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			¿De quién es esta historia? 
			
			“EL 
			CLIENTE: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de 
			hacerme un pantalón en seis meses. 
			
			EL 
			SASTRE: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón.” 
			
			  
			
			Con este diálogo se abre el 
			libro de Jean-Claude Carrière El segundo círculo de los mentirosos. Cuentos 
			filosóficos del mundo entero. El diálogo entre el cliente y su 
			sastre no es creación de Carrière, sino de Samuel Beckett. “Como 
			presentación de su libro El mundo y el pantalón (1989), 
			Samuel Beckett colocó este breve diálogo”, aclara Carrière. 
			
			En realidad, ese diálogo forma parte de un texto de 
			Beckett sobre la pintura de los hermanos van Velde, publicado en una 
			revista en 1946 («La 
			peinture des van Velde ou le monde et le pantalon», Cahiers d'Art, 
			20-21, 1945-46.).
			 
			
			
			Unos trescientos cuentos componen el libro, que es 
			una especie de continuación de un primer “Círculo de los mentirosos” 
			que Carrière publicó hace una década. El origen de los cuentos es 
			variado, y solo excepcionalmente se toman, como en el caso de “El 
			mundo y el pantalón”, de autores conocidos. 
			 
			
			
			El compilador dice que comenzó a coleccionar 
			cuentos 
			anónimos hace cincuenta años, y que los que más le interesan no son 
			los que ha leído sino los que ha escuchado. Su trabajo consiste en 
			seleccionar y escribir sus propias versiones, lo que para él 
			constituye “un trabajo invisible”.  
			
			
			Carrière dice que para que le interesen, los cuentos 
			deben ser universales, aunque tengan un origen y un acento 
			específico. También deben ser anónimos, es decir, no deben tener un 
			autor conocido (criterio que viola en la primera página). Le pide a 
			los cuentos 
			“tener una dimensión que trascienda la anécdota”. Esto emparenta su 
			selección con las colecciones de fábulas, cuya trascendencia se 
			plasmaba en  forma de moraleja. Pero 
			Carrière se alinea con lo más modoso de estos tiempos cuando exige 
			que la trascendencia no lleve a conclusiones cerradas. Por eso 
			califica de filosóficos a sus cuentos, porque, según él, “no dan 
			respuestas, sino que invitan a nuevas preguntas". 
			 
			Aunque muchos de los textos arrancan sonrisas (a veces amargas), la 
			selección evita el humor, quizá para dar lugar a la metáfora; 
			Deleuze advirtió que lo 
			cómico siempre es literal.  
			
			La selección de Carrière nos confronta con un tema 
			que se desarrolló desde el nacimiento de la novela moderna hasta la 
			desesperada falta de carne del cuento para teléfono celular: el 
			nacimiento, la coronación y la muerte del 
			Autor. 
  
			Qué es un Autor 
  
			
			En 1968 Roland Barthes publicó “La muerte del autor”. 
			El año siguiente Michel Foucault publicó su primera versión de “Qué 
			es un autor”. De alguna manera los temas que tratan ambos estudiosos 
			habían sido planteados treinta años antes por 
			Walter Benjamin, en 
			su El narrador, donde un estudio de 
			Nikolai Leskov sirve de pretexto 
			para explicar el rol del contador de historias y la evolución de las 
			formas de consumo del relato a partir del siglo XIX.    
			
			Foucault decía que la forma de construir un autor 
			que tiene la crítica moderna deriva de la que la tradición cristiana 
			empleaba para autenticar o rechazar un texto. Los criterios de San 
			Jerónimo para determinar si varios textos religiosos corresponden a 
			uno o varios autores son los mismos que usa la 
			crítica para la 
			construcción de un autor: si entre varios libros atribuidos a un 
			autor hay alguno inferior a los demás, debe ser sacado del conjunto 
			(de esta manera el autor se define como una entidad de valor 
			constante);  si un texto contradice otros, debe ser excluido (así, 
			el autor es una entidad ideológicamente coherente); lo mismo debe 
			hacerse si un texto tiene un estilo distinto a la mayor parte (es 
			decir, se define el autor como una entidad estilísticamente 
			unitaria); finalmente, textos que se refieren a eventos posteriores 
			a la muerte del autor deben ser interpolados en la obra conocida, o 
			descartados (el autor es una entidad histórica). 
			
			El autor no es una cosa que precede al discurso, sino 
			una creación que se produce (que otros realizan) a partir del texto. 
			Para Foucault, una de las principales funciones del Autor es reducir 
			el peligro que supone la cancerosa proliferación de significados que 
			surgen de la ficción.  
			
			“Estamos acostumbrados a pensar que el autor es 
			distinto a los demás hombres, y tan trascendente en relación a los 
			lenguajes que, en cuanto comienza a hablar, el significado comienza 
			a proliferar y prolifera indefinidamente. La verdad es exactamente 
			lo contrario: el autor no es una fuente indefinida de significación 
			que llena una obra; el autor no precede las obras, sino que es un 
			cierto principio por el cual, en nuestra cultura, uno limita, 
			excluye y elige; en resumen, una función por la cual uno frena la 
			libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, 
			descomposición y recomposición de la ficción.  […] El autor es, 
			entonces, la figura ideológica por la cual uno enmascara el temor a 
			la proliferación de significado”. 
			
			En cuanto un hecho pasa a ser relatado sin otra 
			función que el propio ejercicio del símbolo, la voz pierde su origen 
			y el autor entra en su propia 
			muerte, dice Barthes. Para explicarlo, 
			cita un fragmento de Sarrasine, de Balzac, en el que se habla 
			de un castrado vestido de mujer: “Era la mujer, con sus miedos 
			repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, 
			sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de 
			sentimientos.”. ¿Quién está hablando así? se pregunta Barthes, ¿el 
			héroe de la novela, interesado en ignorar el castrado que se esconde 
			bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, a quien la experiencia personal 
			ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿La sabiduría 
			universal? Jamás será posible averiguarlo, responde. Claro que, 
			sigue diciendo, el autor aun impera en los manuales de historia 
			literaria, en las biografías de escritores y en las entrevistas a 
			literatos.  
			
			La experiencia que se trasmite de 
			boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los 
			narradores, dice Benjamin: “El más 
			temprano indicio del proceso cuya culminación es el ocaso de la 
			narración, es el surgimiento de la 
			novela a comienzo de la época 
			moderna. Lo que distingue a la novela de la narración (y de lo épico 
			en su sentido más estricto), es su dependencia esencial del libro. 
			La amplia difusión de la novela solo se hizo posible gracias a la 
			invención de la imprenta.”  
  
			Las narraciones de Carrière 
  
			
			Los narradores tienden a comenzar sus historias 
			contando las circunstancias en las que ellos mismos se enteraron de 
			lo que están contando. Así, Carrière puede comenzar uno de sus 
			cuentos así: “A Umberto Eco le gusta contar esta historia de un 
			hombre que…” 
			
			Justamente ese comienzo nos permite ver que Carrière 
			hace exactamente lo contrario a lo que hacen los narradores de 
			Benjamin, y más bien se comporta como un autor de Foucault.  Es 
			cierto que Eco no es probablemente el autor del cuento, pero su 
			autoridad campea en la versión. 
			
			Muchas otras historias son tomadas de recopilaciones 
			como las que Idries Shah, el sufí angloindio, ha hecho de 
			narraciones del famoso turco Nasrudin Hodja, muy difundidas por todo 
			oriente medio. Son cuentos satíricos, irónicos o paradójicos, con 
			una ambigüedad que los hace aptos para servir de vehículo de 
			enseñanza.  
			
			Estas cualidades, que en el budismo zen adquiere 
			puntos muy altos en los relatos desconcertantes llamados koans, 
			(especies de bofetadas a la razón cuyo objetivo es despejar la mente 
			de estructuras de pensamiento aprendidas), permiten a veces cierta 
			mistificación. La siguiente narración de Carrière parece pertenecer 
			a esa categoría, una tierra de nadie en la que lo sublime se 
			confunde con lo idiota: 
			
			“Una breve historia africana. Un  hombre coge un 
			guijarro del suelo, cierra la mano y pregunta a otro: 
			 
			
			—Adivina qué tengo en la mano. 
			
			—Una bicicleta. 
			
			—Has hecho trampas —replicó el primero—. Has mirado 
			mientras lo cogía.” 
			
			Los cuentos judíos (que son cuentos de judíos), 
			son otras de las fuentes de Carrière: 
			
			“Una madre regala a su hijo, que 
			tiene dieciséis años, dos corbatas: una roja y otra amarilla. 
			
			El hijo se prueba de inmediato la corbata roja, se la 
			anuda y se mira en el espejo. 
			
			Entonces la madre le pregunta: 
			
			—¿Qué tienes contra la amarilla?” 
			
			Uno se pregunta por qué hay que hacer un libro en el 
			que hay cosas como esta: 
			
			“—¿Qué diferencia hay entre la 
			ciudad de Florencia y la de Burdeos?   
			
			—En Burdeos hay chicas que se llaman Florencia, pero 
			en Florencia no hay chicas que se llamen Burdeos.” 
  
			
			La fugacidad y el sentido 
  
			Carrière es guionista de 
			cine. Trabajó 
			con Luis Buñuel (escribió con él los guiones de El discreto encanto 
			de la burguesía y Ese oscuro objeto del deseo), con Volker 
			Schlondorf (El tambor, El ogro), y con muchos otros buenos 
			directores. El comienzo de su carrera en el cine fue con Jacques Tati, que, según Carrière, le mostró que el 
			cine se convierte en 
			narración en la sala de montaje. También ha trabajado bastante en 
			teatro, sobre todo en colaboración con el director inglés Peter Brook.   
			
			Aunque mantiene su vocación por la
			
			escritura (su guión para Los fantasmas de Goya, escrito en colaboración con 
			Milos Forman, terminó en forma de novela), su mayor producción 
			escrita está destinada a medios ajenos al libro. Como cualquier 
			guionista, Carrière escribe a sabiendas de que su 
			escritura es 
			rigurosamente provisional, sujeta a voluntades ajenas. La autoría 
			de una película es una prueba dura para quienes tienen una alta 
			estima por el título de Autor. Pero sin duda es un tema que le 
			duele.  Su buen manual de escritura de guiones (“Práctica del guión 
			cinematográfico”, escrito en colaboración con Pascal Bonitzer), 
			comienza con una imagen fuerte sobre el valor del texto del guión: 
			
			“Con 
			frecuencia, al final de cada rodaje, se encuentran los guiones en 
			las papeleras del estudio. Están rotos, arrugados, sucios, 
			abandonados. Muy pocos son los que conservan un ejemplar, menos aun 
			los que los mandan encuadernar o los coleccionan. Dicho de otro 
			modo, el guión es un estado transitorio, una forma pasajera 
			destinada a metamorfosearse y a desaparecer, como la oruga que se 
			convierte en mariposa.” 
			
			La escritura de guiones (y el cine de Carrière lo 
			muestra particularmente), suele beneficiarse más de la idea de 
			secuenciación que de unidad narrativa. Es frecuente que la 
			escritura 
			se organice a través de escenas débilmente sometidas a una línea 
			argumental que abarca la totalidad de la obra. El trabajo con 
			tarjetas en las que escribe un resumen sucinto de cada escena y 
			luego se ponen sobre una mesa para reordenarlas y determinar el 
			orden óptimo, prefigura la técnica del montaje, que será, una vez 
			rodada la película, la reorganización última, ya cuando la 
			escritura 
			ha perdido completamente su importancia. La unidad, en cine, suele 
			apoyarse en otros cimientos, que tienen más que ver con la 
			percepción visual que con la organización dramatúrgica. 
			
			Pero la idea de que el guión es una oruga, una 
			especie de monstruosidad necesaria para dar a luz un ser de delicada 
			belleza, esconde cierto temor o desconfianza por la 
			escritura.
			 
			
			La escritura de guiones no solo es transitoria, sino 
			que sanciona el desdibujamiento del autor. Salvo excepciones, nadie 
			es autor de una película. Nadie, salvo cierto sistema (de estudios, 
			de empresas productoras o de financiación), es el responsable de lo 
			que se dice. En ese sentido, esa 
			escritura es hermana de los cuentos hiper breves que hacen furor en esta época temerosa de que algo 
			valioso (o peligroso), escape del cerco de los dientes. Tantas voces 
			puestas a emitir terminan por desaparecer, lo cual quizá sea bueno. 
			
			Concentrarse en la narración, y no en el autor, es 
			tomar partido por la proliferación de significados, como proponía 
			Foucault, y en ese sentido la propuesta de Carrière vendría a ser un 
			intento de poner en valor la palabra.  
			
			Pero hay un poco de trampa en este intento por 
			des-autorizar los relatos; en el prólogo, Carrière dice: “un 
			autor sudamericano, cuyo nombre por desgracia he olvidado, escribió
			[que] una historia inventada debe parecer verdadera y una 
			historia verdadera debe parecer inventada”.   
			
			Para ser justo con la realidad, Carrière podría haber 
			evitado el amaneramiento de la mala memoria. El autor de esa 
			expresión es el peruano Julio Ramón Ribeyro, que en el segundo punto 
			de su Decálogo del cuentista, dice: “La 
			historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real, debe 
			parecer inventada, y si es inventada, real”.  
  
			
			Jean-Claude Carrière 
			El segundo círculo de los mentirosos. 
			Cuentos filosóficos del mundo entero.  
			Lumen, Barcelona 2008. 
			  
			
			
			
	
			
			  
            * Publicado originalmente
            en El País Cultural, suplemento del diario El país.
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