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ISSN 1688-1672

 



BRAHE, TYCHO - COLUMNISTA -

El coyote y el columnista*

Carlos Rehermann

Observando el cielo a ojo desnudo, Brahe registró con tanta precisión el cielo que Kepler no dudó en corregir sus propios prejuicios para obligar a la teoría a adaptarse a los hechos observados, cosa extraordinaria y estremecedora: se sabe que más bien intentamos cincelar el mundo para que se parezca al modelo que hicimos de él.


En una columna del arriba figurante, en Insomnia, se incursionó alegremente en el error: "Kepler había establecido en 1609 que las órbitas planetarias eran parábolas(...)", reza. Por más que Kepler no era ningún santo, jamás habría sido capaz de someter al universo a tal desatino geométrico. No tanto para intentar reparar el error, sino más bien para guerrear contra la propia blandura, se expone lo que sigue.

Qué hace el tipo? Va y lucubra con desparpajo y leonardismo acerca de las caídas libres y las curvas planas. En su afán de apabullar al prójimo con la insondabilidad de su sapiencia, se enfrasca en una historia de la parábola, curva mortal. Pues no solamente dicha curva describe la trayectoria del fierro que, despedido con violencia por los fuegos ventrales de la espingarda, termina abriendo el cráneo del enemigo, sino que se ha demostrado acerba con el destajista de las letras semanales.

Cualquier explicación acerca de los motivos por los que el tipo confundió la parábola con la elipse tendría el sabor de una sumisión oportunista. ¿Por qué, si tan admirador de Kepler se declara, no siguió su ejemplo de humildad? Pues aquel sabio tenía por una parte la virtud del genio, y por otra una confianza profunda en su maestro, el astrónomo danés Tycho Brahe. El último año de la vida del gran astrónomo, Kepler trabajó como su asistente. Aunque consideraba que la teoría planetaria de aquél era errónea, aceptó sin discusiones las mediciones estelares y de las posiciones de los planetas registradas por Brahe.

Observando el cielo a ojo desnudo
(murió en 1601, ocho años antes de que se presentara al mundo el primer telescopio), registró con tanta precisión el cielo que Kepler no dudó en corregir sus propios prejuicios para obligar a la teoría a adaptarse a los hechos observados, cosa extraordinaria y estremecedora: se sabe que más bien intentamos cincelar el mundo para que se parezca al modelo que hicimos de él.

Sin ir más lejos, este tipeador exorbitado escribió que las órbitas de los planetas son parábolas: démosle un poco de poder, y es capaz de ponerle motores a la Tierra con tal de llevar su órbita a la correcta alineación parabólica que su escritura reclama.

Pero atención, no fue Brahe solamente el gestor de su precisión apavorante. ¿A quién, si no a Kepler, podemos atribuir la legitimación de aquellas medidas? El alemán decretó, a partir de la confianza en la meticulosidad de su maestro, que esos datos eran ciertos. Claro que Tycho Brahe era un astrónomo reputado en toda Europa, pero la reputación no le basta a un gigante como Kepler. Así, no hay más remedio que concluir que Kepler permite la existencia de Brahe.

Porque ¿qué sería de las tablas de Brahe sin el modelo de Kepler? Simples y aburridas listas de números. Es decir, ¿qué sería de Brahe sin Kepler? Una especie de lunático estólido. Pensamos: en el oscuro anonimato de su observatorio silencioso, el héroe permanece en las sombras. ¡Qué injusticia, lloriqueamos, que todo el crédito se lo lleve Kepler, cuando sin las observaciones de Brahe nada se hubiera hecho posible! Horrible falacia de falsa humildad: todo el mérito es de Kepler, capaz de convertir en oro aquella pasta bruna que a su propio autor no le impidió el error.

Todo esto huele a coartada para concluir que más vale un modelo que una medición; a los efectos del juicio acerca de la barbaridad escrita por el firmante en su temeraria columna, esto intentaría demostrar -hiperbólicamente, digamos- que importa menos la forma de la curva que la esencia del análisis. El problema radica en que el tipo no es ni Brahe ni Kepler, por más que haga gárgaras con sus sonoridades germánicas. Y si aquellos pasaron por el mundo sin que la vergüenza les hiciera perder el tiempo, éste toma tantas cosas prestadas que cada poco se derrumba llorando y pidiendo perdón por no devolverlas.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 116

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