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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - MONTEVIDEO - HERRERA Y REISSIG, JULIO - TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL SISTEMA DE HERBERT SPENCER -


Estudio preliminar al Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer (I)*

Aldo Mazzucchelli

Lo que falta siempre es la palabra– el rubí, la corchea, el 3/4, el compás, la línea justa, el brochazo genial –el epíteto, el verbo, el giro onomatopéyico (…) Para nosotros la palabra es todo


Las ideas, mi querido Montagne –¡eso no es nada! lo que falta siempre es la palabra– el rubí, la corchea, el 3/4, el compás, la línea justa, el brochazo genial –el epíteto, el verbo, el giro onomatopéyico (…) Para nosotros la palabra es todo; sin ella no hay literatura, no hay arte fino, no hay filigrana, no hay lo que se quiere expresar
.
Julio Herrera y Reissig -
Carta a Edmundo Montagne, 1901.



Y además, lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la risa como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que es una ciencia burlona… Por otra parte mis constataciones son hipótesis de hipótesis como dijo el filósofo, y esto te servirá de consuelo,
lector bizantino, colorado o blanco
.
Julio Herrera y Reissig -
Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert Spencer.


 

Estudio Preliminar
 

En la Colección Particular Herrera y Reissig del Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la Biblioteca Nacional, en Montevideo, se encuentran, custodiados dentro de un conjunto de unas cinco grandes carpetas plásticas, un total de 586 folios de prosa, manuscrita entre los años 1900 y 1902.I Escritos con tinta lila y tinta negra sobre toda clase de superficies –hojas de libro contable, reverso de mapas, tiras de papel diario, al reverso de formas de una compañía de telégrafos, o aun como series parásitas garabateadas a continuación de otros textos y ensayos del propio autor–, de su lectura se desprende que tal prosa reúne una obra unitaria, el Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer, que incluye además algunos ensayos laterales, sobre el mismo tema, y escritos en el mismo estilo y momento. Además de ello, se conserva una larga serie de anotaciones preparatorias que están, en buena medida, refundidas luego en el cuerpo de los capítulos terminados. Tres textos circunstanciales están ligados temáticamente a ese conjunto y completan esta zona de los manuscritos, sin ser, sin embargo, parte del tratado: un diálogo –incompleto, pues uno de sus folios está perdido– entre Roberto de las Carreras y Herrera y Reissig titulado «Prolegómenos de una epopeya crítica - A la manera de Platón» y dos violentas diatribas inéditas dedicadas a intelectuales del momento: una contra Guzmán Papini y Zas, otra contra Víctor Pérez Petit.

Herrera y Reissig citó algunos avances de su Tratado de la imbecilidad… en un texto que hizo conocer en septiembre de 1902 («Epílogo wagneriano a “La política de fusión”, con surtidos de Psicología sobre el imperio de Zapicán»), anunciando entonces la publicación del total de aquella obra, un acontecimiento respecto del que tenía cifradas grandes esperanzas, pero que nunca cristalizó.

La reunión, el desciframiento, la ordenación y publicación, algo más de cien años más tarde, de esos manuscritos, que de forma completa se realiza en este volumen por primera vez,
II permite ubicar y mostrar una íntima consistencia entre dos cuestiones que hasta ahora parecían separadas: el aislamiento respecto de las líneas hegemónicas de su sociedad, tanto en términos intelectuales como políticos, que experimentó Herrera y Reissig durante su corta vida, por un lado. Por el otro, el aislamiento al que la corriente central de lectura crítica posterior destinó esta obra en prosa de Herrera y Reissig, del período 1900-1902, segregándola del resto de su trabajo y estableciendo una especie de cuarentena sobre aquellos textos desafiantes.

En el lapso de esos tres años de apertura del siglo, además de vivir una agitada vida intelectual montevideana que incluyó no solo el avance de la nueva estética «modernista» en esa ciudad, sino también alianzas, rompimientos y hasta alguna muerte trágica, Herrera y Reissig atraviesa una crisis personal amplia y profunda, que tiene varias aristas. En el nivel físico, para empezar –pues su salud experimenta entonces la primera de una serie de complicaciones graves que terminarán por matarlo al cumplirse una década justa–; en el nivel ideológico –es entonces que abandona su fe partidaria, se ve a sí mismo para siempre en el llano, y elabora su distancia crítica respecto del funcionamiento de la política y del Estado en su país–; en el nivel filosófico y estético –en diálogo con Roberto de las Carreras, con quien traba amistad al comenzar tal período, produce su renovación del romanticismo al esteticismo «modernista» y desarrolla su propia lectura satírica de la vida mental de su «Tontovideo»–; y en un plano que podríamos llamar íntimo –el nacimiento de una hija natural a mediados de 1902 lo enfrenta con decisiones y angustias que parecen haber tensado su credo filosófico y su ética, y que dejarán trazas en parte de su obra y en su correspondencia–. Finalmente, su economía se ve también sacudida –su apartarse (obligado o voluntario) de la vida política lo dejará al margen de los empleos estatales que la mayor parte de los intelectuales de su generación usufructúan, poniendo a Herrera, uno de los primeros «literatos profesionales» en la historia de Uruguay, en muy precarias condiciones materiales, cuestión que nunca logrará resolver. La confluencia de todos estos factores deja a Herrera y Reissig desocupado, obligado a largas convalecencias y con tiempo para escribir; contrariado, además, con el medio político que les daba la espalda a él y a figuras y tradiciones del pasado por él respetadas; y en estado de estimulación respecto de problemas sociológicos, culturales e ideológicos de la sociedad montevideana, cuestiones sobre las que sin duda Roberto de las Carreras ejerce, al comienzo, un efecto catalizador.

Es en medio de este panorama que Herrera se propondrá escribir un «tratado» de acuerdo con los principios de la ciencia de su momento. La idea era, según el propio autor dice a un corresponsal en una carta de 1901, preparar «un estudio psico-fisiológico de la raza y un examen crítico de sus manifestaciones emocionales e intelectuales». Pero lejos de reducirse a un aséptico examen científico de la civilización uruguaya, el texto se movía también tras una intencionalidad menos desapasionada, como lo prueba el mismo Herrera y Reissig, quien advierte enseguida: «Destrozo en él a esta sociedad, imbécil y superficial».

El tratado resultante está tachonado de descripciones y enfoques de espíritu naturalista. Siguiendo el método de los ensayos sociológicos, psicológicos y antropológicos de Herbert Spencer, quiere probar Herrera que existen dos grandes grupos de causas que han llevado al provincianismo mental y cultural de la sociedad montevideana, de la que se siente cada vez más ajeno: la influencia del ambiente natural sobre el carácter y la civilización (que llamará, en uno de sus ensayos,
«Parentesco del hombre con el suelo») y la influencia de las razas que confluyen en el territorio uruguayo (que acremente analizará, en dura línea eugenésica,
III especialmente en el capítulo «Etnología - Medio Sociológico», y también en el ensayo «Los Nuevos Charrúas»).

Los dos textos mencionados en primer término en el párrafo anterior estaban destinados a sentar las bases, los principios científicos que se seguirían en la consideración del tema elegido. A partir de esos ensayos o capítulos preparatorios –los cuales ya, sin embargo, incluyen numerosas digresiones–, el texto cambia y se estabiliza, para entrar decididamente en el anunciado análisis «psicofisiológico» del carácter emocional e intelectual de los uruguayos, cuerpo central del Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert Spencer, que se verá nutrido por largas descripciones de la conducta de sus contemporáneos en una amplia diversidad de ámbitos, de lo cultural y lo político, a lo más íntimo y recóndito de la vida privada.

La escritura de este tratado no está separada de indicios, peripecias y decisiones que impregnaron la vida de Herrera y Reissig entre los años 1900 y 1902, hasta el punto de que su vida parece aparecer enlazada en los textos; los textos convertidos en la real peripecia de su vida. Si vida y obra, la experiencia vivida y la tersa y cuidada superficie de imágenes y textos, tienden a fundirse en ese especial período, dan en ello muestra no de una debilidad o una vaciedad del hombre, sino por el contrario el indicio de una imbricación de Herrera y Reissig con esa nueva máscara de intelectual/artista que fue pionero en construir en su sociedad. Para ello, lejos de haber afrontado con ligereza las cuestiones que tensionaban su proyecto vital –su acción política o su abandono de ella, su orientación intelectual y cultural, el modo en que organizará su inserción social, lo cual involucra su supervivencia económica y su independencia para escribir–, tomó respecto de esos campos decisiones que lo marcaron hasta su temprano fin. Las tomó mientras luchaba con una enfermedad que lo obligó a enfrentar una anticipada conciencia de su propia muerte, y a negociar con ella su tiempo y su trabajo.

Para considerar estos asuntos, en este estudio preliminar repasaremos primero la cuestión que organiza las demás: el modo en el que se nos revela la mezcla entre su biografía privada y su persona pública, o el modo en que, como lo dijo Rubén Darío al hacer su panegírico del poeta, en 1912, Herrera y Reissig «sufrió (…) la tristeza correspondiente a su hipersensibilidad, a su intravisión del mundo y a su inadaptación de las cosas corrientes de la vida».
IV

Al repasar estos aspectos puede verse que el dandismo, el distanciamiento del ambiente y el tipo de ideas que adoptó y desarrolló, lejos de ser ejercicio superficial e impostado, fue en cambio el resultado de su aguda conciencia intelectual de los frenos e incapacidades de su provinciano entorno. Sus posturas intentaron ser un llamado –por la vía no sólo de la palabra, sino de la performance, a través de una máscara pública que elaboró en conjunto con Roberto de las Carreras– a corregir tal rumbo, a acelerar la modernización, apostando a la asunción de una madurez cultural y productiva que hiciese posible la consumación de una más intensa y completa «occidentalización» cultural y mental de su sociedad.
 

I. La escritura afiligranada de una inasible persona pública


El extraño proyecto vital de Herrera y Reissig se aparece a los ojos de quien se asoma a él, hurgando en papeles y datos biográficos, como mezcla de destino y deliberación agudísima, de impulso y gélida estrategia. Elabora su máscara pública siguiendo un sistema de avances y cautelas. Su imagen visual es cuidadamente divulgada en revistas ilustradas de 1902 en adelante; deja ver poemas en revistas, pero jamás publica un solo libro;V antes de publicar su propia obra –es decir, durante todo el tiempo en que estuvo vivo– escribe prólogos como lo haría un poeta consagrado; edita una revista literaria en la que se reserva las potestades de juez; divulga sus opiniones sobre sus pares –aprovechando para ubicarse él mismo más allá de los problemas e insuficiencias que denuncia– en abundante correspondencia privada; participa en intrigas y polémicas desde la sombra; es su pluma lunáticamente agresiva, más de una vez, la que inspira –o directamente escribe– el texto de los que se retarán a duelo; aunque no se da en libros, abunda en la prensa, sobre todo como mencionado; son escasas las polémicas en las que él directamente participa, pero es el objeto de algunas importantes, que se organizan a propósito de él; funda sucesivos cenáculos de los que todo el mundo que debe saber, en la ciudad, sabe y todos saben que él es en ellos el pontífice; sus amigos cercanos se decantan entre los que a lo sumo pueden alcanzar a elogiarlo con talento, y traba relaciones de calculada distancia con los que tienen talento propio –Quiroga, Rodó, Reyles, Ferrando, Vasseur, y finalmente también De las Carreras–; se cambia el nombre y escandaliza a la sociedad. En general, no pierde oportunidad de actuar un papel de literato decadente, sin que por ello deba sacarse la conclusión, demasiado simple y lineal, de que tal actuación implica que deba buscarse insinceridad o artificio en ello: los frutos de tal actuación son, precisamente, lo interesante y lo productivo de frente a su contexto de época y sociedad.

Al tiempo que Herrera y Reissig toma las decisiones enumeradas en el párrafo anterior, distribuye la información respecto de ellas por carriles siempre más o menos indirectos. Anuncia que publicará un tratado terrible, pero nunca lo publica; escribe una y otra carta para demoler a un burócrata, pero no las envía (pero las guarda entre su papelería, con destino a la posteridad); moviliza a sus amigos para que expandan sus hazañas poéticas, pero –tímido y misantrópico– se deja ver escasamente en los cafés y demás lugares en los que la práctica literaria y cultural se hace sociabilidad;
VI escribe dos, tres diatribas, acumulativos y recamados camafeos del insulto (contra Papini y Zas, contra Víctor Pérez Petit, probablemente contra Vasseur…); en el caso de Papini, envía la diatriba a Federico Ferrando, quien luego la refundirá –en un estilo mucho más aburrido– en un artículo de periódico, el último que escribirá Ferrando, pues, como se sabe, su polémica con Papini y Zas indirectamente le costará la vida.
 
Entonces, Herrera y Reissig, ahora públicamente, dirá un discurso en la tumba de Ferrando en el que lamenta el accionar del destino sobre un talento en ciernes. Antes, había informado a Quiroga –de quien, no obstante, habla pestes en privado– de sus planes respecto a este Tratado de la imbecilidad…, de modo que Quiroga lo difunda –vía Ferrando– en un periódico salteño. A lo largo de los últimos diez años de su vida, esta estrategia se repetirá una y otra vez. Herrera es un personaje público que casi nadie ve, una carga de profundidad que explotará tardíamente, después de su muerte.

Todas estas maniobras de construcción de una máscara social se alimentan de un mecanismo fundamentalmente negativo: si segrega textos que –como los de Roberto de las Carreras, que además los publica– comprometerían del todo su viabilidad dentro de los mecanismos de la legitimación literaria, esos textos serán administrados con grandes reticencias. Hay una cautela, una restricción, que domina en Herrera y Reissig y está ausente en De las Carreras. Se amenaza con esos textos, se los anuncia, se los da en cantidades homeopáticas; se es calculador con nombre y apellido en las cartas, y calculador alusivamente en los periódicos. La interpretación de tal actitud está abierta. Claramente no se trata de una conspiración, quizá tampoco de esencial deshonestidad: se trata acaso de una aritmética intuitiva, de un destino literario que procede por partes y que la individualidad cumple como puede.

Al mismo tiempo, una severísima ética de la escritura domina la vida creativa de Herrera y Reissig, quien estudia la materia del lenguaje y llena de ella libretas y cuadernos. Ochenta y cuatro páginas de apuntes sobre textos de Renan y Guyau; ciento veintiuna páginas, en letra menuda, de estudios minuciosos del lenguaje de otros poetas y prosistas: Rubén Darío, Horacio, Martínez de la Rosa, Pablo el Silenciario, Meleagro, Safo, Chateaubriand, Grimm, poesía hindú, Lamartine, Homero, Petrarca, Turguenieff, Gautier…; listas y listas de adjetivos, de versos, de rimas; centenares de páginas de apuntes sobre Goethe, sobre un estudio de Saint Victor que analiza las figuras femeninas del Fausto, y sobre otros ensayistas. Y sobre todo, decenas de hojas sueltas con vocabularios, términos raros para emplear en su propia poesía y prosa; atento al sonido, ordena su pesca de palabrerío por cantidad de sílabas, no en orden alfabético. Los frutos siempre estuvieron a la vista en su poesía. Y su Tratado… de nuevo lo confirma ahora: es una continua sorpresa al oído, y rara vez no se encuentra, olvidada en el diccionario, la palabra extraña que el erudito terminológico Herrera y Reissig quiere poner en ese arsenal de materia poética y de ideas. Esa ejercitación en la técnica de la letra es parte de su silencio editorial.
VII

El montaje de tal imagen pública se aceita relativamente tarde, en una vida corta. A los 24 años funda su primera revista literaria y se instaura como crítico. A los 25 años cumplidos se hace llamar, por unos meses, Herrera y Hobbes,
VIII reivindicando para sí la prosapia –y sobre todo la asumida crueldad de la visión social– del autor del Leviathan. Organiza con De las Carreras un sistema de calificativos mutuos y convoca a sus amigos –correa de transmisión de su genio durante su vida y después de su vida– para que informen al resto de la ciudad. Intenta –sin ninguna fortuna– contactos con el exterior que le den el apoyo que precisa de parte de críticos y escritores de más renombre. Unamuno lo desprecia, Zeda se ríe de él. Darío llegará con su mano extendida un año y medio después de que Herrera haya muerto.IX  Rodó –en su suave estilo– le niega todo, y él le niega todo a Rodó con su estilo áspero e insidioso.

Pero no publica. Sigue elaborando la madeja, busca que cada bloque de su mosaico literario encaje. Es un prodigio de proyección. Rubén Darío es el primero que se da cuenta de que Herrera ha construido una máscara y se ha transformado en ella. Críticos que vienen muchos años después asumen la idea de la máscara, pero dejan de lado la idea de que Herrera se haya transformado en ella, y lo consideran un «simulador» de decadencia sin tragedia propia, pero con talento para hacer versos. Lo convierten en un dandi falso, en un imitador, abocado a la siempre inútil tarea de «espantar al burgués», en un poeta lleno de sonidos propios pero sin ideas propias –como si una cosa pudiese darse sin la otra.

En ese camino hacia la elaboración de una persona pública que pudiese apelar a toda una sociedad entrando en ella por caminos distintos de los más transitados, su más conocido cenáculo, la Torre de los Panoramas, es su tarjeta de visita: aunque casi nadie más lo visitará allí después de 1904, él la mantendrá «abierta». Andrés Demarchi, en carta pública que envía en 1909 al presidente Claudio Williman,
X cuenta, patético, cómo encontró a Herrera y Reissig solo, a su regreso de una misión diplomática. Todos los demás del cenáculo, todos ellos quizá sin talento especial, habían hecho su camino en la política, la diplomacia o el foro. Herrera no tenía empleo ni sitio alguno de acuerdo con los códigos oficiales. Demarchi lee a Herrera en clave de fracaso: «No lo han reconocido». Habrá otro «reconocimiento» de más largo aliento, pero con toda naturalidad es del caso que Herrera no lo sospeche. Poco antes del fin le dice a su esposa, confirmando el andar a tientas: «No quiero morirme así, sin haber hecho nada».


El aislamiento herreriano como resultado de su estrategia de persona pública


Estos textos de Herrera y Reissig son el lado escrito de las decisiones vitales que toma en esos primeros tres años del siglo. Se aparta realmente de la política, con costo económico y social para él; se juega por un decadentismo que armoniza natural y no impostadamente con su precaria salud y su nueva visión, las que lo marginan del discurso central de su tiempo. La mirada, entre severa y condescendiente, que la crítica elaboró sobre su aislamiento, su morfinomanía o sobre la misantrópica superioridad aristocrática de la que hizo gala, convirtió a todos estos desafiantes asuntos en desafilados aspectos anecdóticos. Esa condescendencia echada sobre tales dimensiones de la vida de Herrera y Reissig, que es actitud central en la mirada establecida sobre este personaje, puede ser el indicio del modo como el Uruguay neutralizó aquellas zonas del discurso del Novecientos que no pudo asimilar.XI

Hay que decir, no obstante, que fue el propio Herrera y Reissig quien inició el aislamiento y el desconocimiento sobre algunas de las dimensiones de su pensamiento que le seguirían después de morir, por la vía de esa acción pública ya descrita, extremadamente indirecta. Su aislamiento surge, inicialmente, del rechazo de una sociedad menos compleja ante su marcado elitismo, cuyas posibles razones una Montevideo concentrada en su propio desarrollo material está lejos de tener interés, y quizá tiempo, en entender. La común evaluación que de Herrera y Reissig hizo a su turno tal sociedad está dada en la palabra de un testigo directo de los hechos, Carlos Roxlo, quien dice en su Historia crítica de la literatura uruguaya, en 1914:

El egoísmo, por sacro que sea, se ahoga en nuestro ambiente. No simpatizamos con los que se aíslan, aunque su aislamiento sea una fulgurosa ascensión. Queremos al hombre, aunque el hombre se aparte del nivel común, hermano de los hombres en sus luchas por el progreso material o efectivo de la patria y de la ciudad. El orgullo de los que se desprenden de la caravana, mirando con desdén el prosaísmo de nuestros goces y de nuestras penas, nos parece un ultraje y una deserción. Lo artificioso; lo que alardea de aristocrático; lo que quiere treparse sobre nuestros hombros de obreros ennegrecidos por el hollín de las fraguas del hoy –fraguas de que saldrán los tirantes de hierro de lo que viene– se nos antoja un insulto insufrible a la verdad y a la democracia. Es por eso que, siendo el más brillante y el más original de nuestros rimadores de última data, fue el menos popular y el más discutido de todos ellos Julio Herrera y Reissig.XII

Los juicios resumidos por el pasaje de Roxlo no obstaron a que las maniobras de incorporación del capital simbólico generado por Herrera y Reissig fuesen llevadas adelante por tal sociedad inmediatamente a la muerte del autor.

En 1912, con ocasión de la venida de Rubén Darío a Montevideo y del discurso que sobre Herrera y Reissig pronunció entonces, un ex integrante del cenáculo herreriano devenido en periodista escribe en La Razón, y da conceptos que son especialmente interesantes por el temprano momento en que fueron escritos:

Era un público numeroso, más o menos selecto, pero público diverso al fin, el que victoriando el nombre del gran poeta compatriota, olvidaba noblemente aquel su gesto de agria misantropía y su despectiva indiferencia hacia las cosas circundantes. Ninguna razón seria ha de atribuir al ambiente en que su genio vegetara, la causa egoísta y oscura de su adversidad. Es el mismo caso de Oscar Wilde que Darío considerara con talento y profunda discreción cuando terminaba su estudio sobre el elegante esteta inglés diciendo: Jugó al fantasma y llegó a serlo inesperadamente.XIII

Según este artículo, no hay «razón seria» en el ambiente para las actitudes de Herrera resumidas en su Tratado de la imbecilidad del país. El poeta habría practicado un «juego» que terminó atrapándolo y convirtiéndolo en el personaje que él mismo «artificialmente» ideó. Apenas desaparecido Herrera, Montevideo decidía así ya «perdonarlo», incorporarlo en su panteón literario y usufructuar el capital simbólico que él, en gran medida contra la ciudad, había generado. Un problema evidente en esta primera valoración es que el «juego» era lo único real y posible en la cosmovisión de Herrera y Reissig; algo vacuo, en cambio, para la solemne cortedad de aquel imaginario montevideano.

Aurelio del Hebrón (Alberto Zum Felde), en su famosa oración fúnebre con la que interrumpió (y dio fin) a los discursos programados en el entierro de Herrera, sintetizó ya ese día todo este problema que surge de la imposibilidad de asimilar la postura vital del autor del Tratado de la imbecilidad del país, aunque se asimile su literatura (intentando separarlas), cuando deslizó: «Yo sé la frase que está ahora en muchos labios: “reconocemos su talento, pero creemos que su vida ha sido un error”. ¡Mentira! Lo más grande que ha tenido este hombre es su vida».
XIV

La misma permanencia mayormente inédita de parte de su acervo de manuscritos, de los cuales ni siquiera se conocía exactamente que constituían un libro prácticamente terminado, muestra el sesgo con el cual esta incorporación de lo que Herrera y Reissig produjo fue, no obstante, hecha.

Roberto Ibáñez, pionero en realizar extensos y precisos estudios documentales y biográficos sobre Herrera y Reissig, y custodia material de los manuscritos durante décadas, resume, en un párrafo que dedica a estos papeles, esa visión condescendiente sobre ellos que se encuentra también otras veces, explícita o en sordina, en otras voces de la crítica herreriana:

La obra, en que se escarnecía a los hombres de mayor boga o trascendencia en el ambiente político, social y literario del Uruguay –incluso a Rodó–, sumaba más páginas que méritos (llegó a las seiscientas como pude verificarlo al ordenar los originales) y más riesgos que páginas.

El mismo crítico, habitualmente preciso y documentado en cada una de sus palabras, al continuar su párrafo desliza, sin embargo, la inexacta noción de que el «Epílogo...» es en realidad una especie de resumen pulido del Tratado de la imbecilidad del país, fruto del retroceso o arrepentimiento de Herrera y Reissig:

Julio concluyó por retroceder y empezó a pulir y condensar distintos fragmentos, purgándolos de onerosas malignidades. Así compuso el «Epílogo Wagneriano», que terminó y dio a la estampa un año después en «Vida Moderna» (Montevideo, setiembre de 1902).XV

Esta consideración, que incluye una muestra privilegiada de la mencionada condescendencia para lo que se consideran aspectos pasajeros o no genuinos de su historia personal e intelectual, y que atribuye a Herrera y Reissig una voluntad de «retroceder» que en ningún momento existió, de acuerdo con testimonios posteriores del propio Herrera,
XVI revela ese peculiar punto de vista al que nos referíamos al principio, y que ha sido elaborado sobre todo por la crítica uruguaya que se ocupó década tras década del poeta. Se trata, para decirlo sintéticamente, de un punto de vista que procede separando lo «real» de lo «artificial», y descartando lo que, primero, ha decretado mera imitación sin sustancia.XVII Esta distinción se encuentra, repetida una y otra vez, en distintos críticos que se han ocupado de Herrera y Reissig, y particularmente de su trabajo de los años 1900 a 1902. La repetición de tal distinción opera como un narcótico interpretativo que elimina el filo de los textos en prosa más agudos de Herrera y Reissig, los que precisamente por ello no fueron considerados dignos de publicación.

El concepto de «simulador»,
XVIII empleado con centralidad por algunos ensayistas argentinos del cambio de siglo, es interesante antecedente respecto de esta actitud recelosa hacia los lados menos aceptables para la conciencia finisecular americana de los productos culturales transoceánicos. Un libro de José María Ramos Mejía, quizá el más importante ensayista del positivismo argentino, se llama precisamente Los simuladores del talento en las luchas por la personalidad y la vida (1904). José Ingenieros, por su parte, empleó el concepto –en su práctica clínica– como herramienta que diferenciaría a aquellos perversos «reales» de otros que simplemente «simulan» una perversión que «en realidad» no poseen.

Los principales intelectuales de la modernización en el cambio de siglo –Martí, Darío, Rodó…– habrían filtrado algunos aspectos de esa cultura europea en su recepción americana, ofreciendo su lectura de tal tradición que, a la vez que la incorporaba, la despojaba de elementos potencialmente «degenerados» –empleando el término del archifamoso, por entonces, libro de augurio de la decadencia final de la cultura occidental, publicado por Max Nordau, Entartung ('Degeneración')–, en un intento de edificar y mantener una versión «sana» de la flamante cultura autónoma Hispanoamericana.
XIX

Esa tendencia a cultivar una autoimagen «saneada» parece haber pasado a la crítica continental y nacional del Uruguay, la que debería entonces, siguiendo en ese rumbo de cautelas, excluir la noción de que la decadencia y el desafío pueden haber sido más que meras poses en algunos de los artistas verbales del Novecientos, especialmente aquellos que se revelaban excéntricos a la opción profiláctica antes descrita, como Herrera y Reissig o De las Carreras. Siguiendo esa aproximación, la «simulación» que habría hecho Herrera y Reissig de un dandismo y un decadentismo repetidamente calificados por la crítica de «falsos» asegura que no habrá problema en integrarlos en sus otros aspectos aceptables al canon literario e histórico.
La deformación de la figura incluye hasta una desautorización de la dimensión personal de la crisis herreriana. Siguiendo las pésimas intuiciones de Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), pionero en éstas ya en 1914, se ha llegado a afirmar también que Herrera y Reissig padecía de un «vacío interior», y que no tenía una «voz propia», sino que era un «instrumento a disponibilidad», juzgándolo como «un artista extraordinario y una corta dimensión humana»,
XX lo cual postula cierta imposibilidad que no es fácil defender y que deroga deliberadamente todo lo que en Herrera no sea una sabiduría formal misteriosa y en último término estéril.XXI

Hay en cambio una consecuencia perfecta entre la crisis vital que sufre Herrera entre 1900 y 1902, su emocional y extrema reacción ante la visión de la muerte, y su intensa lucidez estética, que no oculta su desdén y su desprecio por la incomprensión general que lo rodea, vertida en cartas ásperas, como una a Montagne en que destroza Los arrecifes de coral de Quiroga. Hay consecuencia entre la cosmovisión positivista en que se mueve como pez en el agua Herrera ya al escribir su Tratado de la imbecilidad… y su concepción estética más refinada, que está expresada con sorprendente precisión en sus dos mejores ensayos sobre estética: «El círculo de la muerte» y «Psicología literaria», refundición parcial del anterior. Ambos, aunque publicados, están olvidados y parecen no haber sido interesantes sino para unos pocos de sus críticos. En ellos, Herrera se pregunta por la aparente paradoja de que a una evolución general de la humanidad en términos físicos no la acompañe una pareja evolución estética y del gusto, y vuelve a postular la existencia central de una función inquietante, desafiante, del arte. En ellos expresa su desdén por cualquier comprensión del arte verbal que proceda separando significante y significado, intentando explicaciones «matemáticas» del poema: «¿Qué es la idea sin el signo? ¿Qué es el signo sin la idea? Y bien, todo es idea, y todo es signo».
XXII Su positivismo ecléctico, base de un misticismo monista en el que la materia es espíritu y el espíritu es materia, se ha trasladado a su lenguaje, lo ha orientado a abandonar todo binarismo –dualismo– crítico.


***


Retomando los caminos por los cuales parte importante de la crítica herreriana ha desviado la mirada de su obra de aquellos años 1900-1902, puede observarse que la mera idea de un dandi falso suena como una contradicción en los términos, al ser el dandismo por definición ejercicio de máscara, rol que se agota en su superficie.XXIII Si la esencia del dandismo está en la deliberada exhibición del refinamiento, éste puede reconocerse en Herrera y Reissig tanto en su figura personalXXIV como en el manejo que hizo –y que permitió y estimuló que otros hicieran– de lo que anacrónicamente, pero en bien de la síntesis, llamaremos su imagen pública.

Más aún, parece descaminado intentar derogar la legitimidad de tal imagen pública de un literato acusándola de «ficticia»: precisamente en ese carácter ficticio es que consiste tal imagen. ¿Cómo determinar el grado de «ficción» o de «elaboración» de la postura vital de Rimbaud, de Baudelaire, de Verlaine, de Tristan Tzara, de Filippo Marinetti…?

Son parte de la historia de la literatura, es decir, de la historia de uno de los modos imaginarios de elaborar significado por parte de grupos humanos. Su vida y su presencia –incluso sus nombres– son artefactos culturales, y como tales cumplen su rol: presentan aspectos de la cultura que la sociedad no ha podido integrar como propios, y al hacerlo hay, a la vez, una colaboración entre inconsciente y deliberada de las personas que los encarnan. Por cierto que tal rol, en parte el antiguo rol del chivo expiatorio que carga con las oscuridades de la comunidad, tensiona y extrema los resortes psicológicos de quienes son sus actores.

Herrera y Reissig y su círculo no fueron ajenos ni inocentes a la creación de tal clase de imagen pública, cosa que acompañaba naturalmente su deseo de independizarse de todo otro oficio para vivir como literatos profesionales, lo que aquella generación se propuso de modo pionero en estas regiones sudamericanas. Herrera será consistente en los signos que difunde respecto de su persona. La profesional mise en scène de Herrera incluirá, desde constantes referencias a dimensiones culturales de curso universal (y no local) y el uso de notorias pieles y recargados decorados art nouveau en algunas de sus fotografías, hasta una explícita representación de su –completamente real, sin que ello implique mérito o demérito alguno– uso regular de la morfina.

Herrera y Reissig transmitió pues, de modo deliberado, una imagen visual de elegancia, cuidadamente distante, que mezcló con ingredientes de bohemia. Una y otra vez, desde la visualmente pionera publicación del artículo «En el cenáculo», de Vicente Martínez en la revista La Alborada, en 1903, todos los elementos simbólicos –en texto e imagen– de que Herrera y Reissig se rodeó confluyen a construir tal figura, grávida de aquellos signos que serían descodificables (entonces o en el futuro) por las zonas más cosmopolitas de lectores e intelectualidad, a las que siempre se dirigió.
XXV

El carácter más real o menos real de los hechos tras esa figura literaria que Herrera elaboró no es, pues, criterio para evaluar la eficacia de aquélla ni su interés como indicio de las dimensiones simbólicas de una sociedad. Dicho esto, hay que agregar además que, en el caso de Herrera y Reissig, esos «hechos» eran mucho más reales de lo que la crítica estableció, en otra decisión de evitar datos clamorosos, y sobre los que existía documentación que a menudo no se publicó.

Si es verdad que la jeringa que aparece en la famosa fotografía incluida en el reportaje que Soiza Reilly le hace y publica en la importante revista rioplatense Caras y Caretas en 1907 había sido comprada minutos antes en una farmacia por Ángel Adami (el luego célebre piloto aeronáutico, autor de las fotografías) y contenía agua, no es menos cierto que su esposa, Julieta de la Fuente, dejó constancia de que su esposo usaba morfina. Algunas de las trazas de aquella «degeneración», contra la cual elaboraban su discurso tanto Rodó como Ingenieros, pero de las cuales hacía alarde Herrera y Reissig, estuvieron pues presentes, tanto en su discurso como en su vida.

En este caso, la consistencia entre vida y discurso, aunque no deba ser el rasero para medir lo interesante de los gestos literarios, es patente. De la Fuente dejó testimonio escrito de cómo el poema «Tertulia lunática» fue compuesto cuando su marido estaba

(…) convaleciente de un estado febril ocasionado por una infección de un pinchazo de una inyección, con 40-42º de fiebre deliraba estos versos sublimes, mejorando muy quebrado moral y físicamente [sic] con pulso firme, tuvo tiempo de mandar a la imprenta para su libro Los Peregrinos de Piedra de puño y letra de él, del cual no pude recuperar el verdadero original.XXVI

El uso de morfina y el efecto infeccioso de los pinchazos, que afirma De la Fuente, están confirmados y ampliados, además, por uno de los médicos personales de Herrera, el Dr. Horacio García Lagos. Ante consulta personal que se realizó a este facultativo,
XXVII respondió:

(…) que J. H. y R. padecía de taquicardia paroxística y solía tener coli-hepáticos más o menos frecuentes. Indicó seguidamente que para ambas enfermedades se receta y se usa la morfina. Aclaró por otra parte que él no lo vio usar dicho tóxico ni se lo recetó nunca como medicamento. Expresó además que J. H. y R. tomaba morfina sin ser o llevar por este hecho vida de toxicómano. Insistió especialmente en esta diferencia.

Agregó también que varias veces fue llamado para abcesos [sic] o forúnculos que eran consecuencia de infecciones producidas por inyecciones dadas con falta de higiene. (…)XXVIII

Dos testimonios coincidentes dan pues a Herrera y Reissig empleando jeringas que «varias veces» le causaron infecciones. Estas jeringas, por otra parte, contenían morfina, como permite saber un tercer testimonio directo, dado por escrito por el Sr. Osvaldo Bixio, quien reconfirma lo aseverado por los dos testigos anteriores:

Yo presencié una vez cómo Julio Herrera y Reissig se aplicaba una inyección de morfina en los fondos de un café –que no existe ahora el café. Le voy a expresar, entre paréntesis, que no era hombre de tertulias de café, de peñas literarias, como dicen los españoles. Aseguran que allá en las postrimerías de su vida, sí apareció por las tertulias. Él no podía tomar café porque le hacía daño, y yo cuando fui al fondo del café donde habíamos parado en compañía de otras personas, lo encontré que se estaba aplicando la inyección en una pierna. Eso le provocaba un poco de sueño, pero amortiguaba el dolor, que aumentaba bebiendo café.XXIX

La morfina, los delirios infecciosos de un cuerpo enfermo, el Tratado…, las fotografías estéticamente cuidadísimas que dan los signos de la bohemia, el dandismo, el cultivo de la diatriba personal como un arte impersonal, en el que los signos y los sonidos se sobreponen a la degradación moral del ocasional oponente, son todos elementos de una misma constelación vital.
Esta estrategia, la quizá inconsciente sabiduría de crearse un personaje, es absolutamente central en Herrera y Reissig, y quizá su logro más destacable, comparable al de la poesía que los lectores más finos vislumbraron desde muy temprano. Ella involucra decisiones políticas que lo afectaron para siempre, y tenían que hacerlo especialmente en la sociedad politicocéntrica que él mismo describió con agudeza ya en 1901. Sobre estas decisiones, y sobre la sucesión de crisis que se desatan en su vida en el lapso en el que escribe el Tratado de la imbecilidad..., versa el próximo capítulo.
 

Notas:

I La donación de estos manuscritos fue hecha por la viuda de Julio Herrera y Reissig, Julieta de la Fuente, en el año 1946, y ellos constituyen la mayoría de los folios conservados en ese Archivo. Otras donaciones menores fueron completando el acervo de manuscritos del poeta.

II Alrededor de un 20% del total de estos manuscritos fue publicado antes de esta edición. Como ha sido dicho, el propio Herrera y Reissig cita algunos pasajes del Tratado de la imbecilidad… en su «Epílogo wagneriano a “La política de fusión”, con surtidos de Psicología sobre el imperio de Zapicán», publicado en Vida Moderna, tomo octavo, Montevideo: septiembre-noviembre (1902): 19-63. El mismo texto fue reeditado en La Revista Nacional, año VI, n o 63, (1943): 430-462, y en libro (Montevideo: Claudio García & Cía.) el mismo año; Roberto Ibáñez transcribe buena parte de los manuscritos de «El Pudor», que sin embargo no publica. Las hojas mecanografiadas de tal transcripción están en la Colección Particular Herrera y Reissig en la Biblioteca Nacional, en Montevideo. El «Epílogo wagneriano…» se reeditó luego en Poesía completa y prosa selecta, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978. Prólogo de Idea Vilariño, edición de Alicia Migdal. En 1989 aparece una transcripción de dos breves pasajes, por parte de Marcelo Pareja: «Dos textos», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 26, Montevideo: diciembre (1989): 23-30. Ángel Rama incluye y comenta dos breves fragmentos del inédito, en su Las máscaras democráticas del Modernismo (Montevideo: Arca, 1985): 93-98. Abril Trigo hace una transcripción parcial de «Cuentas y collares» al cerrar su artículo sobre estos manuscritos: «Una olvidada página sociológica de Julio Herrera y Reissig», en Hispanic Review, vol. 59, n.o 1 (Winter, 1991): 25-36. En 1992 Gwen Kirkpatrick publica un estudio sobre los manuscritos: «La prosa polémica de Julio Herrera y Reissig", en Revista Nacional, Montevideo, n.o 238, setiembre de 1992.” Finalmente, en 1992, Carla Giaudrone y Nilo Berriel transcriben y publican una lectura de buena parte de los manuscritos de «El Pudor» y «La cachondez»: El Pudor y la Cachondez (Montevideo: Arca, 1992).


III Dicho sea aquí en beneficio de la síntesis, pues el uso del término en este caso puede resultar algo anacrónico, si se considera que la eugenesia recién floreció en Gran Bretaña (que no en el Río de la Plata) entre 1900 y 1914. Sobre este tema, y el modo como tal ten-dencia se combatió desde dentro mismo de la sociología británica por las corrientes no spencerianas, véase Robert Nye, «Sociology and Degeneration: the Irony of Progress», en J. Edward Chamberlin; Sander L Gilman (eds.), Degeneration: the dark side of progress. Nueva York: Columbia University Press [1985], 303 pp. [p.58].

IV Rubén Darío, «Julio Herrera y Reissig», conferencia en el Teatro Solís, Montevideo, 11 de julio de 1912. Julio Herrera y Reissig, Poesía completa y prosas. Edición crítica. Ángeles Estévez, coordinadora. 1.ª edición (Madrid et. al.: ALLCA XX, 1998): 1309-1312 [1173]. [En adelante esta edición será referida como PCP.].

V Su primerizo «Canto a Lamartine» de 1898, un folleto que publica, sí, antes de lograr su madurez como poeta, no cambia la anterior afirmación. La inclusión de un puñado de sus poemas en la antología El Parnaso oriental, en 1905, es la publicación más importante de su poesía en vida del autor. El primer volumen de sus Obras completas (publicadas por Orsini Bertani en cinco tomos), Los peregrinos de piedra, el único que llegó a revisar y cuidar, apareció en Montevideo en mayo de 1910, pocas semanas después de la muerte del poeta.

VI Diversos testimonios de sus amistades confirman esto. En particular es interesante el de Osvaldo Bixio, conservado inédito en el archivo Herrera y Reissig en la Biblioteca Nacional, que se cita más adelante.

VII En carta a Montagne de 1901 dice Herrera: «Un adjetivo me cuesta quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes. Cada soneto me representa un balde de sudor. (…) Nunca he trabajado más y he producido menos. Nada me satisface al fin y siempre estoy borrando y suplantando. (...) Creo que tengo en la cabeza todo el léxico blando y terciopelero de la lengua a fuerza de lidiar con esos potros de las palabras que se encabritan en los diccionarios» (Wilfredo Penco, «Cartas a Edmundo Montagne», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 13, Montevideo: abril de 1976: 140-169 [p. 158].


VIII Julio Herrera y Reissig adoptó el nombre de Julio Herrera y Hobbes, que usó en privado y públicamente por un breve período, en el año 1901. La tradición de considerar Obes «españolización corrupta» –como lo dice Herrera– del apellido inglés Hobbes tenía larga tradición en la familia. Algunos años antes de que Herrera y Reissig lo adoptase, explícita y públicamente lo había afirmado en Buenos Aires también su tío, el ex presidente de la República Julio Herrera y Obes. Una gacetilla sin título de la sección «Vida Social» de La Razón del 8 de marzo de 1898, p. 1, col. 6, dice: «Otro descubrimiento del Standard bonaerense! El colega nos asegura que el doctor Julio Herrera y Obes es de descendencia británica, siendo tataranieto nada menos que del gran Hobbes, el autor inmortal del Leviathan. El descubrimiento no llamaría tanto la atención si el colega no hubiera olvidado lo asegurado por él hace dos años ya: que los Obes eran todos descendientes de un belicoso jefe irlandés llamado Hobbes!» (La recuperación de la nota en La Razón se debe a Roberto Ibáñez).

IX La importancia de este espaldarazo de Rubén Darío está reflejada en el impacto que le provocó a uno de los más grandes enemigos de Herrera y Reissig, Horacio Quiroga, quien le confesará en carta de 1912 a Fernández Saldaña: «Me lastimó el disparate de Darío…» (referido en Wilfredo Penco, op. cit. [148].

X Andrés Demarchi: «El celebrado autor de “El Enemigo” pide justicia para Julio Herrera y Reissig, y al efecto dirige una larga e interesante epístola al primer magistrado del país», en La Razón, Montevideo, 30 de agosto de 1909.

XI Las zonas de discurso a que me refiero aquí pueden resumirse en un solo concepto, que las abarca: el grado en el cual los intelectuales y artistas modernistas apostaban a ser parte del tronco central de la cultura universal de su época. Esto probablemente suene tan extrañamente desproporcionado a la mirada contemporánea, que existan incluso resistencias inmediatas a creer en lo sólido de la tesis. Sin embargo, habría numerosos ejemplos que podrían ser citados. Cuando Carlos Reyles publique su novela La raza de Caín, será el propio Max Nordau, uno de los ensayistas clave en la época, el que le envíe su opinión. Nordau elogia la obra, menciona otra que trata también el tema de la envidia y que se acaba de publicar en Alemania, Neid, de Ernst Wildenbruch, y declara: «las comparaciones se imponen. Pues bien, sobrepasáis en mucho a nuestro autor alemán por la verdad de vuestro análisis psicológico, por la sombría grandeza de vuestro arte, por la sencillez sorprendente de vuestros medios. Si vuestra novela obtiene el éxito que se merece, os hará célebre de un solo golpe». Carta reproducida en La Alborada, n.o 152 (Montevideo: 10 de febrero de 1902). También Rodó despliega todo su arsenal de contactos ya en 1900, y al regalar y dedicar –y escribir, a veces, prólogos que orientan la lectura de los destinatarios– cientos de ejemplares de su Ariel, consigue una segura difusión y un puesto más que central para su libro, que será comentado en España y toda Hispanoamérica, y con el tiempo en otros sitios, incluyendo largas y destacadas reseñas en el Times Literary Supplement y otros medios londinenses. Véase sobre esto Gerard Aching, The politics of Spanish American Modernism (Cambridge, Mass.: Cambridge University Press,1997): 97 ss. También Gustavo San Román, Rodó en Inglaterra: la influencia de un pensador uruguayo en un ministro socialista británico (Montevideo: AGADU-Asociación de Amigos de la Biblioteca Nacional, 2002).

XII Carlos Roxlo, «Julio Herrera y Reissig», Historia crítica de la literatura uruguaya, t. VII (Montevideo: Librería Nacional A. Barreiro y Ramos, 1912-1916): 26-49.

XIII José Guillermo Antuña, «La exaltación de un gran poeta», en La Razón, Montevideo, 13 de julio de 1912.

XIV Aurelio Del Hebrón [Alberto Zum Felde], discurso pronunciado en el entierro de Herrera y Reissig. En La Semana, año II, n.o 36, marzo 26 de 1910. Es la tesis exactamente contraria a la de Ibáñez, de Ángel Rama, que siguen luego otros, sobre la inexistencia de cualquier interés en la vida de Herrera y Reissig.

XV Roberto Ibáñez, «La Torre de los Panoramas», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 13 (abril de 1976): 19-42 [23]

XVI En una carta de enero de 1904, más de un año después de publicado el «Epílogo wagneriano…», Herrera le mostrará a Juan José Ylla Moreno su desencanto por la escasa repercusión que la publicación de los fragmentos del Tratado… en 1902 tuvo entre los montevideanos, reiterando y agudizando esas críticas de las que Ibáñez sugiere a Herrera retractándose ya en setiembre de 1902. Examinamos esa carta oportunamente en esta introducción.


XVII José Olivio Jiménez, en un concentrado estudio, resume el nudo del problema crítico que ha provocado este miope dejar de lado lo que parece «superficial» en la obra herreriana: «¿Tomaba en serio Herrera esos tópicos sémicos, y los otros, y la suya fue así la obra de un loco genial, de un delirante, o de un esnobista (todo lo cual de él se ha dicho)? ¿O los configuraba, los devolvía, de ese crispado modo suyo, en virtud de una actitud lúcidamente crítica y paródica, y resultaba entonces el producto de un artista no menos genial, y muy consistente, y muy moderno, audaz…? La grandeza de este poeta residiría en que fuera válida, como hoy empezamos a atisbar, esta segunda posibilidad». José Olivio Jiménez, «Julio Herrera y Reissig», en Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana: 391-416 (Madrid: Ediciones Hiperión, 1985). Reproducido en PCP: 1310-11.

XVIII Silvia Molloy, quien desarrolla esta idea, observa que José Ingenieros aplica la categoría de «simulador» a todos los literatos americanos pasibles de ser considerados «degenerados» en su momento, «in an attempt to provide Latin American culture with a clean bill of health». Molloy, «Too Wilde to Comfort: Desire and Ideology in Fin-de-Siecle Spanish America», Social Text, n.o 31/32, Third World and Post-Colonial Issues (1992): 187-201. Un concepto similar desarrollaba ya Ángel Rama: «Más reveladora que la cacería de «raros» a que todos se entregaron, al menos literariamente, es la subrepticia limitación aldeana que impidió que los escritores modernistas aceptaran, y en muchos casos que ni siquiera vieran, las audacias mayores de esas metrópolis que acechaban. El naturalismo fue condenado por la mayoría de los renovadores literarios, en nombre de la moral y las buenas costumbres, y quienes llegaron a incorporarlo, procedieron a una cuidadosa des- infección con el fin de edulcorarlo», etc. En Rama, op. cit. (1985): 89 ss. La afirmación de Rama, interesante de por sí, no es aplicable al caso de Herrera y Reissig.

XIX Véase Molloy, op. cit., esp. p. 196 ss.


XX Estas afirmaciones, que reflejan nociones de recibo en la crítica de ese momento, las exhibe sin suscribirlas Idea Vilariño, en «Julio Herrera y Reissig. Seis años de poesía», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950):109-161.

XXI La acumulación de observaciones críticas que han buscado quitar «importancia» o genuinidad a aquellos textos de 1900-1902 sería larga. Por ejemplo, refiriéndose a Herrera y Reissig, dice Teodoro Herrera y Reissig, hermano del poeta, en una conferencia en donde sienta algunas de estas líneas de interpretación: «Lo malo [en Herrera y Reissig] consistió a mi ver en ese constante “épater les bourgeois” de que hiciera gala demasiado ostensible y que por lo demás debe atenuarse teniendo en cuenta los factores de hostilidad o indiferencia del medio y la extrema juventud del poeta de entonces». Teodoro Herrera y Reissig, «Algunos aspectos ignorados de la vida y la obra de Julio Herrera y Reissig», en Hiperión, n.o 87 (1943): 2-14 [3]. La segregación de los textos de Herrera a comienzos de siglo hace también caudal de su relación con De las Carreras, y le atribuye a éste lo genuino de ella. Roberto Bula Píriz, responsable luego de la edición Aguilar de Herrera y Reissig, decía por ejemplo, refiriéndose a los escritos de crítica sociológica de éste: «Todo esto era en Julio una imitación de las protestas paranoicas de Roberto de las Carreras». Bula Píriz, Herrera y Reissig (1875-1910) Vida y obra - Bibliografía - Antología (Nueva York, Hispanic Institute, 1952): 21. Siguiendo y consagrando tal mirada crítica, en su en muchos aspectos excelente artículo dedicado al cenáculo de la Torre de los Panoramas, Roberto Ibáñez dedica algún párrafo al Tratado… herreriano. Comienza Ibáñez identificando a los textos producidos por los tiempos del Tratado… como un «período», que llama «luzbélico», y que dice estuvo «caracterizado –fuera de la poesía, nunca en ella– por el cultivo del dandismo, un dandismo de linaje parisiense, con que lo exaltó y contaminó Roberto de las Carreras, su camarada constante desde la publicación del pro- vocativo Sueño de Oriente (…)». La separación del cuerpo central, principal y poético de Herrera respecto de este «período luzbélico» y la atribución de un rol central a De las Carreras contribuyen así en Ibáñez a desestimar la originalidad de los papeles herrerianos de 1900-1902: «Pero, mientras en Roberto el dandismo era auténtico por entrañable asimilación de los modelos franceses, en Julio nunca pasó de brillante y pegadizo ejercicio intelectual, exclusivamente encaminado a la irritación de la estupidez honorable: juego de inveterado “enfant gâté”, pasatiempo inocente por lo común, aunque alguna vez ensombrecido por penosas claudicaciones.
(…)». Abundando en la idea, agrega también Ibáñez: «tributo a un dandysmo artificial fue también el uso de una nueva signatura, Julio Herrera y Hobbes (ex-Reissig) que adaptó en la primavera de 1901». En «La Torre de los Panoramas», Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 13 (abril, 1976): 19-42. [23].

XXII «Psicología Literaria», en Prosas de Julio Herrera y Reissig, con un prólogo de Vicente Salaverri (Valencia: Editorial Cervantes, 1918): 99 a 113 [100].

XXIII Sobre la historia del dandi y su esencia de superficie, véase Françoise Coblence: Le dandysme, obligation d´incertitude (París: Presses universitaires de France, 1988).

XXIV El escritor Emilio Barreda, que lo conoció en Buenos Aires, destacó que no había en su persona «nada que no hiciera pensar en aristocracia»; su íntimo amigo César Miranda lo recuerda en su «americana negra, plastrón de faya, sombrero blando y guantes grises», reclinado en su chaise longue y envuelto en un acolchado de plumas. Su hermana también destaca que, pese a los apuros económicos en que normalmente estuvo, su figura personal era de un atildamiento extremo e incluía siempre algún toque extraño pero delicado.

XXV La nota va acompañada por un gran retrato del poeta, una fotografía muy calculada estéticamente, en la que Herrera aparece sentado en un lujoso sillón, rodeado de espesos cortinados y con las piernas cubiertas por pieles que dan un toque exótico a la imagen y contrastan con la etérea mirada, perdida en el vacío, del vate.

XXVI Documento manuscrito y firmado por Julieta de la Fuente, en custodia en la Colección Particular Herrera y Reissig, en la Biblioteca Nacional, Montevideo.

XXVII La gestión fue notificada el 11 de marzo de 1949 por Silvio Frugone, quien la había hecho ante García Lagos a nombre del director interino del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, Carlos Alberto Passos. La carta de Frugone a Passos está en la Colección Particular Herrera y Reissig.

XXVIII Documento citado en nota anterior. Énfasis agregado.

XXIX Documento mecanografiado, con numerosas enmiendas manuscritas, entregado por el Sr. Osvaldo Bixio el 21 de noviembre de 1953 a Clara Silva de Zum Felde. Lo encabeza una nota firmada por Bixio y certificada por Clara Silva, que dice: «Estos apuntes puramente confidenciales, se entregan a la Sra. Clara Silva de Zum Felde, con la única y exclusiva finalidad de usarlos para el Archivo del Instituto de Investigaciones Literarias que dirige el poeta Roberto Ibáñez. Los que serán devueltos inmediatamente, una vez que se haya hecho el uso exclusivo que hoy se indica». El original sin embargo no fue devuelto, y está en la Colección Particular Herrera y Reissig de la Biblioteca Nacional.

*Publicado originalmente en el TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL SISTEMA DE HERBERT SPENCER JULIO HERRERA Y REISSIG - transcripción, edición, estudio preliminar, postfacio crítico y notas de Aldo Mazzucchelli.


(sigue)

 

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