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Experimentos*

Carlos Rehermann

No existe ser humano que no se haya sentido horrorizado al descubrirse tarareando involuntariamente una melodía machacosa y estúpida que se resiste a abandonar su cabeza


Nadie habrá dejado de observar que el chiste de los perros de Pavlov es intensamente edificante. Dos perros se encuentran en una congelada calle invernal de Moscú: plena Revolución, hambruna, a los perros antes que darles de comer se los comían. Uno de los perros mostraba las terribles señales de la penuria; el otro, en cambio, trotaba orondo, satisfecho y despreocupado. Sorpresa del perro flaco al encontrarse con su viejo amigo. "Pero Vañka, ¿cómo haces para mantenerte tan saludable?" pregunta el famélico can, luego de las salutaciones de rigor. "Nada, Piotr", contesta el gordito, mostrando unos perfectos dientes limpios de sarro, "cada día, cuando siento apetito, voy hasta el Instituto Pavlov. Entro a un laboratorio, me pongo a salivar, y de inmediato aparece un hombre de bata blanca que hace sonar una campana y me da comida".

La diferencia entre el perro gordo y el científico es que éste será capaz, luego, de escribir un informe, y aquél, en cambio, convertirá el experimento en una suculenta deposición. Como diferencia, por cierto, no es gran cosa.
No es un secreto que la publicidad ha sido la disciplina que más ha aprovechado las tesis de Pavlov. Escucho la radio, donde un conjunto de sonidos envuelve el nombre de un producto, luego veo el producto en el anaquel del supermercado, y salta el gatillo de la memoria hasta aquel conjunto de sonidos, seductor o cómico, y me apropio de ellos con la compra del producto.

En El hombre demolido, de Alfred Bester, el protagonista sólo podía protegerse de los malvados telépatas que lo perseguían si bloqueaba su mente con un jingle publicitario. No existe ser humano que no se haya sentido horrorizado al descubrirse tarareando involuntariamente una melodía machacosa y estúpida que se resiste a abandonar su cabeza. Y nada puede hacerse: comprar el producto es peor, pues luego, al verlo en la heladera, sobre la mesa del desayuno o cuando se rocía sobre los mosquitos, brota el estribillo, endiabladamente amalgamado con el recuerdo del primer beso o con la demostración del teorema de Massera. ¿Qué hacer, en esta Moscú barrida por el viento helado del progreso?

Aquí el perro es el cliente del publicista, que saliva como Alien ante el aumento de las ventas. La salivación estimula al creativo, que cree estar produciendo un efecto, cuando en realidad él es el efecto producido. Lo cierto es que la publicidad funciona por saturación, ya que resulta evidente que no es lícito hablar de calidad. Sólo así el protagonista de Bester puede llenar su cabeza de basura, desplazando a Telemann o a Bártok. Pero ¿dónde estamos nosotros, soportes de la mano trémula que se estira hacia el estante lleno de objetos de consumo? No hace falta extenderse: nosotros somos la comida.

* Publicado originalmente en Insomnia

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