| Szpilman, 
                El Pianista de Polansky, ha sobrevivido a la destrucción 
                de Varsovia seguramente porque es el único vecino que sabe 
                tocar el piano. La silueta famélica del artista se escurre como 
                una hoja arrastrada por el viento entre las ruinas solitarias 
                en busca de algo comestible, tras pasar varios años en 
                el guetto y luego escondido en sombríos pisos francos, 
                a resguardo de los nazis, brutales comedores de salchichas 
                privados de sensibilidad estética. Sus manos sagradas de 
                pianista le han impedido comprometerse demasiado en la lucha desesperada 
                de sus compañeros de infortunio, y ha preferido otear la 
                sublevación (y 
                posterior aniquilación) del guetto de Varsovia desde la ventana 
                de su escondrijo, al otro lado del muro.
 Saltando de una ratonera a otra con una lata de pepinillos bajo
            el brazo, es finalmente descubierto por un apuesto oficial alemán,
            de semblante aristocrático, que le perdona la vida al
            conocer de primera mano su virtuosismo musical, gracias al uso
            que el polaco hace de un piano de cola que se mantiene milagrosamente
            en pie entre los cascotes de lo que fuera una casa. No sabemos
            a cuántos ha matado el prusiano elegante antes de toparse
            con Szpilman, pero sí percibimos que es un consumado melómano,
            y que por lo tanto algo de buen corazón debe tener. O
            será, simplemente, que la música amansa a las fieras.
 
 Cuando llegan los rusos, a Szpilman le devuelven al sitio que
            le corresponde, la sala de conciertos, y al oficial alemán
            lo deportan a un gulag, de donde no regresará jamás.
            Szpilman no se toma siquiera la molestia de preguntar si puede
            dar un recital en el Kremlin, a ver si enternece el guijarro
            que Stalin tiene entre pecho y espalda, y al mostachudo se le
            ocurre indultar al único miembro bondadoso de la Wermacht.
            El desafortunado oficial, perdido en las profundidades de la
            taiga siberiana, hubiera necesitado algo más que su melomanía
            para seducir a los guardianes del Ejército Rojo: las áureas
            manos de un Szpilman, por ejemplo.
 
 No se trata aquí de averiguar por qué Polansky ha 
                elegido esta historia y no otra de las muchas que jalonan la triste 
                relación entre nazis y judíos durante la segunda 
                guerra mundial. Acaso 
                porque le pareció bien, sin más. Acaso porque se 
                sintió personalmente identificado con las aventuras de 
                Wladislaw Szpilman. Al fin y al cabo, Polansky, también 
                judío, sobrevivió 
                al guetto de Cracovia para posteriormente, por esos azares de 
                la vida, encumbrarse como uno de los grandes talentos (en este caso, cinematográfico) del universo.
 
 En 1951, George Pal produjo una bonita película dirigida por Rudolph 
                Maté, Cuando los mundos chocan (When worlds collide). En ella, la humanidad 
                se enfrenta a una amenaza definitiva: una estrella gigante se 
                dirige hacia la Tierra, presta a engullirla. Unos empresarios, 
                tomando una iniciativa incapaz de ser emprendida por un gobierno 
                alelado, diseñan un plan de salvamento: construyen un cohete 
                con capacidad para un par de docenas de personas. El cohete despegará 
                antes de la hecatombe final e irá a posarse sobre la superficie 
                del planeta que orbita la estrella asesina. Todo va según 
                lo planeado y la historia tiene un final feliz, porque el nuevo 
                hogar de la humanidad se revela como un sitio habitable, tierra 
                de promisión donde los pioneros podrán vivir y prosperar. 
                Por supuesto el resto de la población es aniquilado, pero 
                eso no puede evitarse.
 
 Ahora bien, ¿quiénes son los bienaventurados?... 
                Una ejemplar selección de yankies de ambos 
                sexos, 
                guapos, jóvenes y sanos, de tez pálida y piernas 
                largas. En realidad hay una plaza reservada para el constructor 
                del cohete, un abuelo muy listo, pero éste prefiere sacrificarse 
                en pos de un mozo más joven que aún está 
                en edad de retozar con las animadoras del futuro equipo universitario, 
                que algún día competirá en la liga sideral.
 
 Casi medio siglo más tarde, en 1998, Mimi Leder nos deleita 
                con una revisión del tema, Deep Impact. En este 
                caso, lo que se nos viene encima es un pedrusco del tamaño 
                de Texas. Para que no muramos todos, el presidente Morgan Freeman 
                decide salvar a un puñado de estadounidenses, metiéndolos 
                en una gruta de las Rocosas a prueba de apocalipsis. De nuevo la misma 
                pregunta: la idea es buena, pero ¿a quién se salva 
                y a quién no? Una sociedad tan avanzada y democrática 
                como la norteamericana (tanto, 
                que se ha animado de una vez por todas, después de más 
                de dos siglos de historia, a elegir a un presidente negro, aunque 
                sólo sea en una película) no se anda con chiquitas en esto, 
                y resuelve tomar una solución salomónica: la mitad 
                estará formada por políticos, sabios y artistas, y la otra mitad 
                la formarán al azar los ciudadanos que hayan resultado 
                elegidos en un sorteo federal celebrado en los cincuenta estados 
                de la Unión. No lo dicen, pero se deduce que el que no 
                esté empadronado, no pague sus impuestos religiosamente, 
                o haya inmigrado ilegalmente, tendrá menos posibilidades 
                de que le toque el boleto.
 
 Al contrario que en Cuando los mundos chocan, esta vez
            la sangre no llega al río. La Estatua de la Libertad se
            cae del pedestal, unos cuantos miles de seres humanos mueren
            ahogados en un tsunami de proporciones descomunales, y se desconchan
            algunas tejas de la cúpula del Capitolio. Pero el resto
            de la población, que no es poco, puede comenzar de inmediato
            (sin distinción
            de estatus)
            a reconstruir la civilización.
 
 El drama de Szpilman, a diferencia de los otros dos, aconteció 
                realmente. Polansky se ha limitado a transmitírnoslo a 
                través de la pantalla de cine, con su peculiar estilo gélido. 
                Cuando lo presenciamos, podemos suspirar una de estas dos conclusiones: 
                «ese hombre mereció salvarse porque era un 
                gran pianista», o «afortunadamente pudo salvarse 
                este hombre que, además, era un gran pianista». Ambas 
                tienen cabida como interpretaciones de una posible moraleja. Pero 
                insistamos en la diferencia: mereció salvarse / 
                afortunadamente se salvó.
 Nadie le eligió, en principio su destino formaba parte 
                del destino colectivo de toda su etnia, perseguida y masacrada 
                sistemáticamente. Nadie decidió a priori que mereciera 
                correr una suerte diferente a la de su familia, por ejemplo. Finalmente, 
                y por casualidad, su talento inclinó la balanza de la vida 
                y la muerte a su favor. Por supuesto que es 
                una fortuna que un gran artista sobreviva al holocausto, pero es 
                asqueroso afirmar que por ser un virtuoso merezca vivir 
                más que un individuo del montón.
 
 Sin embargo, tanto en Deep Impact como en Cuando los 
                mundos chocan se decide quién merece vivir más 
                que los demás. No son los únicos ejemplos de la 
                historia del cine, abundan otros 
                parecidos, pero estos dos son paradigmáticos, y diferentes 
                entre sí. En la película de 1951, lo que se quiere 
                poner a buen recaudo es el ser humano en cuanto espécimen 
                biológico (concretamente 
                el espécimen de raza blanca yankie). De ahí la selección 
                de ejemplares sanos y lustrosos, que garanticen una buena camada. 
                Deep Impact añade algo más, que puede resumirse 
                en un cambio de pregunta: no se trata ya de a quién hay 
                que salvar, sino qué. Y este qué es la civilización, 
                en su doble vertiente biológica y social.
 
 En el cohete de Cuando los mundos chocan despegan genes 
                y, en consecuencia, también memes. Por el contrario, la 
                prioridad en las cuevas de Deep Impact es almacenar memes, 
                lo que hace necesario almacenar genes también. Los pioneros 
                de Cuando los mundos chocan podrían, quizá, 
                empezar de cero, constituir el punto de partida de una nueva sociedad, 
                una nueva cultura. Los supervivientes de Deep 
                Impact, no. En este caso, la civilización (la sociedad norteamericana, 
                para ser más exactos) queda, como el caldo de pollo, envasada al 
                vacío en una cámara frigorífica para ser 
                descongelada y vuelta a poner en marcha en cuanto el suelo deje 
                de temblar y las aguas vuelvan a su cauce. De ahí la necesidad 
                de salvar a los políticos, a los científicos y a 
                los artistas previamente seleccionados por diligentes comisiones 
                formadas a su vez por (supongo) artistas, científicos 
                y políticos. El sorteo que decidirá quién 
                más entrará en el refugio, es sólo una concesión 
                a la plebe para que ésta no se subleve y tome por asalto 
                la fortaleza. El pueblo americano, para alivio del presidente 
                interpretado por Morgan Freeman, acepta de buen grado sacrificar 
                un número de miembros igual al de los integrantes de la 
                república de sabios que ha de conducirles a un futuro igual 
                después de la catástrofe. Tras el impacto, 
                más de lo mismo. No se plantean que, por lo visto, ciertos 
                V.I.P.'s merecen vivir más que ellos.
 
 Que el dinero hace diferentes 
                a los hombres lo sabemos. Con dinero se puede sobornar, huir más 
                lejos, construir un refugio nuclear más grande o saltar 
                antes a un bote del Titánic. Pero es sólo una herramienta 
                más, como la belleza, la simpatía 
                o la inteligencia. Quien la tenga que la aproveche para salvar 
                el pellejo cuando toque. Pero no dejemos que nos convenzan de 
                que estas herramientas nos hacen merecedores de vida. El principio 
                de que hay que hacer méritos para vivir conduce a una conclusión 
                ominosa: en el eventual refugio de las Montañas Rocosas, 
                media población le debería la vida a la otra media: 
                la de los que saben o hacen ver que saben tocar el piano, la de 
                los que se dignan a levantar el puente levadizo con el sólo 
                fin de no quedarse total y definitivamente sin público. 
                Por el momento, respiremos tranquilos, aún no se nos viene 
                encima ningún asteroide. Y de venir, concentrémonos 
                en disfrutar del espectáculo al aire libre, que una cosa 
                así no se ve todos los días.
 
 Barcelona,
            abril 2003
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