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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CORSSEN,WILHELM PAUL - DE FONTENELLE, LE BOVIER BERNARD - SALUSTIO CRISPO, GAYO - TUCÍDIDES - BURCKHARDT, JAKOB -



El crepúsculo de los ídolos (III)*


Friedrich Nietzsche

¡Quién habría aprendido jamás a escribir de un griego! ¡Quién lo habría aprendido jamás sin los romanos!... No se me ponga la objeción de Platón. En relación con Platón yo soy un escéptico radical, y nunca he sido capaz de estar de acuerdo con la admiración por el Platón artista, que es tradicional entre los doctos.


Lo que debo a los antiguos


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Para concluir, una palabra sobre aquel mundo para penetrar en el cual yo he buscado accesos, para penetrar en el cual acaso yo haya encontrado un acceso nuevo; el mundo antiguo. Mi gusto, que tal vez sea la antítesis de un gusto tolerante, también aquí está lejos de decir sí en bloque: en general no le gusta
decir sí, algo más le gusta decir no, lo que más le place es no decir absolutamente nada... Esto se aplica a culturas enteras, se aplica a libros, se aplica también a lugares y paisajes. En el fondo son poquísimos los libros antiguos que cuentan en mi vida; entre ellos no están los más famosos. Mi sentido del estilo, del epigrama como estilo, se despertó casi de manera
instantánea al contacto con Salustio. No he olvidado el asombro de mi venerado profesor Corssen cuando tuvo que dar la nota más alta de todas a su peor latinista, de un solo golpe estuve yo a punto. Prieto, riguroso, con la mayor sustancia posible en el fondo, una fría malicia contra la «palabra bella», también contra el «sentimiento bello» -en esto me adiviné a mí mismo. Se
reconocerá en mí, y ello incluso en mi Zaratustra, una ambición muy seria de lograr un estilo romano, un aere perennius en el estilo. Lo mismo me pasó en mi primer contacto con Horacio: hasta hoy no he sentido con ningún poeta aquel mismo arrobamiento artístico que desde el comienzo me proporcionó
una oda horaciana. Lo que aquí se ha alcanzado es algo que, en ciertos idiomas, ni siquiera se lo puede querer. Ese mosaico de palabras, donde cada una de ellas, como sonoridad, como lugar, como concepto, derrama su fuerza a derecha e izquierda y sobre el conjunto, ese minimum en la extensión y el número de signos, ese maximum, logrado de ese modo, en la energía de los
signos -todo eso es romano y, si se me quiere creer, aristocrático par excellence. En comparación con ello el resto entero de la poesía se transforma en algo demasiado popular, en mera charlatanería sentimental...


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A los griegos no les debo en modo alguno impresiones tan fuertes como ésas; y, para decirlo derechamente, ellos no pueden ser para nosotros lo que son los romanos. De los griegos no se aprende, su modo de ser es demasiado extraño, es también demasiado fluido para causar un efecto imperativo, un
efecto «clásico». ¡Quién habría aprendido jamás a escribir de un griego! ¡Quién lo habría aprendido jamás sin los romanos!... No se me ponga la objeción de Platón. En relación con Platón yo soy un escéptico radical, y nunca he sido capaz de estar de acuerdo con la admiración por el Platón artista, que es tradicional entre los doctos. En última instancia, aquí tengo de
mi parte a los más refinados jueces del gusto entre los mismos antiguos. Platón entremezcla, a mi parecer, todas las formas del estilo, con ello es un primer décadent del estilo: tiene sobre su conciencia una culpa semejante a la de los cínicos que inventaron la satura Menippea. Para que el diálogo platónico -esa especie espantosamente autosatisfecha y pueril de dialéctica-pueda actuar como un atractivo es preciso que uno no haya leído jamás buenos franceses, Fontenelle por ejemplo. Platón es aburrido. En última instancia, mi desconfianza con respecto a Platón va a lo hondo: lo encuentro tan descarriado de todos los instintos fundamentales de los helenos, tan moralizado, tan cristiano anticipadamente -él tiene ya el concepto «bueno»
como concepto supremo -que a propósito del fenómeno entero Platón preferiría usar, más que ninguna otra palabra, la dura expresión «patraña superior», o si ella gusta más al oído, idealismo. Se ha pagado caro el que ese ateniense fuese a la escuela de los egipcios (¿o de los judíos en Egipto?) En
la gran fatalidad del cristianismo Platón es aquella ambigüedad y fascinación que hizo posible a las naturalezas más nobles de la Antigüedad el malentenderse a sí mismas y el poner el pie en el puente que llevaba hacia la «cruz»... ¡Y cuánto Platón continúa habiendo en el concepto «Iglesia», en la organización, en el sistema en la praxis de la Iglesia! Mi recreación, mi
predilección, mi cura de todo platonismo ha sido en todo tiempo Tucídides. Tucídides, y, acaso, el Príncipe de Maquiavelo son los más afines a mí por la voluntad incondicional de no dejarse embaucar en nada y de ver la razón en la realidad, no en la «razón», y menos aún en la «moral»... Del deplorable
embellecimiento de los griegos con los colores del ideal, que es el premio que el joven «de formación clásica» obtiene de su adiestramiento en la enseñanza media para la vida, ninguna otra cosa cura más radicalmente que Tucídides. Hay que examinar con detalle cada una de sus líneas y descifrar sus pensamientos ocultos con igual claridad que sus palabras: hay pocos pensadores tan ricos en pensamientos ocultos. En él alcanza su expresión perfecta la cultura de los sofistas, quiero decir, la cultura de los realistas: ese inestimable movimiento en medio de la patraña de la moral y del ideal propia de las escuelas socráticas, que entonces comenzaba a irrumpir por todas
partes. La filosofía griega como décadence del instinto griego; Tucídides, como la gran suma, la última revelación de aquella objetividad fuerte, rigurosa, dura, que el heleno antiguo tenía en su instinto. El valor frente a la realidad es lo que en última instancia diferencia a naturalezas tales como Tucídides y Platón: Platón es un cobarde frente a la realidad, por consiguiente, huye al ideal; Tucídides tiene dominio de , por consiguiente,
tiene también dominio de las cosas...


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De ventear en los griegos «almas bellas», «áureas mediocridades» y demás perfecciones, de admirar en ellos, por ejemplo, la calma en la grandeza, los sentimientos ideales, la simplicidad elevada de esa «simplicidad elevada», que es en el fondo una niaiserie allemande, he estado yo preservado por el
psicólogo que llevaba dentro de mí. Yo he visto su más fuerte instinto, la voluntad de poder, yo he visto a los griegos temblar ante la violencia indomable de ese instinto, yo he visto a todas sus instituciones brotar de medidas defensivas para asegurarse unos a otros contra su materia explosiva interior. La enorme tensión en el interior se descargaba luego en una enemistad terrible y brutal hacia el exterior: las ciudades se despedazaban
unas a otras para que los habitantes de cada una de ellas encontrasen tregua de sí mismos. Se tenía necesidad de ser fuerte: el peligro se hallaba cerca, estaba al acecho en todas partes. La magnífica agilidad corporal, el temerario realismo e inmoralismo que es propio del heleno fue una necesidad, no una
naturaleza. Fue una consecuencia, no existió desde el comienzo. Y con las fiestas y las artes no se quería tampoco otra cosa que sentirse a sí mismo por encima, mostrarse por encima: son medios, para glorificarse a sí mismo y a veces para inspirar miedo de sí... ¡Juzgar a los griegos por sus filósofos, a la
manera alemana, utilizar, por ejemplo, la mojigatería de las escuelas socráticas para explicar qué es, en el fondo, helénico!Los filósofos son, en efecto, los décadents del mundo griego, el movimiento de oposición al gusto antiguo, aristocrático (al instinto agonal, a la polis, al valor de la raza, a la autoridad de la tradición). Las virtudes socráticas fueron predicadas porque los griegos las habían perdido: como todos ellos eran irritables, miedosos, inconstantes, comediantes, tenían unas cuantas razones de más para hacerse predicar la moral. No es que esto haya proporcionado alguna ayuda: pero les caen tan bien a los décadents las palabras y los gestos grandes...


4


Yo fui el Primero que, para comprender el instinto helénico más
antiguo, todavía rico e incluso desbordante, tomé en serio aquel maravilloso fenómeno que lleva el nombre de Dioniso: el cual sólo es explicable por una demasía de fuerza. Quien profundiza en los griegos, como Jakob Burckhardt de Basilea, el más profundo conocedor de su cultura que hoy vive, se dio en
seguida cuenta de que esto tenía importancia: Burckhardt añadió a su Cultura de los griegos un capítulo especial sobre el mencionarlo fenómeno. Si se quiere la antítesis de esto véase la casi regocijante pobreza de instintos mostrada por los filósofos alemanes cuando se acercan a lo dionisíaco. Sobre todo el famoso Lobeck, que se introdujo a rastras en este mundo de estados misteriosos con la venerable seguridad de un gusano desecado entre libros, y se persuadió de que era científico siendo frívolo e infantil hasta la nausea. Lobeck ha dado a entender, con gran despliegue de erudición, que propiamente ninguna de esas curiosidades tiene importancia. De hecho, dice acaso los sacerdotes comunicasen a los participantes en tales orgías algo no carente de valor, como, por ejemplo, que el vino incita al placer, que a veces el hombre vive de frutos, que las plantas florecen en la primavera, y en el otoño se marchitan. En lo que se refiere a aquella chocante riqueza de ritos, símbolos y mitos de origen orgiástico, de que el mundo antiguo pulula
literalmente, Lobeck encuentra en ella una ocasión de alcanzar un grado más alto de ingeniosidad. «Los griegos», dice en Aglaophamus, I, 672, «cuando no tenían otra cosa que hacer, reían, saltaban, corrían de un lado para otro, o, dado que a veces el hombre encuentra también placer en ello, se sentaban,
lloraban y se lamentaban. Más tarde vinieron otros y buscaron alguna razón que explicase ese comportamiento sorprendente y así surgieron, para explicar tales usos, aquellas innumerables leyendas festivas y mitos. Por otra parte se creyó que las bufonadas que tenían lugar en los días de fiesta formaban parte
también, necesariamente, de la celebración festiva, y se las conservó como una parte imprescindible del culto». Esta es una charlatanería despreciable, a un Lobeck no se lo tomará en serio ni un solo instante. De manera completamente distinta nos sentimos impresionados al examinar el concepto «griego» que Winckelmann y Goethe se formaron, y lo encontramos
incompatible con el elemento de que brota el arte dionisíaco,  con el orgiasmo. De hecho yo no dudo de que, por principio, Goethe habría excluido algo así de las posibilidades del alma griega. Por consiguiente, Goethe no entendió a los griegos. Pues sólo en los misterios dionisíacos, en la psicología del estado dionisíaco se expresa el hecho fundamental del instinto
helénico: su «voluntad de vida». ¿Qué es lo que el heleno se garantizaba a sí mismo con esos misterios? La vida eterna, el eterno retorno de la vida; el futuro, prometido y consagrado en el pasado; el sí triunfante dicho a la vida por encima de la muerte y del cambio; la vida verdadera como supervivencia
colectiva mediante la procreación, mediante los misterios de la sexualidad. Por ello el símbolo sexual era para los griegos el símbolo venerable en sí, el auténtico sentido profundo que hay dentro de toda la piedad antigua. Cada uno de los detalles del acto de la procreación, del embarazo, del nacimiento,
despertaba los sentimientos más elevados y solemnes. En la doctrina de los misterios el dolor queda santificado: los «dolores de la Parturienta» santifican el dolor en cuanto tal; todo devenir y crecer, todo lo que es una garantía del futuro implica dolor... Para que exista el placer del crear, para que la voluntad
de vida se afirme eternamente a sí misma, tiene que existir también eternamente el «tormento de la parturienta»... Todo esto significa la palabra Dionisio: yo no conozco una simbólica más alta que esta simbólica griega, la de las Dionisias. En ella el instinto más profundo de la vida, el del futuro de la vida, el de la eternidad de la vida, es sentido religiosamente; la misma vía
hacía la vida, la procreación, es sentida como la vía sagrada... Sólo el cristianismo, que se basa en el resentimiento contra la vida, ha hecho de la sexualidad algo impuro: ha arrojado basura sobre el comienzo, sobre el presupuesto de nuestra vida...


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La psicología del orgiasmo entendido como un desbordante sentimiento de vida y fuerza, dentro del cual el mismo dolor actúa como estimulante, me dio la clave para entender el concepto de sentimiento trágico que ha sido malentendido tanto por Aristóteles como especialmente por nuestros pesimistas. La tragedia está tan lejos de ser una prueba del pesimismo de los
helenos en el sentido de Schopenhauer, que ha de ser considerada, antes bien, como rechazo y contra-instancia decisivos de aquél. El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros: la voluntad de vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a su tipos más altos -a
eso fue a lo que yo llamé dionisíaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la psicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga del mismo -así lo entendió Aristóteles-, sino para, más allí del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir; ese placer que incluye en sí también el placer del destruir... Y con esto vuelvo a tocar el sitio del que en otro tiempo partí . El nacimiento de la tragedia fue mi primera transvaloración de todos los valores: con esto vuelvo a situarme otra vez en el terreno del que brotan mi querer, mi poder -yo, el último discípulo del filósofo Dioniso, -yo, el maestro del eterno retorno...


(Trad. A. Sánchez Pascual)
 

 

* Título original: Götzen-Dämmerung oder: Wie man mit dem Hammer philosophirt (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo); 1887.

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