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ISSN 1688-1672

 



INTELECTUAL PERIFÉRICO - VALLEJO, CÉSAR - ARLT, ROBERTO - PACIFIC HEIGHTS - INQUILINO -

Estatuto del inquilino*

Gustavo Espinosa
El extenso colofón de esta viñeta es una ética del intelectual periférico, un estatuto del arrendatario o tractatus del bricoleur. Retrato del artista como inquilino y como máquina


Perú- París

El 13 de julio de 1923 César Vallejo llega a París. Un testigo -Hans Magnus Engenberger- reconstruye sumariamente su itinerario: Hotel Ribauté- Hotel des Ecoles, Rue Garibaldi, Rue Moliére, Rue Delambre, Avenue de Maine, ese ritual de la miseria que París ofrece a los deslumbrados que venden su alma a esta ciudad: hornillos de petróleo, cajas de escalera embadurnadas y bidés sucios. Otros amanuenses localizan la obra del poeta: "la aparente incoherencia de algunos versos vallejianos ha hecho pensar en su supuesto dadaísmo. La presencia constante del subconsciente, de los sueños oníricos [sic], dio tema para hablar de su superrealismo" (Luis Alberto Sánchez). "Las distorsiones y mutilaciones muestran que el estilo de Vallejo es expresionista" (Saúl Yurkievich). "Es cierto que en el panorama de las vanguardias no está fuera de lugar comparar la poesía de Vallejo con el cubismo" (Gustav Siebenmann).

Quien parece estar en todas partes -fuera de lugar- es Vallejo. Si reconstruímos un paradigma crítico en torno a él, si reensamblamos la trama
(tramoya) en que la poética lo escribe, veremos que con frecuencia se lo consigna a un rol diabólico, de negador, de oficiante peruano del absurdo. Desde el saber judicial se pondera de modos diversos y contradictorios este poder antinómico. Tanto se lo aproxima a un superhombre profético advenido desde la futura utopía, como -por el otro extremo de la cuerda- se lo ve como un rudimentario animal venido de América, incapaz de leer y escribir en un universo indomesticable que termina por destruírlo: androide de madera salido del Popol-Vuh.

Una antología de juicios críticos sobre Trilce se parece a la secuencia de un filme de
cine negro, donde el abanico frenético de titulares de periódico anuncia vertiginosamente el currículo de un gángster: Vallejo rompe, Vallejo transgrede, Vallejo pugna, estalla, niega. Pero tarde o temprano la crítica termina por ver, en estos gestos, la hipálage o el boomerang de su propia negación (incapacidad para establecer claves y categorías, para fundar una racionalidad).

Aquí nace la coartada del nómade, del
inquilino. Vallejo se traslada desde los márgenes más excéntricos de Occidente (Santiago de Chuco, por entonces a cuatro días en mula desde Trujillo) hacia la Metrópoli que le ofrece sucesivos habitáculos siempre sórdidos y transitorios. Su obra, sus disonancias de cholo ectópico (rumbbb..... trrpmrach..... chaz) trazan un itinerario análogo: desde las periferias de la civilización y de la lengua hasta el ombligo de la modernidad agonizante. Y allí los conserjes de la literatura lo van instalando en diversos cotorros de la vanguardia, lo hacen transitar de ismo en ismo.


Boedo

El 12 de abril de 1900 nace, en un suburbio de Buenos Aires, Roberto Godofredo Christophersen Arlt. Ese nombre monstruoso -residuos de novelas romanticonas, la Jerusalén Liberada, ruido alemán de tres consonantes tras una sola vocal- es, se ha dicho, la marca, el tatuaje onomástico que signa una literatura. Yo no tengo la culpa se titula un artículo donde el escritor explica su nombre. Otras cosas contó: "He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado. Después me echaron por inútil". Y años más tarde "entre los múltiples momentos críticos que he pasado, el más amargo ha sido encontrarme a los dieciséis años sin hogar".

El padre, gringo pobre y despótico, lo había echado de casa. Estos egresos bien pudieron hacer de Arlt una
sombra neoromántica: bacilos y retórica. Sin embargo, pícaro en la megápolis, ejerció y atestiguó diferentes oficios y saberes: los relojeros, la crónica policial, Baudelaire, física, Nietzsche, teosofía, Dostoievsky, mecánica, astrología, Rocambole, química, los farmaceúticos "que tienen conocimientos para fabricar bombas de dinamita que a veces se ocultan bajo una pastilla de menta".

Así se hizo la máquina de sobrevivir o el bricoleur. Desde la crítica ya se lo ha adscripto a esa categoría: "la pasión de Arlt es, en verdad, la de un
bricoleur (....) la máquina literaria del escritor bricoleur no opera con materias primas sino con materiales ya elaborados (....) su universo instrumental no es abierto sino cerrado, carece de capital originario y propio" (Alan Pauls).

Su
escritura, compuesta -como su nombre- de piezas desmontadas desde las más heterogéneas competencias y textualidades, suele adoptar el formato del manual de instrucciones, del plan, de la maquinación (Los siete locos, Los lanzallamas), cuyos héroes son inventores (Erdosain), ingienieros (Balder), idóneos en mecánica (Silvio Astier). Este último, figura de bildungsroman en El juguete rabioso, declara: "tengo una biblioteca regular, y si no estudio mecánica, estudio literatura".

El mismo Arlt, ya periodista y
escritor exitoso, patenta un procedimiento industrial para producir medias de mujer cuyo punto no se corre en la malla. Finalmente, el novelista hace su tránsito desde los aledaños hasta el centro de la ciudad letrada. Una vez en el escaparate, su obra (La máquina polifacética de Arlt) luce como un artefacto poderoso y obsoleto, que no oculta las conexiones trabajosas, las faltas de ortografía, las costuras y los tornillos. El saber le cobra el precio del advenimiento, señalando las cicatrices de aquella tecnología del requeche, "una ensambladura de estilos distintos y contrapuestos" (Castelnuovo).


Mvotma

Lo anterior, vistazo frívolo por el museo, configura ligeramente dos instancias modélicas: el bricoleur, el inquilino.

El 24 de febrero de 1994,
Alonso Miranda encarna en La República de Platón esos dos personajes. Su artículo "Llamado el advenedizo"(1) fabula una excursión del autor por los ámbitos del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente.

Allí se pregunta Miranda: "¿Que hago aquí? y la pregunta era una obstinada negación: éste no es mi lugar (...) enseguida pensé, contradictoriamente: este es mi lugar, aunque esté fuera de estilo. No tengo casa ni posibilidad alguna de comprar una". Más adelante: "mi
identidad social (capa media pobre), mi lugar geográfico (una ciudad del interior de la República Oriental del Uruguay), mi investidura (Universidad de la República: Facultad de Humanidades), forman máquina; mi texto y yo formamos máquina en el intertexto social".

El extenso colofón de esta viñeta es una ética del intelectual periférico, un estatuto del arrendatario o tractatus del bricoleur. Retrato del
artista como inquilino y como máquina. Según Miranda, una infraestructura espuria -la pobreza, haber nacido en Ismael Cortinas o en Illescas, ser licenciado en Filosofía- legitima o compone determinada estrategia, cierta ladina habilidad para percibir y desmontar las trabazones de cualquier retórica. El ojo reflector del monstruo gira, se vuelve sobre sí mismo, proyecta su luz blanca sobre los propios circuitos. Pero al hacerlo se le pianta un lagrimón. Todo monstruo lo es a su pesar (todo inquilino también). Entonces, interlineada en la lucidez de la escritura, Miranda filtra una nostalgia por el lugar que no existe, por el territorio que se ha perdido porque nunca se tuvo. Esa nostalgia produce una gestualidad culterana, una escritura densa que dice: soy un monstruo de dos cabezas.


Pacific Heights

John Schlesinger hace de Michel Keaton otro inquilino. Melanie Griffith y su concubino compran una mansión enorme y arruinada en un barrio de San Francisco: Pacific Heigths. Es demasiado grande y demasiado cara para ellos. Para poder pagar las cuotas deben dividirla en apartamentos. En uno habitarán los novios, los demás serán alquilados.

Las primeras secuencias muestran las entrañas del caserón: sótanos, cañerías, una puerta trampa, escaleras de servicio, desvanes, cloacas, cables. En ese decorado ocurre el bricolage. Allí los enamorados, cómicamente sucios en ropa de fajina, armados de llaves francesas, martillos neumáticos y brochas gordas, remiendan, conectan, reconstruyen en la casa Usher. Sólo paran -entre baldes de pintura y trozos de madera- para ir haciendo un hijo.

El resultado es deslumbrante y pintado de blanco. Pero ha de ser tugurizado y convertido en un conventillo de lujo. Después de una ansiosa selección, en la cual, equívocamente, se rechaza a un negro, los inquilinos resultan ser: una pareja de japoneses (viejos, apenas anglófonos) y Michael Keaton. Este -el señor Keaton, el señor K, Mr. Hayes en la ficción- carece de una cosmética de inquilino. Su gestualidad sombría y amable, su ropa cara y estándar, su auto caro y exclusivo.

Parece un Wasp; exhibe, como al pasar, una billetera repleta, menciona vagas multinacionales que lo avalan y
(antes de que la parte arrendadora decida aprobarlo) se instala en el apartamento sobrante. A partir de allí el inquilino se dedica a no pagar un solo centavo, a la cría de cucarachas, a la sodomía, a hacer apagones y ruidos que terminan ahuyentando a los japoneses y neurotizando a los propietarios. Con eficacia obstruye caños, corta cables, traba cerraduras. Intentan investigarlo pero ha trabado la de su pieza.

Dos rasgos definen su logística: los modales de gentleman y la minuciosa competencia respecto a la Ley. No hay considerando trival, ni enésimo otrosí del estatuto de arrendamiento que no conozca y que no utilize a su favor. El nómade saboteador se ha apropiado de la legalidad del asentado.

Es un virus que pervierte la escritura donde él mismo está escrito. Sabe que los supuestos dueños del territorio son ocupantes tan precarios como él, población flotante. No ignora que el edificio deslumbrante está sustentado por estructuras apolilladas, corroído por ductos y resumideros. Sobre ese saber desarrolla su praxis cool y precisa, que conquista espacios. Los ojos angustiados de la pobre Melanie (pobre negrita) perciben la fragilidad de la construcción, mientras, trabada por su propia racionalidad, juicio tras juicio, pieza por pieza, cede su territorio al intruso.

Este -inquilino viral- ha desarrollado una táctica de inmiscuición cuya economía no libera ninguna energía residual. No hay gestos, ni gemidos, no se exhiben las cicatrices del advenedizo. La respuesta es simple. Melanie -investida en detective- nos descubre que la verdadera estatregia de Mr. Hayes es la del terrateniente, de un propietario cuyo rol, casi sacro, pareciera ser el de poner a prueba la fortaleza de la ley inoculándose en ella, legitimándola.

* Publicado originalmente en La República de Platón, Nº 28

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