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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



KRAUS, KARL - DIE FACKEL - LA ANTORCHA - MEDIOS DE COMUNICACIÓN MASIVA (MASS MEDIA) - LENGUAJE - LESUNGEN - LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA HUMANIDAD - LA TERCERA NOCHE DE WALPURGIS - "CRUZADA CONTRA LA ESTUPIDEZ HUMANA" -


Vida y obra de Karl Kraus*

Ángeles Blanco

Acerca de la incipiente psicología, Kraus mostró escepticismo: “Un cierto psicoanálisis consiste en el celo profesional de  racionalistas lascivos que a todo en el mundo lo retrotraen a causas sexuales, menos a su profesión. Tampoco se salvaron los historiadores: “El periodismo ha apestado al mundo con cierto talento; el historicismo con ninguno.

El vienés sin atributos
 

Viena, 1936. El director de una corrosiva publicación periodística camina por la ciudad. Sufre de agorafobia, y el sólo cruzar la calle puede ser un trabajo penoso. Es, sin embargo, un orador eximio y letal, un purista del lenguaje, y un adelantado en la crítica a los “medios de comunicación masiva”, aunque la expresión aún no exista como tal. Es también un visionario que en 1910 había alertado que “el progreso fabrica portamonedas de piel humana”.  Cuentan que la calle estaba oscura, y que el ciclista no pudo evitarlo. El accidente fatal, agrava una vieja dolencia cardiaca, y pone irónico final a los días de  Karl Kraus, uno de los mayores escritores satíricos del siglo XX, y la pluma más temida de la Viena imperial y de entreguerras.
 

“El canto del cisne”


Su obra es casi un misterio fuera del medio literario alemán dadas las complejidades de traducción. Recién en los años noventa el lector en español pudo conocer Los últimos días de la Humanidad (Die letzten Tage der Menschheit), pieza delirante y monumental ideada para “un teatro del planeta Marte y también su obra cumbre. Eso le ha valido una tardía ubicación entre los nombres más emblemáticos de la literatura alemana de la primera mitad del siglo XX: Robert Musil, Franz Kafka, Thomas Mann y Bertolt Brecht. Como autor satírico, se lo suele colocar a la par de Juvenal y Jonathan Swift, y su influencia ha sido decisiva en la obra de escritores como Elias Canetti, quien lo ha reconocido como su maestro, titulando incluso la segunda parte de su autobiografía como La antorcha al oído, en alusión a la revista insignia de Kraus,
La antorcha (Die Fackel). 

Karl Kraus nació burgués y judío en la pequeña ciudad de Jicín, Bohemia (hoy Gitschin, Checoslovaquia), el 28 de abril de 1874, y fue el noveno hijo de Jakob Kraus, fabricante de papel y Ernestine Kantor. En 1877 el traslado del negocio familiar hace que los Kraus se instalen en la macrocefálica capital austríaca. Ya adolescente, Kraus ingresa al Gymnasium Franz-Joseph, donde un cruce de palabras con un profesor de religión afecta un rendimiento destacado, especialmente en latín. La Viena finisecular y de principios de siglo era, en ese momento, un potente polo de atracción para los intelectuales de las márgenes del debilitado Imperio, en especial para los judíos. Las letras, el arte y el saber se vieron especialmente favorecidos, exhibiendo un esplendor sólo comparable al de los mejores tiempos de la historia de Occidente. Es la Viena de Robert Musil y de los pintores Oskar Kokoschka y Gustav Klimt, del filósofo Ludwig Wittgenstein y del dramaturgo Frank Wedekind, del arquitecto Adolf Loos, del músico Gustav Mahler y del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud. Sin embargo, esta “Atenas del siglo XX” llevaba en sus entrañas la fórmula de su propia destrucción. Y si ésta para muchos representó, en palabras de Hermann Broch, un “Apocalipsis feliz”, para Kraus fue sólo la antesala del Apocalipsis; la felicidad debería estar en otra parte.  Es en ese sentido que Kraus no comparte la candidez con la que algunos intelectuales, como Stefan Zweig, la mitificaron: “Difícilmente haya una ciudad europea donde la aspiración a la cultura fuera más apasionada que en Viena”. Muy por el contrario, en la Viena de Kraus: “a los niños se les da papilla y a los hombres tormento”.

Hijo de su época, Kraus fue conciente del  distanciamiento entre apariencia y realidad que impregnó la literatura postnietzscheana. Y es así como a sus ojos, la Viena de los Habsburgo transcurrió como un gran baile de máscaras. Impugnar ese fingimiento que también revelaría Musil en El hombre sin atributos, fue el gran motivo de su obra. Y de la misma manera en que su amigo Adolf Loos buscó la simplicidad de la forma arquitectónica, Kraus hizo lo propio con el lenguaje, procuró su pureza más absoluta, y advirtió la íntima y riesgosa relación entre palabra y acto: “la frase y la cosa son una y la misma. Con este lacónico aporte a la lingüística de su tiempo, Kraus coloca a la lengua en el centro de sus preocupaciones. Para él “la lengua es la madre, y no el aya del pensamiento”, y sólo así se puede entender la dimensión moral de su causa, porque “jamás una frase entera pudo salir de medio hombre”. No es raro entonces que la prensa se transformara en el blanco de su crítica. Vio en ella a la gran moldeadora de conciencias que a través de subterfugios prosísticos legitimó una guerra: “No es que la prensa pusiera en marcha la maquinaria de la muerte (...) pero nos socavó el corazón de tal modo que no pudimos ni imaginar lo que  nos aguardaba: ¡por eso es culpable de esta guerra!”. Sin embargo, es claro que hizo de su “enemiga” la herramienta de su propio combate. Y si por definición periodista es la persona que periódicamente informa sobre eso que otros no ven, Kraus fue un periodista en el sentido más puro del término. Eso sí, supo intuir de manera sorprendente la barbarie de los totalitarismos, donde los medios de comunicación masiva jugaron un papel decisivo.
 

Die fackel


Sus coqueteos con el periodismo comienzan en 1892 con la publicación de reseñas literarias. El mundo académico no cuaja con él, y pronto abandona sus estudios en la Facultad de Derecho, y más tarde en la de Filosofía para dedicarse por entero a la actividad periodística. Ya en 1898 Kraus trabaja en la revista vienesa Die Waage y, en 1899, se da el lujo de rechazar un puesto en el periódico más representativo de la monarquía, la Neue Freie Presse.

Entre 1892 y 1897 se integra al grupo de la llamada “Joven Viena” (Jeun Wien), cuyo punto de reunión era el Café Griensteidl. Allí tuvo contacto con un grupo de jóvenes talentos literarios, tales como Hugo von Hofmannsthal y Arthur Schnitzler. Todo funciona de maravillas hasta que en enero de 1897 el palacio Herberstein donde se ubicaba el Café, es transformado en un edificio de apartamentos. Ante el cierre, Kraus detona un pequeño escándalo local cuando da a conocer “La literatura demolida” (Die demolierte Literatur), un artículo cuya primera frase ironiza “Viena está siendo demolida para ser una gran ciudad”: en el texto, Kraus satiriza al grupo de escritores “marginados”, en especial a Bahr, su figura central, contra quien perderá un juicio por corrupción en 1901, cuando acusa a Bahr de crítico teatral a sueldo. El panfleto le supondrá un éxito rotundo y también los puñetazos de Felix Salten, el futuro autor de Bambi, una vida en el bosque.

Dos años más tarde, Kraus vuelve a instalar la polémica con otro artículo controvertido, “Una corona para Sión” (Eine Krone fur Zion), donde comienza a esbozar su alejamiento del judaísmo, que se vuelve definitivo en 1899, cuando rompe con la comunidad israelita. Cree encontrar entonces respuestas en el catolicismo, y es así como en 1911, oficiando de padrino Adolf Loos, recibe el bautismo católico. En estos hechos, y en el ataque a propagandistas y escritores judíos, una lectura muy superficial supo diagnosticar el supuesto “auto-odio judío” de Kraus. Este juicio no toma en cuenta sus discrepancias con la Iglesia Católica, las mismas que en 1923 lo alejaron definitivamente de ella. Tampoco toma en cuenta su arremetida contra poetas y sacerdotes que glorificaron la muerte en combate y, en definitiva, contra todo lo infundadamente consagrado. Una arremetida justa, según palabras de Canetti: “Kraus era tan justo que no acusaba inmerecidamente a nadie. Jamás se equivocaba: no podía equivocarse. Todo lo que alegaba era rigurosamente exacto; hasta entonces no había existido escrupulosidad semejante en la literatura”.

Pero para que este “sumo pontífice de la verdad”, como lo llamó el poeta Georg Trackl, impartiera justicia, necesitó de un medio propio donde expresarse libremente. Fallecida su madre en 1891 y su padre en 1899 y, como si la independencia económica lo hubiese alentado a emprender una empresa arriesgada, el  1º de abril de 1899 Kraus pone en circulación el primer número de Die Fackel (La antorcha), que hasta su clausura en 1936, dos años antes de la anexión de Austria a Alemania, fue lo que se propuso desde el título: una luz en medio de un entorno sombrío.

Ojalá La Antorcha ilumine una tierra en la que, a diferencia del imperio de Carlos V, nunca se alza el sol”, anunciaron sus primeras líneas. Y bajo la mirada burlona del sátiro y de la comedia de su portada, la sátira fue la mejor aliada en esa cruzada contra la hipocresía. Con una característica tonalidad roja y una frecuencia mensual, la revista también tuvo su redacción en Berlín hacia el año 1909, y al año de su cierre, habían circulado 912 números. El saldo final es de 30 mil páginas, por las que desfilan ensayos, poemas, estudios, aforismos y fragmentos teatrales. Los nombres más reputados del arte, el psicoanálisis, el periodismo, la justicia y la política fueron puestos en el banquillo. Todo indicio de corrupción fue denunciado con nombre y apellido, rematando cada nota editorial con una ácida gentileza: “Con la más alta consideración”. Es posible que Kraus haya encontrado inspiración para su Die Fackel en La Lanterne, publicación francesa de Rochefort-Lucay, que criticó duramente y por años, el gobierno de Napoleón III.

Los enemigos no tardaron en sumarse y tampoco se callaron, pero a Kraus no le importó: a Moriz Benedikt, jerarca del Neue Freie Presse, Kraus lo llamó “el Señor de las hienas”, o “el gran judío sentado a la caja registradora de la historia universal, anotando su balance diario en sangre”, en alusión a su propaganda belicista. En 1927 una salvaje e histórica represión de la policía vienesa, contra una manifestación obrera, hizo que Kraus empapelara la ciudad con la consigna: “Al presidente de la Policía de Viena, Johann Schober, le exijo que dimita. Karl Kraus, editor de Die Fackel”.  Nunca fue tan oportuna la ayuda de su abogado y amigo Oskar Samek, con quien superó los cientos de querellas en las que se vio envuelto. Querellas que, muchas veces, el propio Kraus emprendía contra algún medio por la errónea publicación de alguno de sus textos. Es que para Kraus, un error gramatical no era sólo eso, una equivocación, sino un documento fehaciente contra la moral dudosa de su autor.
 

Juez solitario
 

Dos años después de la creación de Die Fackel, Kraus funda la editorial Verlag der Fackel y comienza a trabajar con la imprenta Jahoda & Siegel. Son, sin embargo, tiempos duros, porque ese mismo año fallece de tuberculosis su amante, una joven llamada Anna Kaldwasser, más conocida como Annie Kalmar (1877-1901). Actriz de escaso reconocimiento, blanco de las críticas de la prensa local, Kalmar fue una mujer crucial en la vida de Kraus. Rechazada ella, temido él, es conmovedor el cuidado que Kraus le prodigará aún después de muerta. En su tumba mandó colocar una lápida con la inscripción: “Dedicada a su memoria por Karl Kraus”,  y se encargó de la manutención del predio por medio de su testamento. En 1923, Kraus le dedicará a su amada, su Teatro onírico (Traumtheater), llevada a escena en 1924 en Viena y Berlín, y en 1928 en Munich.

Durante sus primeros años, desde 1899 hasta 1905, Die Fackel encuentra su blanco en todos aquellos casos que conciernen a la “moral pública” que, más tarde, en 1908, Kraus recogerá bajo el nombre de “Moralidad y Criminalidad”. Si la moral no empujase, no se lesionaría”, advierte Kraus para criticar a una sociedad incapaz de disociar la vida pública de la privada; una sociedad represiva que impone especial atención a la moral sexual de sus ciudadanos. Es que la defensa de prostitutas, adúlteras, homosexuales, y todo lo que la prestigiosa psiquiatría vienesa calificó de “degenerado”, fue parte de una campaña solitaria. En palabras de Krieghofer, Kraus: “Fue un protector de mariposas y poetas, defendía a putas y princesas cuya vida privada ridiculizaba la prensa, abogó a favor de los perros maltratados y de un sucesor al trono cuya memoria no se respetaba como correspondía, luchó contra la moral sexual opresora de las iglesias cristianas (...) en Austria fue una de las primeras voces que se pronunciaron a favor de la despenalización de la homosexualidad entre adultos y de exigir penas más duras para los padres que maltrataran a sus hijos. Luchó en contra de que se persiguiese penalmente a las mujeres que habían abortado y a favor de una ley de prensa más severa que protegiera la intimidad”.

Acerca de la incipiente psicología, Kraus mostró escepticismo: “Un cierto psicoanálisis consiste en el celo profesional de racionalistas lascivos que a todo en el mundo lo retrotraen a causas sexuales, menos a su profesión. Tampoco se salvaron los historiadores: “El periodismo ha apestado al mundo con cierto talento; el historicismo con ninguno.  Lo que subyace a tanto inconformismo es una crítica feroz a la modernidad, y a una civilización consagrada en el paradigma de la “Ciencia, la Bolsa, la Prensa, y el Progreso” que, en lugar de emancipar, conduce a la destrucción.  Técnica y progreso fueron malas palabras en su diccionario: “No hay nada que agradecer a la técnica. Habrá que inventarlo. Kraus encontró en la prensa el ejemplo arquetípico de la sumisión de la palabra a la técnica capaz de engendrar el tópico periodístico, signo inequívoco de la nefasta “triple alianza de tinta, técnica y muerte”. Porque para Kraus, “lo que vive del tema, muere con él. Lo que vive en el lenguaje, vive con él.

Este rechazo al arquetipo y su apetencia por los clásicos, cuestionaron la modernidad de la obra de Kraus. Pero en su condición de “maestro de la repetición”, tal como lo llamó Sousa Ribeiro, y en el “inventor de la cita”, como él mismo se definió, queda implícita su capacidad innovadora, refrescante.  Prueba de ello es que ante la censura de prensa impuesta durante la Primera Guerra Mundial, y casi al mismo tiempo que Marcel Duchamp exponía en París sus readymades, Kraus empezó a poblar las páginas de Die Fackel con fragmentos de artículos periodísticos de sus “colegas”; sólo cambiarles el título alcanzaba para lograr un efecto satírico. El collage, técnica propia de las vanguardias, se transformó así en el ardid predilecto para satirizar los discursos de su tiempo y despistar a los censores. 

Es así que, ante la inminencia de la guerra, Kraus no se mantuvo al margen y Die Fackel, nacida como revista política primero y, luego, definitivamente abocada a la crítica literaria, comienza a partir de 1908 a publicar titulares como “El terremoto” o “Apocalipsis”, que preludiaban la destrucción. Cuando la guerra es un hecho, Kraus se pronuncia por primera vez contra la monarquía, y se ubica en las filas pacifistas de Shnitzler y Rilke al publicar un texto antibelicista pero controvertido titulado “En estos grandes tiempos”: “...en esta época estridente que retumba por la horripilante sinfonía de hechos que producen informaciones y de informaciones que originan hechos: en esta época no esperen ustedes de mí ninguna palabra propia. (...) Demasiado profundo cala en mí el respeto por la inamovilidad y subordinación del lenguaje ante la desgracia”. Ante la sinrazón, Kraus, el vengador de la palabra, opone el silencio. El primero de sus tan significativos silencios.
 

Aforismos
 

En 1905 Kraus ya había encontrado una fórmula de lujo para combinar su talento literario con su capacidad satírica: el aforismo. Desde ese año, los aforismos invaden las páginas de Die Fackel poblando, a veces, números completos. En 1909 recoge una selección de éstos en “Dichos y contradichos” (Spruche und Widerspruche) y, en 1910, aparece “La Muralla China”, otra recopilación de artículos. Más tarde aparecerá “Contra los periodistas y otros contras” (Pro domo et mundo), donde no deja títere con cabeza a la hora de hablar de la sociedad, los artistas, los psicólogos, la mujer, y por supuesto, los periodistas.

En 1911 y hasta el final de su vida, decide trabajar en la más completa soledad. Se convierte así en el director, corrector y único redactor de Die Fackel. Buscar erratas, clisés y todo tipo de ornamento prosístico que denotara la amoralidad de sus “colegas”, fue rutina diaria en la solitaria redacción. Y así, “recorre de noche las construcciones lingüísticas de los diarios y, tras la rígida fachada de las frases hechas, espía en los interiores, descubre en las orgías de la “magia negra” el estupro, el martirio de las palabras”, recordaría después su buen amigo, Walter Benjamin. También en su vida personal la soledad fue ganando terreno; una soledad que crecía conforme aumentaba su popularidad. No obstante sus detractores, Kraus supo tener buenos amigos con quienes reunirse en algún café hasta altas horas de la madrugada, y también un público fiel que le prodigó su admiración en miles de cartas que él, por supuesto, desdeñaba. Y es que Kraus fue un outsider muy particular, dueño de un prestigio que en 1926 hizo que un grupo de profesores parisinos lo propusiera para un Premio Nobel de Literatura que nunca obtuvo.

En el terreno político, Kraus fue un personaje casi inclasificable. Su procedencia burguesa y cierta tendencia conservadora no lo hicieron dudar, sin embargo, a la hora de apoyar a los socialdemócratas a partir de 1916. Incluso en 1919 Karl Seitz, presidente de la República, de orientación socialdemócrata, felicita a Kraus por los veinte años de Die Fackel. Pero en 1933 los socialdemócratas no parecían frenar una posible alianza con el nacionalsocialismo alemán, y es entonces cuando se alía con los socialcristianos, apoyando en 1934 al canciller Dollfuss. Esto tiene consecuencias negativas para Die Fackel, ya que en 1936, luego de una fuerte crítica al gobierno socialdemócrata, pierde el grueso de sus lectores. Así se fue apagando esta Antorcha que en su apogeo contó con la galería de lectores (muchos de ellos también colaboradores) más envidiable de su tiempo: Adolf Loos, Arnold Schonberg, Ludwig Wittgenstein, Peter Altenberg, Alban Berg, Georg Trakl, Sigmund Freud, Bertolt Brecht, Elias Canetti, Else Laske-Schuler, Max Horkheimer, Theodor W. Adorno y Walter Benjamin, estos tres últimos, fundadores de la decisiva Escuela de Frankfurt.

A la distancia, y luego de treinta y siete años de publicación ininterrumpida Die Fackel sigue siendo un ejemplo paradigmático de periodismo independiente, y un ejemplo contundente de simbiosis entre obra y autor. Los años fermentales de Kraus, que son también los años fermentales de Die Fackel, quedan patentados en este recuerdo de su amigo Oskar Kokoschka, al retratarlo por primera vez en 1909: Retraté a Karl Kraus en su apartamento. Sus ojos fulguraban febriles tras la lámpara. Tenía aspecto juvenil, atrincherado tras sus grandes ojos como tras unas espesa cortina, gesticulando vivaz con sus manos nerviosas, delgadas y huesudas. Su voz era tajante. Loos, cuya sordera había empeorado, podía seguir  cada una de sus palabras. Kraus era una persona apremiante por naturaleza. Mediante un salto digno de gato montés, echó mano a uno de los rojos ejemplares de Die Fackel y arrancó una página para convencer a Loos de lo certero de determinada frase”.


El teatro
 

Soy quizás el primer caso de un escritor que vive su escritura histriónicamente”. Nada más elocuente que esta frase suya, para reflejar el lugar que Kraus le dio al teatro en su obra. El vínculo surgió temprano tal como cuenta la anécdota familiar; al parecer, el traslado de la familia a Viena hizo que un Kraus todavía niño temiera perderse en las calles de la gran ciudad, así que, durante sus paseos, nadie podía desprenderlo de su objeto más preciado: un “teatrillo de marionetas”.

Los primeros intentos de Kraus en la actuación datan de su época universitaria, cuando participa en algunas obras estudiantiles. En enero de 1893 prueba suerte con su papel de Franz Moor en Los bandidos de Friedrich Schiller, pero fracasa. El tropiezo no reprime, sin embargo, esa capacidad para la parodia que hizo de sus lecturas públicas un verdadero espectáculo. Las famosas “Lesungen” (Lecturas), realizadas entre 1910 y 1936 y que en total llegaron a la apabullante cantidad de 700, fueron conferencias o recitales que maravillaron y horrorizaron en igual medida a su auditorio, y a estos eventos concurrirían personalidades de la talla de Elias Canetti o Stefan Zweig. En estas lecturas, que lograban desbordar las instalaciones de la Sala de Actos de la Asociación de Arquitectos y las salas de la Konzerthaus, montó su teatro andante y a escala, que también paseó por Checoslovaquia, Alemania y París. En el escenario, al igual que en su prosa, abogó por un cuidadoso despojamiento: una mesa, una silla y una lámpara eran más que suficientes. Sólo en algunas oportunidades solía acompañarlo algún pianista que permanecía detrás de un biombo. Kraus obraba entonces como un líder frente a la masa, leyendo de memoria y mimetizándose con sus personajes. Al mínimo ruido, la lectura se interrumpía, ejerciendo así un poder que, al igual que en Die Fackel, lo consagró como un juez solitario, un líder innato ante una multitud alucinada y expectante. El recuerdo de su amiga Salka Viertel, guionista y actriz, recrea el ambiente de esas lecturas: “... la sala estaba repleta ya de gente. Kraus hizo su aparición en el podio. Era un hombre frágil, de cabellos grises, encorvado, y con un hombro más alto que otro. Cuando  empezó a hablar me asombró la fuerza y sonoridad de su voz, su magnífica dicción y su increíble vitalidad. Tenía un rostro noble y bien cincelado, y unas manos muy expresivas. En 1916 requería mucho valor protestar contra la guerra y ridiculizar a los señores de la guerra, muchos de los cuales eran miembros de la familia imperial. Citó a los escritores, y a los poetas líricos que glorificaban la muerte en combate, mientras ellos se resguardaban detrás de la mesa de un editor. El público gritó, lloró, rió y se mofó de ellos”.


Shakespeare y los clásicos


El primer reconocimiento de las lecturas llegó con Los tejedores de Gerhart Hauptmann. En 1912 incluyó en su repertorio algunas escenas de Shakespeare y, de allí en más, la proporción de textos ajenos fue en aumento. Pero el gran reconocimiento popular llegó el 24 de mayo de 1916 cuando lee en forma completa Las alegres comadres de Windsor, y en 1925 fue más que elocuente en designar su ciclo de lecturas bajo el nombre de “Teatro de la poesía” (Theater der Dichtung). La última “Lesungen” fue el 2 de abril de 1936, un par de meses antes de su muerte. Los autores más recurrentes de las “Lesungen” fueron Shakespeare, Goethe, Gogol, Raimund, y los más contemporáneos: Ibsen, Strindberg, Hauptmann y Wedekind. Con Shakespeare, Kraus mantuvo un idilio fiel: “La estupidez del mundo hace imposible cualquier trabajo excepto sobre Shakespeare”, escribiría en su última carta a su amante Sidonie Nádherný, el 12 de junio de 1936. Además de la insoslayable maestría literaria, seguramente el altísimo sentido moral de las obras de Shakespeare haya sido la condición decisiva para cimentar esa admiración. 

El 29 de mayo y el 16 de junio de 1905 Kraus pone en escena la entonces prohibida obra de Wedekind La caja de Pandora. Kraus la dirige y representa un pequeño papel como Kungu Poti. Esta iniciativa será decisiva en la creación de la ópera Lulú, puesto que Alban Berg asistirá al estreno. Su compromiso con el teatro también se extendió a la crítica, y al redimensionamiento de un autor casi caído en el olvido: Johann Nestroy. Es así que en 1912 Kraus organiza un acto público multitudinario bajo el nombre de “Nestroy y la posteridad”.  Su olfato crítico también lo ayudó a reflotar la figura del músico franco-alemán Jacques Offenbach, de quien recitará operetas en varias oportunidades. Adaptó catorce de ellas, y entre 1930 y 1932, participó en Berlín de un ciclo radiofónico de quince programas dedicados al músico; lo que más le atraía de su obra era el carácter irracionall y satírico que tanto contrastaba con la superficialidad de la opereta de principios de siglo en Viena. Ni los excesos ornamentales de Max Reinhardt ni el teatro politizado de Piscator, fueron de su agrado: precisamente de ambos, rechazó una oferta de representación de Los últimos días de la humanidad.
 

La parca ríe


Hablar de Los últimos días de la humanidad es sumergirse en lo que alguien ha llamado con acierto “un diario del Apocalipsis”. Inspirada en el caos de la Primera Guerra Mundial, y concebida en cinco actos, esta obra “irrepresentable” es un alegato antibelicista paradigmático, y su obra más difundida. Es también un gran collage que, al igual que Die Fackel, recoge citas, fragmentos de artículos y frases hechas que combina en una obra complejísima para la época: “Los públicos de este mundo no podrían soportarlo, porque se trata de la sangre de su sangre, y lo que en ella ocurre es tan irreal, impensable e inaccesible incluso para una mente despierta, que no es posible recordarla y sólo subsistirá como la sangrienta pesadilla donde unos personajes de vodevil representan la tragedia de la Humanidad.

Kraus comienza a concebir Los últimos días de la humanidad  durante el verano de 1915, año en el que también viaja a Italia en el marco de una misión de paz. “La última noche”, su epílogo, será llevado a escena por primera vez en noviembre de 1918. Sólo hacia el final de la Primera Guerra, entre 1918 y 1919, Los últimos días de la humanidad se publica en entregas. Pero la complejidad de la obra obliga a Kraus a adaptarla, reduciendo el número de escenas y eliminando las intervenciones del Criticón y el Optimista, dos de sus personajes más significativos. La versión definitiva es leída en una “Lesungen”, los días 22 y 23 de febrero de 1930. Por los intersticios de la obra circulan personajes ficticios y reales, aristócratas y mendigos, generales y soldados moribundos, masas enardecidas y máscaras de gas parlantes, reporteros armados con sus Kodak y una lluvia de meteoritos, turcos, judíos, serbios, alemanes y hasta el mismísimo Dios, que frente a la carnicería humana se limita a expresar: “Yo no lo he querido”. El resultado es un conjunto heteróclito, polifónico y rico en referencias históricas y geográficas, dotado además de una fuerte intertextualidad, la misma que atraviesa toda la obra de Kraus: “Que mi estilo se apodere de todos los ruidos de mi tiempo. Eso provocará, estoy seguro, el desagrado de mis contemporáneos. Pero que los que vengan después lo escuchen como si sostuvieran al oído una concha de donde sale la música de un océano de cieno.

En 1921, Kraus escribe otra obra teatral, Literatura o Ya se verá,  donde denuncia satíricamente las relaciones entre prensa, literatura y dinero, respondiendo así a las burlas de Franz Werfel, quien había sido colaborador de Die Fackel, y quien lo atacara en 1920 desde su obra El hombre espejo. Pero ni Literatura... ni su otra obra dramática La casa del cuco en las nubes, de 1923, una adaptación de Los pájaros de Aristófanes, fueron llevadas a escena. “Ya veréis, el efecto será enorme, la cruz adoptará forma gamada” profetiza con terrible precisión, una frase de ésta última. En 1928 Kraus escribe la última de sus obras dramáticas, Los insuperables (Die Unuberwindlichen), donde se reserva, en clave de anagrama, el papel de Arkus.
 

Secreto y poesía
 

Su relación con la Baronesa Sidonie Nádherný von Borutin fue un secreto celosamente guardado durante veintiséis años. Sólo tras la muerte de Kraus, un cúmulo de 1.061 cartas, y algunos pasajes de un diario íntimo, rompieron el hermetismo. La suya fue una pasión tortuosa, como casi todas, y quizás a ella se deban los poemas amorosos que Kraus escribirá entre 1915 y 1917, cuando emprende con la Baronesa un largo viaje por Suiza. No deben haber sido pocos los recaudos que una persona tan expuesta como Kraus tuvo que manejar, durante casi la mitad de su vida, para evitar un escándalo que, al parecer, no hubiera favorecido a ninguno de los dos.
 

Epílogo


En 1933, el ascenso de Hitler era una palpable realidad. Ante la gravedad de la situación, los seguidores de Kraus le reprocharon su silencio, un silencio que ya lo había paralizado en 1914. En 1936, poco antes de morir, Kraus hace frente a los reclamos explicando en forma casi enigmática: “La palabra expiró cuando aquel mundo despertó”. Si en el comienzo fue el verbo, al final sólo podía ocurrir su muerte, el asesinato de la palabra.

La vigencia de Kraus está intacta. Su cruzada contra la “estupidez humana” (y eso que no conoció los contenidos de la televisión) vuelven su obra una lectura obligatoria habida cuenta de la insistencia humana en su autodestrucción. Quizás el mayor legado de Kraus se resuma en eso que él definió como “la aventura tecnorromántica”, advirtiendo que la guerra nace de las palabras, y que la falta de imaginación opera como su mejor aliada. Al igual que en Baudelaire, la literatura de Kraus interpela a su tiempo y se impregna de él, pero sus silencios vienen a formular esa pregunta que una y otra vez se ha resistido a toda respuesta: ¿es posible la literatura después de la guerra, el hambre, los campos de concentración, Hiroshima o los niños iraquíes mutilados?

Aquel día de 1936, la bicicleta que salió de la oscuridad le significó a Kraus un ataque cerebral, la supresión del habla y las complicaciones cardíacas que derivaron en su muerte, el 12 de junio de 1936, a los 62 años de edad. Antes de salir a la calle, había dejado sobre su escritorio un libro que jamás publicaría, La tercera noche de Walpurgis. Escrito durante el verano de 1933, las trescientas páginas de La tercera noche... son un racconto de la barbarie nazi por adelantado, una fotografía de sus campos de concentración y de la negación cínica de sus responsables.  Su primera frase vuelve a reafirmar el silencio: “sobre Hitler no se me ocurre nada. No había más que decir para Kraus; el crimen que presintió no era expresable en palabras de este mundo. Fue afortunado, quizás, en no comprobar lo acertadas que habían sido sus predicciones.
 

*Publicado originalmente en El País Cultural. Nro. 816.

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