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ISSN 1688-1672

 



BENEDETTI, MARIO - NERVO, AMADO - HERRERA Y REISSIG, JULIO - ESTETICISMO - DECADENTISMO -


Los auténticos decadentes*


Aldo Mazzucchelli
Benedetti no es un esteticista. El esteticismo es una postura axiológica que sobrepone lo bello a cualquier otra consideración, reunida en la lacónica y consabida máxima de Leconte de Lisle: el arte por el arte. Los esteticistas que en el mundo han sido, como Gautier, como Mallarmé, como Julio Herrera, no habrían sido capaces de explicar o justificar no ya una literatura, sino un solo verso, por algo de fuera del verso mismo

Abriendo el siglo, se realizó en Paso de los Toros un homenaje en vida a Mario Benedetti, el escritor uruguayo más exitoso de estos tiempos. No ha sido Benedetti poeta de querer fundar lo bueno en lo bello, lo que implicaría una actitud esteticista. Al contrario, lo supuestamente bueno lleva la delantera y orienta la hechura estética de la literatura, y del discurso de solidaridad social del poeta de la patria del agua tónica. Si nos ocupamos de Benedetti en estos días de homenaje es porque sentimos que su figura cobra más y más importancia a medida que muchos lectores van quedando desprendidos de la experiencia individual y más o menos directa de la poesía, y aceptando la marea ideológica en que los signos se valoran desde la autoridad y la uniformidad de la pertenencia. La poesía deja de ser íntima búsqueda, para convertirse en celebración colectiva del acuerdo indiscutible.

Esa identificación de lo bueno con determinados supuestos éticos y costumbristas, esa reafirmación de una cultura que algunos aplauden por ser representativa de un estado de ánimo que llamaríamos para simplificar de 'uruguayez', resulta en los hechos demasiado restrictiva, demasiado repetidora del pasado, demasiado provinciana, aunque su fácil caracterización de las complejidades del espíritu y su explotación
(no creemos en ningún caso mal intencionada) de las más vulgares emociones y creencias del hombre medio de los últimos treinta años, zarandeado por mutaciones que no se entienden y se temen, le haya granjeado una gran simpatía entre determinado sector del gran público dentro y fuera de fronteras.

Uno de los aportes más discutibles de Benedetti a las letras latinoamericanas actuales -otros hicieron lo mismo en otras épocas- es su contribución a haber hecho de la poesía una cosa que, aparentemente, todo el mundo entiende y comparte. En el proceso, es probable que se haya perdido la poesía misma, que es en sí neptuniana niebla y duda, jamás certeza, convicción, demostración, acuerdo fácil.
Si la poesía de Benedetti tiene la virtud de reafirmar lo que en un proceso amargo y nefasto se ha ido identificando -legítimamente, aunque muchos no lo compartamos- como 'nuestro' por un sector importante de la población uruguaya, tiene a su vez la desventaja de comportar una simplificación de los problemas de este país en el tono menor de lo cotidiano, lo cercano, lo familiar o amical.

El discurso -generacional, epocal- en el que Benedetti se ha inscrito comparte además, mayoritariamente, una postura ideológica, que lamentablemente, a menudo incluye una descalificación implícita y repetida de algunos prójimos -los 'ricos', los 'aristócratas', los 'poderosos'- que no dicen su nombre. Es cierto que esa secreta crispación ideológica insuflada de una 'verdad' que -en el supuesto caso que fuese tal- de todos modos no sería una verdad poética, no agarrota necesariamente la mano obligando a escribir malos versos. Pero es un hecho frecuente -aunque no inevitable- que los favorece.

Benedetti no es un esteticista. El esteticismo es una postura axiológica que sobrepone lo bello a cualquier otra consideración, reunida en la lacónica y consabida máxima de Leconte de Lisle: el arte por el arte. Los esteticistas que en el mundo han sido, como Gautier, como Mallarmé, como Julio Herrera, no habrían sido capaces de explicar o justificar no ya una literatura, sino un solo verso, por algo de fuera del verso mismo.

Se sabe que los simbolistas y que los modernistas fueron, además de esteticistas, también decadentes. El término es de significación abigarrada, y alude en principio a un gusto refinado que se da sólo en las civilizaciones que envejecen:

"[...] tal es el idioma, necesario y fátal de los pueblos y las civilizaciones donde la vida ficticia ha reemplazado a la vida natural, y des-envuelto en el hombre deseos desconocidos", decía, reivindicando el decadentismo, Gautier en un prólogo a la segunda edición de Las Flores del Mal.

Pero el decadentismo era también una actitud civil, relacional. Desde la nostalgia de Chateaubriand por el Antiguo Régimen, el decadentismo se aparta con un gesto de rechazo del mundo nuevo que no quiere aceptar, o que no puede entender. El decadente se retira, niega, se resiste, justificado en su propia experiencia, de la que no puede dudar en tanto tal, del mundo que aparece.
En este preciso sentido, Benedetti -y buena parte del mundo intelectual uruguayo que lleva hoy la delantera en cuanto a visibilidad pública- es decadente. Rechazan el mundo transmoderno y liberal que nos ha tocado en suerte. Pero es un decadentismo que ha olvidado la exploración de los bordes. No tienen, desgraciadamente, la fina intuición esteticista que tenían los mejores entre los jóvenes del 900 oriental.

Aunque sea fácil acusar de conservadores a los burgueses de mentalidad utilitaria que dirigían en la práctica nuestro país en aquel cambio de siglo, es preciso recordar que nuestros artistas, aunque algunos de ellos positivistas declarativos como Julio Herrera, eran completamente conservadores en realidad. Paradójicamente, esos comerciantes y esos políticos relativamente menos cultos eran más sensibles al futuro. Eran, intuitivamente, los auténticos progresistas.
Julio Herrera y Reissig, más refinado y complejo que ellos, no era capaz de sentir la menor simpatía, ni siquiera de entender, el país de inmigrantes que se consolidaba y latía en el mismo aire que su corazón enfermizo. Al supuesto revolucionario, el futuro le caía mal.

Tal es el caso extraño de Benedetti y de buena parte de su generación, tan distinta estéticamente y una pizca parecida ideológicamente a la de aquellos que escribían en el Uruguay de principios del siglo XX. Antiesteticista, decadente no por el refinamiento de su escritura, sino por su nostalgia de algo que ya no existe -y que nunca fue demasiado deseable-.
Los decadentes de antaño se condolían de la pérdida de un mundo cortesano, devoto o autoritario. Los de hogaño, de la pérdida de un mundo de enemigos claros y virtudes individuales aseguradas en la pertenencia a un grupo.
La literatura tiene poco que ver con todo este juego de ideas -como ha sostenido siempre la eternamente incomprendida tesis esteticista-. A Julio Herrera lo salvó su poesía -y no sus ideas-, así como a Amado Nervo lo perdió la misma. Lo cual muestra una vez más que la calidad literaria era algo diferente, entonces como ahora, del éxito popular.

Todas estas consideraciones no excluyen, sino que presuponen, el respeto humano por Mario Benedetti. No excluyen ni siquiera el bronce que es la previsible forma futura del merecido espíritu de homenaje presente hace poco en Paso de los Toros. Pero sí resisten la aquiescencia con una actitud cultural que, en lugar de integrarse a la exquisita marea confusa de la transmodemidad y navegar en ella, erige mojones de referencia que dividen a las personas, rechaza aquello que desconoce, y cree que una vasta popularidad es la legitimación de ideas que ya han probado que no han servido a los fines que proclamaron.También Nervo, místico y lúgubre diplomático mexicano que murió mirando nuestro Río de la Plata desde la actual sede del Mercosur; fue, en sus tiempos, enormemente popular. Su recuerdo es respetuoso. Tiene un monumento de bronce frente al Parque Hotel. Su obra no ha perdurado.


* Publicado originalmente en Posdata Nº 287

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