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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HERRERA Y REISSIG, JULIO -


Nueve provocaciones críticas para leer el Tratado de la imbecilidad del país (I)*

Aldo Mazzucchelli

La letra puede, si se la hace sonar, materializar un mundo propio. Herrera y Reissig supo ese poder, el poder del “oído” literario, y lo empuñó. Comprendió además la distancia insalvable que media entre el reino de la comunicación y el reino de la literatura. La comunicación tiene un referente natural y directo; la literatura, en cambio, es opaca; en su referente debe trabajar duro el lector.

1. Genealogías


Las tesis de este libro no son originales. Son, en esencia, las mismas ya elaboradas por Domingo F. Sarmiento en su Conflicto y armonías de las razas en América, de 1883. Esas tesis las resume José Ingenieros, en el prólogo que aún en 1915 acompaña a la reedición del libro de Sarmiento: la herencia española y el mestizaje habrían sido factores contrarios a la modernización continental, mientras que la inmigración europea y la educación general serían los principales remedios a aplicar para corregir el rumbo de su desarrollo. En la región, otros ensayistas argentinos, desde José M. Ramos Mejía a Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez o el propio Ingenieros, desarrollaron esta línea de pensamiento en numerosos volúmenes, publicados los últimos bien entrado el siglo XX.

Influencia directa no parece haber existido entre esos autores y Herrera, quien no muestra haberlos conocido. Pero sea como sea, aunque las líneas generales del diagnóstico herreriano no son nuevas, el texto —la textura, la realización- sí lo es. El carácter irónico, barroco y excesivo de cada página del "Tratado de la imbecilidad" lo apartan de la solemnidad "científica" de los tratados al uso en el momento de su escritura. La asignación del escrito de Herrera y Reissig a cualquier genealogía cultural o de género literario es, por eso, un asunto difícil.

El componente desafiante de la obra de Herrera y Reissig se articula en textos y gestos, en un hilo que consiste tanto en las tiradas satíricas contra los que considera estrechos valores montevideanos, tiradas que recorren el Tratado de la imbecilidad del país…, como en el uso –y el alarde del uso– de la morfina, o el ponerse un chaleco de colores (o un sombrero verde, un chaleco a rayas, una capa y un bastón, como De las Carreras). El desparpajo de Herrera y De las Carreras es, en eso, un ejemplo más de lo que se ha llamado burgeoisiephobiaI, una de las marcas más evidentes que acompañaron, a lo largo de todo el tiempo de su apogeo, al desarrollo de la burguesía. Esta actitud es esencialmente romántica. Lo dijo maravillosamente Trotsky hablando, ya no de un modernista, sino de un futurista como Maiakovsky:

Los románticos, tanto franceses como alemanes, hablaban siempre cáusticamente de la moralidad burguesa y de su vida rutinaria. Llevaban el pelo largo y Théophile Gautier se vestía con un chaleco rojo. La blusa amarilla de los futuristas es, sin ninguna duda, una sobrina nieta del chaleco romántico que despertó tanto horror entre los papás y las mamás.II
 

La misma necesidad de romper con las convenciones, que inauguró el Romanticismo, aletea aún en estos «modernistas», De las Carreras, Herrera y Reissig, lo cual no es sorprendente, pues se ha observado que el Modernismo es el verdadero romanticismo hispanoamericano. Octavio Paz agregaba que lo es como reacción al positivismo, que es la verdadera Ilustración hispanoamericana. Lo cual nos deja frente a un Tratado de la imbecilidad… que es, a la vez, antipositivista (en tanto modernista, que lo es por su esteticismo verbal) y positivista (por su formato, referencias y estructura). La escasa pertinencia de cualquier encasillamiento del texto en categorías de historiografía intelectual predefinidas puede aguzarse aún más: si esa clara vocación de destruir una cultura que es sentida como anacrónica es patrimonio común de los románticos y los modernistas, no cuesta nada constatar que el tono de Herrera y Reissig en su Tratado de la imbecilidad del país… es sospechosamente parecido al que empleaban Filippo Tomasso Marinetti y sus amigos para agredir el imaginario de los burgueses de provincias en sus serate futuristas.III

Las contradicciones se acumulan, sirven para evitar cualquier consideración simplista del tipo de fenómeno que el Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer representa. Pues, si tiene ese componente romántico constante, sigue allí el sociodarwinismo del texto, su desafiante inclusión del nombre de la bestia negra que siempre es contrapuesta al vuelo imaginativo y metafórico modernistas, el gris, sistemático, omniabarcante y derogado Herbert Spencer. Y es que Herrera y Reissig es también un evolucionista, pese a ser un poeta, dos condiciones que nunca han ido juntas cómodamente.IV

El evolucionismo se confunde en América con lo que –de modo un poco vago – se ha llamado positivismo, la corriente de ideas hege- mónica en el continente, y también en el Uruguay, en el último cuarto del siglo XIX.V


2. Positivismo


El positivismo tiene una larga e importante historia en el pensamiento continental –países de habla hispana y Brasil– de fines del XIX y principios del XX, pese a que hoy por hoy está completamente olvidado.VI La ideología positivista jugó un papel hegemónico en general en los países latinoamericanos, por su capacidad de proveer explicaciones históricas verosímiles sobre la situación de estos países, así como porque se imbricó con instituciones como las militares, las educativas, jurídicas y sanitarias.VII En la mañana que sigue al nacimiento de Herrera y Reissig –quien entra en escena en la medianoche entre el 9 y el 10 de enero de 1875– estalla en la plaza Constitución de Montevideo un motín que, con el respaldo del coronel Lorenzo Latorre, instalará en el poder por un año a Pedro Varela, antes de que el propio Latorre asuma directamente el gobierno. En aquel motín del 10 de enero se marca la irrupción del positivismo en el poder del Estado en el Uruguay, la cual vendrá acompañada de una era de afirmación de la modernización económica del país, sus comunicaciones y su infraestructura en general, al tiempo que se procesa un decisivo cambio en el sistema estatal de educación. Ese mismo año de 1875 en que nace Herrera y Reissig, también el médico argentino José María Ramos Mejía publica la obra pionera de una serie de tratados que cerrará ya en el siglo siguiente: Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina. Junto a Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez y José Ingenieros serán, con el correr del tiempo y entre otros, los autores más destacados dentro de una línea de pensamiento que discute a la vez planos diferentes. Si por momentos debate los datos biológicos, geológicos e históricos de la materia física americana, en seguida imbrica esas cuestiones experimentales con la cuestión «psicosocial», trasladando en gigantesca y a menudo descontrolada metáfora de un plano al otro, del clima a las emociones, de las habilidades adaptativas de los diversos individuos a las cualidades morales de los inmigrantes.
Esa dimensión psicosocial se reúne con una dimensión crimino- lógica, de la cual los italianos Enrico Ferri y Cesare Lombroso son los dos nombres más referidos. En esa mezcla el evolucionismo elabora diagnóstico y profilaxis sobre los nuevos fenómenos sociales –desde el «anormal» hasta las «multitudes», desde el «simulador» hasta el
«tirano»–. Por cierto que los agudos cambios que reclamaba y a la vez producía el vértigo de la modernización pone en cuestión todas las certezas y los órdenes heredados de la vida colonial, y estos ensayistas discuten con tanto entusiasmo las causas del rezago, como con recelo y dudas las consecuencias y perspectivas abiertas por la irrupción de esas multitudes en el continente, propiciadas en el Río de la Plata en esos años por una intensa inmigración.
En términos generales, el positivismo americano se organiza, pues, en torno a posturas naturalistas, evolucionistas o cientificistas que dan lugar a una antropología de base biológica.VIII Esta antropología tenía como sustento filosófico la adopción de una visión monista que aparece expresada en la frase de José María Ramos Mejía: «desde la ru- dimentaria colmena hasta la sociedad inglesa o norteamericana, la na- turaleza es una y sus múltiples manifestaciones consisten únicamente en una sucesión de grados… El átomo, el hombre, los pueblos y sus intermediarios forman un todo único y armónico…».IX

La asunción del punto de vista «científico» de la «psicología social», y por ende de carácter prescriptivo en su dictado de soluciones, lleva a que los cultores de tal discurso –que se proyecta «como prolon- gación del modelo médico, bajo el sesgo de una psicopatología de la historia y la sociedad»X– oscilen entre la diagnosis y la prescripción de soluciones, estas últimas naturalmente de carácter político. Los temas que interesan a los positivistas importantes de la región en esa generación,XI todos ellos argentinos –José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez o José Ingenieros–, coinciden con los que trata Herrera. Son «los grupos y sus características, el liderazgo y la sugestión, las dimensiones infraconscientes de la vida de los grupos, el peso del pasado y la memoria colectiva». En una definición y síntesis de sus influencias, otro argentino de ese momento, Juan Agustín García, dice en un interesante estudio de 1899: «La psicología social no es una ciencia vieja, está en vías de constituirse, apenas una media docena de autores le han dedicado atención». Y cita entre ellos a Le Bon, Psychologie des foules; Sighele, La foule criminelle; Psychologie des sectes; Tarde: Psychologie pénale; Psychologie sociale; Taine: L´Ancien Règime; La Révolution.

García amplia entonces su descripción de lo que era la llamada «psicología colectiva» para ese momento:


La psicología colectiva determina las cualidades generales del carácter nacional y establece las leyes de su acción. Estudia la energía de una nación, su influencia en el gobierno, su explicación por las condiciones físicas del territorio, los antecedentes históricos y de raza, los sentimientos, notando aquellos más sociables, indicando sus tendencias, la manera de educarlos faltando su más amplio desarrollo. Nos ayuda a comprender la historia, porque todos los acontecimientos son el efecto de la acción de ciertas ideas y sentimientos predominantes en un grupo; y conociendo el carácter nacio- nal, nos representaremos con mayor facilidad la forma en que se desarrolla un período histórico, las exageraciones de una revolución, las causas de una tiranía, por qué duró tantos años, los errores y aciertos de los partidos polí- ticos y los hombres de Estado.XII
 

Esta descripción del campo muestra que el texto de Herrera se articula como tratado en primer lugar psicológico. El objeto de esa nueva ciencia de la psicología social es «el espíritu público, las distintas agrupaciones que componen una nación, la resultante moral de todas las tendencias individuales, la cualidad común, predominante, que imprime su sello al conjunto». Herrera, en su estudio, practica pues esta nueva ciencia, y su examen de casos individuales no funciona sólo en el plano del ejemplo, sino que se postula como exposición de causas, pues de acuerdo con la teoría positivista, el conglomerado es la resultante de los elementos que lo componen, incluyendo en ello el análisis de los componentes raciales, con especial atención a la cuestión inmigratoria.XIII
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas:

I Peter Gay: The bourgeois experience: Victoria to Freud, vol. 3: The cultivation of hatred
(Nueva York: Norton, 1984-c1998).
II La frase de Trotsky citada en Octavio Paz: Los hijos del limo; del romanticismo a la van- guardia, 2.ª ed. (Barcelona: Seix Barral, 1974).
III En estas tertulias, munidos de extraños instrumentos musicales, en teatros, o enca- ramados en estatuas y otros dispositivos del ornato público a los que se empleaba como estrados primero y como parapetos enseguida (pues el público respondía, como mínimo, a tomatazos), Marinetti desplegaba una cuidada selección de frases, todas ellas tendientes a burlarse de aquello que para la ciudad o el pueblo que los recibía constituyese lo más sagrado. La tradición más valorada localmente sería la más ridiculizada. Estos episodios artísticos terminaban siempre en grandes tumultos, quizá con algunos de los participantes detenidos en la comisaría, mientras Marinetti renovaba su credo, que en este punto con- sistía precisamente en lograr ser silbado, rechazado y agredido, demostrando con ello el impacto ideológico y artístico de su trabajo ante un público normalmente ignorante. La semejanza entre la actitud de los futuristas (y el lugar de la literatura y el arte escénico como vehículo verbal de esa actitud) no puede desarrollarse en este espacio, pero es pa- tentemente similar, en forma y espíritu, a la que subyace a la composición de los textos de Herrera y Reissig, y sobre todo a la de Roberto de las Carreras al irrumpir en el Ateneo para dispersar un acto político contra el divorcio organizado por el legislador Amaro Carve, o la de entrar en el velorio de una señora de alta sociedad muerta violentamente y arrojar volantes mientras se lee un poema ante el cadáver, o la de Aurelio Del Hebrón irrumpiendo en 1910 en el entierro de Herrera y Reissig para pronunciar la última diatriba que el poeta generó (post mortem), y Del Hebrón mediumnizó ante sus amigos y demás asistentes.
IV Que las fuentes que manipuló Herrera para construir este ensayo no habían sido his- tóricamente simpáticas a la poesía queda claro apenas uno se arrima a examinar los es- quemas que organizaron la lucha de ideas en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX. Uno de los escasos autores que en los últimos ochenta años han estudiado la revolución que significó entonces el evolucionismo en sociología y antropología, considera que esta tendencia positivista ha obligado a los poetas a una defensa de valores aparentemente contrarios desde al menos el siglo XVII: «En un contexto más amplio que la teoría po- lítica, es posible, por cierto (…) presentar la historia intelectual de Inglaterra desde el siglo XVII, como una batalla por la supervivencia, librada por aquellos que deseaban dar a la emoción y la espontaneidad el espacio que les corresponde, defender la intuición como fuente válida de conocimiento, ver a la tradición como una justificación válida, y a la vida de la imaginación como algo más que unas vacaciones de la realidad, en contra de un positivismo que todo lo erosionaba». J. W. Burrow (John Wyon): Evolution and society: a study in Victorian social theory (Londres: Cambridge U. P., 1966): 1.
V Marta de la Vega ha argumentado persuasivamente sobre diferencias fundamentales existentes entre la filosofía de Spencer y la de Comte, esta última el positivismo, y acerca del error potencial de asociarlas acríticamente, incluyendo –como se ha hecho en la historia de las ideas latinoamericana– al inglés dentro de una filosofía positivista de la que se mostró explícitamente apartado. La inercia terminológica conspira, como es natural, contra la tesis de la autora citada. Véase para esto Marta de la Vega: Evolucionismo versus positivismo. Caracas: Monte Ávila Editores y Latinoamericana, 1998.
VI La lista y la importancia de los nombres de los positivistas de México al sur es larga, y sorprendente quizá por el grado en el cual están olvidados muchos de ellos. Desde lo que Zea llama «los precursores» –Sarmiento y Alberdi en Argentina, José María Luis Mora en México, José Victoriano Lastarria en Chile y Arosemena en Panamá– a las sucesivas gene- raciones propiamente llamadas positivistas: Miguel Lemos, Raimundo Teixeira Mendes en el Brasil, Gabino Barreda, Justo Sierra en México, Luis Lagarrigue, Valentín Letelier en Chile, Salvador Camacho, Rafael Núñez en Colombia, Alfredo Ferreira o José María Ramos Mejía en Argentina, Ángel Floro Costa, José Pedro Varela o Martín C. Martínez en el Uruguay, Mariano Cornejo, Javier Prado y Ugarteche o Manuel Villarán en el Perú, Alcides Argüedas en Bolivia, César Zumeta o Laureano Vallenilla en Venezuela, Enrique José Varona en Cuba, Eugenio María de Hostos en Puerto Rico…, todos miembros de la primera oleada fuerte de publicaciones en ese sentido. La lista es mucho más larga, no obstante, y debe aumentarse aquí, al menos, mencionando a los autores que escri- bieron en la misma línea, aprovechando ya la experiencia de los anteriores, en el cambio de siglo y primeras dos décadas del XX, entre ellos los argentinos Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez, Alfredo Colmo, José Ingenieros en Argentina, Porfirio Parra en México, Rafael Villavicencio en Venezuela. Habrá, todavía, un positivismo tardío –y ya con un espíritu muy distinto al de los precursores y los autores del período «clásico»–, con pu- blicaciones como las del boliviano Ignacio Bustillo o los ecuatorianos Julio Endara o Be- lisario Quevedo en la década de 1920, o las de Lucas Ayarragaray en Argentina, en los años treinta. Véase Pensamiento positivista latinoamericano. Compilación, prólogo y cronología de Leopoldo Zea; traducciones de Marta de la Vega, Margara Russotto y Carlos Jacques (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1980).
VII Para un análisis contemporáneo del fenómeno positivista en América, véase Oscar Terán: Positivismo y Nación en la Argentina; con una selección de textos de J. M. Ramos Mejía… [et al.]. (Buenos Aires: Puntosur, 1987).
VIII Hugo Edgardo Biagini: Filosofía americana e identidad: el conflictivo caso argentino (Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, c1989): 3. Al mismo tiempo, Real de Azúa cree ver que no hubo elaboración americana en cuanto a las ideas predominantes en el continente en ese período. «Doctrinas hay, que han influido hondamente, sin una perceptible o recordable elaboración por nuestra parte. ¿La han tenido, acaso, el bio- logismo evolucionista, o el organicismo sociológico?», En «Ambiente espiritual del 900», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950): 15-36 [17].
IX Ramos Mejía: Historia de la evolución argentina (Buenos Aires: Librería La Facultad de
Juan Roldán, 1921): 3-4. X Ídem, 17.
XI El positivismo llega más temprano al Uruguay, y aparece con mucha fuerza a prin- cipios de la década de 1870 en las discusiones que enfrentan a la generación principista en los debates del Club Universitario y, en seguida, del Ateneo. La discusión entre po- sitivismo y espiritualismo se desarrolla en el nivel público. La polémica entre Varela y Ramírez es nada más que la más célebre en una generación de duradera contribución a la historia política del Uruguay. La discusión incluirá, pronto, una lucha por el poder dentro de la Universidad, y es ya en 1880 que Alfredo Vásquez Acevedo asume, en nombre del positivismo triunfante, el Rectorado. La tardía organización de las primeras cátedras cien- tíficas experimentales, en la Facultad de Medicina, se deben a Julio Jurkovsky, José Are- chavaleta y Francisco Suñer y Capdevila. Todo este período ha sido muy exhaustivamente analizado por Arturo Ardao en varios textos, de los cuales el principal es Espiritualismo y positivismo en el Uruguay, 2.ª ed. (Montevideo: Universidad de la República, Departamento de Publicaciones): 1968 [1950].
XII Juan Agustín García: Introducción la estudio de las ciencias sociales argentinas. 4.ª ed. (Buenos Aires: A. Estrada, 1907 [1899]): 84-85.
XIII Véase esta frase de Terán: «Por otra parte, cuando el evolucionismo de Spencer se convierta en la oferta positivista más recurrida, no serán pocos los intelectuales que hallarán en los temas del darwinismo social nuevos estímulos para interpretar –dentro de los parámetros de la lucha por la vida y la supervivencia del más apto– el agitado mundo social que la modernización había lanzado a la vida urbana, de manera especial en aquellos países en los cuales la política inmigratoria había promovido activamente la irrupción de una población aluvional a raíz de la cual se temió a veces por la gobernabilidad de estas naciones». Op. cit.: 13.

 

 

 


 


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