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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



POLANSKY, ROMAN - SPILZMAN, WLADISLAW -
EL PIANISTA - CUANDO LOS MUNDOS CHOCAN - DEEP IMPACT - MATÉ, RUDOLPH - LEDER, MIMI - ELEGIDOS - MUERTE -

El arca de los elegidos

Carlos Atanes

No se trata aquí de averiguar por qué Polansky ha elegido esta historia y no otra de las muchas que jalonan la triste relación entre nazis y judíos durante la segunda guerra mundial. Acaso porque le pareció bien, sin más. Acaso porque se sintió personalmente identificado con las aventuras de Wladislaw Szpilman. Al fin y al cabo, Polansky, también judío, sobrevivió al guetto de Cracovia

Szpilman, El Pianista de Polansky, ha sobrevivido a la destrucción de Varsovia seguramente porque es el único vecino que sabe tocar el piano. La silueta famélica del artista se escurre como una hoja arrastrada por el viento entre las ruinas solitarias en busca de algo comestible, tras pasar varios años en el guetto y luego escondido en sombríos pisos francos, a resguardo de los nazis, brutales comedores de salchichas privados de sensibilidad estética. Sus manos sagradas de pianista le han impedido comprometerse demasiado en la lucha desesperada de sus compañeros de infortunio, y ha preferido otear la sublevación (y posterior aniquilación) del guetto de Varsovia desde la ventana de su escondrijo, al otro lado del muro.

Saltando de una ratonera a otra con una lata de pepinillos bajo el brazo, es finalmente descubierto por un apuesto oficial alemán, de semblante aristocrático, que le perdona la vida al conocer de primera mano su virtuosismo musical, gracias al uso que el polaco hace de un piano de cola que se mantiene milagrosamente en pie entre los cascotes de lo que fuera una casa. No sabemos a cuántos ha matado el prusiano elegante antes de toparse con Szpilman, pero sí percibimos que es un consumado melómano, y que por lo tanto algo de buen corazón debe tener. O será, simplemente, que la música amansa a las fieras.

Cuando llegan los rusos, a Szpilman le devuelven al sitio que le corresponde, la sala de conciertos, y al oficial alemán lo deportan a un gulag, de donde no regresará jamás. Szpilman no se toma siquiera la molestia de preguntar si puede dar un recital en el Kremlin, a ver si enternece el guijarro que Stalin tiene entre pecho y espalda, y al mostachudo se le ocurre indultar al único miembro bondadoso de la Wermacht. El desafortunado oficial, perdido en las profundidades de la taiga siberiana, hubiera necesitado algo más que su melomanía para seducir a los guardianes del Ejército Rojo: las áureas manos de un Szpilman, por ejemplo.

No se trata aquí de averiguar por qué Polansky ha elegido esta historia y no otra de las muchas que jalonan la triste relación entre nazis y
judíos durante la segunda guerra mundial. Acaso porque le pareció bien, sin más. Acaso porque se sintió personalmente identificado con las aventuras de Wladislaw Szpilman. Al fin y al cabo, Polansky, también judío, sobrevivió al guetto de Cracovia para posteriormente, por esos azares de la vida, encumbrarse como uno de los grandes talentos (en este caso, cinematográfico) del universo.

En 1951, George Pal produjo una bonita
película dirigida por Rudolph Maté, Cuando los mundos chocan (When worlds collide). En ella, la humanidad se enfrenta a una amenaza definitiva: una estrella gigante se dirige hacia la Tierra, presta a engullirla. Unos empresarios, tomando una iniciativa incapaz de ser emprendida por un gobierno alelado, diseñan un plan de salvamento: construyen un cohete con capacidad para un par de docenas de personas. El cohete despegará antes de la hecatombe final e irá a posarse sobre la superficie del planeta que orbita la estrella asesina. Todo va según lo planeado y la historia tiene un final feliz, porque el nuevo hogar de la humanidad se revela como un sitio habitable, tierra de promisión donde los pioneros podrán vivir y prosperar. Por supuesto el resto de la población es aniquilado, pero eso no puede evitarse.

Ahora bien, ¿quiénes son los bienaventurados?... Una ejemplar selección de
yankies de ambos sexos, guapos, jóvenes y sanos, de tez pálida y piernas largas. En realidad hay una plaza reservada para el constructor del cohete, un abuelo muy listo, pero éste prefiere sacrificarse en pos de un mozo más joven que aún está en edad de retozar con las animadoras del futuro equipo universitario, que algún día competirá en la liga sideral.

Casi medio siglo más tarde, en 1998, Mimi Leder nos deleita con una revisión del tema, Deep Impact. En este caso, lo que se nos viene encima es un pedrusco del tamaño de Texas. Para que no muramos todos, el presidente Morgan Freeman decide salvar a un puñado de estadounidenses, metiéndolos en una gruta de las Rocosas a prueba de
apocalipsis. De nuevo la misma pregunta: la idea es buena, pero ¿a quién se salva y a quién no? Una sociedad tan avanzada y democrática como la norteamericana (tanto, que se ha animado de una vez por todas, después de más de dos siglos de historia, a elegir a un presidente negro, aunque sólo sea en una película) no se anda con chiquitas en esto, y resuelve tomar una solución salomónica: la mitad estará formada por políticos, sabios y artistas, y la otra mitad la formarán al azar los ciudadanos que hayan resultado elegidos en un sorteo federal celebrado en los cincuenta estados de la Unión. No lo dicen, pero se deduce que el que no esté empadronado, no pague sus impuestos religiosamente, o haya inmigrado ilegalmente, tendrá menos posibilidades de que le toque el boleto.

Al contrario que en Cuando los mundos chocan, esta vez la sangre no llega al río. La Estatua de la Libertad se cae del pedestal, unos cuantos miles de seres humanos mueren ahogados en un tsunami de proporciones descomunales, y se desconchan algunas tejas de la cúpula del Capitolio. Pero el resto de la población, que no es poco, puede comenzar de inmediato
(sin distinción de estatus) a reconstruir la civilización.

El drama de Szpilman, a diferencia de los otros dos, aconteció realmente. Polansky se ha limitado a transmitírnoslo a través de la pantalla de
cine, con su peculiar estilo gélido. Cuando lo presenciamos, podemos suspirar una de estas dos conclusiones: «ese hombre mereció salvarse porque era un gran pianista», o «afortunadamente pudo salvarse este hombre que, además, era un gran pianista». Ambas tienen cabida como interpretaciones de una posible moraleja. Pero insistamos en la diferencia: mereció salvarse / afortunadamente se salvó.
Nadie le eligió, en principio su destino formaba parte del destino colectivo de toda su etnia, perseguida y masacrada sistemáticamente. Nadie decidió a priori que mereciera correr una suerte diferente a la de su familia, por ejemplo. Finalmente, y por casualidad, su talento inclinó la balanza de la vida y la
muerte a su favor. Por supuesto que es una fortuna que un gran artista sobreviva al holocausto, pero es asqueroso afirmar que por ser un virtuoso merezca vivir más que un individuo del montón.

Sin embargo, tanto en Deep Impact como en Cuando los mundos chocan se decide quién merece vivir más que los demás. No son los únicos ejemplos de la historia del
cine, abundan otros parecidos, pero estos dos son paradigmáticos, y diferentes entre sí. En la película de 1951, lo que se quiere poner a buen recaudo es el ser humano en cuanto espécimen biológico (concretamente el espécimen de raza blanca yankie). De ahí la selección de ejemplares sanos y lustrosos, que garanticen una buena camada. Deep Impact añade algo más, que puede resumirse en un cambio de pregunta: no se trata ya de a quién hay que salvar, sino qué. Y este qué es la civilización, en su doble vertiente biológica y social.

En el cohete de Cuando los mundos chocan despegan genes y, en consecuencia, también memes. Por el contrario, la prioridad en las cuevas de Deep Impact es almacenar memes, lo que hace necesario almacenar genes también. Los pioneros de Cuando los mundos chocan podrían, quizá, empezar de cero, constituir el punto de partida de una nueva sociedad, una nueva
cultura. Los supervivientes de Deep Impact, no. En este caso, la civilización (la sociedad norteamericana, para ser más exactos) queda, como el caldo de pollo, envasada al vacío en una cámara frigorífica para ser descongelada y vuelta a poner en marcha en cuanto el suelo deje de temblar y las aguas vuelvan a su cauce. De ahí la necesidad de salvar a los políticos, a los científicos y a los artistas previamente seleccionados por diligentes comisiones formadas a su vez por (supongo) artistas, científicos y políticos. El sorteo que decidirá quién más entrará en el refugio, es sólo una concesión a la plebe para que ésta no se subleve y tome por asalto la fortaleza. El pueblo americano, para alivio del presidente interpretado por Morgan Freeman, acepta de buen grado sacrificar un número de miembros igual al de los integrantes de la república de sabios que ha de conducirles a un futuro igual después de la catástrofe. Tras el impacto, más de lo mismo. No se plantean que, por lo visto, ciertos V.I.P.'s merecen vivir más que ellos.

Que el
dinero hace diferentes a los hombres lo sabemos. Con dinero se puede sobornar, huir más lejos, construir un refugio nuclear más grande o saltar antes a un bote del Titánic. Pero es sólo una herramienta más, como la belleza, la simpatía o la inteligencia. Quien la tenga que la aproveche para salvar el pellejo cuando toque. Pero no dejemos que nos convenzan de que estas herramientas nos hacen merecedores de vida. El principio de que hay que hacer méritos para vivir conduce a una conclusión ominosa: en el eventual refugio de las Montañas Rocosas, media población le debería la vida a la otra media: la de los que saben o hacen ver que saben tocar el piano, la de los que se dignan a levantar el puente levadizo con el sólo fin de no quedarse total y definitivamente sin público. Por el momento, respiremos tranquilos, aún no se nos viene encima ningún asteroide. Y de venir, concentrémonos en disfrutar del espectáculo al aire libre, que una cosa así no se ve todos los días.

Barcelona, abril 2003

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