| No es de extrañar que un londinense de suburbios como
                  Mick Jagger cante a voz en cuello,
                  hasta el dia de hoy, que cada pecador es un santo y cada policía
                  un criminal. Porque todavía parece impensable que un nativo
                  de Londres carezca -tanto como nosotros- de una imaginación
                  victoriana. Esa imaginería que nos enseñó
                  a sentir, con vigor de adultos, las cruentas delicias del miedo.
 A diferencia de las
                  atrocidades de los cuentos de hadas, donde la infaltable derrota
                  de los ogros cauteriza el sueño de los niños, la
                  ensoñación de la Inglaterra victoriana todavía
                  produce insomnios. Y a estas alturas, cumplidos los centenarios
                  de Drácula y de Lewis Carroll,
                  queda claro que todavía nos acosa la atormentada penumbra
                  de aquella otra Londres finisecular que, con el gas de sus faroles
                  titilando entre la niebla y los vapores tóxicos, nos dio
                  los más fuertes estimulantes para morirnos de miedo.
 Esa ciudad mortecina, cuya población no llegaba al millón
                  de habitantes, donde en ciertos barrios del este se agolpaba
                  ebria la chusma y taconeaban con esmero las prostitutas, fue
                  el escenario del horror por excelencia, y el trono que reclamó,
                  desde su sombra fascinadora, el señor de todos los miedos,
                  el vampiro. Aquella imaginación
                  puritana, casi sin saberlo, lo fue construyendo paso a paso,
                  y lo fue fortificando porque nunca comprendió la verdadera
                  raíz del repeluzno del nosferatu.
 
 Centenariamente, desde Bram Stoker,
                  se sabe que esos seres que erizan los espejos son indefensos
                  si no matan, se sabe que se pulverizan frente a la luz, pero
                  es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente, porque
                  son criaturas aterradas. Su verdadera meta es llegarse a los
                  mortales a inocular su miedo, con la secreta esperanza de que
                  alguno, en vez de sucumbir ante su mirada ansiosa, pueda vacunarlos
                  contra su propio pánico.
 
 Tampoco un héroe
                  de aquellas noches como Sherlock Holmes, con sus asombrosos poderes
                  deductivos, logró dar con el secreto, porque en Holmes
                  encarnaba el principio goyesco de que los sueños de la
                  razón tienen como parto endriagos y todo a su alrededor
                  era crímenes y pavorosos villanos.
                  Los monstruos eran tan abundantes
                  porque, justo antes que Drácula, gracias a las virtudes
                  del progreso más industrioso y rampante, acababa de nacer
                  la esquizofrenia. Y la esquizofrenia, como luego Jagger y el
                  rock and roll, había
                  llegado para quedarse.
 
 En 1886, Stevenson hacía público El extraño
                  caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde, y en 1891 Wilde
                  exponía el Retrato de Dorian Gray. Justo entre
                  estos dos casos, en 1888 y desangrando a ciertas damas por el
                  cuello, llegaba la gran coartada forense que daba el detalle
                  que faltaba para que surgiera, con su sombría plenitud
                  de rasgos, el vampiro. Se trataba de un héroe quirúrgico
                  de entonces -el primero de los asesinos en serie- que hubiera
                  permanecido anónimo si alguien no hubiera escrito a Scotland
                  Yard haciéndose llamar Jack el Destripador.
 
 Cada día se discute más sobre el Destripador, ese
                  esmerado homicida sin rostro, e incluso Sherlock lo combatió
                  en más de una versión para la pantalla hasta que
                  en cierta oportunidad, bastante memorable, se reveló que
                  Holmes, esquizofrénico como su edad, era el verdadero
                  Jack the Ripper.
 
 Pero todas las soluciones han parecido vanas hasta el momento;
                  todo son conjeturas, porque aquella penumbra desconocía
                  las huellas dactilares y no había llegado la cadena de
                  ADN, y El Destripador mantuvo su tenaz incógnito hasta
                  que hace bien poco, en una investigación muy sesuda, el
                  señor Richard Wallace pareció dar, finalmente,
                  con la identidad de aquel homicida y protovampiro.
 El culpable, según
                  Wallace, fue un matemático despiadado, un ajedrecista
                  contumaz, un fotógrafo acusado por sus propios biógrafos
                  (y por otra máquina
                  victoriana, el psicoanálisis)
                  de pedófilo, un perverso prestidigitador
                  de paradojas y anagramas que alcanzó celebridad gracias
                  a un par de libros -uno de ellos en verdad escalofriante. Este
                  individuo, que fue diácono y se disfrazó de piadoso,
                  además se ocultaba bajo un falso nombre: Lewis Carroll.
 Es sabido que Carroll fue inmoderadamente afecto a los acertijos,
                  y El Destripador, hasta el día de hoy, es un acertijo
                  que decenas de miles de profesionales y aficionados tratan de
                  resolver. La tesis de Wallace está a punto de hacerle
                  ganar los derechos para una película, pero desde ya se
                  puede afirmar una cosa. Sin discutir el acierto o el error de
                  la tesis (a fin de cuentas
                  Jack era apenas un tosco vampiro en ciernes, un exhibicionista
                  de las vísceras de sus víctimas, y por otra parte
                  cualquier espíritu juguetón pudo construirse un
                  pseudo-nombre escribiendo cartas a la policía y arrogándose
                  los crímenes de otro más afecto al anonimato), tal vez la clave de ese espeluzno
                  u obra maestra de Carroll, Alicia a través del espejo,
                  consista en que, muy veladamente y gracias al coraje de una niña de siete años,
                  contiene una fórmula para liberar, de una vez y para siempre,
                  a los vampiros de su propio miedo.
 
 (Continuará)
 (sigue)   * Publicado originalmente en Insomnia,
                  Nº 10
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