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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MIGRACIÓN - PEREGRINAJE - VIAJE - EBERHARDT, ISABELLE - KINGSLEY, MARY - LOWTHIAN BELL, GERTRUDE M. - VON BLIXEN, KAREN - FINECKE, KAREN - MAILLART, ELLA -

Tan lejos, tan cerca (Mujeres viajeras)*

Christian Kupchik
Entre finales del siglo pasado y mediados del presente- podemos encontrar toda una genealogía de mujeres indómitas que desafiaron y vencieron con holgura los límites de la osadía, arriesgándose a espacios por donde ningún hombre había transitado con comodidad


La errancia, el vértigo de lo inesperado, la escritura. Los tibetanos definen al ser humano como a-Gro ba, expresión que equivale a "el que marcha", "el que realiza migraciones". Este concepto se ajusta con bastante exactitud a la necesidad humana por romper con las cadenas que lo sujetan a su propia condición y buscar en la distancia la mayor aventura.



La historia escrita del mundo nos deja elocuentes testimonios de ello -basta pensar en Herodoto, Plinio, Jenofonte-, y la idea del viaje, con todas sus variables, terminó por imponerse como una extensión de la vida en contraposición a las limitaciones del cuerpo. Partir implica atravesar confines, sucumbir al poder fascinador de lo exótico, de la otredad: superar la inmediata sensatez de lo doméstico para encontrar en lo desconocido un modo de lucha pertinaz contra la nostalgia y el olvido.

Kipling argumentaba que sólo existen dos tipos de hombres: los que se quedan en casa y los que no. Pascal, a su vez, proclamaba que "nuestra naturaleza reside en el movimiento; la calma absoluta es la muerte". Curiosa expresión para quien vivía postrado por enfermedades estomacales y jaquecas, aunque se ha comprobado que muchos de aquellos que mejor testimoniaron el desasosiego sedentario fueron a menudo hombres que, por una u otra razón, estaban inmovilizados: Baudelaire por las drogas, San Juan de la Cruz por los barrotes de su celda, Pessoa por las imposiciones de sus heterónimos.

El viaje, en consecuencia, no implica solamente un voluntarismo pedestre de traslación, sino también un anhelo por la liberación de lo cotidiano, una ruptura con el aquí y ahora.

Desde esta perspectiva, la naturaleza aventurera del viaje admite múltiples facetas. Los hay científicos, exploratorios, interiores, místicos, etc. En el Islam -en particular en las órdenes sufís- la siyahat o "deambulación"
(acto o ritmo del caminar) se utilizaba como una técnica apropiada para disolver los vínculos con el mundo y permitir que el hombre se perdiera en Dios. Un manual sufí, el Kash-al-Majuh, afirma que el derviche, al aproximarse el final de su viaje, se convierte en camino y no en caminante, es decir, un lugar sobre el cual transita alguien, no un viajero que sigue su libre albedrío. En el mismo sentido, Gautama Buda advertía a sus discípulos que "No podéis discurrir por el camino antes de haberos convertido en el camino mismo".

En la Iglesia cristiana primitiva había dos categorías de peregrinaje. La primera era el ambulare pro Deo, el "deambular por Dios", imitando a Cristo o al padre Abraham, que abandonó la ciudad de Ur y se fue a vivir en una tienda. La segunda era la peregrinación penitencial, por la cual los culpables de peccata enormia
("crímenes enormes") tenían la obligación de convertirse, de acuerdo a una tabla estipulada de tarifas, en mendigos ambulantes para ganarse la salvación del camino.


La estirpe de las amazonas


En las raíces míticas del viaje, ya es fácil advertir un principio que se mantuvo durante mucho tiempo: el mundo avanzó con la errónea idea de que la aventura era territorio exclusivo de la audacia masculina. A los hombres les estaba dado el vigor de las grandes distancias, el desafío de lo desconocido, los secretos de ocultas civilizaciones. Ellos no sólo contaban con el privilegio de la vivencia, sino que además estaban llamados a nombrar lo exótico, a dar cuenta del "descubrimiento". Aún en las agonías del siglo, cuando ya prácticamente no quedan demasiadas fronteras por superar y muchos tabúes han caído, lo incógnito continúa siendo por lo general una materia reservada al género de los descendientes de Adán.

La mujer parecía quedar relegada a un involuntario sedentarismo más impuesto que deseado. Su habitat natural no reconocía más fronteras que las del lar, forjando el temple en la paciencia de la espera, como forzadas Penélopes que tejían las horas mientras sus hombres se ganaban la salvación del camino. Sin embargo, haciendo un rápido repaso a épocas en que la aventura todavía contaba con un certificado de autenticidad mucho más puro que en la actualidad -entre finales del siglo pasado y mediados del presente-, podemos encontrar toda una genealogía de mujeres indómitas que desafiaron y vencieron con holgura los límites de la osadía, arriesgándose a espacios por donde ningún hombre había transitado con comodidad.

Esta suerte de dinastía de Indiana Jones con faldas supo romper no solamente con el desconcierto de una geografía virgen para los ojos occidentales en muchos casos, sino también con acendrados prejuicios sociales. El desafío que estas mujeres planteaban no se detenía tanto en los espacios a conquistar como en la actitud con que asumían sus empresas. En ese sentido, no se demoraban ni frente a las formas de la moral dominante de su tiempo ni ante las dificultades objetivas que se desprendían de sus propósitos.

Caminar bajo un sol calcinante, enfrentar animales, enfermedades u otros peligros conocidos o por conocer, superar inclemencias térmicas, alternar con pueblos para quienes una mujer blanca sólo podía leerse como un riesgo poco aconsejable, en fin, internarse en lo más profundo de selvas, desiertos u océanos, no significaba para ellas más que un gesto inevitable de su condición humana. Dominadas por una convicción inquebrantable únicamente traducida bajo el signo de la pasión, se hacían al camino con la misma naturalidad con la que otras mujeres asumían su destino de madres dedicadas y amantes esposas.

Además
(y aquí su gesto adquiere un grado notable de singularidad), en la mayoría de los casos dejaron un valioso testimonio de su destino. A veces, bajo la forma de escritos autobiográficos, diarios personales o de viaje, artículos periodísticos o documentos de otra especie; otras, combinando la ficción con las potencialidades de su experiencia personal, inscribiéndose a sí mismas como una suerte de género literario viviente. El papel sobre el que "se escribían", adoptaba matices particulares: la obsesión del paisaje. Algunas encontraron en la blanca aridez de los desiertos la lengua oculta que le negaba la civilización occidental. Otras prefirieron los jeroglíficos de la selva, los secretos líquidos de los océanos o bien las alturas de montañas sagradas.

Casi todas ellas provenían de hogares cultos, familias de buena posición, futuros previsibles, seguros y, tal vez, algo aburridos. Otro fuego las quemaba.


Isabelle, la Novia del Sahara

Algo por completo inesperado ocurrió el otoño de 1904 junto al Djebel Mekter, en el sur de Orán. El 21 de octubre de aquel año, la ciudad de Ain-Sefra (Fuente Amarilla), rodeada de altas montañas a casi 1200 metros de altitud, se vio superada por la crecida de los ríos Sefra y Mulen. En su furia, un limo ocre sepultó a la ciudad que vigilaba el desierto. Algunos días más tarde, el Akhbar (periódico bilingüe publicado en Argel, arabófilo y crítico de la intocable administración colonial) da cuenta de la anómala tragedia que se llevó árboles de cuajo, la mayor parte de las casas de la ribera baja (los gurbís), buena parte de los rebaños y veintiséis personas. El dolor de toda pérdida humana se vio potenciado porque entre ellas figuraba Isabelle Eberhardt o, si se prefiere, Mahmoud Saadi, Nadia, Mariam, Nicolai Padolonski...

El nombre, en definitiva, sólo enmascaraba la cualidad con que esa muchacha de apenas 27 años concibió la vida: la pasión. Morir sepultada por las aguas en las puertas del desierto no hizo más que cerrar el círculo de un destino literario, expresado tanto en las letras como en la encarnadura de sus días.

Isabelle Eberhardt nació en Ginebra en 1877, hija ilegítima de Alexander Trophimowsky, descripto como un sacerdote de la iglesia ortodoxa rusa que profesaba un nihilismo extremo y cultivó la amistad del anarquista Mikhail Bakunin. Su madre, Nathalie de Morder, fue una aristócrata alemana, cuyo primer marido murió al intentar huir de Rusia dejándole una frondosa renta. Isabelle se educó en la estricta disciplina libertaria de su preceptor Trophimowsky
(a quien llamará "Vava", pero sin aceptar nunca su paternidad).

Con él, aprende griego, latin, turco, ruso, árabe, alemán e italiano, además de filosofía, literatura, geografía y nociones de química y medicina. Su casa de Meyrin es un hervidero de conspiradores rusos y turcos, además de exiliados de toda calaña. Además de la enciclópedica ilustración dotada por Vava, la educación de Isabelle se verá completada por las discusiones -a veces violentas- de los visitantes que llegaban a su hogar y los relatos de experiencias de remotos y exóticos confines.

Con su hermano Agustin mantendrá una íntima complicidad, idealizando un mundo a través de la férrea disciplina moral e intelectual. En una ocasión, siendo adolescentes, participan en alguna intriga pergeñada por los exiliados rusos y Agustin debe enrolarse en la Legión Extranjera para salvar su vida.

El enclaustramiento, el desorden afectivo, sentimental y estético de Isabelle amenaza con explotar. El mundo exterior la atrae como un fruto salvaje. Como modo de exorcisar sus demonios, comienza a escribir. Entabla relación con intelectuales árabes
(en particular con Abou Nadara, quien dirige una revista en París) y traduce los versos del poeta ruso Nadson. En una carta enviada desde Annada años después a un amigo, Isabelle descubre sus motivos: "Escribo porque me gusta el proceso de creación literaria. Escribo como amo, porque probablemente ese sea mi destino. Y es mi verdadero consuelo".

Su gran proyecto, frustrado por su temprana muerte, era una novela autobiográfica que tenía un nombre provisorio: Trimardeur
(Vagabundo).

En realidad, su vagabundaje comienza junto a su madre, en mayo de 1897, cuando se dirigen a Bone, en el norte de Argelia. Allí se abre una nueva y dramática etapa de su vida. Nathalie e Isabelle viven en una casa modesta del barrio árabe y se convierten al Islam. A los seis meses la madre muere de un ataque al corazón y casi de inmediato se suicida su hermanastro Wladimir. Las tendencias depresivas de Isabelle la impulsan a una huida hacia adelante.

Se traslada a Argel, donde se esfuerza por captar el alma de cosas y personas, empapándose de ellas, buscando confundirse camaleónicamente con la gente y el paisaje. Y lo hace de modo literal. Mientras bajo la luz del sol sumerje su condición femenina en el fervor religioso, por las noches se traviste y se funde en la barahúnda de los cafés de la casbah. Ebria de kif, licor o palabras, seduce a los hombres mediante su androginia. En sus diarios dejará testimonio de aquellos días: "¡Qué borracheras de amor bajo aquel sol ardiente! Mi naturaleza también era ardiente y la sangre me fluía con una rapidez febril por mis venas infladas de pasión".

Isabelle viaja por los desiertos de Túnez deteniéndose en Biskna, Touggourt, El Oued, Batna y los oasis del Suf. El paisaje yermo actúa como bálsamo para su desasosiego. Cuando cree alcanzar la calma, vuelve a Marsella para reunirse con su hermano, ahora casado con Hélène
(a quien Isabelle llama despectivamente Jenny la obrerita).

El casamiento de Agustin será otro duro golpe para ella. "Estoy solo", escribe, en masculino, por aquellos días. "Estoy solo, como siempre he estado en todas partes, como lo estaré siempre en el gran universo, maravilloso y decepcionante". Ese "je suis seul" con que inicia sus diarios íntimos, no es fruto de un error gramatical sino de una elección premeditada. El uso frecuente de distintos seudónimos, así como la alteración de sus referentes biográficos, termina por convertirse en su verdadera personalidad. Durante una breve estancia en Ginebra, vuelve a encontrarse con un joven diplomático turco-armenio, Archivir, por quien siente una fuerte atracción.

También conoce a Vera Popova, y los tres viven una deliciosa amistad. Con Archivir vivirá su romance más puro, pero él está demasiado interesado en los jóvenes turcos como para comprometerse con Isabelle.

Aprovechando el encargo de la marquesa Medora Mendes para que investigue la extraña muerte de su marido en Túnez, Isabelle siente la oportunidad de volver a reencontrarse con su múltiple y auténtico yo. "Revestir lo antes posible la personalidad amada que, en realidad es la `verdadera', y volver allá, a Africa, para reemprender mi vida...", escribe entonces. Fruto de esa elección es la creación de su personaje masculino, Mahmud Saadi. Montado en su caballo Suf, recorrerá el país de arena suplantando para siempre a Isabelle Eberhardt. Podemos imaginar la sorpresa de aquellos que descubren que ese joven imberbe, alto, de aspecto hermafrodita, intensamente perfumado al gusto árabe, en realidad es una mujer europea. Y no menos, la sorpresa del espahí Ehuni Slimène, con quien habrá de convivir por el resto de sus cortos días. "Slimène es el esposo ideal para mí, que estoy fatigado, cansado y harto de la soledad que me rodea", le escribe en una carta a Agustin.

Por supuesto, la unión con Slimène, sus hábitos masculinos y su congénito anticonvencionalismo provocarán escándalos tanto en la comunidad árabe como en la europea. Sin embargo, Isabelle /Mahmud busca refugio en el Islam y el convulsivo amor por Slimène viajando por las rutas de los oasis. En enero de 1901, durante una reunión de notables en Behima, es atacada logrando salvar de milagro su vida. El oscuro atentado
(aparentemente a causa de la rivalidad de dos cofradías religiosas y sus inconvenientes preguntas por la muerte del marqués), le sirven de excusa a las autoridades coloniales para expulsarla del territorio.

El breve exilio en Marsella es doloroso, pero le sirve para retomar sus incursiones literarias marcada por el estilo de Pierre Loti y los hermanos Gouncourt. Si bien sus escritos no alcanzan un gran nivel, la escritura la transforma en una suerte de medium con el mundo exterior. En octubre, cuando Slimène llega a Marsella, se casan. De ese modo, Isabelle se convierte en súbdita francesa y ya no hay motivos que le impidan retornar a Argel. En 1902, nuevamente en el Mahgreb, toma contacto con Victor Barrucand, editor del Akhbar, donde habrá de publicar buena parte de su producción.

La pareja se radica en Tanas, a 200 kilómetros de la capital argelina. La intención de llevar una vida recatada dura poco: Isabelle vuelve a sus ropajes masculinos, se mezcla en peleas y borracheras, fuma kif, mantiene numerosos amoríos. Como años antes, durante el día cultiva su espiritualidad visitando la eremita Zella Zeynet.

Por si algo faltaba a su vida, a comienzos de 1904, el general reformista francés Lyautey le pide su colaboración en la "colonización pacífica" del sur oranés. Isabelle, fiel a su eclecticismo ideológico, acepta. Tiene como misión mediar un estatuto de paz con las aguerridas tribus de la frontera marroquí en Kenadsa, una zona que es una suerte de estado teocrático. Al cabo de seis meses de infructuosa espera en la región, enferma de gravedad: la malaria, el tifus, el paludismo y la sífilis la envejecieron prematuramente. De modo profético, escribe: "Dentro de un año, por estas fechas, ¿viviré todavía?... He llegado a la conclusión de que no hay que buscar la felicidad. Se la encuentra por el camino, aunque siempre en sentido contrario... La he reconocido muchas veces..."

De vuelta a Ain Sefra debe ingresar al hospital. Sin estar del todo restablecida, lo abandona para guardar reposo en su gurbí de la parte baja de la ciudad. Pocos días más tarde, la noche de lodo será su refugio definitivo. Los soldados de Lyautey rescatarán los manuscritos dispersos y cubiertos de barro de Isabelle, su alma en pena. Barrucand trabajará en ellos y dará a conocer algunas colecciones de relatos.

Su vida fue su mejor novela, aunque paradójicamente, ésta alimentara su vida. "Escribir es algo precioso y espero que con el tiempo, cuando vaya adquiriendo la sincera convicción de que la vida real es hostil e inextricable, sabré resignarme a vivir esa otra vida, tan dulce y placentera". Lyautey dijo no saber si amar en Isabelle a la mujer de letras, al caballero intrépido o al nómade endurecido. Su Oriente no era imaginario, y sin serlo, creó con su vida una fantástica ilusión, un paisaje virulento y sereno a la vez, un relato tan refrescante como el oasis de "El Oued". No es mal sitio para detenerse a beber.


Mary, la Reina Africana

Cuando Africa no era otra cosa que una amenaza oscura o un apetitoso plato para los intereses coloniales, Mary Kingsley se animó a consumir la fascinación de lo desconocido. El camino, sin embargo, no fue sencillo. "El soplo del viento es tan poco humano como yo. Siempre he debido preocuparme por las necesidades de los otros. He visitado sus alegrías y sus tormentos. Siempre he debido luchar para sentarme a su lado y aprovechar un poco del calor humano. Los amo mucho, pero no espero reciprocidad".

Esta confesión no proviene de una mujer resignada, sino de alguien que luchó con toda su alma por sostener su lugar en el mundo. En esta confidencia se encierra la marca que persiguió por siempre la condición femenina de Mary. Esta "extranjeridad" que la acompañó durante toda su vida tiene origen en la fatalidad de su origen social, como hija bastarda de un médico y una cocinera. George, su padre, pertenecía a la burguesía intelectual, y su hermano, Charles Kingsley, amigo de Dickens, había logrado cierta reputación como escritor, ensayista y novelista.

Mary crecerá entre esos dos polos: por un lado, una educación marcada por su madre, de la que heredará para el resto de sus días un fuerte acento cockney; por otro, el pequeño mundo bienpensante, con toda una corte de periodistas y escritores que hablan de otra vida posible. Entre las tareas domésticas y la chatura que domina la existencia de las mujeres de fines de siglo pasado, Mary encontrará geografías mágicas sobre las que se apura por adivinar la realidad.

Las lecturas le proporcionarán una materia prima que alimentará su imaginación, en tanto que las aventuras de los nuevos expedicionarios
(Livingstone, Brazza, Stanley) la animan a enfrentarse a la naturaleza sedentaria que se correspondía con el alma femenina.

El viaje que realiza a las Canarias en 1892 es una suerte de punto de partida hacia objetivos mayores: la costa occidental de Africa. Cuando cruza al continente negro, Mary explora puntos poco visitados hasta entonces por el hombre blanco. Se adentra en las selvas de Sierra Leona y Angola, recorre los ríos salvajes que nadie se había animado a remontar, convive con los Fang del Gabón, a quienes se tenía en aquel tiempo por caníbales. En 1895 realiza su verdadera expedición por los territorios del Congo francés, una zona no cartografiada y del todo desconocida para el hombre occidental. Los peligros, lejos de amedrentarla, la estimulan.

Infatigable, acompañada por algunos nativos recorre kilómetros de cerrada jungla ecuatorial, cruza las marismas a nado y remonta los rápidos de Camerún con una primitiva piragua. Sus estudios y observaciones varían por diversos campos del saber con aportes inigualables. Sus dominios son la naturaleza, la ictiología, las formas sociales, las religiones tribales y sus secretos. Con cierta audacia para una época en que la supremacía de Occidente estaba fuera de cuestión, Mary se anima a describir una cultura en pleno ejercicio, con una coherencia interna que supera su propio modelo. Incluso llega más lejos: alaba sin recelo la poligamia.

El estilo de su obra, publicada en 1897, termina por conquistar a sus contemporáneos, y no por su exotismo o la pertinencia de sus puntos de vista. Las anécdotas narradas tienen una fuerza que rompe con el acartonado aire de las publicaciones científicas de la época. Chamberlain, ministro de las colonias, la llama como consejera, pero Mary rechaza la oferta: no soporta la vida mundana. Pide viajar a Africa del Sur en un intento por mediar en la guerra de los Boers. Sin embargo, no llega muy lejos: la disentería determina su muerte el 3 de junio de 1900.

Gertrude, la Dama del Desierto

El 14 de agosto de 1868, en las páginas del diario londinense The Times, aparecía una noticia que, en principio, parecía no tener más destinatarios que los ojos de los aristócratas victorianos que visitaban las noticias sociales para encontrar un dato que comentar en el próximo party. Ese día, consignaba el periódico, llegó al mundo Gertrude Margaret Lowthian Bell, fruto del matrimonio formado por Hugh y Mary Shield Bell. La niña tenía el cabello rojo y penetrantes ojos de un verde azulado. Además de un ilustre linaje, había heredado de los Bell la energía, la inteligencia y la determinación que hicieron famosos a varios representantes de la rama paterna.

Como de otras jóvenes de su clase, de Gertrude se esperaba que se quedara en casa -a diferencia de su hermano, que sería enviado a Eton- y adquiriese ciertas habilidades: el manejo de al menos dos idiomas, labores con la aguja, algo de pintura, y quizás tocar algún instrumento. Pero por sobre todo, debía aspirar a ser una buena esposa y madre.
Sin embargo, el destino le tenía preparada otra suerte. Al igual que su padre y abuelo, asistiría a la universidad, terminaría con éxito más de una carrera, se adentaría en mundos desconocidos y exploraría sus dudosas fronteras. Su universo estaba en otro lado: Arabia, Egipto, Siria y, en particular, Irak, en cuya historia dejaría huellas.

Gertrude Bell vivió siempre rodeada de hombres. Ricos, poderosos, diplomáticos, jeques, amantes y mentores. Su figura frágil en apariencia era el epicentro de un círculo masculino, ya se encontrara éste en Londres, El Cairo, Bagdad o el desierto. Por eso, cuando la Real Sociedad Geográfica se reunió en la capital del Imperio la lluviosa tarde del 4 de abril de 1927 para rendirle tributo casi un año después de su muerte, los hombres presentes no dudaron en considerarla "la mujer más poderosa del Imperio Británico después de la Primera Guerra Mundial". Los rumores la señalaban
(con razón) como "el cerebro oculto de Lawrence de Arabia" y unos cuantos enterados sugirieron que "había marcado los límites del desierto para Winston Churchill".

Los miembros de la Sociedad rememoraron la vida de la homenajeada antes de la Gran Guerra: una hermosa muchacha solitaria en el poco delicado mundo musulmán de Medio Oriente; una autora famosa que escribía sobre los árabes con más autoridad que muchos eruditos; una arqueóloga reconocida, una viajera infatigable que cenaba en un campamento beduino con vajilla de plata y cristal, que montaba habilidosamente a caballo o a camello ataviada con finas sedas y se internaba en las zonas más peligrosas de Arabia.

Estos caballeros también habían escuchado decir que era una espía y que, durante la Primera Guerra Mundial, se infiltró en las filas enemigas a fin de conseguir información para los británicos. Recordaban cómo la había descripto su amiga, Vita Sackville-West, fascinada por su "incontenible vitalidad" y su capacidad "para hacer sentir a la gente que su vida era algo pleno, precioso y apasionante". No obstante, durante esa visita a Irak en 1926, Vita advirtió la fragilidad que estaba quebrantando la salud de su admirada amiga. La vida de Gertrude Bell llegaría a su fin dos días antes de cumplir los 58 años. Las arenas del desierto, desde hacía tiempo, la habían proclamado como su más hermosa reina.


Karen, Mina, Anemmarie, Ella: las otras, las únicas

Ya entrados en el siglo, no fueron pocas las herederas de este legado que combinaba la distancia a la creatividad. Tal vez quien más notoriedad consiguiera en cuanto a resonancia literaria se refiere (aunque tarde, por supuesto), fue la baronesa Karen von Blixen-Finecke, quien transformó su existencia como noble danesa en una granjera de Kenia, recorrió el Africa oriental y tradujo esas vivencias en una sólida obra narrativa bajo el seudónimo de Isaak Dinesen (en realidad, el apellido es un homenaje a su padre, el navegante y también escritor Wilhelm Dinesen).

Otras dignas representantes escribieron con sus vidas obras de enorme originalidad. La cautivante Mina Loy fue una de las más fuertes impulsoras del dadaísmo y el surrealismo de comienzos de siglo. Unida sentimentalmente al poeta y boxeador Arthur Cravan, la existencia de Mina fue una especie de huracán que arrasó con cuanto se le ponía en el camino. Ezra Pound quedó fascinado con su poesía, antes de que desapareciera junto a Cravan en los Estados Unidos, para volver a reaparecer en el México revolucionario.

Luego, se sabe de un viaje por América Latina y, ya sola, de vuelta a los Estados Unidos y travesías por Inglaterra, Alemania, Italia y Europa oriental. Entre sus amigos y admiradores se contaron Man Ray, Djuna Barnes, James Joyce, Marcel Duchamp y el teórico Filippo Marinetti, sobre quien se dice influyó de modo notorio en la concepción del futurismo.

Recogiendo de algun modo la herencia de Isabelle Eberhardt, las vidas de Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart dibujaron una nueva fábula que bien pudo tener por título La Saga de las suizas intrépidas. Las dos apostaron a desafiar no sólo los límites geográficos, sino también los humanos de sus respectivas travesías. Aunque con una diferencia: mientras el viaje de Schwarzenbach fue una dolorosa experiencia interior que buscó trascender por medio de una poesía tan vital como negra y amarga, donde la distancia se mezclaba con las drogas más duras, Maillart hizo de su existencia un canto a la aventura.

La extraña y revulsiva belleza de Annemarie fue un tifón que conmovió a la Europa intelectual de entreguerras. Fascinó a Erika y Klaus Mann, quienes la adopataron como protegida; menos suerte tuvieron Blaise Cendrars y Carson McCullers
(a quien le dedicó su segundo libro, Reflejos en un ojo dorado) al convertirse en su amor imposible. Anais Nin, quien la conoció en Nueva York, quedó tan maravillada con "esta muchacha alta, delgada y sombría", que imaginó que era su alma en pena que la visitaba.

Su extraña y desgarradora belleza hizo que Thomas Mann la bautizara para siempre como "el ángel devastado", aunque su fuerza también demostró ser devastadora. Andrógina, historiadora, autora de novelas y relatos, fotografías y reportajes, corresponsal de guerra, viajó por Africa y Asia buscando con una sed inagotable algo que se le escapaba.

Abrumada por el avance de un mundo absurdo representado por el ascenso del nazismo -contra el que luchó con todas sus fuerzas-, su existencia se verá sesgada por continuas depresiones que las drogas no consiguen mitigar. Su vida se agotará
(con el mismo trágico y ridículo de Isabelle) a la edad de 34 años: cayó de una bicicleta a un precipicio en Afganistán en 1942. Es la metáfora final a una época sin sentido.

El recorrido de Ella Maillart no deja de ser menos espectacular: fue la primer mujer en participar en los Juegos Olímpicos
(los de París) en disciplinas náuticas, lo que adquiere un significado curioso pensando que su país de origen no tiene salida al mar. Fue navegante a vela solitaria por el golfo de Gascogne y los mares del Sur, lo cual le valió el seudónimo de "vagabunda de los mares".

Asimismo, participó activamente en cine como guionista y asistente de dirección, pero se destacó por las descripciones de periplos absolutamente insólitos que también realizó por tierra. A la edad de 30 años, junto a una enferma Annemarie Schwarzenbach, escapó al terror hitleriano en un viejo Ford recorriendo Italia, Yugoslavia, Bulgaria, Turquía, Tukestán, Irán y Afganistán, en lo que después resultaría una de las más fascinantes obras de viaje, La ruta cruel.

En la obra, Maillart no sólo describe el insólito paisaje que encuentra, sino el doloroso camino que va dejando atrás: la destrucción paralela de Europa y Annemarie
(quien en la obra es rebautizada como Christina), dos de sus mayores amores. Ella nunca detuvo su andar ni su literatura. Siguió por caminos inexplorados a través de China y Cachemira, e incluso le quedó tiempo para, en 1986 -cuando ya contaba 83- llegar hasta el Tibet. Una hazaña que se equipara a la de su coétanea (y en muchos aspectos alma gemela) Freya Stark, quien a los 88 años fue capaz de partipar en una última expedición al Nepal.

Estas mujeres, definitivamente, resignificaron al mundo y la literatura como un lugar algo mejor donde buscar, explorar y vivir, que las estrechas fronteras de nuestros días.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 13

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