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DARWIN, CHARLES - WALLACE, ALFRED - EDELMAN, GERALD - CREACIONISMO - EVOLUCIONISMO


¿Qué ha hecho Darwin para merecer esto?*

Rafael Mandressi
El punto de partida es Charles Darwin y su monumental obra: para afinar, ratificar, complementar, cuestionar, en ocasiones incluso descuartizar sus contenidos. En todos los casos, y es importante no olvidarlo, con la clara percepción de estar ante un interlocutor de gran peso y científicamente más que respetable

Alfred Wallace, co-descubridor junto a Charles Darwin de la teoría de la selección natural, escribió a este último una serie de cartas para expresarle que rechazaba el hecho de que la selección natural pudiese dar cuenta de la evolución humana. A su juicio, las facultades de la mente humana no podían explicarse únicamente por medio de la selección natural. Para Wallace, un punto de vista contrario podía considerarse lisa y llanamente herético.

Darwin adoptó, precisamente, esa posición «herética»: no veía ninguna razón para pensar que la selección natural no pudiese dar lugar a las características básicas subyacentes al pensamiento humano.

Ya desde un comienzo pues, y en vida de su autor, las ideas del naturalista inglés se vieron envueltas en incesantes combates y malentendidos que se prolongan, bajo diversas formas, hasta el día de hoy. Basta pensar en la seria y pertinaz militancia de grupos de ciudadanos que, en Estados Unidos y movidos por convicciones religiosas, rechazan la inclusión de las tesis darwinistas en los programas de enseñanza secundaria. En algunos Estados, la presión ha llegado a lograr que al menos se ofrezcan las «dos campanas»: la evolución y el creacionismo, impartido este último según el contenido de las Escrituras.

Este hecho puede parecer pintoresco, pero no es más que un eslabón (por cierto que no perdido) en una larga cadena de resistencias que lleva ya algo más de un siglo. El acuerdo en aceptar las grandes líneas de las teorías de Darwin es, sin embargo, por demás extendido en la comunidad científica.

El neurobiólogo norteamericano y premio Nobel de medicina Gerald Edelman, por ejemplo, califica a El origen de las especies
(1859) como «la obra maestra que ha sentado las bases de la biología moderna», y uno de los principales libros del propio Edelman se llama Darwinismo neuronal (1987).

Las disciplinas involucradas son variadas. El antropólogo británico Michael Carrithers recurre también a una perspectiva darwiniana para proponer una teoría de la diversidad cultural (¿Por qué los humanos tenemos culturas?); Nicholas Humphrey, británico también y psicólogo, aborda en términos semejantes la aparición de la mente y la conciencia (Una historia de la mente,
1992).

Los paleontólogos, por su parte, son legión, y los etólogos reconocen en Darwin, como dice Konrad Lorenz en el prólogo a la reedición americana de La expresión de las emociones
(1965), al padre de la biología del comportamiento.

Con ese libro, Darwin no sólo se convirtió en uno de los inspiradores de la etología en este siglo, sino que con las conclusiones que extrajo a partir de su teoría encendió la mecha de una polémica centenaria acerca del carácter innato o aprendido de la expresión de las emociones. Casi al final de sus trescientas páginas, uno de los últimos párrafos dice, contrariando a Wallace: «el estudio de la teoría de la expresión confirma hasta cierto punto la conclusión de que el hombre deriva de alguna forma animal inferior y sustenta la creencia de la unidad específica o subespecífica de las distintas razas».

Actualmente, también en este campo especialistas como Jean-Didier Vincent, Robert Dantzer y, fundamentalmente, Paul Ekman, comparten con mayor o menor énfasis las tesis universalistas e innatistas de Darwin. Pero esa aceptación es relativamente reciente: después de un período inicial en el que La expresión de las emociones tuvo una gran influencia (el primer día de su aparición, en 1872, se vendieron 5.267 ejemplares), el ascenso de las concepciones culturalistas a poco de comenzado el siglo XX impuso progresivamente una visión opuesta, a saber que el individuo es enteramente moldeado por la cultura a la que pertenece, y que por lo tanto todas las expresiones humanas son producto de un aprendizaje.

La defensa del carácter innato y universal de las expresiones emocionales fue vista así, durante unas cuantas décadas, como una antigualla decimonónica y/o como un ejercicio de reduccionismo biologista.

El sospechoso inocente


Otro de los estigmas que ha acompañado a la obra de Darwin como su sombra desde muy tempranos tiempos ha sido el pregonado funcionalismo de sus teorías respecto de ideas sociales y políticas poco recomendables. El propio concepto de selección natural, así como la noción de «lucha por la vida», principio según el cual se operaría la selección, fueron capitalizados para justificar empresas de supremacía racial, implantaciones coloniales más o menos feroces, o versiones bien llamadas «salvajes» de capitalismo.

Naturalmente, las denuncias sobre el «darwinismo social» y sus estragos no pueden sino compartirse, sin olvidar empero que no hacía falta Darwin ni sus escritos para que esas ideas existieran, antes y después del naturalista. Es el caso del evolucionismo, un conjunto de teorías elaboradas en la segunda mitad del siglo XIX para explicar la trayectoria histórica única de la humanidad, se proponía identificar los estadios sucesivos recorridos y sus leyes de encadenamiento, que presuntamente llevaban desde el más menesteroso atraso cultural (el de los «primitivos») hasta las cumbres de la civilización (blanca, cristiana y europea).

La idea de que este evolucionismo antropológico es deudor del darwinismo es tan comúnmente aceptada como errónea. En primer lugar, si alguna proximidad es menester encontrar entre el evolucionismo y la filosofía natural decimonónica, debe buscársela menos en Darwin que en Jean-Baptiste Lamarck
(1744-1829), quien sostenía la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos.

Pero aun Lamarck elaboró su noción de organismo cambiante a lo largo del tiempo por analogía con ideas del llamado transformismo sociológico, que se refería a las sociedades o civilizaciones como totalidades globales, variables en la duración, y en el seno de las cuales cada elemento o individuo cumple una función particular. Así, autores como Adam Smith o Condillac, ambos en 1776, son en realidad antecesores del lamarckismo, y más todavía del darwinismo, filiación ésta por demás tenue.

De esta manera, mientras hasta Darwin los naturalistas no podían invocar más que un vago impulso creador para dar cuenta de la historia de lo viviente, los historiadores del siglo XVIII proponían ya una explicación coherente en sí misma del mecanismo causal en virtud del cual la sociedad evolucionaba: la contradicción entre las necesidades innatas y los recursos limitados, desequilibrio que suscitaba tanto las invenciones técnicas y las fuentes de mayor productividad como la expansión demográfica y los conflictos.

La resolución de estos últimos, que hacia fines del siglo XVIII se veía como el fruto de reacomodos sociales procesados por consenso, a comienzos del siglo XIX pasan a ser concebidos en una óptica más belicista, de «lucha por la vida».

La idea de «struggle for survival» era pues corriente en el pensamiento antropológico desde hacía ya varias décadas cuando Darwin la adopta, tomándola prestada explícitamente de Malthus, para explicar la evolución de las especies.

Se trata pues de una metáfora extraída del pensamiento económico de principios del siglo pasado, que a pesar de las precauciones y advertencias formuladas por Darwin acerca de su carácter convencional, ha quedado instalada como una descripción realista de los mecanismos de la evolución, y consagrada, para peor, por el prestigio de una ciencia más «dura» que la economía.

En cualquier caso, la separación entre el darwinismo y el historicismo sociológico se presenta nítida e irrevocable al considerar un aspecto tan esencial como la intervención del azar. Darwin la reconoce en la historia de la naturaleza, contrastando con el determinismo de las teorías sociales evolucionistas, que asignaban al devenir del conjunto de la humanidad un punto de llegada inexorable: el non plus ultra de la civilización, es decir Occidente.

Conversando con Darwin


Lo dicho hasta ahora no significa que todo cuestionamiento a Darwin sobrenade en la ideología o la confusión. Es cierto que los científicos que ponen en tela de juicio abierta y fundamentadamente los principios básicos de la teoría de la evolución son los menos, pero no obstante existen. Hay quienes creen, como el paleontólogo Stephen Jay Gould, que la dosis de azar en el desarrollo de la historia de la vida es bastante mayor que la admitida por Darwin; otros, como el geólogo David Raup, ponen el acento en la insuficiencia o incapacidad de la selección natural, mecanismo gradualista, para explicar las extinciones en masa o las explosiones de biodiversidad como la ocurrida en el Cámbrico.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero siempre el punto de partida es Charles Darwin y su monumental obra: para afinar, ratificar, complementar, cuestionar, en ocasiones incluso descuartizar sus contenidos. En todos los casos, y es importante no olvidarlo, con la clara percepción de estar ante un interlocutor de gran peso y científicamente más que respetable.

Después de todo, seguir dialogando con Darwin a casi un siglo y medio de El origen de las especies no puede ser interpretado sino como un homenaje implícito a quien decretó el segundo exilio de Adán y Eva, esta vez hacia el definitivo territorio de las fábulas ingeniosas.

*Publicado originalmente en Insomnia

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