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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



NOSTALGIA- MÚSICA - RADIO -

En torno a la nostalgia, la música y la radio

Miguel Lagorio

Conmemorar una noche de la nostalgia podría suponer, por qué no, dedicar una noche al desciframiento de un goce perdido, a su resignificación por medio de algún rito donde la memoria podría auxiliarnos hasta cierto punto; tendría más que ver con los sueños y con cualquier recuerdo que emergiera espontáneamente que con un acto programado y masivo

Dicen que un rasgo de lo posmoderno es el gusto por lo retro: echar mano para tomar lo que nos guste del almacén cultural y volver a contemplarlo para ver si la escritura del tiempo le agregó algo o lo fue borrando poco a poco. Determinados espacios de radio se especializaron en desempolvar canciones más o menos añejas y denominarlas oldies, agrupando bajo esa denominación un rango de canciones producidas en general en Estados Unidos e Inglaterra desde  mediados de la década del cincuenta (advenimiento del rock en delante y dentro de una corriente que identifican como música pop. En realidad esa corriente es lo bastante heteróclita como para admitir en su seno muchas combinaciones y matices, pero no vamos a analizar ahora las estructuras musicales de esas canciones, más bien su funcionalidad respecto a la idea que anima a los señores que las difunden: hacerlas significantes de lo que ellos entienden como la nostalgia de una o más generaciones.

Para ser oldies tienen que haber sido éxitos, canciones convalidadas por el consumo masivo de las diferentes generaciones que las escucharon.

Amir Hamed escribe (“Nostalgia de la noche”)  que uno de los hacedores principales de oldies y tenues nostalgias, a la hora de seleccionar canciones, confunde memoria musical  (de una generación, de compositores y de oyentes) con memoria personal; es decir, canoniza  las canciones según su sensibilidad sin tener en cuenta cualquier otro elemento más allá de su propia nostalgia. Eso no sería un problema si se contara con una sensibilidad musical y estética que no fuera tan excluyente; es más, podemos incluso aceptar lo arbitrario siempre que vaya acompañado de cierto rigor y que se asuma que se está  frente a un ejercicio personal, sin pontificar demasiado y en un tono siempre lúdico y lejos de cualquier gesto solemne.

Conmemorar una noche de la nostalgia podría suponer, por qué no, dedicar una noche al desciframiento de un goce perdido, a su resignificación por medio de algún rito donde la memoria podría auxiliarnos hasta cierto punto; tendría más que ver con los sueños y con cualquier recuerdo que emergiera espontáneamente que con un acto programado y masivo. Además, formular una noche de la nostalgia en Montevideo (Uruguay) no deja de ser una especie de pleonasmo, de querer activar artificialmente un rito que de todas formas pervive como parte fundante de los uruguayos y que se actualiza casi cada noche, cada día: cultivar la nostalgia y a su sombra leer cualquier entramado textual que la realidad nos provea.

Pero aceptando que en nombre de la glorificación del pasado se pueden elaborar cosas tan hermosas como el tango o el blues (para no apartarnos de la música, porque también podríamos dedicar una noche nostalgiosa a glosar a Marcel Proust, a Kavafis o al propio Onetti en tren de rescatar épocas, edades y tiempos perdidos), ampliemos el espectro musical más allá de la pétrea memoria de un D.J. que da por supuesto  (y puede que así sea en muchos casos) que quienes lo escuchan asumen como propios todos los lugares comunes que en materia sensible él transita y rescatemos otros modos de hacer las cosas. Veremos que hubo otros que, aun ejerciendo ese oficio de difusores de canciones a partir del gusto personal, se las ingeniaron para dar algo fermental.

Eco contemporáneo, de  Alberto y Luis Restuccia, era un buen ejemplo de cómo dos tipos se dedicaban a gozar con lo que hacían y de cómo ese goce era compartido por los que escuchábamos; era la diferencia entre el placer asegurado por saber lo que se va a escuchar (que es  a lo que juegan la mayoría de los espacios radiales de emisión de música) y el goce que da el riesgo de escuchar algo desconocido y que no necesariamente nos gustará. En fin, la alternativa de seguir el trillo, la huella marcada por otros, o decidir escuchar, ver, leer, lo que vamos encontrando nosotros mismos iluminados por la lumbre de algún guía o maestro que siempre es bueno tener: alguien que parta no necesariamente de un supuesto saber, sino de la inquietud de reconocer una multiplicidad de sensibilidades y hacer algo creativo con ello. Los Restuccia se dedicaban a transitar en lo musical sus predilecciones que iban por el lado del jazz: Monk, Davis, Mingus (para citar nombres que recuerdo haber escuchado)rock subterráneo de los sesenta, algún compositor contemporáneo de lo que se suele llamar música culta, y blues. Parte de una noche de aquél programa, por ejemplo, fue construida en torno a la cascada voz de Tom Waits: se despacharon con Rain Dogs desde su primer surco hasta el último; fluía cada canción sin ningún comentario de esos a los que algún D.J. suele acudir: blanco con voz de negro, participa en filmes de Cóppola y de algún otro realizador no tan famoso, ¿quién es? Alberto Restuccia leía textos, poemas, narraciones y, a veces, se ponía  revulsivo y divagaba o lanzaba diatribas contra cualquier maniqueísmo que a él le pareciera digno de ser dinamitado. En suma, toda una gimnasia estética que hoy nos vendría muy bien.

Eduardo Darnauchans y su A través del espejo fueron otro muy buen ejemplo de cómo hacer un programa de radio atractivo sin pretender que la música que se difundía (la que a él le gustaba) fuera emblema de mayorías; muy por el contrario él reconocía que su público nunca sería masivo y esto de alguna manera era parte de su gesto: el trovador de  baladas melancólicas, culto, lector de la saga artúrica y de los poetas provenzales; musicalizador de alguno de ellos mismos, tomando el micrófono no ya para cantarle a la penumbra que se abría más allá del escenario, sino para dejar fluir otras voces ilustradas por su propia voz pausada, dialogando, con quienes de este lado lo escuchábamos, sobre cada canción o intérprete que elegía.

Acotado casi exclusivamente al rock y beat de los sesenta, dándole cabida a grupos  de los cuales se tenían pocas referencias como Procol Harum, Moody Blues, Easybeats, alternados con leyendas: Stones, Hendrix (donde Dylan, claro, tenía lugar preferencial) y a baladistas y poetas como Leonard Cohen, Donovan Leicht,  Angelo Branduardi, Antoine, con alguna incursión (es lo que recuerdo) en torno a músicos montevideanos como Fernando Cabrera, Darnauchans se las ingeniaba para remar a contracorriente, “remar canciones” decía,  y allí sí, desgranar la nostalgia que para él entrañaba cada canción. Lo que decíamos más arriba, no importa ser auto referencial, apelar a la memoria personal, en tanto algo se convoque: si son fantasmas que no se termine adivinando que sólo era alguien debajo de una sábana.

La nostalgia es un componente básico de la poética y las melodías de Darnauchans, acompaña ritualmente cada gesto de su voz,  y eso permanecía, estaba presente en la radio, en la voz que se abría paso entre los nebulosos, cansinos y pesados acordes iniciales de “The Pusher” de Steppenwolf con que abría y cerraba cada emisión. En una frase: la sensibilidad de Darnauchans como compositor y cantor lo sostenía en la radio; su memoria personal, su nostalgia, nos invadía cuando citaba la música de otros, de la misma manera que cuando él cantaba. Gozábamos con el eco de un goce auto referencial.

Jugar, trasmitir, volverse caja de resonancia de diferentes estéticas y sensibilidades; poder y saber compartirlas con los otros. Eso, de por sí, es una aventura infrecuente en la radio de hoy, según creo. El grado de comunicación, concentración e intimidad que nos une con la voz del otro que emerge para darnos un mundo, no lo encontramos en ningún otro medio; es una experiencia donde, de alguna forma, se puede convocar lo primordial; lo inaugural en cierta música, en ciertas palabras.

 

México, agosto de 2004

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