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Sandra López Desivo

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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CUATRO GRANDES ERRORES -



El crepúsculo de los ídolos (II)*


Friedrich Nietzsche

Hoy que sobretodo nosotros los inmoralistas intentamos, con todas nuestras fuerzas, expulsar de nuevo del mundo el concepto de culpa y el concepto de castigo y depurar de ellos la psicología, la historia, la naturaleza, las instituciones y sanciones sociales, no hay a nuestros ojos adversarios más radicales que los teólogos.

Los cuatro grandes errores
 

uno


Error de la confusión de la causa con la consecuencia. No hay error más peligroso que confundir la consecuencia con la causa: yo lo, llamo la auténtica corrupción de la razón. Sin embargo, ese error es uno de los hábitos más viejos y más jóvenes de la humanidad: entre nosotros está incluso santificado, lleva el nombre de «religión», de «moral». Toda tesis formulada
por la religión y la moral lo contiene; los sacerdotes y los legisladores morales son los autores de esa corrupción de la razón. Voy a aducir un ejemplo: todo el mundo conoce el libro del famoso Cornaro, en el que éste recomienda su escasa dieta como receta para una vida larga y feliz -también virtuosa.

Pocos libros han sido tan leídos, todavía hoy se lo imprime anualmente en Inglaterra en muchos miles de ejemplares. Yo no dudo de que es difícil que un libro (exceptuada, corno es obvio, la Biblia) haya causado tanto daño, haya acortado tantas vidas como esta curiosa obra, tan bien intencionada. Razón de eso: la confusión de la consecuencia con la causa. Aquel probo italiano veía en su dieta la causa de su larga vida: cuando en realidad la condición previa de una vida larga, la lentitud extraordinaria del metabolismo, el gasto exiguo, era su escasa dieta. Él no era libre de comer poco o mucho, su frugalidad no era una «voluntad libre»: se ponía enfermo cuando comía más. Pero, a quien
no sea una carpa, comer normalmente no sólo le viene bien, sino que le es necesario. Un docto de nuestros días, con su gasto de fuerza nerviosa, se arruinaría con el régime de Cornaro. Crede experto.

dos

La fórmula más general que subyace a toda religión y a toda moral dice: «Haz esto y aquello, no hagas esto y aquello -¡así serás feliz! En otro caso...» Toda moral, toda religión es ese imperativo, -yo denomino el gran pecado original de la razón, la sinrazón inmortal. En mi boca esa fórmula se transforma en su contraria -primer ejemplo de mi «transvaloración de todos los
valores»: un hombre bien constituido, un «feliz», tiene que realizar ciertas acciones y recela instintivamente de otras, lleva a sus relaciones con los hombres y las cosas el orden que él representa fisiológicamente. Dicho en una fórmula: su virtud es consecuencia de su felicidad ... Una vida larga, una descendencia numerosa no son la recompensa de la virtud, la virtud misma es, más bien, aquel retardamiento del metabolismo que, entre otras cosas, lleva también consigo una vida larga, una descendencia numerosa, en suma el cornarismo. La Iglesia y la moral dicen: «una estirpe, un pueblo se arruinan a causa del vicio y del lujo».

Mi razón restablecida dice: cuando un pueblo sucumbe, cuando degenera fisiológicamente, tal cosa tiene como consecuencia el vicio y el lujo (es decir, la estímulos cada vez más fuertes y frecuentes, como los que conoce toda naturaleza agotada). Este joven se vuelve prematuramente pálido y mustio. Sus amigos dicen: de ello tiene la culpa esta y aquella enfermedad. Yo digo: el hecho de que se haya puesto enfermo, el hecho de que no haya resistido a la enfermedad fue ya consecuencia de una vida empobrecida, de un agotamiento hereditario. El lector de periódicos dice: con tal error ese partido se arruina. Mi política superior dice: un partido que comete tales errores está acabado
-ya no posee su seguridad instintiva. Todo error, en todo sentido, es consecuencia de una degeneración de los instintos, de una disgregación de la voluntad: con esto queda casi definido lo malo (das Schlechte). Todo lo bueno es instinto y, por consiguiente, fácil, necesario, libre. El esfuerzo es una objeción, el dios es típicamente distinto del héroe (en mi lenguaje: los pies ligeros, primer atributo de la divinidad)

tres

Error de una causalidad falsa. En todo tiempo se ha creído saber qué es una causa: mas ¿de dónde sacábamos nosotros nuestro saber, o, más exactamente, nuestra creencia de tener ese saber? Del ámbito de los famosos «hechos internos», ninguno de los cuales ha demostrado hasta ahora ser un hecho. Creíamos que, en el acto de la voluntad, nosotros mismos éramos causas; opinábamos que, al menos aquí, sorprendíamos en el acto a la
causalidad. De igual modo, tampoco se ponía en duda que todos los antecedentia de una acción, sus causas, había que buscarlos en la consciencia y que en ella los hallaríamos de nuevo si los buscábamos -como «motivos»: de lo contrario, en efecto, no habríamos sido libres para realizar la acción, responsables de ella. Finalmente, ¿quién habría discutido que un pensamiento
es causado?, ¿que el yo causa el pensamiento?... De estos tres «hechos internos», con los que la causalidad parecía quedar garantizada, el primero y más convincente es el de la voluntad como causa, la concepción de una consciencia («espíritu») como causa, y, más tarde, también la del yo (el «sujeto») como causa nacieron simplemente después de que la voluntad había
establecido ya la causalidad como dada, como una empiria... Entre tanto hemos pensado mejor las cosas. Hoy no creemos ya una sola palabra de todo aquello. El «mundo interno» está lleno de fantasmas y de fuegos fatuos: la voluntad es uno de ellos. La voluntad no mueve ya nada, por consiguiente, tampoco aclara ya nada simplemente acompaña a los procesos, también puede
faltar. El llamado «motivo»: otro error. Simplemente un fenómeno superficial de la consciencia, un accesorio del acto, que más bien encubre que representa los antecedentia de éste. ¡Y nada digamos del yo! Se ha convertido en una fábula, en una ficción, en un juego de palabras: ¡ha dejado totalmente de
pensar, de sentir y de querer!... ¿Qué se sigue de aquí? ¡No existen en modo alguno causas espirituales! ¡Toda la presunta empiria de las mismas se ha ido al diablo! ¡Esto es lo que se sigue de aquí! -y nosotros habíamos abusado gentilmente de aquella «empiria», habíamos creado, basándonos en ella, el
mundo como un mundo de causas, como un mundo de voluntad, como un mundo de espíritus.

La psicología más antigua y más prolongada actuaba aquí, no ha hecho ninguna otra cosa: todo acontecimiento era para ella un acto, todo acto, consecuencia de una voluntad, el mundo se convirtió para ella en una pluralidad de agentes, a todo acontecimiento se le imputó un agente (un «sujeto»). El hombre ha proyectado fuera de sí sus tres «hechos internos», aquello en lo que él más firmemente creía, la voluntad, el espíritu, el yo,  -el concepto de ser lo extrajo del concepto de yo, puso las «cosas» como existentes guiándose por su propia imagen, por su concepto del yo como causa. ¿Cómo puede extrañar que luego volviese a encontrar siempre en las cosas tan sólo aquello que él había escondido dentro de ellas? La cosa misma, dicho una vez más, el concepto de cosa, mero reflejo de la creencia en el yo como causa... E incluso el átomo de ustedes, señores mecanicistas y físicos, ¡cuánto error, cuánta psicología rudimentaria perduran todavía en su átomo! ¡Para no decir nada de la «cosa en sí», del horrendum pudendum de los metafísicos! ¡El error del espíritu como causa, confundido con la realidad! ¡Y convertido en medida de la realidad ¡Y denominado Dios!

cuatro

Error de las causas imaginarias. Para partir del sueño: a una sensación determinada, surgida, por ejemplo, a consecuencia de un lejano disparo de cañón, se le imputa retrospectivamente una causa (a menudo, toda una pequeña novela, en la que precisamente el que sueña es el personaje principal). La sensación, entre tanto, perdura, en una especie de resonancia:
aguarda, por así decirlo, hasta que el instinto causal le permite pasar a primer plano, ahora ya no como un azar, sino como un «sentido». El disparo de cañón se presenta de una forma causal, en una inversión aparente del tiempo. Lo posterior, la motivación, es vivido antes, a menudo con cien detalles que
transcurren como de manera fulminante, el disparo viene después... ¿Qué ha ocurrido? Las representaciones que fueron engendradas por una situación determinada son concebidas erróneamente como causa de la misma. De hecho cuando estamos despiertos actuamos también así. La mayoría de
nuestros sentimientos generales -toda especie de obstáculo, presión, tensión, explosión en el juego y contrajuego de los órganos, como en especial el estado del nervus sympaticus- excitan nuestro instinto causal: queremos tener una razón para encontrarnos de este y de aquel modo, -para encontrarnos bien o encontrarnos mal. Jamás nos basta con establecer el hecho de que nos encontramos de este y de aquel modo: no admitimos ese hecho -no cobramos consciencia de él- hasta que hemos dado una especie de motivación. El recuerdo, que en tal caso entra en actividad sin saberlo nosotros, evoca estados anteriores de igual especie, así como las interpretaciones causales
fusionadas con ellos -no la causalidad de los mismos. Desde luego la creencia de que las representaciones, los procesos conscientes concomitantes han sido las causas, es evocada también por el recuerdo. Surge así una habituación a una interpretación causal determinada, la cual obstaculiza en
verdad una investigación de la causa e incluso la excluye.

cinco

Aclaración psicológica de esto. El reducir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface, proporciona, además, un sentimiento de poder. Con lo desconocido vienen dados el peligro, la inquietud, la preocupación -el primer instinto acude a eliminar esos estados penosos. Primer axioma: una aclaración cualquiera es mejor que ninguna. Como en el fondo se trata tan sólo de un querer-desembarazarse de representaciones
opresivas, no se es precisamente riguroso con los medios de conseguirlo: la primera representación con la que se aclara que lo desconocido es conocido hace tanto bien que se la «tiene por verdadera». Prueba del placer («de la fuerza») como criterio de verdad. Así, pues, el instinto causal está condicionado y es excitado por el sentimiento de miedo. El «¿por qué?» debe
dar, si es posible, no tanto la causa por ella misma cuanto, más bien, una especie de causa -una causa tranquilizante, liberadora, aliviadora. El que quede establecido como causa algo ya conocido, vivido, inscrito en el recuerdo, es la primera consecuencia de esa necesidad. Lo nuevo, lo no vivido, lo extraño queda excluido como causa. Se busca, por tanto, como
causa, no sólo una especie de aclaraciones, sino una especie escogida y privilegiada de aclaraciones, aquéllas con las que de manera más rápida, más frecuente, queda eliminado el sentimiento de lo extraño, nuevo, no vivido -las aclaraciones más habituales. Consecuencia: una especie de posición de
causas prepondera cada vez más, se concentra en un sistema y sobresale por fin como dominante, es decir, sencillamente excluyente de otras causas y aclaraciones. El banquero piensa en seguida en el «negocio», el cristiano, en el «pecado», la muchacha, en su amor.

seis

El ámbito entero de la moral y la religión cae bajo este concepto de las causas imaginarias. «Aclaración» de los sentimientos generales desagradables. Están condicionados por seres que nos son hostiles (espíritus malvados: el caso más famoso -la errónea intelección de las histéricas como brujas). Están condicionados por acciones que no pueden ser dadas por buenas (el sentimiento del «pecado», de la «pecaminosidad», imputado a un malestar fisiológico -la gente encuentra siempre razones de estar descontenta de sí misma). Están condicionados como castigos, como expiación de algo que no deberíamos haber hecho, que no deberíamos haber sido (generalizado de
forma impudente por Schopenhauer en una tesis en la que la moral aparece como lo que es, como una auténtica envenenadora y calumniadora de la vida: «todo gran dolor, sea corporal, sea espiritual, enuncia lo que merecemos; pues
no nos podría sobrevenir si no lo mereciésemos». El mundo como voluntad y representación). Están condicionados como consecuencias de acciones irreflexivas, que han salido mal (los afectos, los sentidos, puestos como causa, como «culpables»; malestares fisiológicos interpretados, con ayuda de otros malestares, como «merecidos»).

«Aclaración» de los sentimientos generales agradables. Están condicionados por la confianza en Dios. Están condicionados por la consciencia de acciones buenas (la denominada «buena conciencia», un estado fisiológico que a veces es tan semejante a una digestión feliz que se confunde con ella). Están condicionados por el resultado feliz, de empresas (falacia ingenua: el resultado feliz de una empresa no le produce en modo alguno sentimientos generales agradables a un hipocondríaco o a un Pascal). Están condicionados por la fe, la caridad, la esperanza -las virtudes cristianas. En verdad, todas estas presuntas aclaraciones son estados derivados y, por así decirlo, traducciones de sentimientos de placer o de displacer a un dialecto falso: se está en estado de esperar porque el sentimiento fisiológico básico vuelve a ser fuerte y rico; se
confía en Dios porque el sentimiento de plenitud y de fuerza le proporciona a uno calma. La moral y la religión caen en su integridad bajo la psicología del error: en cada caso particular son confundidas la causa y el efecto; o la verdad es confundida con el efecto de lo creído como verdadero; o un estado de consciencia es confundido con la causalidad de ese estado.

siete

Error de la voluntad libre. Hoy no tenemos ya compasión alguna con el concepto de «voluntad libre»: sabemos demasiado bien lo que es -la más desacreditada artimaña de teólogos que existe, destinada a hacer «responsable» a la humanidad en el sentido de lo teólogos, es decir, a hacerla dependiente de ellos... Voy exponer aquí tan sólo la psicología de toda atribución de responsabilidad. En todo lugar en que se anda a la busca de responsabilidad suele ser el instinto de querer-castigar-y-juzgar el que anda en su busca. Se ha despojado de su inocencia al devenir cuando este o aquel otro modo de ser es atribuido a la voluntad, a las intenciones, a los actos de la responsabilidad: la doctrina de la voluntad ha sido inventada esencialmente con la finalidad de castigar, es decir, de querer-encontrar-culpables. Toda la vieja psicología de la voluntad, tiene su presupuesto en el hecho de que sus autores, los sacerdotes colocados en la cúspide de las viejas comunidades, querían otorgarse el derecho de imponer castigos: querían otorgarle a Dios ese derecho... A los seres humanos se los imaginó «libres» para que pudieran ser juzgados, castigados, para que pudieran ser culpables: por consiguiente, se tuvo que pensar que toda acción era querida, y que el origen de toda acción estaba situado en la consciencia (con lo cual el más radical fraude in psychologicis quedó convertido en principio de la psicología misma...) Hoy que hemos ingresado en el movimiento opuesto a aquél, hoy que sobretodo nosotros los inmoralistas intentamos, con todas nuestras fuerzas, expulsar de nuevo del mundo el concepto de culpa y el concepto de castigo y depurar de ellos la psicología, la historia, la naturaleza, las instituciones y sanciones sociales, no hay a nuestros ojos adversarios más radicales que los teólogos, los cuales, con el concepto de «orden moral del mundo», continúan infectando la inocencia del devenir por medio del «castigo» y la «culpa». El cristianismo es una metafísica del verdugo...

ocho

¿Cuál puede ser nuestra única doctrina? Que al ser humano nadie le da sus propiedades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo -el sinsentido de esta noción que aquí acabamos de rechazar ha sido enseñado como «libertad inteligible» por Kant, acaso ya también por Platón).
Nadie es responsable de existir, de estar hecho de este o de aquel modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada de la fatalidad de todo lo que fue y será. El no es la consecuencia de una intención propia, de una voluntad, de una finalidad, con
él no se hace el ensayo de alcanzar un «ideal de hombre» o un «ideal de felicidad» o un «ideal de moralidad», -es absurdo querer echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera. Nosotros hemos inventado el concepto «finalidad»: en la realidad falta la finalidad... Se es necesario, se es un fragmento de fatalidad, se forma parte del todo, se es en el todo -no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría juzgar, parar, condenar el todo... ¡Pero no hay nada fuera del todo! Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad ni como sensorium ni como «espíritu», sólo esto es la gran liberación -sólo con esto
queda restablecida otra vez la inocencia del devenir... El concepto «Dios» ha sido has la gran objeción contra la existencia"... Nosotros negamos a Dios, negamos la responsabilidad en Dios: sólo así redimimos al mundo.


(Trad. A. Sánchez Pascual)

(sigue)
 

 

* Título original: Götzen-Dämmerung oder: Wie man mit dem Hammer philosophirt (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo); 1887.

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