una cultura, de sus juegos y sus negociaciones, de sus protocolos discursivos. Decir "Yo te amo" hace, automáticamente, que la locura peligrosa y voluble del amor, adopte las formas religiosas de la confesión, o, lo que es más o menos lo mismo, las formas estéticas de la poesía.


3.

"Ah, pero no escaparás de mis yambos"

Este caligrama, escrito por Gaius Valerius Catullus (Catulo) hace un par de miles de años, es, sin dudas, uno de los momentos más dramáticos de la escritura amorosa. Concentra el sufrimiento pero también la resignación de la escritura -la escritura como amor onanista (¿Rousseau?).

Lo amado puede escurrirse del amante, de la posesión o de la fusión final, de los abrazos y de los besos, pero no de la escritura, de la magia polaroid que finalmente lo congelará y lo atravesará con un alfiler para inmovilizarlo y terminar, de una vez por todas, con su insoportable mariposeo.

"Cómo quisiera decirte
algo que llevo aquí dentro
clavado como una espina
"

Este viejo hit suburbano de Los Angeles Negros muestra al enamorado como lo que es: un mutante. Algo hay de conmovedor en este intento ingenuo de apropiarse de una escritura culta, de ser culto, pero sin saber que el precio que pago por esa investidura es el de ser (digamos) marcadamente demodé, inactual.

En el suburbio, en el arrabal de una civilización, de una educación y de un gusto (periferias de periferias: el barrio de un pueblo del interior de un país subdesarrollado) aparece un impensado barroco: sin más educación estética que la memoria vaga de las lecturas de la primaria (imposible no pensar en maestras romanticonas y cursis), la escritura crece, se hace solemne y también se hace falsa. Pero, paradójicamente, obtiene, por la misma razón, un efecto desconcertante: el texto de Los Angeles Negros exhibe, trágicamente, en esos pliegues barrocos, la desesperación de la propia escritura, y el esfuerzo doloroso de escribir el amor.

De la misma manera, se exhibe la tragedia en la voz aguda y vacilante del cantante, como en una opereta: prendido del micrófono, canto, recito, lloro, murmuro, me quejo. Ay amor, lo que me haces hacer es aquello que no puedo decir ("cómo quisiera decirte", cómo quisiera escribir el amor). El cantante de los Angeles Negros desborda la capacidad afectiva del lenguaje en un torrente de escritura y gestualidad retórica. El órgano eléctrico, en un continuo de acordes, parece encontrar una voz musical para la obsesión, para el clima incesante y opresivo del amor injusto, irresuelto. Todo está sobreindicado, sobreactuado. Es menos una tematización que una somatización del amor.

"La noche se perdió en tu pelo,
la luna se perdió en tu piel.
Y el mar se puso celoso
y quiso en tus ojos
estar él también.
"

Roberto Sánchez, Sandro, el zingaro, le pone una voz, un gesto y el tono mismo del Sturm und Drang a este texto de Anderle. Todo en esta canción es excesivo. Aquí también aparecen los problemas de los dialectos del amor (la voz quebrada por la estratificación social, por la historia). Allí donde una sensibilidad más educada, más civil, vería una saturación, formas superlativas e infantiles de la retórica, o un simple procedimiento ornamental, histérico y falso, de gusto dudoso, Sandro sabe quizá que ésa es la única verdad posible sobre lo amado o sobre lo bello.

No hay modalidad más trágica de mostrar el sadismo del objeto amado y su lejanía imposible (el pelo, la piel y los ojos), que mostrar lo inútil, y por tanto lo patético, de una escritura sobre él (la noche, la luna y el mar son como hipérboles desesperadas, pura mampostería y decorado como paisaje de almanaque, un efecto casi hiperrealista de tan enfático, allí donde la realidad fracasa).

La escritura no puede representar o significar el amor, pero puede simularlo. Catulo no puede atrapar a Lesbia y se resigna a congelarla en el verso. Sandro no puede atrapar la belleza de la amada y eso desata el solemne enloquecimiento del lenguaje y el cuerpo. Al igual que en Los Angeles Negros, la escritura amorosa opera no una tematización sino una somatización del amor.

4.

El enamorado nunca duerme, nunca descansa. La posesión del objeto amado puede no ser solamente la clausura de un drama (el del amor no correspondido, el de la soledad barullenta y tormentosa, el de la búsqueda), sino que puede ser, y con frecuencia lo es, el comienzo de una tragedia: la de los celos, la de la paranoia, la de la obsesión.

"Para que sepan todos a quién tú perteneces
con sangre de mis venas te marcaré la frente,
para que te respeten aún con la mirada
y sepan que tú eres mi propiedad privada.

Que no se atreva nadie a mirarte con ansias
y que conserven todos respetable distancia,
porque siendo tu dueño no me importa más nada
que verte sólo mía, mi propiedad privada.
"

Estos exquisitos alejandrinos, inmortalizados por Rosamel Araya, hablan de un nuevo enloquecimiento allí donde podría pensarse que el enamorado iba, por fin, a descansar. El celoso, el paranoico, descentrado, volcado masivamente hacia la exterioridad, incesantemente atento a las tormentas cotidianas de la distracción, las negligencias, los descuidos, las torpezas, o, a veces, las crueldades de lo amado (en realidad, para él, todo, en el objeto amado, son crueldades), no dice Yo, no puede decir Yo, a no ser desplazado en formas dativas, acusativas o posesivas (a mí, de mí, mío, mi amor).

El enloquecimiento celoso es, verdaderamente, el gran sufrimiento del amor, pues se trata de un dolor desprovisto absolutamente de grandeza, de profundidad psicológica, de coartadas literarias, de lirismo. El dolor de los celos no es dramático, es una tragedia en estado puro. Es la novela rosa que se precipita hacia la crónica roja -y lo sabe, pero no puede parar.

5.

Pasados el drama de la soledad y la no correspondencia (Werther), con su escritura tormentosa y somática de la simulación, o la tragedia de los celos y la paranoia (Otelo), con su vacío de escritura, los tormentos del enamorado no se detienen. Le espera lo peor.

El asunto puede resumirse así. Tan grande es el gasto energético del enamorado, tan explosivo y brillante su fuego, tanta la histeria, tan intensos la gimnasia y la locura y las tensiones, que con frecuencia el objeto amado lo decepciona o lo deja insatisfecho. Ahora el héroe va a dejar de ser el objeto amado o el titular del sentimiento amoroso, y va a pasar a ser el propio amor.

Este amor sin objeto, o con un objeto exaltado al rango de lo sobrenatural o lo divino, tema del romanticismo alemán, los lieder de Schubert y Schumann, es también, innegablemente, el tema del bolero (un amor que "nació de Dios / para los dos / nació del alma", o "Mujer, si puedes tú con Dios hablar", o "Espérame en el Cielo, corazón" o "que el Cielo dé explicación / pues si es pecado el amor / es un pecado Divino" -pienso que todo este gigantismo abstracto, este kitsch, esta grandilocuencia de decorado y mampostería ya están en el romanticismo alemán; o mejor, yo los veo retrospectivamente en los lieder, especie de inevitable aberración del tiempo de todo acto interpretativo, como residuos visuales del bolero).

Su tema es el carácter sagrado no de lo amado sino del amor. En todo caso lo amado, en la medida en que, de alguna manera inexplicable o injustificable, es merecedor de ese amor, es también tocado por lo sacro, contagiado, milagroseado.

El paradigma es, ciertamente, el amor de Dante por Beatrice:

"Dal primo giorno ch'io vidi il suo viso
in questa vita, infino a questa vista,
non m'e il seguire al mio cantar preciso;

ma or convien che mio seguir desista
pin dietro a sua bellezza, poetando,
come all'ultimo suo ciascuno artista.
"

(Paraíso, XXX, 28-33)

("Desde el primer día que vi su cara / en esta vida, hasta esto que estoy viendo ahora, / no he dejado de cantarle; // pero ahora es conveniente que desista / de seguirle cantando a su belleza, / como al final le ocurre a todo artista").

Eso que estaba viendo Dante cuando escribía estos versos ("infino a questa vista"), es Dios. Recién entonces, habiendo visto a Dios cara a cara, el enamorado decide no seguirle cantando a Beatrice: tanto la ha amado, tanto le ha cantado, tan largo ha sido el itinerario (noventa y tres cantos: todo el Infierno y el Purgatorio, la mayor parte del Paraíso), tan desproporcionado el gasto, que sólo Dios puede ser el objeto o el destino de esa desmesura. La redención está en el amor, y no en lo amado.

Pienso, inevitablemente, que la expresión popular "haberle visto la cara a Dios" remite al debut sexual, y esta derivación es consecuente con el carácter básicamente asexuado del amor beatífico.

Se trata de un amor desmesurado pero también un poco tonto y simple, inofensivo por lo beatífico, por lo religioso (y también, seguramente, por su propio tamaño). Es menos amor que adoración, forma ritualizada o secularizada del amor, que no excluye (o que, inquietantemente, se apoya en) el miedo, la obediencia o la fidelidad a un objeto amado despótico, que no es sino un ídolo (eidolon), un fetiche, un fantasma. Es un amor perfeccionista, que busca reconquistar una especie de plenitud perdida, y cuyo objeto modelo (sacer, lo sagrado) es la Madre: la forma misma de un regreso, de un origen perdido que se recupera, de un descanso final después del tiempo y de la peripecia, que sería también el recuerdo de una plenitud de antes del tiempo, que en algún momento se perdió.

Es eso lo que desata la tragedia melancólica de Manuel Acuña:

"tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre, como un Dios.
"

Esta presencia intrusiva y apabullante de la madre no fue tolerada por Rosario, la amada de Acuña. Ella, razonablemente, lo abandona. Él, razonablemente, se mata ("¡Adiós por la vez última, / amor de mis amores; / la luz de mis tinieblas / la esencia de mis flores, / mi lira de poeta, / mi juventud, adiós!").

Nada, lo que se dice nada, podrá satisfacer al enamorado. Él es su sufrimiento.

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